Declaración internacional de la Fracción Trotskista – Cuarta Internacional (FT-CI) ante la Huelga Mundial por el Clima que tendrá lugar entre los días 20 y 27 de septiembre.
Entre los días 20 y 27 de septiembre de 2019 tendrá lugar una «semana de acción» convocando a la Huelga Mundial por el Clima. La convocatoria ha sido promovida por movimientos como “Fridays for Future” y “Extinction Rebellión”, así como centenares de colectivos ambientalistas y ecologistas en distintos países. Los organizadores exigen a los gobiernos que se declare la emergencia climática y se adopten medidas urgentes para frenar la crisis ambiental. Ante la urgencia de la crisis climática es necesario conquistar una estrategia que permita enfrentar decididamente la causa de la catástrofe ecosocial que nos amenaza: el sistema capitalista.
Capitalismo y crisis ambiental global
El capitalismo ha prosperado desde hace siglos mediante la explotación de la naturaleza, ya sea como fuente “inagotable” de recursos para convertirlos en mercancías o como repositorio de desperdicios. Sin embargo, la capacidad de la Tierra de “soportar” los procesos ecodestructivos del capital está llegando al límite.
La necesidad de crecimiento constante del capital ha llevado a la interrupción de un complejo ciclo natural que tardó millones de años en desarrollarse, provocando una fractura del “metabolismo” entre la sociedad y la naturaleza.
El cambio climático y la crisis de los ciclos biológicos del carbono, el agua, el fósforo y el nitrógeno; la acidificación de los océanos; la pérdida creciente y acelerada de la biodiversidad; los cambios en los patrones en el uso de la tierra y la contaminación química de la industria, son algunas de las terribles manifestaciones de una situación completamente inédita para la humanidad: la tendencia hacia la descomposición de sus condiciones naturales de producción y reproducción. A esta dinámica ecodestructiva se relaciona directamente la degradación social y material de cientos de millones de personas que sufren la miseria, el desempleo y la precariedad laboral, mediante los cuales el capitalismo asegura su rentabilidad y reproducción.
La barbarie que representa la reciente multiplicación de incendios en la Amazonia, resultado de los incentivos al desmonte –intensificados por la política del ultraderechista Bolsonaro–, la flexibilización de la legislación ambiental y la acción directa de latifundistas y ganaderos que orquestan las quemas, es solo otro episodio del continuo proceso de degradación y destrucción ambiental. Incluso en la Bolivia de Evo Morales, los incendios amenazan destruir uno de los bosques secos más grandes del mundo, la Chiquitania, luego de que más de 2 millones de hectáreas fueras arrasadas por los incendios alentados para la extensión de la frontera agrícola. El fenómeno de los incendios forestales descontrolados es cada vez más recurrente, como los grandes incendios que están arrasando Siberia y el África subsahariana (más numerosos, aunque menos destructivos), así como los de California el otoño pasado y en numerosas regiones de Europa. El cambio climático y la sed de ganancias del capitalismo los están intensificando cada vez más.
El cambio climático, una realidad incuestionable
Existe un amplio consenso científico en que cambio el climático se relaciona con el aumento vertiginoso de los niveles de emisiones de los gases de “efecto invernadero” en la atmósfera producidos por la acción humana. Pero no de la acción humana en general, si no de las actividades desarrolladas en el marco del modo de producción capitalista. Desde 1880 la temperatura media de la superficie terrestre ha subido casi 1 °C según diversos organismos. Un aumento de la temperatura global (hoy cerca de los 15 °C de media) que es evidente desde la revolución industrial y que ha venido acelerándose en la etapa neoliberal.
Las proyecciones del Panel Intergubernamental para el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), indican que la temperatura media global en la superficie de la tierra podría incrementarse entre 2 y 5 grados centígrados y el nivel del océano podría aumentar entre 18 a 59 centímetros en las próximas décadas, mientras advierten que las emisiones pasadas y futuras de dióxido de carbono (CO2) seguirán contribuyendo al calentamiento durante más de un milenio. Al mismo tiempo, recientemente se ha conocido que los niveles de CO2 atmosférico han rebasado las 400 partículas por millón (ppm), pudiendo incluso alcanzar en las próximas décadas cifras superiores a los 500 ppm, niveles nunca antes vistos en la historia de la humanidad.
Según el último informe de este organismo dependiente de la ONU, cuyas estimaciones suelen ser las más conservadoras en comparación con otros estudios, las emisiones de gases contaminantes tendrían que reducirse en un 45 % para 2030 –en menos de 11 años– para evitar superar el umbral crítico de calentamiento de 1,5 grados centígrados, por encima del cual se generalizaría el aumento del nivel del mar, los fenómenos meteorológicos extremos y la escasez de alimentos. La necesidad de combatir el cambio climático con medidas drásticas es innegable.
Para muchas personas estas estimaciones pueden resultar abstractas, pero toman cuerpo cuando se advierten sus consecuencias reales, como la potenciación de todos los fenómenos catastróficos relativos al clima, su permanencia en el tiempo y la aceleración de sus ritmos. Incendios incontrolables que arrasan ciudades enteras en todo el globo (asociados también a la propagación de especies invasivas y una gestión forestal orientada al monocultivo y únicamente al lucro), olas de calor extremas, inundaciones masivas o sequías catastróficas. Según las Naciones Unidas, actualmente existen más de 20 millones de refugiados por causas climáticas, mientras que, de elevarse la temperatura global a más de 2 grados, se estima que serán 280 millones. La contaminación del aire por gases y partículas derivados del tráfico de vehículos, así como de la producción industrial en las grandes ciudades, producen 9 millones de muertes anuales en todo el mundo, 800 mil personas solamente en Europa.
El calentamiento global es una de las manifestaciones más devastadoras de la naturaleza destructiva del sistema capitalista sobre el ambiente, pero no la única. A ella se suma la contaminación del aire y la degradación del suelo, la desforestación y la destrucción de la biodiversidad, la contaminación del agua de ríos y océanos. Según un estudio, entre 1970 a 2014, el tamaño de las poblaciones de vertebrados ha disminuido en un 60 por ciento en promedio. Una tendencia que se agravaría si no se frena la crisis ecológica, pudiendo producir una extinción en masa de la biodiversidad del planeta.
El planeta entero ha sido transformado en un inmenso basurero de desechos domésticos, industriales y agrícolas generados por la producción, la distribución y los patrones de consumo capitalistas.
Negacionismo y “capitalismo verde”, las dos caras de una misma moneda
Frente al escenario catastrófico que preanuncia el calentamiento global, los poderes fácticos del capitalismo internacional oscilan entre dos estrategias: por un lado, una campaña de negación de las evidencias científicas tendiente a presentarlos como una “ideología”; por el otro, una estrategia de promoción de un “capitalismo verde” o “sostenible”, que impulsa acuerdos internacionales que son una farsa y propone una reconversión parcial y limitada de los sistemas productivos, mientras fortalece el modelo de acumulación y explotación capitalista.
En el campo del negacionismo se sitúan desde Trump, el Partido Republicano y el Tea Party en Estados Unidos, Bolsonaro en Brasil, hasta sectores minoritarios de científicos. Pero su núcleo está en las grandes corporaciones que son las principales responsables de las emisiones de gases contaminantes que generan el cambio climático. Sin embargo, al mismo tiempo que hacen campaña negacionista, las grandes corporaciones capitalistas son plenamente conscientes de las consecuencias del cambio climático y sus efectos sociopolíticos, y se preparan para responder a sus implicaciones en el terreno de la “seguridad” y la política exterior. El capital más concentrado plantea la militarización como instrumento de adaptación al cambio climático: más ejércitos y fuerzas de seguridad privadas, que eventualmente puedan defender las islas de prosperidad en medio de océanos de miseria y degradación.
Del otro lado se sitúa el “capitalismo verde”, promovido desde el Partido Demócrata norteamericano, líderes políticos de los principales países europeos como Angela Merkel, Emmanuel Macron o Pedro Sánchez y diversos “partidos verdes”, pasando por diversas y pujantes corporaciones capitalistas, organismos internacionales, hasta ambientalistas y ONGs.
Se trata de un ejercicio de sincretismo entre neoliberalismo y “economía verde”. Denuncian el calentamiento global y acuerdan en costosas cumbres climáticas medidas de protección ambiental, controles y grandes objetivos de reducción de emisiones, que en todos los casos no han sido más que documentos diplomáticos sin mayores consecuencias prácticas.
Al mismo tiempo, plantean hacer reparaciones, limitar la producción de sustancias tóxicas y la destrucción de recursos naturales y desarrollar simultáneamente nuevas tecnologías “suaves”, argumentando al mismo tiempo que de trata de una nueva fuente de crecimiento económico, ya que las corporaciones capitalistas podrían extraer jugosos beneficios.
Así el Partido Verde alemán, por ejemplo, propone “salvar la economía alemana” con medidas de transición ecológica, mientras promueve la militarización del imperialismo alemán (abogaron a favor de una intervención en el conflicto con Irán bajo «liderazgo europeo»). Una política de “imperialismo verde” para contrarrestar la crisis del capitalismo alemán.
Una de las medidas más recientes en este campo, impulsada por el gobierno de Merkel y el Partido Verde alemán, pero que comienza a ser adoptada por otros gobiernos y sectores ambientalistas, busca implementar un impuesto a las emisiones de CO2 (gravando por ejemplo el consumo de carne, los combustibles o el tráfico aéreo) para renovar la industria hacia una transición ecológica. Un impuesto que provocaría la subida de precios y un ataque en regla a la capacidad adquisitiva de la clase trabajadora, mientras no representa ninguna medida seria ante la crisis climática. En definitiva, la estrategia neoliberal del “capitalismo verde” termina siendo “negacionismo light”.
La esencia del capitalismo es la ampliación de la ganancia y la acumulación a cualquier costo, incluso si este costo implica la destrucción material del planeta. Cuando China y Estados Unidos, junto a la Unión Europea, producen la mayor parte de los gases de efecto invernadero que aniquilan la tropósfera, y los capitalistas se dirimen entre posturas negadoras o cumbres impotentes de gestión de la crisis ambiental, el resto del mundo sigue sufriendo los efectos del cambio climático.
Por ello la idea de un “capitalismo verde”, que elimine de forma íntegra y efectiva las causas que están en la base de la catástrofe ambiental global que nos amenaza y promueva un “desarrollo sostenible” de la humanidad y el conjunto de las especies que pueblan el planeta, es una quimera. La solución a la crisis climática global no puede nacer en ningún caso de las entrañas del mismo sistema que la produjo.
Hay que decir que dentro de este campo hay gran número de ONGs y organizaciones ambientalistas como IUCN, WWF, incluso Greenpeace, que trabajan codo con codo con los evangelistas de la ecoeficiencia y las petroleras como Shell o la Exxon, con mineras contaminantes como Barrick Gold o megacorporaciones como Walmart, Cargill o Monsanto, colaborando con el saqueo de recursos naturales en todo el planeta bajo la cobertura “ambientalista”.
Reformismo verde y “Green New Deal”
Dentro del espectro de los defensores de un capitalismo verde existe una subvariante reformista que ha ganado mucho peso en el último período, proponiendo un programa con tintes neokeynesianos para hacer frente a la crisis. Es el llamado “Green New Deal” (GND). En EE. UU. esta política es defendida por algunos aspirantes a la presidencia del Partido Demócrata norteamericano, como Bernie Sanders y Elizabeth Warren, o por la autodenominada “socialista democrática” Alexandria Ocasio-Cortez, y también comienza a resonar en los discursos y programas de los social liberales europeos como el PSOE o corrientes neorreformistas como Podemos.
El GND, sostiene Ocasio-Cortez, permitiría a los Estados Unidos una transición hacia el 100 % de energías renovables en un plazo de 10 años, a la vez que promete crear millones de empleos ligados a la construcción de una red eléctrica eficiente en todo el país basada sobre energías renovables, entre otras medidas. ¿De qué modo? Promoviendo que las mega corporaciones milmillonarias, responsables de la crisis ecológica actual, sean las que desarrollen la infraestructura para salir del desastre. Y que para ello cuenten con millonarias subvenciones públicas del Estado.
La idea que subyace detrás de esta perspectiva es que si los gobiernos de los principales países industrializados del mundo y las grandes multinacionales toman consciencia de la situación, serían capaces de adoptar medidas en favor de la preservación del ambiente. Tanto el “Green New Deal” como otras propuestas similares (como la Agenda 2030 de la ONU), que son hoy referentes para buena parte de las fuerzas políticas “progresistas” en el mundo, se fundamentan en la idea de que es posible un “capitalismo sostenible” y que las corporaciones que han generado la crisis actual pueden reconvertirse en las salvadoras del planeta. Pero la ilusión de que se pueda armonizar la contradicción entre los intereses capitalistas y la preservación del ambiente y de la vida de cientos de millones de personas, es utópica y reaccionaria.
El modo de producción capitalista está en total contradicción con la naturaleza y con los procesos naturales de desarrollo. Para el capital, el factor determinante en este proceso es meramente cuantitativo. La feroz competencia obliga a cada capitalista a buscar constantemente formas de reemplazar a los trabajadores por máquinas que aumenten la productividad del trabajo y la masa de bienes lanzados al mercado y, por ende, la cantidad de recursos naturales consumidos para producirlos. La repetición constante de este ciclo de producción y reproducción del capital exprime impiadosamente todos los recursos, sin tomar en cuenta el tiempo requerido para su producción y regeneración natural.
La causa de este tipo de desarrollo ecodestructivo más que la irracionalidad capitalista, es su lógica inherente; el resultado lógico de un sistema económico cuyo motor es la sed de ganancias de los capitalistas.
La “rebelión” juvenil por el clima, sus potencialidades y sus límites
El 20 de agosto de 2018, la joven activista climática sueca Greta Thunberg se plantó frente a la sede del parlamento sueco con una pancarta que decía “Huelga estudiantil por el clima”. Inspirado por esta acción, desde entonces el movimiento “Fridays for Future” y los “viernes verdes” en ciudades de Europa, en los que los estudiantes faltan a clases y se manifiestan contra la crisis ambiental global bajo la consigna “No tenemos un planeta B”, ha sumado cada vez más adhesiones y ha movilizado a cientos de miles en centenares de ciudades por todo el continente.
Junto al movimiento “Fridays for future”, se han desarrollado otras plataformas ecologista, como “Ende Gelände” en Alemania, o “Extintion Rebellion” en el Reino Unido, que sostienen reivindicaciones similares, aunque también varían en sus métodos de lucha.
El pasado 15 de marzo se declaró la primera huelga global por el clima. Cientos de miles de jóvenes tomaron las calles en distintas ciudades del mundo en el marco de una huelga estudiantil contra el cambio climático. En Madrid, Berlín, París, Viena, Roma y otras ciudades de Europa y el mundo, las manifestaciones fueron masivas. El 24 de mayo tuvo lugar una nueva convocatoria global de huelga estudiantil, que siguió movilizando a millones. Los próximos 20 y 27 de septiembre se realizará una nueva Huelga Mundial por el Clima, en el que se hace un llamamiento a la ciudadanía y a otras organizaciones sociales a sumarse a la convocatoria.
Los organizadores exigen a los gobiernos que se declare la emergencia climática y la adopción de medidas urgentes para frenar una crisis medioambiental que “es consecuencia de un modelo de producción y consumo que ha demostrado ser inapropiado para satisfacer las necesidades de muchas personas, que pone en riesgo nuestra supervivencia e impacta de manera injusta especialmente a las poblaciones más pobres y vulnerables del mundo”.
Entre esas medidas se encuentran la reducción –a cero neto– de las emisiones de gases de efecto invernadero y evitar que la temperatura global se eleve por encima de los 1,5 °C. Para ello proponen acciones tendientes al abandono de los combustibles fósiles y su sustitución por energías renovables, tales como la paralización de nuevas infraestructuras fósiles, un modelo energético no nuclear o la reorganización del sistema de producción.
Denuncian además la interrelación entre la enorme desigualdad social y la degradación del ambiente y plantean que la transición a un “modelo ecosostenible” tiene que hacerse atendiendo a las desigualdades generadas en función de la clase social, el sexo, la procedencia, etc. En el camino a esa transición defienden la creación de fórmulas de control y participación ciudadana a través de la democratización de áreas de la producción como la energía, el transporte o la alimentación.
El hecho de que la juventud se movilice contra la barbarie de la destrucción ambiental es un hecho enormemente auspicioso. Además, la incorporación del método de la huelga para visibilizar sus demandas y el llamado al conjunto de las organizaciones de la sociedad civil es algo innovador que no se había hecho antes y que le da más fuerza al movimiento.
Frente a las “potencias infernales” que ha engendrado el capitalismo y cuyas consecuencias hoy resultan inevitables, las y los jóvenes impulsores del movimiento “Fridays for Future” y otras plataformas similares son cada vez más conscientes de esta realidad y, aunque de un modo muchas veces abstracto, denuncian al sistema capitalista como causante de la crisis actual.
Sin embargo, carecen aún de un programa definido y una estrategia para superarlo. Su perspectiva se reduce a una denuncia y exigencia a los representantes políticos capitalistas para que tomen medidas urgentes o a abrazar las propuestas de los llamados “partidos verdes”, pero sin apuntar decididamente contra los intereses y la propiedad de los máximos responsable de esta situación: las grandes corporaciones y multinacionales capitalistas.
Tampoco sostienen una posición contraria a medidas “verdes” como los intentos de aplicar impuestos al consumo que atentan contra la mayoría de la clase trabajadora y los sectores populares. Por el contrario, en muchos países el movimiento exige la implementación de un impuesto a las emisiones de CO2 más altos de lo que proponen los partidos capitalistas, los cuales elevarían los precios de productos de consumo para la mayoría de la población. Para que la juventud logre atraer a la clase trabajadora a la lucha contra el cambio climático, es necesario un programa que plantee claramente que sean los capitalistas, y no las masas populares, los que paguen por la crisis.
En amplios sectores del movimiento prima la lógica de que para solucionar la crisis ecológica el eje central está en los cambios de los patrones de consumo individual, centrando su atención en el “consumo irresponsable”. Obviamente la producción capitalista, generadora de patrones y ciclos de consumo a escala planetaria, moldea a los “consumidores” y en esta medida el comportamiento humano individual colabora con la crisis ecológica, por lo cual es deseable promover que estos patrones se modifiquen generando conciencia ambiental.
Pero la realidad es que la influencia que pueden ejercer los cambios del comportamiento individual sobre el carácter funesto de la producción capitalista sobre el medio ambiente es en muchos casos irrelevante y, especialmente, muy desigual. Un informe de Oxfam del año 2015 demostró que el 10 % más rico del planeta provoca la mitad de las emisiones de CO2, mientras que el 50 % más pobre (3.500 millones de personas) es responsable de solo el 10 %.
La lógica de centrar la iniciativa de movimiento ambiental en los cambios de comportamiento individual conlleva dos problemas estratégicos. Por un lado, porque promueve una estrategia ilusoria que favorece una concepción individualista, difuminando o directamente ocultando cuál es el “centro de gravedad” sobre el que hay que golpear, el capitalismo imperialista, las grandes corporaciones y los Estados capitalistas. Por otro lado, termina fortaleciendo el discurso reaccionario de que “la gente es responsable de la crisis” que va unido a medidas para hacer pagar la crisis ambiental a la clase trabajadora y los sectores más pobres de la sociedad; un discurso que al mismo tiempo que preserva el sistema y beneficia a los capitalistas, impide incorporar a la lucha a las potencias sociales capaces de enfrentarla.
Una de las lecciones que ha dejado la lucha de los Chalecos Amarillos en Francia, un inmenso movimiento social desatado inicialmente como respuesta al alza en el precio de los combustibles y en protesta por la injusticia fiscal y la pérdida de poder adquisitivo, es que la “transición ecológica” no puede recaer sobre los hombros de la clase trabajadora y los sectores populares. Frente a la crisis ambiental, el problema central no es la “división” entre quienes contaminan y quienes no lo hacen, sino entre la mayoría social que ya está pagando los costos de la crisis y los capitalistas que la generaron.
La única manera de enfrentar la crisis ambiental global engendrada por el capitalismo es que en la lucha se implique la mayoría de la población con la clase trabajadora al frente. Y esto es así porque la contradicción capital-trabajo no es una más de las que caracterizan al modo de producción capitalista, sino la que lo estructura, ya que si la relación de la sociedad con el resto de la naturaleza está mediada por la producción, es revolucionando la producción como se puede regular racionalmente el metabolismo con la naturaleza. Por ello la clase trabajadora, la clase auténticamente productora de la sociedad, si se dota de una política hegemónica y no corporativa, es la única clase que puede actuar como articulador de una alianza social capaz de activar el “freno de emergencia” ante el desastre al que nos aboca el capitalismo.
En este sentido existen importantes ejemplos de unidad entre el movimiento ambiental y sectores de trabajadores, como el caso del astillero Harland and Wolff en Irlanda, donde fue construido el Titanic, que fue declarado en bancarrota, pero sus trabajadores tomaron las instalaciones exigiendo su nacionalización y que se implemente el uso de energías limpias. O los llamados a sindicatos y sectores de trabajadores a convocar la Huelga por el Clima, como se está haciendo en Portugal, Alemania o el Estado español.
Estas iniciativas son sumamente importantes, porque de un modo aún intuitivo pero correcto, tienden a delimitar cuál es el “sujeto social” que puede hegemonizar la lucha por una alternativa a la destrucción ambiental, la clase trabajadora.
La necesidad de que la clase trabajadora se integre al movimiento con sus propias reivindicaciones y sus propios métodos de lucha (huelgas, bloqueos y piquetes), es vital para el desarrollo del movimiento. Es necesario ayudar a romper los prejuicios que existen en amplios sectores de la clase trabajadora con el movimiento ambiental, aunque muchas veces esté justificado por políticas que en nombre de la “defensa del ambiente” han despreciado a la clase obrera equiparándola con las patronales contaminadoras o incluso promovido medidas que implicaban un ataque directo a las condiciones de vida de la clase trabajadora sin más alternativa.
Pero, sobre todo, es necesario enfrentar y denunciar el rol reaccionario que juegan la mayoría de los sindicatos burocratizados. Especialmente en los sectores de la industria pesada y la industria energética, las burocracias sindicales actúan como los mejores socios de los capitalistas. Muchas veces se oponen a cualquier medida de transición ecológica, por más superficial que sea, bajo el argumento de “salvar los puestos de trabajo”, cuando lo que esconden en realidad es una política para salvar las ganancias de los capitalistas, atando el destino de la clase trabajadora a los buenos negocios de los empresarios.
Ante la Huelga por el Clima, la posición mayoritaria entre los sindicatos europeos o en Estados Unidos es oponerse, o en algunos casos como en Alemania, apoyarla demagógicamente, pero negándose a organizarla y convocarla por considerarla “ilegal”. Es por ello que, junto con el impulso de la más amplia autoorganización entre la juventud, es necesario denunciar las posiciones reaccionarias de los sindicatos burocráticos, que durante décadas han ignorado o despreciado los problemas ecológicos, al mismo tiempo que se les exige que convoquen a la huelga y pongan sus organizaciones al servicio de la lucha contra los capitalistas responsables de la catástrofe que nos amenaza.
La declaración promovida en Alemania por la agrupación de sindicalistas de base «ver.di aktiv», impulsada por el grupo RIO, con más de 500 adhesiones de sindicalistas de distintas ramas de todo el país exigiendo a las centrales sindicales que convoquen a la huelga, es una muestra pequeña pero significativa de la potencialidad de esta política.
Un programa transicional anticapitalista para evitar la catástrofe
Frente a una perspectiva absolutamente irracional a la que nos aboca el capitalismo es evidente la necesidad de medidas drásticas y urgentes. Pero estas no pueden depender de la buena voluntad de los Gobiernos de las potencias imperialistas que son las principales responsables del desastre actual, ni tampoco de las nuevas agendas impulsadas por las grandes corporaciones y los partidos promotores del “capitalismo verde”.
La única salida ante la catástrofe que nos amenaza es tomar el presente y el futuro en nuestras manos mediante una planificación racional de la economía mundial, o como diría Marx, mediante “la introducción de la razón en la esfera de las relaciones económicas”. Y esta solo puede ser posible si la planificación de la economía se encuentra en manos de la única clase que por su situación objetiva y sus intereses materiales tiene interés en evitar la catástrofe: la clase trabajadora.
Una perspectiva por la que luchamos las organizaciones que integramos la Fracción Trotskista-Cuarta Internacional en el seno del movimiento obrero, de la juventud y los movimientos ecologistas. Frente a la farsa de las cumbres climáticas y las promesas de un “capitalismo verde”, es necesario desplegar un programa transicional orientado hacia una completa reorganización racional y ecológica de la producción, la distribución y el consumo con medidas como:
• La expropiación del conjunto de la industria energética, bajo la gestión democrática de las y los trabajadores y supervisión de comités de consumidores. De este modo el sector energético podría avanzar hacia una matriz energética sustentable y diversificada, prohibiendo el fracking (de gas y petróleo) y otras técnicas extractivistas, que permita reducir drásticamente las emisiones de CO2 desarrollando las energías renovables y de bajo impacto ambiental en consulta con las comunidades locales. Al mismo tiempo, se reducirían los precios abusivos de la electricidad.
• La nacionalización y reconversión tecnológica sin indemnización y bajo control obrero todas las empresas de transporte, así como las grandes empresas automovilísticas y metalmecánicas, para alcanzar una reducción masiva de la producción automotriz y del transporte privado, mientras se desarrolla el transporte público en todos sus niveles.
• La lucha por lograr condiciones seguras de trabajo en todas las fábricas y empresas, libres de tóxicos y agentes contaminantes, unida a la reducción de la jornada laboral y reparto de las horas de trabajo sin rebajas salariales entre todas las manos disponibles, como parte de un plan general de reorganización racional y unificada de la producción y la distribución en manos de la clase trabajadora y sus organizaciones.
• La expropiación de la propiedad terrateniente y reforma agraria para pequeños campesinos y pueblos originarios. Expulsión de empresas imperialistas, confiscación de sus bienes y expropiación bajo control obrero de todo el complejo industrial agroalimentario y exportador. Monopolio del comercio exterior y nacionalización de la banca para financiar la reconversión y diversificación del modelo agroalimentario sobre bases sustentables y democráticas. Prohibición del glifosato, eliminación progresiva de todos los agrotóxicos y prohibición de su libre comercialización, e inversión en investigación en métodos alternativos, como la agroecología, entre otros.
• La imposición de presupuestos bien dotados para la conservación de la biodiversidad, tanto de especies como de la gran variedad de ecosistemas del planeta, con especial hincapié en los que están en mayor riesgo. Regeneración de las áreas degradadas (mares, ríos, lagos, bosques y campos) en base a impuestos progresivos al gran capital.
• La prohibición de la megaminería contaminante, la nacionalización de la minería tradicional bajo control obrero y su articulación con el desarrollo de una industria de recuperación de minerales de la chatarra electrónica, implementando la “minería urbana” para el reciclaje de minerales escasos de los aparatos electrónicos y otros productos. Expulsión de las mineras imperialistas y confiscación de sus bienes para remediar el daño hecho a las comunidades afectadas. Prohibición de la apropiación privada de bienes públicos como el agua.
• La abolición de la deuda en los países dependientes y semicoloniales, que es una forma de coerción para adoptar ajustes neoliberales antiecológicos, así como la expropiación de todas las empresas contaminantes en los países periféricos. Es inimaginable resolver la crisis ecológica en esos países sin independencia respecto del imperialismo.
• La apertura de las fronteras y cierre de los centros de detención de migrantes frente al drama de la inmigración, producto de la pobreza y la expoliación imperialista, pero también en muchísimos casos por la crisis climática.
• Una política radical que tienda a evitar los residuos y a reciclarlos. No alcanza con las instalaciones de filtrado, depuración, etc. Hace falta una conversión industrial fundamental que evite, a priori y en su origen, la contaminación. Esto implica también terminar con la obsolescencia programada.
• El levantamiento del secreto empresarial (que permite, por ejemplo, ocultar las emisiones tóxicas) y la obligación de llevar registros públicos donde se especifiquen las materias primas y los productos utilizados.
Este programa, junto a otras medidas de imperiosa necesidad, es obviamente imposible de alcanzar en los marcos del capitalismo. Para llevarlo a cabo hace falta una estrategia revolucionaria que enfrente decididamente a los responsables del desastre. La juventud que hoy sale a las calles en todo el mundo para luchar por la “justicia climática” tiene el desafío de avanzar en la radicalización de su programa para plantear la única perspectiva realista para enfrentar la catástrofe: impulsar la lucha de clases para terminar con el sistema capitalista y poner todos los resortes de la economía mundial en manos de la clase trabajadora.
Socialismo o barbarie: por una estrategia revolucionaria e internacionalista
Muchos científicos, ecologistas, organismos internacionales y hasta grandes medios de prensa, caracterizan el momento actual como un momento de “crisis civilizatoria”, que no tiene vuelta atrás y solo queda adaptarse al desastre. Ante la catástrofe preanunciada, la ideología capitalista no solo siembra el miedo (lo que da fundamentos tanto a políticas securitarias como a salidas individuales bajo el liderazgo de los gobiernos capitalistas y las grandes empresas), sino que niega de plano toda perspectiva emancipadora. Desde el cine y la televisión vivimos un bombardeo constante de distopías: es más fácil imaginar mundos catastróficos, postnucleares, invasiones de extraterrestres y hasta zombies, que una sociedad que racionalmente garantice la supervivencia del planeta y de todas sus especies.
Frente a una perspectiva de catástrofe, que no está descartada en absoluto, el problema fundamental radica en si la adaptación estará en manos del capital o de la mayoría desposeída de la sociedad. Por ello, la crisis ecológica vuelve a situar como la única perspectiva de salvación de la humanidad y el planeta, la lucha por el comunismo, la de la sociedad de productores libres asociados en armonía con la naturaleza. Un combate en el que clase trabajadora debe ubicarse como sujeto hegemónico, tomando las demandas ambientales no solo como parte de la lucha por mejorar sus condiciones de vida, sino por dar una salida progresiva al ecocidio que prepara el capitalismo.
Esta es la precondición indispensable para instaurar un sistema basado en la solidaridad, que recomponga racionalmente el metabolismo natural entre la humanidad y la naturaleza, y que reorganice la producción social respetando los ciclos naturales sin agotar nuestros recursos, terminando al mismo tiempo con la pobreza y las desigualdades sociales.
Ante la catástrofe ambiental que nos amenaza, la disyuntiva planteada por Rosa Luxemburg, “socialismo o barbarie”, adquiere una renovada significación. En la víspera de la carnicería imperialista que comenzó en 1914, la gran revolucionaria polaca advertía que “si el proletariado fracasa en cumplir sus tareas como clase, si fracasa en la realización del socialismo, nos estrellaremos todos juntos en la catástrofe”. Para Luxemburgo, el socialismo no era un destino predeterminado por la historia; lo único “inevitable” era el colapso al que llevaba el capitalismo y las calamidades que acompañarían este proceso si la clase trabajadora no lograba impedirlo.
En nuestro siglo, las condiciones de la época de las crisis las guerras y las revoluciones se reactualizan, enfrentando a la clase obrera y los pueblos del mundo no sólo a la barbarie de la guerra y la miseria, sino de catástrofe ambiental y la potencial destrucción del planeta. Un proyecto verdaderamente ecológico que enfrente la crisis ambiental a la que nos conduce el capitalismo solo pude serlo en tanto sea comunista y la clase trabajadora, aliada al conjunto de los sectores populares, se disponga subjetivamente a la vanguardia de imponerlo mediante la lucha revolucionaria, contra la resistencia de los capitalistas.
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La Fracción Trotskista-Cuarta Internacional (FT-CI) es una organización revolucionaria internacional, impulsora de la Red Internacional de diarios La Izquierda Diario en 12 países y 8 idiomas. Está integrada por:
ARGENTINA: Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS) / BRASIL: Movimento Revolucionário de Trabalhadores (MRT) / CHILE: Partido de Trabajadores Revolucionario (PTR) / MÉXICO: Movimiento de los Trabajadores Socialistas (MTS) / BOLIVIA: Liga Obrera Revolucionaria (LOR-CI) / ESTADO ESPAÑOL: Corriente Revolucionaria de Trabajadoras y Trabajadores (CRT) / FRANCIA: Courant Communiste Révolutionnaire (CCR) que forma parte del NPA (Nouveau Parti Anticapitaliste) / ALEMANIA: Revolutionäre Internationalistische Organisation (RIO) / ESTADOS UNIDOS: compañeros y compañeras de Left Voice / VENEZUELA: Liga de Trabajadores por el Socialismo (LTS) / URUGUAY: Corriente de Trabajadores Socialistas (CTS) / Organizaciones simpatizantes: ITALIA: Frazione Internazionalista Rivoluzionaria (FIR) / PERÚ: Corriente Socialista de las y los Trabajadores (CST) / COSTA RICA: Organización Socialista