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Entrevista a Matthew Huber: «La crisis climática es una lucha de clases»

Por: Astrid Zimmermann, Alexander Brentler 

¿Salvar el clima con menos crecimiento? El geógrafo Matt T. Huber cree que esta forma de combatir la crisis ambiental está equivocada. Los debates en torno al consumo consciente no llevan a ningún lado: solo la democratización de la economía puede salvarnos del colapso ecológico.

Nuevas crisis, nuevos problemas, nuevos actores, nuevas relaciones de poder: la cuestión climática muta constantemente, y lo cambia todo. Necesitamos, entonces, innovar en los conceptos que se toman para entenderla. Al menos ese es el consenso. Pero Matt T. Huber argumenta que eso no es cierto. Para realmente hacer frente a la crisis climática, debemos poner la mira en la reactivación de una vieja reivindicación marxista: la democratización radical de la producción.

Matthew Huber es geógrafo e investiga en la Universidad de Syracuse (Nueva York) sobre las conexiones entre el clima, la energía y el capitalismo. Actualmente está escribiendo un libro que entiende la crisis climática como un conflicto de clases (cuyo título provisional es Climate Change as Class War: Building Socialism on a Warming Planet) que será editado por Verso Books.

Alexander Brentler y Astrid Zimmermann, de Jacobin Alemania, hablaron con él sobre las razones por las que la lucha de clases y la lucha climática deben ir juntas, por qué los llamamientos al decrecimiento son engañosos y cómo podríamos pensar una alternativa socialista.

AZ / AB

Existe una narrativa muy persistente en el discurso sobre el medioambiente, según la cual la crisis climática es una responsabilidad compartida. La posición que tú planteas es que se trata, de hecho, de un conflicto de clases y que, por tanto, debemos tratarlo como tal. De ahí, afirmas que tenemos que situar la política medioambiental en el punto de la producción. Tal vez podría explicar un poco más lo que quieres decir exactamente con esto y hablar de las implicaciones para la estrategia política.

MH

Actualmente estoy terminando la redacción de un libro sobre la clase y la política climática. En un principio, solo quería volver a los fundamentos de una política de clase marxista y, a medida que he ido profundizando, me he dado cuenta de que este enfoque en las relaciones de producción es, en cierto modo, intrínsecamente ecológico. Es así porque la forma en que producimos nuestra existencia como sociedad es una cuestión ecológica. Cuando empiezas a pensar en el problema ambiental de esa manera, lo primero que te das cuenta es que la clase capitalista es la clase que posee y controla los medios de producción. Por lo tanto, también empiezas a pensar en su responsabilidad en la crisis climática. Está muy arraigado en el discurso ambiental dominante la idea de contabilizar las emisiones y el carbono en términos de consumo. Se trata de que, por ejemplo, si tomas un vuelo, esas emisiones son tuyas y eres responsable de ellas.

Pero en ese análisis están ausentes las personas que controlan esas industrias y se benefician de ellas. Así que incluso los análisis más progresistas, como aquel de Oxfam, llaman a este fenómeno «desigualdad de carbono». Aun si nos centráramos en los más ricos y en su huella de carbono, y demostráramos que el 10% más rico del planeta es responsable de más del 50% de las emisiones, seguiríamos examinando apenas los hábitos de consumo de los ricos y su estilo de vida (que, por supuesto, suelen ser atroces y repugnantes).

Lo que no nos preguntamos es: a) ¿Quién mantiene el consumo de los ricos? Si los ricos vuelan, hay una industria aérea que se beneficia de ello. Pero también, b) ¿Qué hacen esos ricos para generar el dinero que les permite consumir como lo hacen? Quizá trabajen en un banco. ¿Qué hace ese banco? ¿Cuál es el impacto del banco en el clima? ¿No es más importante que cualquier estilo de vida o elección de consumo en la que participe una persona rica? Tal vez la persona rica trabaje para una multinacional química. ¿No debe esa actividad estar en el centro de nuestra preocupación, de responsabilidad política? ¿Y no deberíamos centrarnos más en lo que ocurre en el lado de la producción de todo esto? Porque las emisiones, a fin de cuentas, son una red relacional de actores que hicieron posible esa emisión. Así que cuando conduces tu coche, no eres solo tú; son las compañías de automóviles, las compañías petroleras, las compañías de neumáticos las que se han beneficiado del suministro de esa mercancía.

Para mí, no es muy útil la forma en que moralizamos sobre el consumo. La gente, en su mayoría, solo satisface sus necesidades. Claro, mucha gente puede tener un sentido de las necesidades realmente desordenado en el que, en mi país, sienten la necesidad de conducir algo como una 4×4. Pero eso no es nada comparado con la forma de actuar de los capitalistas, donde su necesidad es ganar dinero y seguir haciéndolo. Esa es, para mí, la patología que está en el centro de la crisis climática: la gente que gana dinero, la gente que se beneficia del sistema, y particularmente las formas de producción más intensivas en carbono. Esto incluye no solo la producción de combustibles fósiles, sino también muchas otras formas de producción intensivas en carbono, como el cemento, el acero, los productos químicos y, sobre todo, la electricidad.

Pero centrarse en la producción también nos lleva a pensar de otra manera sobre el papel de la clase trabajadora en todo esto. También en este caso hay que volver a los fundamentos. ¿Qué es la clase obrera en el marco marxista? Es una clase de personas que están separadas de los medios de producción. De nuevo, en un sentido ecológico, eso solo significa que es una clase de personas que son incapaces de sobrevivir a partir de cualquier relación directa con la producción –sobre todo, la propia tierra–, por lo que se ven obligados a vender su fuerza de trabajo en el mercado por un salario. Así que, para la clase trabajadora, la cuestión ecológica es una cuestión de supervivencia: ¿Cómo nos ganamos la vida en esta cosa llamada mercado? ¿Y cómo obtenemos una cantidad de dinero suficiente para sobrevivir en esta increíblemente insegura economía capitalista neoliberal?

En un nivel fundamental, la definición de Marx del proletario es una persona que está separada de la tierra, separada de las condiciones ecológicas de la vida misma. Si empezamos a pensar la cuestión ambiental a partir de una política de la clase trabajadora, en última instancia, debería tratarse de dos cosas. En primer lugar, obviamente dar a la clase trabajadora más seguridad material sobre las necesidades básicas de la vida: alimentos, energía, atención sanitaria y más. En segundo lugar, también deberíamos pensar en dar a esta clase trabajadora que ha sido separada de los sistemas ecológicos un poder democrático popular sobre nuestra relación social con el medio ambiente. Porque ese es el problema fundamental: no tenemos ningún poder sobre lo que está ocurriendo con nuestras relaciones metabólicas con la naturaleza. Somos impotentes. Por eso nos sentimos tan mal respecto al cambio climático. Simplemente sigue ocurriendo y no hay nada que podamos hacer al respecto. El objetivo fundamental, por tanto, debería ser ganar poder democrático sobre la producción para que podamos empezar a dar forma a nuestra relación con la naturaleza y detener esta crisis, que se está saliendo de control.

AZ / AB

También ha señalado que si bien hay un renacimiento del marxismo medioambiental en las últimas décadas, esa corriente tiende a situar la crisis ecológica fuera de la producción y que es esta concepción la que nos aleja de entender la política climática como política de clase. Irónicamente, esta variedad de marxismo se hizo popular en un momento en el que el neoliberalismo triunfaba a nivel mundial, en que nuestra sociedad se reestructuraba bajo parámetros decididamente de clase. ¿De dónde viene esta disonancia?

MH

Me gusta citar a Warren Buffett, una de las personas más ricas de Estados Unidos, que dijo en 2006: «Sí, por supuesto que tenemos una guerra de clases y es mi clase la que la está ganando». Eso básicamente resume tres décadas de inmensa consolidación del poder de la clase capitalista sobre la clase trabajadora, un proceso que se ha producido desde los años 70. Así que lo dijo muy bien: había mucho entusiasmo y energía en torno a los llamados nuevos movimientos sociales, y por una buena razón. Realmente estaban planteando poderosas críticas a la sociedad en líneas medioambientales, feministas y antirracistas.

En el ámbito medioambiental, Ted Benton, por ejemplo, decía: «Estas luchas no son como las que se dan en el punto de producción. Eso es lo que les importaba a los viejos obreros de las fábricas. Pero ahora somos ecologistas y nos preocupa esta reproducción más amplia de la vida fuera de la fábrica». Hasta cierto punto, eso es cierto, porque a un nivel fundamental, los sistemas ecológicos son en los que se basa la producción capitalista. Marx lo demostró cuando los llamó «regalos gratuitos de la naturaleza» para la producción capitalista. Si quieres cortar un árbol, tienes que depender de todos estos sistemas hidrológicos y microbios del suelo y todo lo demás fuera de la forma de la mercancía que son parte integral de esas mercancías que se producen. Así que esos «regalos gratuitos de la naturaleza», esos sistemas ecológicos, son cruciales para la producción, y están siendo destruidos sistemáticamente por el capitalismo.

Pero al teorizar constantemente la ecología como algo externo a la producción se pierde de vista algo importante. Si queremos saber quién es el responsable de la destrucción de estos sistemas externos, bueno, una vez más, tienes que mirar a la gente que controla el punto de producción, la gente que se está beneficiando de la producción. Si empiezas a pensar de esa manera, empiezas a recordar que también hay un montón de trabajadores en ese punto de producción que tienen poder estructural e influencia en virtud de su trabajo, porque pueden negarse a trabajar o ir a huelga, presionando así a las élites.

AZ / AB

Respecto a ese punto sobre el poder estructural, hubo un artículo ayer en el Washington Post de un grupo de investigadores que realizaron un análisis empírico de los movimientos de protesta del siglo XX y XXI. La única variable crucial para el éxito fue la participación de la clase trabajadora industrial. ¿Supongo que eso no le sorprende?

MH

Sí, lo he visto. No me sorprende. Eso también es un problema, porque gran parte de la clase trabajadora industrial está vacía, al menos, en los países que son más responsables históricamente del cambio climático. Así que es necesario volver a tener una solidaridad internacional entre los trabajadores, porque si miras lo que Marx llamó «la morada oculta» de la producción, gran parte de ella ya no está en el norte global. Gran parte está en China, obviamente, pero también en muchos otros países del sudeste asiático y en América Latina.

La crisis climática es consecuencia de nuestros métodos de producción. Últimamente me ha interesado mucho entender que el núcleo de la crisis climática puede resolverse a través del sistema eléctrico. La gente lo llama la estrategia de electrificar todo, limpiar la electricidad, pero luego electrificar partes de la economía que no son eléctricas. He estado pensando mucho en cómo los trabajadores del sector de la energía eléctrica y del sector de los servicios públicos tienen una inmensa influencia y presencia allí mismo, en el punto de producción del propio sistema que, si podemos transformar, catalizará –con suerte– una transformación más amplia de todo el sistema energético. Y, lo que es aún más significativo, en Estados Unidos (y me imagino que en la mayoría de los países) la empresa de electricidad ya es una de las más sindicalizadas de la economía. Así que existe una base de poder estructural e institucional con la que el movimiento climático debe comprometerse más.

AZ / AB

Cuando imaginamos esta transición a la energía limpia o a la energía verde, también queda claro que hay ciertos sectores en los que la pérdida de empleos va a ser un problema. En este momento, desafortunadamente, es principalmente la derecha la que está formulando la política climática como una cuestión de clase, siempre que hacen campaña para asegurar puestos de trabajo en industrias dañinas para el medio ambiente. La perspectiva más prometedora de la izquierda para cortar esta aparente contradicción entre la política climática y la seguridad laboral, es un Green New Deal con garantía de empleo. ¿Cómo comunicamos esto de forma convincente a una clase trabajadora industrial que ha tenido la experiencia de quedar al margen de los grandes cambios estructurales? A veces hay un escepticismo comprensible hacia esta oferta, porque casi parece que es demasiado buena para ser verdad: todo el mundo consigue un trabajo en el sector de la energía verde, bien remunerado, sindicalizado y será un trabajo gratificante.

MH

Me parece que al hablar de una «transición», la gente piensa que lo tenemos todo resuelto. Como si fuera una mera transición. Pero tienes razón, es un reto difícil en general. El problema es que en Estados Unidos, al menos, la expansión de las energías renovables, que es significativa, incluso se dispara. Todo el mundo habla de lo baratas que son ahora y todo el mundo está muy entusiasmado, pero, por desgracia, está siendo impulsada por el pequeño capital. Pequeño capital renovable que está descentralizado y a pequeña escala. Ya sabes, todo el mundo sueña con esta economía de energía renovable descentralizada mientras que en realidad está sucediendo, pero está siendo impulsada por esta clase pequeño burguesa de pequeños capitalistas renovables. Estas industrias no están sindicalizadas. Son casi totalmente antisindicales y los trabajos en este sector no están especialmente bien pagados.

Creo que si queremos ganarnos a los sindicatos tendremos que intentar atraer más inversiones dirigidas por el sector público, un programa público de construcción de energía verde con una garantía de empleo, pero también con una garantía de que estos proyectos públicos van a contratar a trabajadores sindicalizados y emplear a trabajadores sindicalizados para la construcción de este sistema de energía limpia. Porque si nos limitamos a dejar que el mercado lo haga, en primer lugar, no nos decarbonizaremos a la velocidad o la escala que necesitamos, pero en segundo lugar, seguirá sin ser algo bueno para los sindicatos. De hecho, la gente de las centrales eléctricas argumenta que estos desarrollos de energía renovable están destruyendo sus puestos de trabajo.

Desgraciadamente, creo que demasiados ecologistas tienen esta especie de sentimiento sobre los paneles solares y los parques eólicos, como si fueran intrínsecamente naturales y buenos. La gente no está pensando lo suficiente en las relaciones sociales de producción de quién va a controlar estos recursos de energía renovable, cómo se va a determinar la inversión. ¿Podemos tomar el control público de esa inversión de forma que podamos atraer a los sindicatos y ampliarlos? Si lo hacemos, entonces se empieza a construir una base más amplia para ese tipo de programa energético. Pero por el momento se está haciendo de esta manera salvaje, con altos niveles de volatilidad en el mercado, dependiendo de los subsidios públicos y de los créditos fiscales para el desarrollo de las energías renovables. Así que no hay mucho entusiasmo en la base social en torno a este tipo de desarrollo descentralizado y desordenado. De hecho, hay mucha resistencia a ella en las zonas rurales.

AZ / AB

Otra cosa que me preguntaba, cuando mencionaba los sistemas de energía limpia y la producción de estos sistemas de energía limpia, es cómo se relaciona esto con la cuestión de la extracción de recursos. Es obvio que dependerá de la extracción de ciertos recursos naturales y que la mayoría de ellos se encuentran en el Sur Global. Los países que son muy ricos en estos recursos rara vez se benefician de ellos y, en su mayoría, solo se convierten en objeto de relaciones comerciales muy explotadoras con el norte. E intentar recuperar sus recursos, como ocurrió (o al menos se intentó) en Bolivia, ha resultado sumamente difícil. Entonces, ¿cómo afectaría esta transición el orden mundial?

MH

Absolutamente. Estoy seguro de que has oído hablar de mi compañera de los Socialistas Democráticos de América, Thea Riofrancos, que ha trabajado mucho en la extracción de litio en Chile. Ella tiene algunas ideas realmente interesantes sobre la solidaridad internacional a lo largo de las cadenas de suministro. De nuevo, probablemente sea molesto para algunas personas, pero cada vez que empiezo a pensar en la crisis climática, empiezo a pensar en formas muy básicas, casi aburridas y obvias, de la vieja escuela del pensamiento socialista marxista. Y eso te lleva a algunas conclusiones. Obviamente, el programa socialista de la vieja escuela consistía en que los trabajadores del mundo se unieran. Se trataba de la solidaridad internacional. Creo que la solidaridad de los trabajadores es crucial, porque hay trabajadores a lo largo de estas cadenas de suministro que son, digamos, explotados de forma desigual.

Es muy fácil que algunos trabajadores del norte tengan mejores condiciones a costa de la extracción de materias primas superexplotadas en el Sur Global. Por otra parte, la clase capitalista tiene mucha solidaridad internacional. Y por eso es capaz de encontrar estas áreas donde hay recursos minerales y simplemente extraerlos con enormes rentas y beneficios, dejando los residuos y la destrucción para las comunidades. Es un problema del poder capitalista, que tiene demasiado y lo utiliza para superexplotar a estas comunidades rurales marginadas del Sur Global.

Estas comunidades están siendo desplazadas, pero también hay trabajadores en esas minas, trabajadores en el punto de producción. A veces ni siquiera son locales, sino que son traídos de otras partes del mundo. Pero esos trabajadores tienen poder, y tenemos que empezar a pensar en cómo organizamos no solo a los trabajadores de la fábrica de paneles solares, sino también a los trabajadores de la mina que está extrayendo el litio u otros materiales. Mientras la clase obrera sea derrotada globalmente, no va a tener ese tipo de contrapoder que necesitamos para hacer frente al poder incontrolado del capital en todo el mundo. Así que, por desgracia, todo esto nos lleva al difícil imperativo de organizar el poder de la clase trabajadora.

AZ / AB

Tienes un artículo en el que se presenta una alternativa a las llamadas perspectivas de decrecimiento. Esta cuestión del extractivismo aparece constantemente cuando hablamos de crecimiento o decrecimiento. Si nos quedamos en el contexto de América Latina, en Ecuador parece que el tema del extractivismo realmente es lo que está fracturando a la izquierda. Por un lado, bajo el gobierno de Correa, grandes franjas de la población han salido de la pobreza. Se fomentó un gran crecimiento porque se industrializó el país y se ampliaron las infraestructuras. Pero, por otro lado, todo esto hizo necesario el aumento de la extracción de recursos con todas las consecuencias negativas que esto tiene para las comunidades del lugar. ¿Dirías que éste es tal vez un ejemplo en el que la preocupación por el medio ambiente, por un lado, y el crecimiento económico, por otro, están enfrentados?

MH

De nuevo, creo que Thea podría responder la pregunta mucho mejor que yo. Otra cosa desafortunada de la situación allá es que están exportando mucho de sus materias primas a China, que es lo que les está dando dinero que luego puede fluir hacia la infraestructura. Estoy más alineado con la perspectiva de que la izquierda necesita comprender cómo construir poder. Necesitamos ejercer el poder si vamos a ser capaces de construir una economía política alternativa. Así que simpatizo bastante con los proyectos de la Marea Rosa, estos proyectos hicieron poder y lo han mantenido.

Lamentablemente, en muchos casos, ese poder estaba sustentado en la extracción de petróleo, gas, minerales, etc. Y cuando hay extracción, a menudo hay comunidades que son desplazadas o envenenadas. Para mí, la cuestión es si la izquierda puede empezar a construir instituciones capaces de integrar mejor a las comunidades locales en sistemas democráticos que puedan realmente dar forma a cómo se produce la extracción, que incluso tengan la capacidad de decir: «En realidad, no, no vamos a tener la extracción aquí porque esto es demasiado importante para nosotros como comunidad».

En el capitalismo, obviamente, estas comunidades no tienen voz. El capitalismo no es una democracia. Las empresas hacen todo este lavado de cara verde donde tratan de decir que la comunidad está participando en los proyectos. Pero eso no es una verdadera configuración democrática de la producción, que es lo que quieren los socialistas. Me gustaría pensar que si la izquierda en América Latina hubiera sido capaz de aprovechar el poder que había construido y ampliarlo de esa manera, tal vez podrían haber creado estructuras de extracción que no fueran tan destructivas y antidemocráticas, estructuras que sí tuvieran en cuenta las preocupaciones de las comunidades locales. En última instancia, cualquier socialista va a querer que la producción sea siempre democrática para integrar al mayor número posible de personas en las decisiones sobre cómo se desarrolla. Tal vez incluso se podrían ponderar más las voces democráticas cuando se encuentran en las comunidades afectadas por la extracción, probablemente deberían tener más voz sobre estos procesos que las personas que se encuentran en las ciudades. Deberíamos encontrar formas de crear instituciones democráticas que puedan dar forma a la producción de manera que tenga más sentido para la comunidad, que es realmente donde se produce.

AZ / AB

¿Se podría decir que no es lo mismo la defensa del decrecimiento que estar en contra del desarrollo per se? Me parece que a veces, en estos debates, cuando la gente intenta defender su posición, básicamente dicen que no se trata en absoluto de recortar el PIB y hacer que todo el mundo viva mal, sino que afirman que solo quieren reducir las industrias que son perjudiciales y limitar el uso de la energía en el Norte. Hasta dirían que en realidad quieren fomentar el crecimiento en el Sur Global. ¿Es sólo una confusión semántica, o son proyectos políticos muy diferentes el decrecimiento y el tipo de modernismo socialista que usted propone?

MH

Lo primero que puedo decir es que una cosa que me frustra del decrecimiento es que a menudo dicen cosas como: «Bueno, en realidad lo que queremos es reducir el consumo del Norte Global y aumentarlo para el Sur Global». Pero para mí, el conflicto de clases no es territorial en ese sentido. No es como si en el Norte Global a todo el mundo le fuese muy bien y los únicos explotados estuviesen en el Sur Global. Hay una increíble desigualdad dentro del Norte Global. Así que, de nuevo, si empiezas a pensar en la situación global como un conflicto entre el capital y la clase trabajadora, o incluso lo que Mike Davis llamó el proletariado informal, que es mucho más numeroso que la clase trabajadora proletaria tradicional (por no hablar de las clases campesinas y los pueblos indígenas y todos estos grupos subalternos), hay mucha gente a la que no le va bien.

En mi país, algo así como el 70% de los estadounidenses casi no tienen dinero en el banco, la gente está muriendo por falta de insulina, por falta de atención sanitaria básica, y millones de personas están pasando hambre a raíz de esta pandemia. En la estela del neoliberalismo, las masas tienen tantas dificultades económicas que no tiene sentido decir, «sí, simplemente vamos a reducir el consumo en el Norte Global». Bueno, ¿y qué pasa con toda esa gente que no puede comer en el Norte Global? Ese es uno de mis grandes problemas con el decrecimiento.

Como has dicho, a veces es solo semántica. Yo veo la cuestión así: ¿Vas a ganar apoyo predicando vivir con menos? Si tu bandera es decrecimiento, en medio de una época de austeridad ya devastadora, ¿cómo vas a construir el tipo de entusiasmo popular masivo para tu programa?

Cuando les planteas estas cuestiones, siempre dicen:  «No, pero queremos todas estas cosas buenas, como una semana laboral más corta. Queremos tener más tiempo». Hay cosas que sí quieren aumentar, en realidad, con las que estoy de acuerdo. Jason Hickel habla de desmercantilizar los servicios básicos y de la expansión del sector público de los bienes básicos, y estoy de acuerdo con eso. Pero todo eso es una expansión de la actividad económica. Es ofrecer más a la clase trabajadora, pero lo que invoca toda la idea del decrecimiento es que inicialmente vas a pensar menos.

También creo que cae en la trampa del propio PIB, que mide las sociedades en su conjunto. Cuando el PIB aumenta, eso debe significar que toda la sociedad va bien. Pero el agregado no capta la increíble desigualdad dentro de una nación o una sociedad. Y aunque a algunas personas les va fantásticamente bien en nuestra sociedad, a la gran mayoría no. No es más o menos, es menos para unos pocos y más para muchos. Tenemos que volver a ese tipo de análisis de clase que dice, no, es la pequeñísima minoría de capitalistas la que necesita decrecer. Necesitan menos, necesitan mucho menos. Tenemos que gravarlos más, tenemos que erosionar su poder sobre la riqueza y tenemos que crear más para las masas que están sufriendo.

AZ / AB

¿Crees que la situación de clase del movimiento ambientalista también tiene que ver con no prestar atención a la producción y a los detalles tecnológicos específicos? ¿Estamos perdiendo el conocimiento práctico de la clase trabajadora en la transición energética por no poner el foco en una política de clase trabajadora?

MH

Sí, es un punto muy importante. Puede que no funcione, pero me ha entusiasmado la idea de intentar poner el foco en los sindicatos en el sector eléctrico, ya que van a ser muy importantes en esta transición de descarbonización.

Muchos de esos trabajadores se clasificarían más como clase profesional porque tienen títulos, son ingenieros. Tienen un enorme conocimiento del punto de producción. Algunos de los sindicatos también representan a los trabajadores más manuales, los trabajadores de mantenimiento que hacen el trabajo más duro en esos sistemas de servicios públicos, como los trabajadores de línea, que es realmente un trabajo muy peligroso. Pero hay un conocimiento increíble allí. Y eso, de nuevo, se remonta a un viejo tropo socialista marxista de que, ya sabes, son los trabajadores los que mejor conocen el sistema. Ellos son los que lo mantienen en funcionamiento. Son los que lo mantienen, y si algún día pudieran realmente dirigirlo, sería mejor.

Pero para la clase profesional, que tradicionalmente se define como la gente que hace trabajo mental o de conocimiento en la llamada «economía del conocimiento», la producción es más bien un objeto de conocimiento y estudio. Y sus conclusiones suelen ser: «Bueno, mira toda la destrucción que conlleva esto, mira lo malo que es», en lugar de estar presente y querer transformar ese sistema. No pretenden entender cómo todas nuestras vidas dependen realmente del funcionamiento de esos sistemas, y que en realidad tenemos que pensar en transformarlos en lugar de descartarlos.

AZ / AB

Cuando hablamos del clima, muchas veces se discute como si fuera una cuestión de conocimiento. O aceptas este conocimiento o lo niegas; tienes este conocimiento y entiendes lo que es el cambio climático y esto ya por sí te va a politizar. Pero hemos visto que eso no es cierto. ¿Cómo salimos de esta situación? ¿Cómo nos movilizamos por una política climática de izquierdas?

MH

Obviamente, creo que la ciencia es importante. Cuando se defiende un tipo de modernismo socialista como el que yo defiendo, se debería tomar un momento y decir: «¿No es asombroso que nuestra especie entienda estos sistemas como el clima; que sepamos que estamos en esta crisis hasta el punto en que lo estamos? ¿Que conozcamos las formas en que estos gases interactúan con la atmósfera de manera que están provocando estos efectos?». Así que la ciencia en sí misma es realmente sorprendente.

Pero, como dicen, cuando se hace política sobre si se cree o no en la ciencia, se aleja a mucha gente que podría no entender la ciencia o no querer entender los complejos procesos bio y geoquímicos. Y también conduce a un gran problema entre los creyentes liberales de la ciencia, que es que miran por encima del hombro y son bastante soberbios con las masas. Eso es simplemente contraproducente.

También existe esta teoría liberal del cambio que asume que si las masas entendieran la ciencia, entonces la acción seguiría naturalmente. Este modo de análisis parece sugerir que lo peor que hace la industria de los combustibles fósiles es difundir la negación del clima, cuando lo que hacen es controlar materialmente nuestro sistema energético.

Creo, y muchos otros lo han dicho, que el movimiento climático gira en torno al Green New Deal, encontrando una mejor articulación de estas políticas. Si hacemos que la política climática se centre en mejorar las cuestiones materiales de tu vida, no tenemos que explicarte el efecto invernadero, no tenemos que convencerte de la urgencia científica. Solo tenemos que decir que esto es algo que te va a dar trabajo, que va a desmercantilizar tu electricidad y que va a ir en contra de esa empresa de servicios públicos que odias y que te está estafando y subiendo los precios. Si construimos el movimiento en torno a mejoras materiales directas, visibles y fáciles de entender, crearemos una base de apoyo popular porque eso es lo que sabemos que funciona políticamente. Sabemos que cuando se implementan programas que son universales y beneficiosos para las masas, se vuelven inmensamente populares.

Pero tenemos que reconocer que no podemos limitarnos a darle cosas a la clase trabajadora y así comprar su apoyo para ganar una transición de descarbonización. Creo que también tenemos que pensar en cómo ganar a la clase trabajadora para una visión más amplia de la crisis climática como algo real que tenemos que tomar en serio; algo que debe unirnos como especie, pero también como países y partidos políticos, para resolver. Y si vamos a hacerlo, creo que debemos revivir la idea de la producción y la inversión democrática: que la forma en que producimos las cosas que necesitamos debe ser algo en lo que la sociedad tenga voz y control. Tenemos que establecer ese vínculo y mostrar cómo esa democracia es ecológica. La gente debería sentir que forma parte de un proyecto democrático más amplio para resolver realmente esa crisis mediante la democratización de nuestros recursos productivos. Eso también debería formar parte de estas políticas. Que no se trate solo de darte cosas, sino de convertirte en un agente de transformación de todo el sistema. Y como la clase trabajadora es la gran mayoría de cualquier sociedad capitalista, tiene que ser el núcleo de cualquier visión democrática de la política climática.

Astrid Zimmermann es editora de Jacobin Alemania.

Alexander Brentler es colaborador de Jacobin Alemania.

Fuente: https://jacobinlat.com/2021/04/22/la-crisis-climatica-es-una-lucha-de-clases/

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Estados Unidos: California police officer allegedly punches woman twice in the face during arrest

California police officer allegedly punches woman twice in the face during arrest

Authorities said she exhibited “signs of being under the influence” and paramedics were called. As they waited for medics to arrive, Garcia was «not complaint» and “became combative,» police said.

A California police officer has been placed on administrative leave after he was filmed apparently punching a handcuffed woman twice in the face, according to police.

On April 21, police say they received a call alleging that 34-year-old Ciomara Garcia assaulted an Asian woman who tried to rescue a dog running in the street.

Officers said they found Garcia and learned she had an outstanding felony bench warrant for vandalism. She was handcuffed by officers.

Authorities said she exhibited “signs of being under the influence” and paramedics were called. As they waited for medics to arrive, Garcia was «not complaint» and “became combative,» police said.

Video footage taken by a bystander shows Garcia falling to the ground after being handcuffed with her hands behind her back. She appears to kick one officer.

In the video, the officer, who has not been named and appeared to be kicked, then struck Garcia. He hit her «two times in the face with his fist,» police said.

The footage then shows the other two officers immediately intervene and push him away from Garcia.

«When we opened the door, they’re trying to put handcuffs on her, and she was resisting,» Adolfo Rosales, who claimed to be Garcia’s brother, said to local ABC affiliate KABC. «They’re walking her out, and when we got out of the walkway, that’s when she started kicking their shins. That’s when they threw her into the plants.»

Garcia was taken to a nearby hospital for evaluation and no injuries were reported, according to police. She has been booked into Orange County Jail.

Police said an investigation of the officer’s use of force and the witness cellphone footage led them to place the officer on paid administrative leave pending an internal affairs investigation.

The Westminster Police Department said the Orange County District Attorney’s Office “will evaluate the officer’s use of force and determine if criminal charges are warranted.”

The department said it will also submit the charges against Garcia, including assault and battery and resisting arrest, to the DA’s office. A lawyer for Garcia could not be immediately identified.

“The Westminster Police Department considers this a serious event and will ensure that this investigation will be guided by the law and the truth,” the department said in a statement.

Fuente de la Información: https://abcnews.go.com/US/california-police-officer-allegedly-punches-woman-face-arrest/story?id=77265492&cid=clicksource_4380645_8_heads_posts_card_hed

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How U.S. Medical Schools Are Training a Post-Pandemic Generation of Doctors

How U.S. Medical Schools Are Training a Post-Pandemic Generation of Doctors

In February 2019, the Kaiser Permanente health system announced a new kind of medical school. The school would be built “from the ground up” to prepare students for the complexities of the U.S. medical system. The curriculum would emphasize cultural competency, patient and provider well-being, and the elimination of socioeconomic disparities in the medical system. Students would see patients right away, and hands-on learning would replace many lectures. What’s more, the first five graduating classes would pay nothing to attend; Kaiser hoped this would attract a student body more diverse than the typical U.S. medical school.

“The school will help shape the future of medical education,” promised Kaiser CEO Bernard Tyson, who died unexpectedly, reportedly of a heart attack, about nine months after the announcement.

That future felt a good deal more urgent by the time the Kaiser Permanente Bernard J. Tyson School of Medicine opened its doors in Pasadena, Calif., in July. The COVID-19 pandemic had put a hold on almost every facet of “normal” life, and the medical system was scrambling to treat millions of patients with a new and terrifying disease, a disproportionate number of them Black and brown. The streets were filled with people protesting police brutality and racism, as a nation that had long overslept awoke to the disparities woven into almost every American institution. “Our country doesn’t just have a pandemic; it also has a renewed recognition of centuries of racism,” says Kaiser’s founding dean Dr. Mark Schuster. “We need to make sure that our students understand our history.”

Kaiser isn’t alone there, of course. Medical schools all over the world have had to adjust on the fly during the pandemic, in ways both practical and ideological. First, schools had to figure out how to remotely train students in skills taught hands-on before lockdowns. Then, in the U.S., schools were also forced to grapple with their roles in a health care system that often fails to keep Black and brown patients well. That meant learning how to produce doctors who could help chip away at those disparities moving forward. With no warning and no instruction manual, medical schools are figuring out how to train a generation of post-pandemic doctors for a world still taking shape.

The foundations of the American medical education system haven’t changed much for decades. The first two years are a mad rush to attend lectures and memorize as much information as humanly possible, since students usually take the first part of their medical licensing exam after their second year of school. In their third year, students start clinical rotations in hospitals, then spend most of their fourth trying to find a match for their next phase of training: medical residency.

The coronavirus pandemic upended all of that last spring. Classes could no longer happen in person, let alone in large lecture halls. Students couldn’t go to hospitals for training, since facilities needed to conserve resources and personal protective equipment. And travel restrictions made it difficult for fourth-year students to do “audition rotations” at hospitals where they hoped to complete residency. Fiona Chen, who was in her third year at Brown University’s Warren Alpert Medical School, went from spending around 40 hours a week in the clinic to watching one Zoom lecture a week and volunteering for a coronavirus information hotline. “We basically put a pause on our entire lives,” she says.

They couldn’t stay paused forever. Schools had no choice but to adapt, which, for many, opened the door to overdue changes—changes that are coming in handy with COVID-19 again surging and new lockdowns being enacted.

“A lot of the inertia and conventions of medicine are being broken down,” says Dr. William Jeffries, vice dean for medical education at the Geisinger Commonwealth School of Medicine in Pennsylvania. “Advances in medical education are now happening at light speed.”

Though some students returned to the classroom later in the year, step one last spring was bringing traditional classes online—a fairly easy task for most schools in the developed world, though less so for schools in places like Southeast Asia and Africa, where Internet access is spottier. In developed nations, at least, the shift enabled schools to look critically at the way they were teaching before the pandemic. Kaiser’s preexisting plan to teach students anatomy using virtual reality simulators, rather than cadavers, proved fortuitous. Imperial College London gave students access to a video library of old patient interviews and exams. At New York University’s Grossman School of Medicine, professors began prerecording their lectures so students could watch in advance and use class time for livelier discussion. “Lectures have been fading as a useful didactic model for 10 years, but we continue to use them,” says Dr. Steven Abramson, NYU’s vice dean for education, faculty and academic affairs. The pandemic may finally catalyze lasting change.

When third- and fourth-year students were yanked from hospitals last spring, many schools pivoted to telemedicine appointments. (This wasn’t unique to medical schools; remote visits surged across the health care system.) After the new academic year started this past summer, third-year students at Geisinger spent the first 10 weeks learning how to take patient assessments and develop treatment plans over Zoom. “When clinical care changes, medical student education follows,” says Dr. Alison Whelan, chief medical education officer at the Association of American Medical Colleges (AAMC).

That required teaching students “webside” (as opposed to bedside) manner, to prepare them for a clinical practice likely to be far more virtual than that of their predecessors. “If you’re not shaking hands, how do you make that initial connection [with a patient]?” Whelan asks. Students have also been honing the skills needed to perform the behind-the-scenes work that goes into a telemedicine appointment—like how to handle patient privacy when a spouse wanders into the room, or what to do when a patient can’t figure out how to work the web platform, Whelan says.

Still, you can’t take an EKG or draw blood virtually. To continue teaching skills like these when students were sent home, Geisinger built an “e-ICU” that allows students to see what’s going on in hospital rooms, and remotely do the sort of trainee doctor work they’d have done in person before the pandemic. Through a webcam, they can ask resident doctors on duty to perform certain exams or tests, as if they’re actually at the patient’s bedside, and then get immediate feedback from the resident.

The model worked so well that Geisinger plans to continue the e-ICU and the school’s broader telemedicine training even as students return to regular clinical work, Jeffries says. Doctors who are digitally literate and comfortable using telemedicine could help expand access to care in the future, he says. Programs like the e-ICU could also help connect doctors in small community clinics with specialists who may not be available locally. “I come from a small town in the middle of nowhere. We don’t even have a post office,” says Dr. Cass Lippold, a critical-care fellow at Geisinger who oversaw the e-ICU program. “This will be great to help those people who don’t have access to a hospital.”

Programs like these could also improve doctors’ work-life balance. “If you’re a physician with a couple young kids at home, telemedicine has really opened an opportunity to work from home a couple days a week and still see patients,” says NYU’s Abramson. Jeffries notes that moving classes online could also make it easier for prospective doctors with physical or learning disabilities to participate, since they could tailor their environment to fit their needs.

Cruz Riley, a first-year student at Kaiser Permanente's new medical school, is photographed on campus in Pasadena, Calif., in November.

The shift to online learning was a logistical undertaking, but the harder work may be producing doctors who are better equipped to take on the systemic issues exposed by the pandemic, like race-based health disparities, uneven access to care and ballooning treatment costs.

At Kaiser Permanente, that preparation began before students even started classes last summer. The entire class was invited to a virtual check-in to discuss the racial-justice movement, and the conversation hasn’t stopped since, says 26-year-old first-year student Cruz Riley, who has a special interest in Black maternal health. “You would think [students] would be talking about what we watched on Netflix,” he says. “But [the students] are always talking about systematic inequality, and we are always bouncing ideas off each other.”

Even at a school that proudly states its dedication to diversity and has woven race and racism into its curriculum, the conversations haven’t been seamless. In December, Kaiser physician and medical school instructor Dr. Aysha Khoury, who is Black, went viral on Twitter when she posted that the school had suspended her from teaching in August after she led a frank, emotional discussion about racial disparities and bias in health care. Even after outcry from students and fellow physicians, Khoury says she has not been reinstated to her faculty position or told which policy the school thinks she violated. “I wish [administrators] understood that it is O.K. for Black people, people from marginalized groups, to share their stories,” Khoury says. “If we’re truly going to change health care … they have to create a way and space to move forward together.”

Representatives from Kaiser did not comment on details of the investigation but said the school values diversity and Khoury was not penalized for talking about her personal experiences or for discussing anti-racism in medicine—a topic spokespeople maintained is a cornerstone of Kaiser’s curriculum.

Kaiser also requires first-year students to take a class on mental health and overcoming stress, and to visit an on-campus psychologist three times during their first semester. Those services, available free of charge throughout their medical education, are part of a program Kaiser implemented to counter high rates of burnout and mental distress among medical students: studies estimate more than 25% worldwide show signs of depression, and about 10% of suicidal thinking. But it has also provided valuable support as students of color do the emotional labor of living through constant reminders of racism in America, says 25-year-old first-year student Emilia Zevallos-Roberts, who was born in Ecuador.

Courses on health disparities and racism in medicine aren’t new in the U.S., but they also haven’t been terribly effective. Racism is still a problem in medical schools, as well as the wider medical system. A 2020 study found that about 25% of students who identify as Black, Hispanic/Latinx or American Indian/Alaska Native experienced race-based discrimination during medical education. That doesn’t stop after graduation. “There were so many comments that I had to endure in my undergraduate years, in my medical school years,” Dr. Tsion Firew, an emergency-medicine physician at New York City’s Columbia University, who is Black, told TIME last summer. “When I walk into my hospital, it’s not [diverse] like New York City. The second you walk into the hospital, you are reminded that you’re not part of the majority.”

Medicine and medical education remain very white fields in America. In 2019, out of nearly 38,500 medical school professors in the U.S., 755 (2%) identified as Black, around 1,000 (2.6%) identified as Hispanic or Latino, and just 37 (0.01%) identified as American Indian or Alaska Native, according to AAMC data. More than 29,000, or 75%, identified as white. For context, about 60% of the total U.S. population identifies as white, while about 12% identify as Black, 18% as Hispanic, 5.6% as Asian and less than 1% as American Indian/Alaska Native, according to data from the U.S. Census Bureau’s American Community Survey.

Given that dynamic, it’s not hard to understand why many schools haven’t historically done a good job teaching concepts like cultural competency (the ability to connect with and treat patients from all backgrounds) and social determinants of health (the myriad ways socioeconomic factors affect a person’s well-being). Many also fail to correct (and in some cases even perpetuate) racist and incorrect stereotypes about biological differences between Black and white patients. One 2016 study found that, out of about 400 medical students and residents surveyed in the U.S., half held false beliefs, such as that Black people have a higher pain tolerance or physically thicker skin than white people. If students are steeped in these incorrect stereotypes, rather than very real social determinants of health, they may contribute to a system of racially insensitive, and potentially harmful, medical care.

Many schools were already working to fix that before the pandemic, but mainstream conversations about inequality and racism have hastened the process. Chen, currently a fourth-year student at Brown, says she’s noticed that race and social factors now come up when discussing every patient case, whereas before they were often relegated to stand-alone lectures or lessons. Tian Mauer, a third-year student at Geisinger, has noticed the same thing. And for schools across the U.S., the AAMC has guidelines for teaching equity, diversity and inclusion in medicine. “COVID has really highlighted for some for whom it had not yet clicked that the social determinants of health are really critical,” Whelan says.

Of course, it will take more than a few lectures to address centuries-old disparities in medical care, particularly because systemic racism has so many tendrils. It’s not enough to train physicians on implicit bias and cultural sensitivity when Black and Hispanic Americans’ health suffers due to poverty and segregation built up over centuries—or when many people from these communities can’t afford to become doctors themselves, perpetuating cycles of mistrust in a heavily white medical system.

At most medical schools, the student body looks a lot like the faculty. Together, Black and Hispanic students made up less than 15% of the national medical student population during the 2019–2020 school year, AAMC data show. People who identified as American Indian/Alaska Native made up just 0.2%. Wealth disparities go a long way to explaining why: medical school tuition and fees can easily top $60,000 per year, and the average new doctor graduates with about $200,000 in debt, according to AAMC data.

Before the pandemic, a small but growing group of schools were trying out a way to fix that: offering free or heavily discounted tuition. NYU permanently waived its $55,000 annual tuition in 2018. Geisinger now offers free tuition for students who agree to practice within its health system. Kaiser’s free tuition offer will go to its first five graduating classes.

The pandemic may accelerate conversations about affordability, especially as financial stress stretches on. Dr. Steven Scheinman, the dean at Geisinger, says a stronger reliance on remote learning could push the school’s tuition down over time. NYU and about a dozen other U.S. medical schools are also part of a consortium studying how an accelerated medical school schedule—three years instead of four—affects learning, student finances and licensing and placement for new doctors. Cutting a year of school would get doctors out into the field faster, saving them a year of expenses. More than a dozen U.S. medical schools, including NYU and each of the four medical schools in Massachusetts, along with many in the U.K., like the University of Cambridge and Oxford University, allowed their students to graduate early last spring to help with pandemic response. In a worst-case scenario, the ongoing spike in cases and hospitalizations could necessitate something similar.The U.S. medical school system also has missed opportunities presented by COVID-19. For example, relatively few schools changed their admission requirements in ways that could have made life easier for applicants. To apply for most U.S. medical schools, students still had to take a $320 hours-long standardized exam called the Medical College Admission Test (MCAT). A grassroots group called Students for Ethical Admissions called on schools to waive that requirement, citing the risks of disease spread that come with sitting for hours in an exam room with strangers, but only a handful of schools, including Stanford and the University of Minnesota, did so. The AAMC, which administers the test, maintains that all students should still take the MCAT.

And not all schools have used the moment to update their curricula, nor done a seamless job of bringing learning online. A study of U.K. medical students found that the majority experienced some disruption to their normal training. “This is a detriment to my education, sitting in my bedroom trying to focus when my parents are home working,” agrees 23-year-old Elli Warsh, who is in a nursing program at New Jersey’s Rutgers University. Warsh and her classmates were pulled out of the hospital from March to July and didn’t see any patients for those months. They had to practice skills like full-body assessments on family members or roommates; some students who lived alone used teddy bears. Now, Warsh says, she has no idea if her skills will be on par with previous new nurses when she graduates in May.

Those are real fears, particularly for students who aren’t attending big-name, richly endowed medical schools that were able to adjust on the fly, and for students shouldering burdens like financial distress and childcare during the pandemic. Time will tell how they fare when their residency placements come around. In the meantime, students like Zevallos-Roberts, from Kaiser’s School of Medicine, find optimism in the disruption. “Although the pandemic is obviously devastating,” Zevallos-Roberts says, “I’m hoping that the energy and momentum for change that we’re seeing now, that we’re able to bring that forward when we’re graduating three years from now.”

Update, Jan. 7, 2021

This story has been updated to include information about Dr. Aysha Khoury’s suspension from Kaiser Permanente’s medical school.

Fuente de la Información: https://time.com/5914062/medical-schools-coronavirus-pandemic/

 

 

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Estados Unidos: Biodegradable plastic that can break down in your compost developed by scientists

Biodegradable plastic that can break down in your compost developed by scientists

Biodegradable plastic bags, cutlery and coffee cup lids may seem like a win for the environment, but they often introduce more problems than solutions.

Despite being touted as «green», many of these plastics take just as long as their conventional counterparts to break down in home composts and landfill, leading to more pollution in soils and waterways.

Many are also not recyclable, and can only be broken down by industrial composting under high temperatures.

Now, a team of researchers at the University of California, Berkeley have finally created a biodegradable plastic that disappears almost entirely in household compost within a matter of days, just by adding heat and water.

The new material includes built-in enzymes that chew the plastic down to non-toxic molecules without leaving behind traces of harmful microplastics.

The researchers’ study has been published today in Nature.

«Enzymes are really just catalysts evolved by nature to carry out reactions,» materials scientist and study co-author Ting Xu said.

Biodegradable does not equal compostable

2015 study estimated that just 9 per cent of the world’s plastics are recycled, with most of it ending up in landfill.

Australia is marginally better, with about 18 per cent of our plastic waste ending up at recycling facilities.

Biodegradable plastics — which break down into water, carbon dioxide or organic material with the help of microorganisms — have been proposed as an environmentally friendlier alternative to petroleum-based varieties.

Many of these plastics are made from polyesters, such as polylactic acid (PLA) and polycaprolactone (PCL).

They comprise tightly packed chains of molecules, called polymers.

This makes them durable, but also difficult for water and soil microbes to penetrate enough to degrade them.

Scientist in lab creating plastic

While the chemical make-up of these traditional materials is technically biodegradable, they can only be broken down in industrial composting facilities under tightly controlled temperatures and conditions, said materials scientist Hendrik Frisch at the Queensland University of Technology, who was not involved in the study.

«Under other conditions such as soil or marine environments, these materials often display a similar durability as their conventional fossil-fuel-based counterparts, causing significant environmental damage and pollution,» Dr Frisch said.

In response to this problem, the federal government launched a National Plastics Plan earlier this year that aims to phase out plastics that «do not meet compostable standards».

The power of enzymes

Professor Xu has been exploring how to use enzymes to tackle pollution and make materials more biodegradable for more than a decade.

In 2018, Professor Xu and her team created fibre mats with embedded enzymes that break down toxic chemicals, found in insecticides and chemical warfare agents, in water.

In their new study, Professor Xu and colleagues dispersed billions of polyester-eating enzymes throughout PLA and PCL beads, which are used early in the manufacturing process to create plastic products.

After melting these beads down, they shaped the material into filaments and sheets for testing.

Biodegradable plastic breaks down in compost

To prevent these enzymes from falling apart before they had a chance to do their job, the researchers coated them in custom-designed polymers to keep them embedded in the plastic.

Without this supportive polymer coating, the enzymes could only partially chew through the molecular chains, leaving behind polluting microplastics.

But when wrapped in the coating, the enzymes were able to chomp these large molecules down to their building blocks, similar to unthreading a pearl necklace.

«The enzyme doesn’t leave the plastic [behind],» Professor Xu said.

«Even when the plastic degrades into very small pieces, the enzymes keep working.»

Plastics pull a disappearing act

When the team added their enzyme-studded polyesters to household soil compost with a little tap water, 98 per cent was converted into their individual building blocks in just a few days.

The small molecules left behind were harmless, with the enzymes turning PLA into lactic acid, a food source for soil microbes.

The enzymes ate away at the plastics even faster under industrial composting conditions, with PCL breaking down in just two days at 40 degrees Celsius, and the PLA disappearing within six days at 50C.

While the «programmed degradation» offers a promising approach to tackling plastic pollution, Dr Frisch says more research is needed to find out whether the technique works on other types of plastic.

Reassembling the remains of the degraded plastics into new products may also require a specialised recycling facility, he added.

«Implementing multiple cycles of making and unmaking will be something that has to be investigated in the future.»

Professor Xu said the approach could one day be applied to make products that are more biodegradable, from polyester clothing to biodegradable glue in phones and electronics.

«We want to work with industry to really move this forward, so that it’s in the grocery store and on your countertop.»

Fuente de la Información: https://www.abc.net.au/news/science/2021-04-22/biodegradable-plastic-compost-enzymes-environment-soil-green/100082958

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Agresión de EEUU a la infancia en Cuba

Por: Roberto García Hernández

La Operación Peter Pan, una de las acciones más crueles y violadoras de los derechos humanos de Estados Unidos contra la mayor de las Antillas, forzó el envío de más de 14 mil niños cubanos hacia territorio norteamericano, mediante el engaño de la eliminación de la patria potestad a los padres.

Muchos de los menores nunca volvieron a encontrarse con sus progenitores, o cuando lo hicieron –tras el paso del tiempo– apenas los reconocían y resultaba difícil la convivencia con ellos, según testimonios de algunas víctimas de ese crimen. 

En el afán por destruir la naciente Revolución, Washington desarrolló acciones de todo tipo, como el bloqueo económico, comercial y financiero, agresiones armadas y actos de terrorismo.

Sin embargo, la Operación Peter Pan, ejecutada del 26 de diciembre de 1960 al 23 de octubre de 1962, llegó a extremos de crueldad, y fue un caso de guerra psicológica dirigido a afectar lo más preciado de la familia cubana: sus hijos.

Para llevar adelante la desalmada maniobra, el país norteño y sus aliados dentro de la isla caribeña realizaron una feroz cruzada que aseguraba que el Gobierno revolucionario les quitaría la patria potestad a los padres para disponer de los hijos y enviarlos a la antigua Unión Soviética, o usarlos sin el consentimiento de los progenitores.

El medio empleado en ese mecanismo desestabilizador fue una campaña de propaganda a través de las ondas de la emisora Radio Cuba Libre (también llamada Swan), para provocar alarma y desasosiego en la población.

Entre sus antecedentes más inmediatos está la creación del Programa para Niños Refugiados Cubanos sin acompañantes, en los meses finales de 1960, por parte de contrarrevolucionarios nacidos en la isla y radicados en la península de Florida, bajo la dirección de la Agencia Central de Inteligencia.

Todo ese plan estuvo organizado por el Departamento de Estado norteamericano y la jerarquía de la Iglesia católica en Miami y La Habana, entre otras entidades y agencias federales.

Tanto dicho Programa como la Operación Peter Pan se iniciaron sin tener asegurado el alojamiento para la cantidad de infantes que esperaban sus turnos, a partir de los resultados de las insidiosas maniobras que desplegaron para lograr tales propósitos.

Además de Estados Unidos, diplomáticos de seis embajadas europeas y cinco latinoamericanas estuvieron involucrados en el trasiego de documentos y pasaportes.

De acuerdo con sus organizadores, la Operación Peter Pan finalizó el 22 de octubre de 1962, cuando comenzó la llamada Crisis de los misiles de Cuba y fueron suspendidos los vuelos entre ambas naciones. Sin embargo, durante varios años se continuó realizando de modo secreto.

Los menores de 16 años siguieron saliendo solos, vía España, con un visado regular del país ibérico, donde eran recibidos y los atendían miembros de la Iglesia católica, junto a un grupo de sacerdotes, religiosos y laicos emigrados naturales de la isla.

En una versión libre del famoso refrán, ahora esa historia se repite como otra tragedia, también protagonizada por niños, en la grave crisis migratoria que existe en la frontera de Estados Unidos con México, de la cual muchos culpan a la Administración del presidente Joe Biden.

Allí se concentran decenas de miles de indocumentados, una buena parte de ellos son infantes no acompañados, una adaptación ‘moderna’ pero igual de cruel a lo acontecido hace 60 años.

Como entonces, los sitios donde los albergan no cumplen un mínimo de condiciones indispensables para la vida cotidiana de los menores, la mayoría de los cuales no tiene contacto alguno con sus familiares en los lugares de origen, ni aquellos que lograron pasar la frontera hacia el norte. Ahora, como durante la Operación Peter Pan, son los infantes las principales víctimas de programas mal concebidos, incoherentes y basados en intereses políticos, en esta ocasión iniciados en parte por el exmandatario Donald Trump (2017-2020), pero sin que la nueva Administración demócrata encuentre una solución definitiva a esa situación humanitaria que cada día tiende a agravarse.

(Tomado de Correo de Cuba)

Fuente e imagen:  tercerainformacion.es

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Estados Unidos: Peligran los avances contra el VIH por la lucha contra la covid-19

Ante el asedio del coronavirus durante un año, las defensas de otra guerra más antigua están bajando.

Durante las dos últimas décadas, el VIH/Sida se ha mantenido a raya gracias a potentes fármacos antivirales, agresivas pruebas de detección e ingeniosas campañas de educación pública.

Pero la pandemia de coronavirus ha sido disruptiva en casi todos los aspectos de esa batalla, deteniendo a los equipos de alcance comunitario, reduciendo drásticamente las pruebas y desviando a personal de laboratorios y centros médicos.

El impacto exacto de una pandemia sobre la otra todavía está por evaluarse, pero los datos preliminares inquietan a expertos que hasta hace poco celebraban los enormes avances en el tratamiento del VIH.

Las clínicas han limitado o cancelado las visitas en persona y han suspendido las pruebas rutinarias de detección del VIH en las consultas médicas y en las salas de urgencias.

Los médicos recurren a las vídeo-llamadas con los pacientes, una alternativa inútil para quienes no tienen hogar o temen que sus familiares descubran su estatus de VIH.

Se ha suspendido el envío de furgonetas de pruebas rápidas, que antes estacionaban delante de clubes nocturnos y bares, y repartían condones. En las grandes ciudades y en los condados, los expertos han puesto toda su atención en la respuesta contra la covid-19.

Las consecuencias son evidentes: un gran laboratorio comercial reportó 700.000 pruebas menos de detección del VIH —un descenso del 45 %— y 5.000 diagnósticos menos entre marzo y septiembre de 2020, en comparación con el mismo periodo del año anterior.

Las recetas de PrEP, una profilaxis previa a la exposición que previene la infección por VIH, también han disminuido considerablemente, según una nueva investigación presentada en una conferencia el marzo. Los investigadores y los departamentos estatales de salud pública han registrado un descenso igualmente pronunciado de las pruebas de detección.

La escasez de nuevos datos ha llevado a una situación sin precedentes: por primera vez en décadas, el alabado sistema de vigilancia del VIH del país no puede ver el movimiento del virus.

«Es una situación muy grave», dijo el doctor Carlos del Río, profesor de medicina de la Universidad Emory en Atlanta y director del Programa Internacional de Formación e Investigación sobre el sida de Emory. «Habrá que evaluar los daños».

Aunque el cambio de prioridades ocurre en todo el país, los retrasos en las pruebas y el tratamiento conllevan graves riesgos en los estados del sur, que son ahora el epicentro de la epidemia de VIH del país.

El sur representa el 51 % de las nuevas infecciones, ocho de los diez estados con las tasas más altas de nuevos diagnósticos y la mitad de todas las muertes relacionadas con el VIH.

Incluso antes de la pandemia, Georgia tenía la mayor tasa de nuevos diagnósticos de VIH de todos los estados, después de Washington, DC. El Departamento de Salud Pública de Georgia registró un descenso del 70 % en las pruebas la pasada primavera, en comparación con 2019.

La desaceleración de los servicios para pacientes con VIH «podría sentirse durante años», señaló la doctora Melanie Thompson, investigadora principal del Consorcio de Investigación del Sida de Atlanta.

Thompson añadió que «cada nueva infección por VIH perpetúa la epidemia y probablemente se transmitirá a una o más personas en los próximos meses si no se diagnostica a las personas y se les ofrece tratamiento».

Las pruebas de detección del coronavirus se han apoderado de los aparatos que antes se utilizaban para las pruebas del VIH/sida, lo que ha dificultado aún más los esfuerzos de vigilancia.

Las máquinas de reacción en cadena de la polimerasa —o PCR—, utilizadas para detectar y medir el material genético del virus de la inmunodeficiencia humana, son las mismas máquinas que realizan las pruebas de la covid-19 las 24 horas del día.

Durante décadas, a medida que el VIH se alejaba de ciudades costeras como San Francisco, Los Ángeles y Nueva York, echaba raíces en el sur, donde la pobreza es endémica, la falta de cobertura sanitaria es habitual y el estigma del VIH es omnipresente.

«El estigma es real. Existe un racismo heredado», afirmó el doctor Thomas Giordano, director médico del Centro de Salud Thomas Street de Houston, una de las mayores clínicas de VIH en Estados Unidos.

Los líderes políticos del estado consideran el VIH como «una enfermedad de los pobres, de los negros, de los latinos y de los homosexuales. Simplemente, no se considera algo que afecte a los grupos dominantes a nivel estatal», agregó.

Los hombres de raza negra representan el 12 % de la población estadounidense, pero son el 42 % de las personas que viven con VIH y 4 de cada 10 muertes relacionadas con el VIH.

Las clínicas de VIH que atienden a pacientes de bajos ingresos también han enfrentado limitaciones en el uso de citas por video y teléfono. Los directores de las clínicas dicen que los pacientes pobres carecen de planes de llamadas y que los que no tienen hogar simplemente no tienen teléfonos. También tienen que lidiar con el miedo. «Si un amigo te ofrece una habitación para dormir y tu amigo se entera de que tienes VIH, puedes perder ese lugar para dormir», dijo del Río.

La porosa red de seguridad se extiende al seguro médico, una necesidad vital para quienes viven con VIH. Casi la mitad de los estadounidenses sin cobertura sanitaria viven en el sur, donde muchos estados no han ampliado el Medicaid bajo la Ley de Cuidado de Salud a Bajo Precio (ACA).

KHN (Kaiser Health News) es la redacción de KFF (Kaiser Family Foundation), que produce periodismo en profundidad sobre temas de salud. Junto con Análisis de Políticas y Encuestas, KHN es uno de los tres principales programas de KFF. KFF es una organización sin fines de lucro que brinda información sobre temas de salud a la nación.

Fuente: https://es-us.noticias.yahoo.com/peligran-avances-vih-lucha-covid-134848964.html

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Estados Unidos: la huella del racismo

Por: Daniel Seixo

«Estoy a favor de la verdad, no importa quién lo dice. Estoy a favor de la justicia, no importa quién está a favor o en contra. Soy un ser humano, en primer lugar, y como tal estoy para quien sea y lo que sea beneficio para la humanidad en su conjunto.» Malcolm X

Como si la rabia, la violencia y las intenciones políticas que siguieron al asesinato de George Floyd nunca hubiesen tenido lugar, Estados Unidos ha vivido de nuevo en las últimas semanas una serie de asesinatos extrajudiciales racistas llevados a cabo por sus fuerzas policiales que de nuevo ponen el foco en el racismo sistémico que ha forjado el carácter del mayor Imperio del mundo. A lo largo de las páginas de Nueva Revolución, han sido varias las ocasiones en la que con ustedes he compartido mis reflexiones acerca de este tristemente recurrente foco periodístico, pero hoy quiero trasladarlos bajo mi pluma al 3 de noviembre de 1979 en la ciudad de Greensboro, Carolina del Norte. Quiero hacerlo para convertirlos en testigos del asesinato de cinco manifestantes antirracistas a manos de miembros del Ku Klux Klan y el Partido Nazi Americano durante una protesta de la organización Comunista de Trabajadores (WVO)

Pongámonos en contexto. La WVO había llegado a la ciudad Greensboro poco antes para estructurar a los sindicatos textiles, las plantillas estaban conformadas mayoritariamente por empleados afroamericanos y la WVO quiso organizarlos para poder reclamar sus derechos y de ese modo poder dotar de un punto de fuerza a las reivindicaciones obreras y a la organización comunista. Enseguida esto supuso un importante punto de fricción con el Ku Klux Klan, los supremacistas blancos pretendían paralelamente aumentar su influencia entre los trabajadores blancos de las fábricas textiles con soflamas contra el trabajador negro y obviamente no vieron con buenos ojos que una organización comunista pretendiese no solo defender los derechos de los trabajadores negros, sino también actuar contra la patronal como una única clase revolucionaria. Pronto las declaraciones subidas de tono entre una y otra organización se hicieron habituales, hasta que en julio de 1979 las tensiones estallaron cuando en el pueblo de China Groce, a apenas 60 millas al suroeste de Greensboro, diferentes miembros de la WVO decidieron organizar a la numerosa comunidad negra y marchar decididamente para interrumpir la exhibición de la película “The Birth of a Nation” que los miembros del Klan habían organizado como claro acto de propaganda para su organización en la zona. Acorralados por la presencia de comunistas y trabajadores negros, el KKK no tuvo más remedio que atrincherarse y ver como los manifestantes en el exterior ridiculizaban su simbología, dejando claro que no eran bienvenidos en aquellas calles.
 
George Floyd, Ahmaud Arbery, Philando Castile, Alton Sterling, Freddy Gray, Walter Scott, Anthony Hills, Tony Robison, Tamir Rice, Eric Garner, Miles Jackson… El conteo de crímenes racistas jamás podrá detenerse sin actuar directamente contra un sistema que perpetúa el racismo
 
La venganza del odio blanco no tardaría en llegar. El 3 de noviembre de ese mismo año, los comunistas organizarían una gran marcha de trabajadores industriales llamada “Muerte a la marcha del KKK” como protesta por la presencia de los supremacistas blancos en Greensboro. La movilización obrera partiría de Morningside, una zona con predominante presencia de población negra, aunque ante las sospechas de una posible emboscada, los organizadores anunciarían un lugar diferente de inicio de la marcha con la intención de despistar al Klan. Por desgracia, no estaban equivocados, Eddie Dawson, miembro del KKK e informante policial pagado, había conseguido el mapa del recorrido de la marcha en la propia oficina de policía e informó a los supremacistas blancos de la ubicación correcta del inicio de la misma. Más tarde, Dawson reconocería que había transmitido a sus supervisores policiales la intención del Ku Klux Klan de atacar a los manifestantes antirracistas y esas mismas fuentes policiales conocían que previamente, el 20 de octubre, su informante había sido invitado por Virgil Griffin, líder del KKK, a un mitin del Klan en Lincolnton en el que pronunció un discurso de algo más de media hora para intentar reclutar a supremacistas blancos de cara a lograr enfrentar la protesta del 3 de noviembre. Pese a ello o a los volantes del KKK que aparecieron en días anteriores para confrontar el desfile, el día de la manifestación no existía vigilancia policial de ningún tipo. Enseguida esto levantó las sospechas acerca de la complicidad policial en la masacre de Greensboro.
 
El 3 de noviembre comenzó con cánticos, lemas antirracistas y la quema de una efigie encapuchada del KKK que quería simbolizar la oposición de la clase trabajadora y la comunidad negra de la ciudad a la presencia del Klan en la misma, pero pronto vehículos con miembros del Ku Klux Klan y del Partido Nazi Americano comenzaron a moverse por las inmediaciones de la manifestación, hasta que varios miembros de estas organizaciones racistas bajaron de los mismos para confrontar a los manifestantes. Tras unos breves momentos de confrontación verbal entre antifascistas y supremacistas blancos, miembros del KKK y el Partido Nazi Americano sacaron de sus maleteros varios rifles y pistolas con las que empezaron a disparar contra los participantes en la manifestación. Varios miembros de la WVO devolvieron los disparos con armas cortas, pero no pudieron evitar que cuatro activistas fueran asesinados en ese mismo momento y otro más perdiese la vida en el hospital. Diez personas más resultaron heridas.
 
Los manifestantes asesinados fueron: Sandi Smith, Dr. James Waller, Bill Sampson, Cesar Cause y el Dr. Michael Nathan, todos ellos activistas antirracistas y miembros valiosos de su comunidad
 
Pese a producirse a plena luz del día, con numerosos testigos que llegaron a gravar parte de la agresión y a que cerca de cuarenta nazis y miembros del KKK estuvieron envueltos en el tiroteo, tan solo una persona fue arrestada inmediatamente después del tiroteo que acabó con la vida de varios manifestantes. Finalmente, pese a las indagaciones posteriores y a lo brutal y premeditado de la agresión, solo cinco miembros del Klan serían acusados. En 1980 la fiscalía del estado aprobó la absolución de los cinco miembros del Klan con un jurado plenamente compuesto por personas blancas. El mismo resultado que en 1983 arrojaría la reapertura del caso por el gobierno federal, en esta ocasión con 9 hombres acusados. Tan solo un juicio civil posterior encontraría que el GPD “responsables conjuntamente con supremacistas blancos de una muerte por negligencia”. La ciudad de Greensboro pagaría $400,000 a cambio de que los demandantes no pudieran presentar demandas en el futuro. Compraría su silencio.
 
En 2004 residentes de Greensboro iniciaron el Proyecto de la Verdad y Reconciliación Comunitaria de Greensboro (GTCRP) y se crearía con estas bases la Comisión de Verdad y Reconciliación de Greensboro (GTRC) para lograr dar testimonio público y examinar las causas y las consecuencias de la masacre. Basado en la Comisión de la Verdad y Reconciliación de Sudáfrica, la Comisión determinaría que los miembros del KKK acudieron a la manifestación para intentar desencadenar una confrontación violenta y que el Departamento de Policía y el FBI tenían conocimiento de sus planes. Quedaría así demostrada la complicidad absoluta entre las fuerzas policiales de la ciudad y los supremacistas blancas. La “Masacre de Greensboro” se suma a otras masacres como Orangeburg, Tulsa, Rosewood y a otros tantos puntos a lo largo de Estados Unidos en los que la violencia racista ha terminado con la vida de diversas personas negras y activistas antifascistas.
 
Como si la rabia, la violencia y las intenciones políticas que siguieron al asesinato de George Floyd nunca hubiesen tenido lugar, Estados Unidos ha vivido de nuevo en las últimas semanas una serie de asesinatos extrajudiciales racistas llevados a cabo por sus fuerzas policiales
 
Millones de esclavos negros sustentaron la industria del algodón en EE. UU. haciendo del país el Imperio actual que parece maravillas al mundo capitalista, pero pese a la Guerra de Secesión, la abolición de la esclavitud o la lucha por los derechos civiles, Estados Unidos sigue sufriendo a día de hoy un claro racismo sistémico sustentado en una profunda brecha material que en todos los campos sigue abandonando a gran parte de la población negra del país a una condición de sumisión absoluta. El período de esclavitud, las leyes Jim Crow, la segregación racial “soterrada” o una guerra contra las drogas que camufla en su conciencia una auténtica guerra racial, han servido para mantener a la población negra subyugada y oprimida a lo largo de los siglos. Ni tan siquiera Barack Obama, primer presidente negro de Estados Unidos, pudo hacer nada para cambiar de una forma real las cosas atajando la raíz del problema. Por cada dólar que entraba durante su mandato a una familia media blanca, una familia media negra ganaba apenas 59 centavos. Una persona negra en Estados Unidos tiene todavía a día de hoy el doble de probabilidades de vivir en la pobreza, el doble de tasa de mortalidad infantil, seis veces más posibilidades de terminar encarcelado o el doble de probabilidades de morir en enfrentamientos con la policía
 
George Floyd, Ahmaud Arbery, Philando Castile, Alton Sterling, Freddy Gray, Walter Scott, Anthony Hills, Tony Robison, Tamir Rice, Eric Garner, Miles Jackson… El conteo de crímenes racistas jamás podrá detenerse sin actuar directamente contra un sistema que perpetúa el racismo. El racismo no podrá atajarse sin incidir de forma directa contra los pilares del sistema capitalista estadounidense. Greensboro supone el vivo ejemplo de la convivencia de las instituciones con el racismo y la capacidad de odio del supremacismo blanco. En pleno 2021 las formas han cambiado, pero la semilla de odio, la complicidad institucional y la necesidad de rebelión siguen siendo las mismas. Tenemos que superar las protestas de Black Lives Matter, no para dejarlas atrás o ridiculizarlas sin sentido, tal y como muchos sectores de la izquierda desnortada parecen querer insinuar. Muy al contrario, tenemos la obligación de superar las performances políticas relativas a este movimiento, para llevarlo más allá, canalizar la justa rabia de la comunidad negra estadounidense a una condena y un desafío global a las estructuras racistas que todavía hoy lastran la implementación de democracias reales en nuestros estados. Ningún demócrata, ningún antirracista puede permanecer ajeno a esto. Debemos escuchar las voces de aquellos oprimidos entre los oprimidos, debemos dejar claro que todas las vidas importan.
Fuente e imagen:  https://nuevarevolucion.es/estados-unidos-la-huella-del-racismo/

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