Por: Carlos Ornellas.
Para Max Weber la credibilidad es la fuente principal de la legitimidad de un gobierno o de su gobernante. La encuesta reciente de El Universal (15/11/2019) otorga a AMLO una calificación 10 puntos menor a la de agosto.
No obstante, a pesar de tomas de casetas, bloqueos de vías férreas y demás actividades de estudiantes de normales rurales y de maestros de la CNTE, “para los ciudadanos, los temas relacionados con la educación son los que mejor manejo tienen por parte del gobierno” (61 puntos), de acuerdo con esa encuesta.
Sin embargo, la ciudadanía también evaluó muy bien la reforma educativa del gobierno de Peña Nieto. Aun antes, desde que se popularizaron las encuestas en este país (gracias a Este País) sabemos que los maestros y las escuelas obtienen altas calificaciones.
He discutido con colegas —incluso hemos publicado nuestros coloquios— tratando de explicar esta pervivencia de buena opinión, con todo y que la prensa y los medios inundan el ambiente con malas noticias.
No hay consenso, no hay ciencia “normal” que ofrezca un método de interpretación puntual. Cuando mucho, aun después de hacer otras averiguaciones, llegamos a conjeturas.
Hay muchas presunciones acerca de por qué la escuela y los maestros son queridos por la sociedad mexicana. Las resumo en tres:
la del sentido común, la del carisma del mandatario y la histórica. Ninguna es satisfactoria por completo, pero en conjunto arrojan luz.
La primera contiene cierta dosis de perjuicio social. Quienes la sostienen piensan que la escuela pública es un desastre, que no vale la pena apoyarla y se dejan ir por tendencias “privatizadoras”.
Si la gente califica bien a las escuelas y a los maestros, dicen, es por ignorancia, porque no indagan la verdad
y los padres de familia creen los mensajes que los maestros mandan con sus alumnos de que todo está bien en la escuela.
Esta conjetura tiene cierto peso, pero no definitivo.
En charlas con padres de familia y en ciertos trabajos etnográficos, se documenta que los padres aprecian la educación que reciben sus vástagos, reconocen que hay males, “pero no en la escuela de mi hijo”.
La segunda explicación parece atractiva para algunos colegas. El presidente Andrés Manuel López Obrador disfruta de gran popularidad, es un gobernante carismático y, como efecto de su política social y su reconocimiento a los maestros, traslada ese carisma a la escuela. Por ello los ciudadanos la aprueban.
Puede ser, pero, ¿cómo explicar el consentimiento de las reformas anteriores y la buena imagen de los maestros?
En todos los sondeos que se levantaron en el sexenio anterior los encuestados valoraron alto la labor del gobierno en la educación y, aun en la etapa del Partido Acción Nacional (ver Este País (169 4/ 2005), el sistema escolar disfrutaba de alto valor, aunque la opinión pública no justipreciaba a los mandatarios.
Ergo, la popularidad del presidente López Obrador no se traslada de manera mecánica a la escuela.
La tercera inferencia tiene raigambre.
Si no es que desde antes, tras la Constitución de 1917, la educación es un valor de la nación. El abolengo del artículo 3º no se debe sólo al discurso revolucionario (jacobino en sus inicios), sino también al cumplimiento de promesas, a la creación de escuelas y a campañas célebres, como la de las misiones culturales o la de los libros de texto gratuitos.
La institución escolar, no tanto un gobierno determinado, cobró cada vez más cuantía ante vastos segmentos populares; incluso hicieron eco de la retórica nacionalista y a cambio de la “lucha de clases”, aceptaron las ofertas del régimen de la Revolución mexicana, entre ellas la de más —y mejor— educación.
La legitimidad de la escuela mexicana no se debe al trabajo de un gobierno ni al carisma de un Presidente, se debe a que la gente, en especial la de las clases populares, cree en ella. Buena parte de sus expectativas de mejoría se centran en la educación, pienso.
Fuente del artículo: http://www.educacionfutura.org/a-pesar-de-todo/