La Residencia de Estudiantes es desde hace mucho tiempo una referencia casi legendaria, un símbolo de toda una época. Su prestigio se afianzó tempranamente por su relación con figuras tan influyentes como Unamuno, Juan Ramón Jiménez y Ortega, residentes o visitantes habituales, con personalidades tan universalmente reconocidas como Bergson, Einstein, Marie Curie y Gabriela Mistral, que fueron allí conferenciantes, y con artistas tan populares como los jóvenes «alacres» –así los llamó Moreno Villa– Buñuel, Lorca y Dalí.
El 14 de abril de 1931, era ya una institución madura y reconocida, con más de veinte años de vida y plenamente arraigada en la vida universitaria y cultural madrileña. Dirigida por Alberto Jiménez Fraud, había comenzado su actividad con un pequeño número de estudiantes varones en el otoño de 1910, como parte del proyecto reformista de la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, un organismo directamente inspirado por la Institución Libre de Enseñanza e inscrito con inusual autonomía en el Ministerio de Instrucción Pública, con el fin de mejorar la educación y promover la ciencia en España. Cinco años más tarde, en 1915, se abrió la Residencia de Señoritas, su grupo femenino, en los pequeños hoteles de la calle de Fortuny, que había desocupado la sección masculina al trasladarse a la nueva sede de la calle del Pinar, en los Altos del Hipódromo.
Institución singular en la instrucción pública española, el grupo masculino se inspiró en los ‘colleges’ británicos de las universidades de Oxford y Cambridge, y la Residencia de Señoritas eligió el modelo norteamericano por el apoyo generoso que le prestó el International Institute for Girls in Spain y su relación con algunas de las más prestigiosas universidades femeninas de la costa Este de los Estados Unidos, como Smith College. Formar minorías directoras, solidarias y responsables, al igual que las fundaciones británicas y norteamericanas en las que se inspiraba, constituía el telón de fondo de la Residencia.
Carácter internacional
El grupo femenino, que culminaba la atención que la Institución Libre de Enseñanza, siguiendo una característica peculiar del krausismo, había prestado a la educación de las mujeres, «no se basó en un hecho, sino en una suposición», en palabras de su directora, María de Maeztu, por la escasísima existencia de universitarias en esos años. De hecho, su cometido fundamental consistió en impulsar y facilitar el acceso a la Universidad de Madrid de las jóvenes que llamaron a su puerta, prestarles su apoyo para que pudieran elegir estudios superiores cada vez más diversificados y, en consecuencia, consiguieran trabajos cualificados en sectores que les estaban vetados hasta entonces. Muy pronto, al igual que el grupo masculino, recibió más solicitudes de ingreso de las que podía atender: la Residencia siempre huyó de las grandes sedes y del elevado número de alumnos, temiendo llegar a ser, como decía Francisco Giner de los internados al uso, «mixto de cuartel y convento». Pero siempre se dio cabida a un número significativo de estudiantes foráneos que convivieron con los españoles. En el caso de la Residencia de Señoritas, fueron mayoritariamente alumnas norteamericanas, aunque hubo también un núcleo notable de alemanas, no pocas de origen judío llegadas a Madrid en los años treinta para ampliar estudios y, a la vez, huir del antisemitismo de su país.
Con flexibilidad y firmeza, con pragmatismo también –y gran habilidad para protegerse de las injerencias ministeriales y políticas–, la Residencia de Estudiantes ejerció siempre sus funciones de acuerdo con los principios que la sustentaban, desde la independencia y la tolerancia, rasgos imprescindibles además de en este marco para toda acción educativa. Fueron delicados los primeros tiempos para su consolidación y peligrosos los años del directorio militar del general Primo de Rivera para su continuidad. En el periodo republicano, siguió primando la neutralidad y no se rompió su tradicional distanciamiento de la actividad política.
No cambió tampoco su trayectoria. En los años treinta, siguió considerando fundamental tutelar a los estudiantes –una de las razones determinantes de su creación–, en sustitución de las tradicionales casas de huéspedes contra las que clamaban los reformistas –de Macías Picavea a Giner de los Ríos y sus sucesores de la Institución Libre de Enseñanza– por considerar que ejercían una pésima influencia sobre el modo de vida de los estudiantes, incluida desde luego su habitual falta de atención a los estudios. Tanto el grupo masculino como la Residencia de Señoritas quisieron procurar una educación integral, que comprendiera al tiempo el desarrollo intelectual y el cultivo moral, físico y social, mediante un sistema flexible, aunque no laxo, que fue mucho más indirecto y sutil en el grupo masculino que en la Residencia de Señoritas.
La institución tuvo que paliar además las deficiencias y carencias de la universidad española, y organizó para ello una serie de enseñanzas instrumentales no suficientemente atendidas en los centros oficiales y no siempre asequibles en el Madrid de entonces: clases de idiomas, en primer lugar, que la mayor parte de los años incluían francés, inglés y alemán. Fue muy novedosa –y sumamente beneficiosa– la posibilidad que ofreció de hacer prácticas en las materias de carácter experimental para completar una enseñanza excesivamente teórica en general: los laboratorios instalados en la sede de la calle del Pinar facilitaron, y no solo a los residentes porque admitían alumnos de fuera, una mejora sustancial del aprendizaje, especialmente en el caso de los estudiantes de Medicina, que en octubre de 1931 eran casi la mitad del total en la sección masculina. El laboratorio de Fisiología General, dirigido por Juan Negrín, y el de Histopatología, a cargo de Pío del Río-Hortega, estaban dedicados a la investigación.
En la Residencia de Señoritas, y gracias a la colaboración del Instituto Internacional, se abrió el laboratorio de Química, fundado por Mary Louise Foster, profesora del Smith College, que atendía a las necesidades de las estudiantes de Farmacia –el sector más numeroso de las universitarias del centro a finales de los años veinte–, así como de las que estaban matriculadas en la Facultad de Ciencias, el siguiente grupo en importancia numérica. Se impartieron otras muchas materias complementarias. Las clases de Biblioteconomía, que inició la norteamericana Mauda Polley en la primavera de 1929, supusieron la introducción sistemática, con criterios modernos, de esa disciplina en Madrid, y favorecieron señaladamente la incorporación profesional de las mujeres a los archivos y bibliotecas.
Cuerpo y mente
La práctica excursionista y deportiva que la Residencia alentó a lo largo de los años no fue una innovación menor, especialmente en el caso de las mujeres: fútbol, tenis, hockey, rugby y atletismo en la sección masculina, tenis, hockey y baloncesto, además de algunas modalidades de gimnasia rít-mica y baile, en el grupo femenino. La Residencia de Estudiantes tuvo además una destacada dimensión cultural con proyección pública que define una buena muestra de las inquietudes y de las tendencias –incluidas las manifestaciones de vanguardia– de la sensibilidad de su tiempo, tanto por la variedad de los temas tratados como por el diverso significado de sus participantes. Desarrolló un muy completo –y coherente– programa cultural e intelectual, con impronta liberal y carácter europeísta, basado en el intercambio y la cooperación internacionales. El planteamiento de esos actos, que incorporaron la mejor tradición de la alta divulgación anglosajona, fue original en el panorama español, con su intención de atender a las variadas y complementarias dimensiones que debían conformar el horizonte de un público culto.
Por su parte, la Residencia de Señoritas prestó atención en las conferencias a temas de especial interés en el ámbito femenino, expuestos muchas veces, frente a lo que era habitual, por mujeres. Definida en 1930 por la revista Crónica como «el hogar madrileño de la intelectualidad femenina española y extranjera», fue un núcleo fructífero de sociabilidad femenina en torno al cual se fundaron, bajo el amparo de María de Maeztu, dos organismos de raíz internacional, la Asociación Española de Mujeres Universitarias y el Lyceum Club Femenino. Y el centro constituyó una plataforma esencial para la configuración en las clases medias de «la mujer moderna» española –tan bien retratada por Martínez Sierra o Casona–, que la legislación republicana procuró consolidar y difundir.
La Residencia de Estudiantes tuvo a partir de la primavera de 1931 una influencia decisiva, resultado de la sintonía existente entre sus responsables y los de instrucción pública de los primeros gobiernos republicanos, en la conformación de la Universidad de Madrid y en la apertura de centros residenciales en París y Londres. Se iniciaba así la difusión e implantación del tipo de universidad al que respondía la Residencia de Estudiantes, concebido como una corporación autónoma de maestros y discípulos, con régimen colegial y organización tutorial, al modo anglosajón, muy diferente del modelo francés vigente en España, que era un sistema centralizado y uniforme, fuertemente reglamentado y jerarquizado, bajo el control de la Administración y al albur de los vaivenes políticos.
La caída de la monarquía permitió cambiar la orientación de la Ciudad Universitaria madrileña, la nueva sede que se estaba construyendo en la Moncloa para la Universidad de Madrid, un proyecto, aprobado en 1927, que había protagonizado Alfonso XIII junto a un conjunto de catedráticos conservadores y católicos. Los miembros de la Junta Constructora de la Ciudad Universitaria republicana, y singularmente el doctor Negrín, su nuevo secretario, quisieron introducir en el proyecto de la Moncloa las directrices institucionistas seguidas en las creaciones de la Junta para Ampliación de Estudios como la Residencia de Estudiantes, exactamente lo contrario de lo que pretendían sus fundadores, que la habían ideado en buena medida para contrarrestar la influencia de ese organismo, al que consideraban extranjerizante y al que reprochaban su carácter laico, además de su condición extrauniversitaria. Iniciar la transformación gradual de la Universidad de Madrid hacia un modelo residencial, con el consiguiente desarrollo del sistema tutorial, fue el encargo que se encomendó a Alberto Jiménez Fraud, nombrado vocal de la Junta Constructora de la Ciudad Universitaria en mayo de 1931. Se ocupó, en primer lugar, de armonizar la organización y el funcionamiento de la Fundación del Amo, una residencia de estudiantes abierta en la Moncloa en 1929, con la que él dirigía desde 1910. Impulsó después, con pautas semejantes, la construcción, en un solar próximo, del Colegio de Alcalá, que estaba listo para ser inaugurado en octubre de 1936.
Un modelo de universidad residencial
Idéntico camino siguió el Colegio de España en París, iniciativa encabezada también por Alfonso XIII en la Cité Universitaire, que había sido creada para fomentar la convivencia entre estudiantes de distintas procedencias y conseguir en la Europa –y en el mundo– de entreguerras el entendimiento entre las naciones y asegurar la paz. Tras proclamarse la Segunda República, el cambio de vocales, con la inclusión de Jiménez Fraud, en la Junta de Relaciones Culturales del Ministerio de Estado de la que dependía, permitió que el Colegio de España, terminado de construir gracias a las gestiones del ministro Fernando de los Ríos, se ajustase a los principios de la Residencia de Estudiantes madrileña. Y se creó una Federación de Residencias, que unió, bajo la dirección de Jiménez Fraud, el Colegio de España, la Fundación del Amo y la Residencia de Estudiantes. A lo largo del curso 1936-1937, se hubiera integrado en ella, junto a esas tres instituciones, un nuevo centro en Londres, dependiente, como el Colegio de España, de la Junta de Relaciones Culturales, y pensado especialmente para arquitectos aunque extensible más tarde a economistas.
Otra realización republicana, la Facultad de Filosofía y Letras radicalmente renovada en su plan de estudios por el decano García Morente y alojada en un moderno edificio de la Ciudad Universitaria desde enero de 1933, suponía, con su proyectada residencia para estudiantes, el Colegio de Córdoba, la prolongación y, en cierto modo, la culminación en Madrid de la idea de universidad de corte tutorial y residencial inicialmente plasmada en los grupos masculino y femenino de la Residencia de Estudiantes. Por sus ventajas –nunca por la imposición de una legislación uniforme en cuya efectividad no creía el núcleo institucionista–, se esperaba su generalización paulatina en el conjunto de las universidades españolas.
Isabel Pérz-Villanueva Tobar es historiadora y profesora de la U.
Fuente: https://www.eldiario.es/sociedad/hogar-modernidad-estudiantil_130_8588278.html