NICARAGUA: Ser estudiante en el Triángulo Minero
Por: José Denis Cruz
Fuente: http://www.elnuevodiario.com.ni/nacionales/392774-ser-estudiante-triangulo-minero/
Historias. Yassir Suárez y Julia Esther son dos pequeños que caminan más de ocho kilómetros para asistir a la escuela. Cruzan cercos con alambres de púas, ríos y suben montañas lodosas.
Desde las 4:00 a.m. Julia Esther Martín está en pie alistando los materiales didácticos que utiliza en su escuela secundaria y preparando los alimentos que ingerirá en el desayuno y en el almuerzo. Cuando termina, busca en medio de la penumbra el suéter que le protegerá del frío, se pone el par de botas de hule azules que le regaló su papá y toma de un clavo el capote amarillo que la protege cada vez que llueve. Tras despedirse de sus padres y confirmar que no se le queda nada, cierra la puerta de alambre que está en el patio de su casa y piensa en los 10 kilómetros que le tocará caminar, en los más de 20 cercos que le tocará abrir, en los seis ríos que cruzará y en las pendientes de la montaña que deberá ascender.
Ella, la adolescente de 16 años y de risa exagerada que muestra un diente postizo de platino cuando sonríe, vive en Waspuko Abajo, una comunidad ubicada a 28 kilómetros del municipio de Siuna, Región Autónoma del Caribe Norte (RACN). La escuela secundaria más próxima a su casa está a 10 kilómetros, exactamente en el puerto de montaña El Hormiguero, a la vera de un río de aguas diáfanas. Según Julia, la escuela pública Xilonem ofrece clases de primaria de lunes a viernes, mientras que los sábados atiende a estudiantes de secundaria que bajan de las montañas de la zona de amortiguamiento de Bosawas a continuar sus estudios.
Hace un año terminó el sexto grado y todos los sábados de este 2016 ha recorrido veinte kilómetros, unos días a pie y otros días montada en una bestia, para estudiar el primer año. En su centro de estudio hay menos de 15 libros, los maestros aún usan tiza para escribir en las pizarras y los viejos pupitres de madera se agolpan en aulas estrechas. En ciertas ocasiones sus viajes de regreso toman aires de peligro, sobre todo cuando se topa con jóvenes embriagados que la acosan y persiguen. “El último día que fui a clases corrí bastante porque unos chavalos me venían siguiendo, andaban borrachos y hasta pueden matar o violar a uno”, recuerda con miedo.
Julia está consciente de los riesgos que implica perseguir sus sueños. Sus padres también lo están y se lo advirtieron incluso desde antes que se matriculara en el colegio. Cuando le dijo a su papá que quería continuar sus estudios en El Hormiguero, le advirtió de los efectos que podría causar que ella “anduviera sola por los caminos, buscando el peligro”.
A ella los ríos crecidos y lo solitario de los caminos no le causan tanto miedo como las personas que por ocasiones descienden armadas de las montañas. “Como hace un mes vi a unos hombres montados en bestia con armas, eso sí me da miedo, porque no sabemos qué tipo de gentes son, si son delincuentes o al saber, al menos los borrachos que me siguen sé de dónde son, pero esos hombres con armas son desconocidos por completo”, comenta Julia. Una de sus amigas abandonó la escuela por temor.
Llegar a la universidad
Para mí estudiar es importante, yo no pude estudiar, y quiero que ellos se preparen, pero hay un problema: no tengo dinero, quisiera tener dinero para pagar todo lo que necesitan, pero no es así”. Levinton Montiel Cisneros.
El día que brindó la entrevista, Yassir, de 13 años, tenía intenciones de practicar unas ecuaciones matemáticas que le orientó su profesor, pero dejó a un lado la asignación para dedicarle tiempo a una orden que le orientó su papá. Casi siempre tiene que sortear con las labores agrícolas que le ordenan, sin embargo las tardes de los viernes aprovecha para hacer las tareas. Esas horas son sagradas. El pequeño campesino cuenta que siente muchas ganas de irse a vivir a Siuna para estudiar veterinaria.
“Usted sabe que uno sueña, vivimos en el campo, pero soñamos, a veces cuando nos vamos al río a bañar, mis amigos y yo hablamos de qué queremos ser cuando seamos grandes, aunque algunos días nos achicopalamos porque aquí es dura la cosa y con costo comemos”, lamenta Yassir, el pequeño que a pesar de su edad reflexiona como adulto, con una madurez que se la ha ganado en el campo, escuchando bien a los adultos, pero no a cualquiera, sino a gente como su profesor Mario, a quien describe como una persona única, como un impulsador de sueños.
—¿Qué es lo más difícil al estudiar tan lejos?
—Todo. Aquí nada es fácil, la vida es dura —contesta Yassir.
A más de una centena de kilómetros de Waspuko Abajo, adonde vive Yassir, justo en la comunidad indígena La Españolina, en el municipio de Bonanza, una joven termina de pisonear medio saco de arroz en una pileta de madera. Tiene 16 años y se llama Yamileth. Ama los números y desea ser profesora. Aunque acude a una escuela ubicada a un kilómetro de su casa, se llena de incertidumbre cuando piensa qué pasará cuando termine su sexto grado.
“Yo no sé si seguiré estudiando”, lamenta al poner el mazo de madera en el suelo para luego hacerse en el pelo una moña. Al dar la entrevista se auxilió de una de las mujeres de la comunidad donde vive, no habla español sino mayangna y considera ese detalle como un problema, pues dice que si algún día tiene que abandonar sus tierras para irse a estudiar el idioma se convertirá en una barrera. “Las universidades dan las clases en español, no en mayangna ni en miskito”, expresa.
Con la construcción de la carretera entre Rosita y Bonanza, Yamileth y los demás pobladores de La Españolina consideran que un balcón de oportunidades podrían abrirse en la zona y ve más cercano ese sueño suyo de ser maestra. Piensa que más comerciantes entrarán a la comunidad y que sus padres venderán a mejores precios los granos que producen en tres de las 50 manzanas de tierras que cultivan, lo que hace más posible que le financien su profesión en Siuna, Rosita o Bonanza.
Padres sacrificados
Levinton Montiel Cisneros, un campesino y carpintero cincuentón, vive a orillas del río Bambana. Su vivienda de tambo se asienta cerca de uno de los extremos del puente que cruza el afluente y desde las escaleras de su casa se extiende una panorámica que termina hasta el otro lado del río. Todos los días, mientras sus hijas mayores estudiaban primaria, las seguía con la mirada hasta que cruzaran el puente, después de ahí ellas continuaban un peregrinaje de dos horas que terminaba al llegar a una escuela situada aproximadamente a seis kilómetros de la comunidad Wasakin, en el municipio de Rosita.
Sus hijas mayores se llaman Elena y Hermelinda y tienen 17 y 16 años, respectivamente. Desde hace un año viven en Rosita en un pequeño cuarto que alquilan en esa ciudad por 400 córdobas al mes. Una está en cuarto año y la otra en quinto, ambas a punto de terminar la secundaria y con las inmensas ganas de iniciar una carrera universitaria, medicina e ingeniería forestal.
Levinton por las mañanas se encarga de trabajar la tierra y por las tardes le dedica tiempo a la carpintería, mientras su esposa Luisa cuida los animales que crían en el extenso patio de su casa. Su objetivo es conseguir dinero para las adolescentes.
“Para mí estudiar es importante, yo no pude estudiar, y quiero que ellos se preparen, pero hay un problema: no tengo dinero, quisiera tener dinero para pagar todo lo que necesitan, pero no es así”, dice mientras contonea un trozo de madera con el lápiz de grafito que le pasó su esposa hace unos segundos. Levinton pertenece al territorio indígena Tuazka y cultiva frijoles y arroz en dos de las 50 manzanas que tiene. “Cuando no tenemos dinero, le mandamos los granos a nuestros hijos para que se defiendan con eso, mientras ahorramos algo (de dinero)”, continúa.
Los hijos de Levinton Montiel Cisneros regresaron a su tierra, Wasakin, a pasar las vacaciones de Semana Santa. Se bañaron en el río que está casi al pie de su casa de tambo, le ayudaron a su papá a trabajar la tierra y la madera, mataron cerdos y gallinas que se crían en sus patios y el Sábado de Gloria partieron hacia Rosita otra vez cargando en sus espíritus el coraje de ser profesionales, uno médico y el otro ingeniero forestal, y en sus manos un costal con arroz y frijoles. Su papá lo siguió hasta el puente de madera con la misma mirada que los vigiló cuando eran niños y recorrían el largo camino a la escuela. Su futuro es incierto, lo único cierto para él es que tienen sueños, que quieren salir de la pobreza.