Por: Carlos Magro
No son métodos lo que faltan, sólo habláis de los métodos. Os pasáis todo el tiempo refugiándoos en los métodos cuando, en el fondo de vosotros mismos, sabéis muy bien que el método no basta. Le falta algo.
Daniel Pennac. Mal de escuela. 2008. p. 247
Educar es enseñar a habitar el mundo. Y habitar el mundo es aprender a cuidar el mundo (o al menos eso debería ser). Educar, por tanto, sería enseñar a cuidar el mundo.
Habitar, dice Martin Heidegger, es ser en el mundo, existir[1]. Es salir de uno para ser en el mundo. Una primera condición para poder habitar el mundo es, por tanto, salir de uno mismo. Salir de uno mismo es abandonar el infantilismo (que aunque tiene que ver con la infancia no es lo mismo. Se puede seguir bajo el dominio de lo infantil mucho tiempo después de superar la infancia).
Educar es enseñar a habitar el mundo.
No se sale de lo infantil (insisto que hay que diferenciarlo de la infancia) si no se sale del hogar (en sentido propio y en sentido figurado), sostiene Philippe Meirieu[2]. La educación es, precisamente, ese acompañamiento que permite al niño salir de sí mismo y entrar en diálogo con la alteridad[3]. El pedagogo, en el mundo griego, era quien conducía (ago) al niño (paidon). Pero salir de lo infantil resulta cada día más difícil porque no es fácil salir del círculo vicioso de la infantilización generalizada que nos rodea. No salimos de lo infantil por nosotros mismos, sino acompañados, conducidos, por los otros. La escuela nos permite, simultáneamente, decir yo y hacer nosotros.
La maestra siempre nos hace ir más allá de nosotros mismos, pero lo hace con mimo.
Existir consiste en salir de sí. Situarse hacia fuera. Enseñar tiene que ver con sacarnos de nosotros mismos, pero no bruscamente, sino de una manera cuidadosa y animosa, es decir, cuidando, animando y dando aliento. El maestro nos conduce hacia afuera. Fuera de nosotros mismos, pero también fuera de nuestra familia y de lo conocido. La maestra siempre nos hace ir más allá de nosotros mismos, pero lo hace con mimo. La escuela, que no es ni el hogar, ni el mercado, estableció (originalmente) un tiempo y un espacio desvinculados del tiempo y del espacio tanto de la sociedad (polis) como del hogar (oikos). Un espacio público seguro, donde abrirse al mundo (a los otros, los iguales y los diferentes), y donde el mundo se nos abre (las materias de estudio, los problemas, los desafíos globales).
El rasgo fundamental del habitar, como el del enseñar y el educar, es el cuidado. En los tres casos se trata de un existir, sostiene Joan-Carles Mèlich, que protege y cuida. Habitar entonces implica también cuidar y resguardar, y serían habitables aquellos lugares que nos cuidan, protegen y resguardan. Lo demás sería inhabitable e inhóspito.
Enseñar es también reparar, dice Pablo Nacach en Amor Maestro[4], y lo es en sus muchas acepciones, incluso en la de mirar con cuidado, notar, advertir algo. Pero, fundamentalmente, enseñar es reparar en el sentido de restablecer las fuerzas, dar aliento o vigor. Re(parar) en algo o en alguien es pararse dos veces sobre algo o alguien. Es mirarlo con cuidado, con calma. Reparar es prestar atención.
Enseñar también es aprender a respetar. A mirar (specere) dos veces. Volver a mirar, prestar atención. Considerar y reconsiderar. Revisar la primera idea que hemos tenido. Para respetar debemos huir del juicio rápido y desde luego debemos huir del prejuicio, del juicio previo. Debemos ser mirados. Tener miramiento.
Enseñar también es aprender a respetar
Educar es enseñar a mirar con cuidado. Y aprender es aprender a mirar deteniéndonos en lo que miramos; aprender a prestar atención. La escuela es el lugar donde aprendemos a dirigir la mirada. La escuela es el lugar donde aprendemos a mantener la mirada y a cultivar una mirada atenta. También, si funciona bien, es donde aprendemos a respetar. Repestar el trabajo bien hecho. Respetar los objetos. Respetar los valores heredados. Respetar al otro (volver a mirarle).
En la escuela aprendemos o deberíamos aprender a prestar atención y a ser atentos. La escuela nos debería hacer atentos. Y el tiempo escolar, debería ser un tiempo para prestar atención al mundo. Un tiempo para reparar en el mundo y en quienes habitan el mundo. Y en la medida de lo posible para reparar el mundo, restaurarlo, cuidarlo. Ir a la escuela nos debería permitir, sobre todo, tener tiempo para demorarnos en algo o alguien, para detenernos en algo o alguien.
El tiempo escolar, debería ser un tiempo para prestar atención al mundo.
El maestro no tiene que ver sólo con el saber, dice Jorge Larrosa, sino, sobre todo, con la voluntad: su tarea no es solo transmitir conocimientos sino ayudar al alumno a abandonar su estado de distracción[5].
Ser maestro/maestra sería, ante todo, ser un maestro/maestra de la atención, en el doble sentido de quien dirige, sostiene, cultiva la atención de sus alumnos y de quien les presta atención y les cuida. Para Simon Weil, la formación de la atención supone “el verdadero objetivo y casi el único interés de los estudios”…“el primer deber de la escuela es el de desarrollar en los niños la facultad de atención a través de ejercicios escolares” [6].
En tiempos de lucha por la atención como son los actuales, la principal preocupación de los maestros es favorecer la atención de sus alumnos.
Podemos ver la escuela entonces, sostiene Jorge Larrosa, como un dispositivo atencional y los ejercicios escolares como una gimnasia de la atención[7]. Las formas de atención que promueve lo escolar vienen determinadas por una multitud de pequeños y, a menudo, infravalorados gestos, rutinas y ejercicios escolares. Tiene que ver con ciertas formas de hablar y escuchar. “Estar atento no es ser receptivo, es estar en búsqueda, en proyecto, tratando de responder preguntas que han podido ser apropiadas.[8]”
La enseñanza está llena de gestos mínimos y de rutinas comunes y sin pretensión. Esa vinculación con gestos y rutinas nos trae dos imágenes humildes pero poderosas.
En primer lugar, la del profesor artesano[9], la de la maestra como una artesana y la enseñanza como una artesanía, y por tanto la de la docencia como un oficio. Para Richard Sennett, “todo buen artesano mantiene un diálogo entre unas prácticas concretas y el pensamiento; este diálogo evoluciona hasta convertirse en hábitos, los que establecen a su vez un ritmo entre la solución y el descubrimiento de problemas.[10]» La maestra trabajaría con las manos y la cabeza al mismo tiempo.
La segunda imagen es la del profesor amateur, alguien que ama lo que enseña y que ama a quien enseña. El amateur no solo sabe mucho sobre lo que hace (basta leer todo lo que ha escrito Antonio Lafuente para darnos cuenta), sino que además se preocupa y se involucra activamente en ello. «No es solo alguien entendido en matemática sino también alguien apasionado […] El suyo es un entusiasmo que se revela en actos pequeños y en gestos precisos, que son expresiones de su conocimiento, pero que también son expresiones de su implicación en el oficio.[11].» Un entusiasmo que entusiasma.
¿Cómo reconocemos al profesor amateur?, se preguntan Simmons y Masschelein. “En palabras sencillas, esto se revela en la dimensión en la que una persona está presente en lo que hace: en el modo en que demuestra quién es y qué representa a través de sus palabras y sus acciones. Eso es lo que podríamos llamar la maestría de un profesor. Mientras el conocimiento y la competencia garantizan un tipo de pericia, son cosas como la presencia, el cuidado y la devoción las que dan expresión a la maestría del profesor[12]”. El buen maestro forma, más que informa.
Ser profesor(a) es una manera particular de estar en el mundo
Tanto la imagen del profesor artesano como la del profesor amateur nos remiten a una idea sospechada por todos: «ser profesor(a) es una manera particular de estar en el mundo[13]«. El hecho, como decíamos, que demuestre quién es, a través de sus palabras y sus acciones nos lleva a la idea de que ser maestra, ser maestro es una forma de vida[14]. No hay oposición entre las palabras y las prácticas. Entre intenciones y gestos. Entre lo que dice y lo que hace.
El cuadro de arriba es obra de un pintor alemán del siglo XIX llamado August Müller (1836–1885). No está mal, pero no estamos desde luego ante una obra maestra. Más que un artista estamos ante un artesano. No hay dandismo. Hay trabajo bien hecho. Estamos ante alguien que conoce bien su oficio.
No es una escena memorable. Más bien se trata de algo vulgar, prosaico. Mil veces repetido. Es una escena cotidiana.
Sin embargo, a pesar de la sencillez, la pintura resuelve de manera magistral uno de los mayores retos de la educación de todos los tiempos: conjugar exigencia con hospitalidad, transmisión de conocimientos con el cuidado.
En el cuadro, vemos a un hombre viejo junto a un niño, probablemente un maestro y su alumno. En la escena la habitación está en penumbra. Solo aparecen iluminados el maestro, el niño, el cuaderno y la pluma.
La escena está atravesada por varios gestos importantes: la sonrisa del alumno, la mirada cariñosa del maestro, la manos del maestro y del alumno. Tanto la pluma como el cuaderno juegan en la imagen un papel esencial. Toda relación escolar está mediada por objetos (mesas, libros, cuadernos, bolígrafos, ordenadores, tablets, pizarras, proyectores, mapas…). Tiene una fuerte dimensión material.
La composición hace que dirijamos nuestra mirada a los ojos del niño (cruce de la diagonal que forman las cabezas y el codo del niño, y la que forman la mano y la pluma con la cabeza del niño), que además nos mira sonriendo, dejándonos claro que la escena es amable. El niño parece divertido. No tanto por lo que está haciendo como por el hecho de que sabe que nosotros le estamos mirando.
Lo importante son las manos del hombre.
Pero lo realmente importante del cuadro no es ni la mirada del alumno, ni la mirada del maestro. Lo importante son las manos del hombre.
En el cuadro vemos cómo el maestro está enseñando a leer o a escribir a su joven alumno con la ayuda de un cuaderno y una pluma que sostiene firme con su mano derecha. La mano derecha, hay que decirlo, ocupa también un lugar importante en la composición. Justo debajo del rostro del niño, sería el segundo punto del cuadro donde se dirige nuestra mirada. La mano derecha estaría guiada por la metodología educativa, por los protocolos de enseñanza, por la técnica. El maestro estaría aplicando un conocimiento experto para enseñar a leer o a escribir a su alumno. La mano derecha es la encargada de asegurar la transmisión.
Surovi School. Dhanmondi. Dhaka. Bangladesh. 2009. Foto de Julian Germain
Mucho más discreta es la mano izquierda del maestro. Situada en un segundo plano, la mano izquierda está apoyada suavemente sobre el hombro del alumno en un gesto cariñoso y cuidadoso al mismo tiempo. Acogedor y protector.
Si analizamos la escena con cuidado, entendemos que, a pesar de que no sepamos muy bien que está haciendo la mano derecha, es esta mano la que dirige la acción. Pero también comprendemos rápidamente que, sea lo que sea lo que está haciendo esa mano derecha (guiar la lectura, mostrar cómo se escribe, insistir en una idea del texto) no funcionaría sin el gesto delicado de la mano izquierda. La mano izquierda, todo el brazo izquierdo, completa el gesto del maestro. Un gesto de cuidado y acogida. Empuja suavemente (motiva) e invita al alumno hacia el aprendizaje. Ni la enseñanza, ni el aprendizaje están desvinculados del cuerpo y sus gestos. En el cuadro todo es importante: la disposición de los cuerpos, lo que hacen las manos, las miradas, y los objetos que entran en juego (el papel, la pluma). Ni el maestro ni el alumno están en un aula, pero entre ambos se ha generado un ambiente escolar. No puede haber verdadera transmisión sin ese gesto de cuidado. No puede haber exigencia sin acogida previa.
No puede haber exigencia sin acogida previa.
Volviendo sobre la mano derecha vemos que ésta no duda. Sujeta firme la pluma y aplica, sin duda, conocimiento experto para transmitir una habilidad concreta (la lectura, la escritura, el razonamiento). No cabe duda de que la mano derecha sabe lo que hace. Sigue y da instrucciones claras. Por el contrario, la mano izquierda es mucho más discreta, casi tímida. Pero con el sencillo gesto que hace surge toda una vida del maestro dedicada al oficio. La mano izquierda hace un gesto tímido pero seguro y sobre todo es un gesto reparador, que da seguridad. La mano izquierda resume una manera particular de ser maestro. La mano izquierda también sabe lo que hace. El oficio de maestro es lo que se trae entre manos.
¿Cuál de los dos gestos es más importante? ¿Cuál de las dos manos es más determinante para el aprendizaje?
Efectivamente. Los dos gestos son igualmente importantes. Las dos manos son relevantes para que se produzca el aprendizaje. Los gestos de una y otra ni se excluyen, ni se contradicen. Se complementan. Para el maestro el conocimiento y la metodología son importantes como lo son también el amor y el cuidado[15].
Educar es conjugar ambos gestos, el de la transmisión y el del cuidado. El de la exigencia y el de la hospitalidad. Enseñar requiere metodologías y maneras de hacer. Planificación e improvisación. Normatividad y ética. Seguridad e incertidumbre. El maestro es simultáneamente un artesano, un amateur y un experto.
Educar es conjugar ambos gestos, el de la transmisión y el del cuidado.
El maestro del cuadro hace atender y atiende. El maestro como quien captura la atención, la orienta, la dirige y la forma, pero también como quien está atento, presta atención y cuida. La escuela nos enseña (o nos debería enseñar) a volvernos atentos. La escuela es, o debería ser, al mismo tiempo, una comunidad de aprendizaje y una comunidad de cuidados.
Kossuth Lagos Gimnázium. Tistafüred. Hungría. 2008. Foto de Julian Germain
Coda: Cada día estoy más convencido de que el cambio educativo que necesitamos no vendrá desde arriba, ni desde fuera, ni vendrá acompañado de grandes aspavientos, ni grandes acontecimientos. No será disruptivo. Tendrá poco de espectáculo, no será portada de ningún diario, ni abrirá los telediarios. Al contrario, será una revolución discreta, casi invisible, subterránea y silenciosa. El cambio de la escuela se tiene que hacer desde la escuela. Desde lo que hacemos. Un cambio desde lo cotidiano y desde los pequeños gestos. Vinculando el pensamiento a la experiencia. Las ideas a los cuerpos. Cambiando los hábitos y las prácticas. Visibilizando lo que ya se hace y lo que en muchas ocasiones es invisibilizado. La idea de este texto que acabas de leer es ayudar a producir imágenes de cambio escolar recurriendo a los gestos y prácticas cotidianas que podemos encontrar en miles de aulas a diario en el mundo. Espero que ayude.
Bibliografía:
[1] Joan-Carles Mèlich (2021). La fragilidad del mundo. Ensayo sobre un tiempo precario. Tusquets. p. 130
[2] Philippe Meirieu (2022). Pedagogía el deber de resistir. UNIPE. p. 30.
[3] Philippe Meirieu (2022). Pedagogía el deber de resistir. UNIPE. p. 44.
[4] Pablo Nacach (2020). Amor maestro. Cuadernos Anagrama.
[5] Jorge Larrosa (2019). Esperando no se sabe qué. Sobre el oficio de profesor. Candaya. p. 185-186
[6] Simone Weil (1943). Fragments et notes en Écrits de Londres et dernières lettres. Gallimard. p. 177
[7]Jorge Larrosa (2019). Esperando no se sabe qué. Sobre el oficio de profesor. Candaya. p. 185-186
[8] Philippe Meirieu (2022). Pedagogía el deber de resistir. UNIPE. p. 100
[9] Jorge Larrosa (2020). El profesor artesano. Materiales para conversar sobre el oficio. Laertes.
[10] Richard Sennett (2009). El artesano. Anagrama. p.24
[11] [12] Maarten Simons y Jan Masschelein (2014). Defensa de la Escuela. Una cuestión pública. Miño & Dávila. p.72
[13] Philippe Meirieu (2006). Carta a un joven profesor. Graò. p.14
[14] Pierre Hadot (2009). La filosofía como forma de vida. Conversaciones con Jeannie Carlier y Arnold I. Davidson. Alpha Decay
[15] Maarten Simons y Jan Masschelein (2014). Defensa de la Escuela. Una cuestión pública. Miño & Dávila. p.73