Por: Sylvie Didou Aupetit
Cinvestav-Cátedra UNESCO
Pasé recientemente delante de un buen número de escuelas primarias y secundarias, en Tabasco, Chiapas y Oaxaca. Sin importar su ubicación, todas eran escenario de frenéticas actividades. Había quienes a machetazos cortaban la maleza que había invadido los patios de juego, quienes pintaban de colores alegres las paredes exteriores y quiénes intentaban arreglar deterioros mayores: rotura de cristales, puertas desvencijadas o techumbres caídas. En las aulas y salones de clases, no pude averiguar qué había ocurrido en cuanto a conservación de los espacios físicos interiores pero lo poco que se oteaba (las sillas o los escritorios puestos al sol) indicaba que su estado oscilaba entre mediocre y pésimo. Sólo constaté que esos trajines corroboraban la voluntad, expresada reiteradamente por la titular de la Secretaria de Educación Pública (SEP), de reabrir las escuelas el 30 de agosto 2021.
Las discordancias entre decisiones oficiales y condiciones externas para su correcta implementación son siempre un asunto relevante para entender los grados de gobernabilidad de una sociedad y sus mecanismos de creación de acuerdos. Su superación condiciona la posibilidad de lograr consensos básicos, más allá de divergencias políticas y de brechas sociales, económicas y geográficas. En esa lógica, varios colegas anotaron que era necesario planear cuidadosamente los procesos de reapertura. Sugirieron adaptarlos a las condiciones locales. Ante el abismo que separa las escuelas en los municipios rurales y en los urbanos, en los pobres y en los de clase media o alta, la recomendación es a todas luces pertinente. Otros especialistas disertaron sobre los contenidos de un decálogo de colaboración y compromisos compartidos entre padres de familia, maestros y autoridades educativas. Se interesaron a las obligaciones formales, incluso legales, que implicaban, aunque los protocolos de reapertura tuvieran un carácter burocrático (firma de documentos, definición de criterios) más que estratégico. Que se cumpla lo así dispuesto es harina de otro costal.
Pese a las expectativas despertadas por un eventual regreso presencial a clases, abundan en paralelo opiniones negativas, emitidas por grupos docentes o asociaciones sindicales. Advierten que las condiciones objetivas de funcionamientos de las escuelas para recibir a los alumnos impiden cumplir con los lineamientos oficiales en parte del sistema escolar. Desde antes de la pandemia, el entonces INEE había denunciado las condiciones de precariedad e insalubridad en que operaban muchos edificios, situados en entornos de pobreza. Después de un largo periodo de cierre, esas deben haber empeorado. No obstante esa degradación acumulada, la SEP no ha lanzado un ambicioso e indispensable programa de inversiones para brindar escuelas, realmente “dignas” para todos.
En su mayoría, las guías sobre el retorno se antojan entonces limitadas e insuficientes para encauzar un reingreso a las instalaciones escolares. En términos coyunturales es improcedente aferrarse al calendario previsto: en una circunstancia en la que los números diarios de contagiados por una variante Delta más transmisible que la cepa inicial, son superiores a los calculados durante los anteriores picos de la pandemia, ignoramos en qué medida la salud de los niños y de sus familias estará afectada. Más valdría desprogramar que lamentar.
En términos contextuales, el regreso “opcional” de los alumnos, al depender esencialmente del libre albedrio de los padres, no permitirá cumplir con los objetivos supuestamente perseguidos. La elección, tomada por los individuos o los núcleos familiares, de mandar o no a los niños a la escuela no garantizará ni el bienestar emocional de los infantes y adolescentes en su conjunto, ni la nivelación académica de los más perjudicados por sus dificultades en aprovechar la educación a distancia, ni la recuperación de una sociabilidad juvenil maltrecha por la pandemia. No servirá para aminorar una vulnerabilidad en la matricula, acrecentada por la brecha digital.
En la perspectiva de un debilitamiento del vínculo y de tasas de deserción variadas según el estatuto socio-económico, un riesgo es que un retorno presencial a clases, no estructurado en torno a colectivos focalizados de beneficiarios, empeore los sesgos existentes. Escribía Miguel Hernández en El hombre acecha: “Años del hambre han sido para el pobre sus años.
Sumaban para el otro su cantidad los panes”. El INEGI y el CONEVAL produjeron ya datos que comprueban la relación perversa entre pobreza, salud y acceso a los servicios de bienestar.
Pero, la marginación y las privaciones no son sólo cifras. Tienen rostros y uno de ellos es el de los niños malnutridos, hacinados y crónicamente afectados por padecimientos evitables. Si es que regresan esos niños a sus escuelas, ingresarán a espacios estropeados y, sobre todo, riesgosos en época de epidemia. A los lastres de la pobreza, se añadirá el peligro de la enfermedad. Poco los protegerán protocolos calcados sobre los aplicados por países con mejores niveles de desarrollo.
En vista de eso, ¿qué hacer? Diferir la reinserción de los alumnos en función de su pertenencia a grupos prioritarios, tomar en cuenta las condiciones de funcionamiento de las infraestructuras educativas, escuchar a los maestros y directores de planteles, auscultar a los padres de familia, apoyar íntegra- y primeramente a los niños que requieran apoyos de cualquier índole, son alternativas a considerar. Servirian para reencauzar una dinámica que, en su estado actual, es más política-autoritaria que participativa-democrática, más demostrativa que incluyente.
Fuente de la información: https://www.educacionfutura.org