El 4 de noviembre 2016 entró en vigor el Acuerdo de París sobre cambio climático. Mirando los datos reales, los festejos por este “logro” parecen un teatro del absurdo.
Abundan afirmaciones engañosas de fuentes oficiales y empresariales para desviar la atención de la gravedad del caos climático, dando así coartada y protección a quienes lo han causado: transnacionales de energía (petróleo, gas, carbón), agronegocios, construcción, automotrices; y el 10 por ciento de la población mundial más rica que con su sobreconsumo es responsable del 50 % de las emisiones de gases de efecto invernadero.
El primer objetivo del Acuerdo es “mantener el aumento de la temperatura media mundial [para el año 2100], muy por debajo de 2 º C con respecto a los niveles preindustriales y proseguir los esfuerzos para limitar ese aumento de la temperatura a 1,5 ºC… ”
Pero la misma semana que entró en vigor el Acuerdo de París, el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente publicó el informe “Brecha de emisiones 2016”, donde señala que con el actual curso de emisiones, habrá un aumento de 1,5 º C, ya en 2030 o antes. Agrega que sumando los “compromisos” oficiales que han declarado los gobiernos a la Convención sobre Cambio Climático, la temperatura aumentará 3, 5 pc hasta fin de siglo. (http://tinyurl.com/jr3n9mk).
¿Por qué dos organismos de Naciones Unidas dan mensajes tan contradictorios? Para empezar el Acuerdo de París pone una meta “ideal” –que se propagandea y festeja como si fuera real– pero permite que cada país haga contribuciones voluntarias de reducción de emisiones llamadas Contribuciones Previstas Determinadas a nivel Nacional. No son vinculantes, no obligan a tomar medidas para cambiar el curso de la crisis climática y peor aún, lo que declaran ni siquiera son necesariamente reducciones reales (en sus fuentes y por parte de quienes se benefician con el consumo), porque la “contribución” de muchos de los principales países emisores no es tal: se basa en gran parte en mecanismos fallidos como mercados de carbono y tecnologías no probadas ni viables.
El artículo 4.1 del Acuerdo de París agrega que para cumplir los objetivos, se propone que “las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero alcancen su punto máximo lo antes posible, (…) y a partir de ese momento reducir rápidamente las emisiones de gases de efecto invernadero, (…) para alcanzar un equilibrio entre las emisiones antropógenas por las fuentes y la absorción antropógena por los sumideros en la segunda mitad del siglo…”.
Si las metas son teóricas, la forma de llegar a ellas que establece el Acuerdo es surrealista: primero se puede seguir emitiendo –hasta alcanzar un punto máximo o “pico” que no se define cuánto es- y luego hay que reducir rápidamente (lo cual no se podía hacer antes, pero al alcanzar el pico mágicamente sí se podrá) y luego, continúa sin hacer reducciones, sino que se trata de “alcanzar un equilibrio” entre emisiones y absorción “antropógena”, o sea, por medios tecnológicos, no naturales.
Esta última parte es particularmente perniciosa, porque justifica el concepto fraudulento de “cero emisiones netas” o hasta negativas. No son reducciones sino compensaciones, es decir, contabilidad no realidad. Presupone que se puede seguir aumentando la emisión de gases de efecto invernadero porque se “compensarán” con tecnologías de “emisiones negativas”.
Las tecnologías a las que se refieren mayoritariamente son captura y almacenamiento de carbono en fondos geológicos y bioenergía con captura y almacenamiento de carbono (CCS y BECCS por sus siglas en inglés), ambas consideradas técnicas de geoingeniería. En sí mismas conllevan riesgos importantes –todos los estudios recientes sobre BECCS muestran que las plantaciones para bioenergía en la escala requerida tendrán un impacto devastador en suelos, agua, ecosistemas y producción de alimentos. CCS es una vieja técnica de la industria petrolera que no se usa porque es cara e ineficiente: se llamaba antes Recuperación Mejorada de Petróleo pero cambiaron el nombre para venderla como tecnología para el cambio climático. Se trata de inyectar CO2 para empujar a la superficie reservas profundas de petróleo y dejar el carbono en el suelo. No es técnica ni económicamente viable –tampoco sirve para el cambio climático porque aumenta el consumo de petróleo– pero si se paga con subsidios públicos, es un jugoso negocio para las empresas que causaron el problema. Cuando en unos años sigan sin dar “emisiones negativas” y el planeta se siga calentando, dirán que para enfriarlo sólo quedan otras formas aún más riesgosas de geoingeniería.
Lo más cruel de este teatro es que el problema del caos climático es real, nos afecta a todos, se conocen claramente las causas y responsables, pero la mayoría de las propuestas oficiales y empresariales son falsas “soluciones”. Por el contrario, muchas organizaciones y movimientos sociales muestran que hay una gran diversidad de alternativas que funcionan, son viables y benefician a la mayoría de la gente y el planeta. La más fuerte por su alcance y capacidad de contrarrestar el cambio climático son los sistemas agroalimentarios campesinos, agroecológicos y locales. Pero también energías renovables con las comunidades, sistemas de basura cero, recuperar ferrovías, buen transporte colectivo de bajas emisiones y muchas otras. Cada una no es suficiente, pero juntas tienen un enorme y potencial real, viable económica, ambiental y socialmente. Lo criminal es seguir con el mismo modelo de producción y consumo, aumentar la civilización petrolera, su devastación ambiental y social y sus dueños hagan nuevos negocios con tecnologías para “compensarlos”.
– Silvia Ribeiro, Directora para América Latina del Grupo ETC
“Un gobierno que no apoya el desarrollo de la ciencia y la tecnología genera un país marginado del concierto mundial, estado en el que lamentablemente se encuentra México” Guadalupe Ortega, investigadora del IPN
Defender la educación pública en México es una situación cada vez más compleja y difícil. Representa el hacer referencia de circunstancias en las que claramente existe un desánimo por parte de quienes tienen en sus manos las decisiones de política pública en materia educativa para poder incidir en la mejora y superación de ésta en el escenario nacional.
Si algo ha hecho la diferencia en los países que en las últimas cuatro o cinco décadas han trascendido en el logro de un avance sustancial en sus sistemas económicos, educativos y sociales, es precisamente su inversión en educación y, por consiguiente, un avance muy considerable en materia científica.
En nuestro país parece que sucede exactamente lo contrario, las inversiones hasta ahora no han dado frutos consistentes desde la educación básica hasta la superior. En educación básica, de acuerdo con los resultados de la última aplicación del Programa Internacional de Evaluación de Estudiantes (PISA por sus siglas en inglés) presentados en el reporte “Pisa, América Latina y el Caribe. ¿Cómo le fue a la Región?” señala que alcanzar la meta de 493 puntos en Ciencias, que es el promedio de la OCDE, le llevará a México décadas por el bajo o casi nulo crecimiento registrado en 15 años.
Lo muy diferente, es que en un país como el nuestro en el que 71 por ciento de la población cree en milagros y 65 por ciento cree en el diablo, tomando en consideración los resultados del examen en cuanto al grado de motivación de los estudiantes para aprender ciencia, la de temas científicos, así como el sentimiento de sentirse capaces de aprender ciencia, los niños en México obtuvieron calificaciones muy por encima del resto de los países que aplicaron el instrumento.
Lo anterior quiere decir que existe interés y gusto, pero algo sucede que no termina de llegar a concretarse en aprendizajes para los estudiantes. En lo personal, pienso que tiene que ver con lo expresado por el Rector de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Enrique Graue, quien afirmó que México tiene el gasto por alumno más bajo de todos los países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), pese a que una educación de alta calidad necesita de un financiamiento sostenible.
Pero no queda ahí, porque en el caso de la educación superior, para 2017 la Cámara de Diputados entregará un presupuesto de 26 mil 965 millones de pesos al Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACyT), 7 mil 45 millones de pesos menos que en 2016, lo que representa un recorte de 23 por ciento que repercutirá directamente en todas las Instituciones de Educación Superior Públicas del País.
Apoyar la Educación Pública en México de palabra es sencillo, lo complejo es convertirlo en realidad en los hechos.
Las decisiones trompicadas del presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, casi universalmente repudiadas, son un tremendo desafío a la diplomacia, e inéditas pruebas para la gobernanza. En otra dimensión, son un recurso didáctico de inestimable potencial para usar en las clases de cualquier materia, sobre todo en aquellas que explícitamente se proponen la formación cívica o ciudadana.
En México, el país más ligado a la potencia mundial por razones geográficas, históricas, culturales y económicas, la interpelación al sistema educativo es ineludible. Pongamos una dimensión que ya se vislumbra: si los inmigrantes mexicanos retornan al país, la escuela pública tendrá que recibirlos física y culturalmente; miles de hijos de inmigrantes probablemente no hablen el idioma de sus padres, el de los centros a donde deberán incorporarse para continuar o comenzar sus estudios. El reto es financiero, cultural, social y pedagógico.
Hay otra cara que resulta brutalmente reveladora, sutil pero fuertemente conectada. La condición invisible de sus propios indígenas, quienes habiendo nacido en localidades marginadas enfrentan una situación inaceptable en un siglo llamado “del conocimiento” y otras expresiones eufemísticas en países subdesarrollados.
El muro que la historia de la educación mexicana ha construido sistemática y eficazmente demuestra estar en pie, cumplir su encomienda excluyente y resistir avatares discursivos. Las cifras presentadas el penúltimo día de enero por el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE) son triste recordatorio de la deuda con los pueblos originarios, como así lo reconociera Sylvia Schmelkes, consejera presidenta del Instituto autónomo.
A modo de ejemplo, algunos datos sobre la condición educativa de los indígenas mexicanos, comenzando con las cifras demográficas que demuestran su tamaño entre la población nacional, superior a los 119 millones, según el más reciente conteo oficial. 21 % de los habitantes declara ser indígenas, de ellos, 7 millones tienen menos de 17 años. El 10 % de los mexicanos habla lengua indígena o es parte de hogares indígenas; en el país se usan 68 lenguas indígenas y 364 variantes lingüísticas. 8 de cada 10 indígenas viven en condiciones de pobreza: ser indígena es prácticamente sinónimo de pobre y rezagado escolar o excluido de la escolarización, como se aprecia en los datos siguientes.
El analfabetismo es tres veces mayor en población indígena; su escolaridad promedio es de primaria, mientras en el resto de la población, de secundaria. 1 de cada 5 niños no asiste a la escuela; y entre los asistentes, 1 de cada 10 no cursa el grado correspondiente. 4 de cada 5 no obtienen los aprendizajes esperados en Matemáticas y Lenguaje y comunicación, las áreas que mide el Plan Nacional para la Evaluación de los Aprendizajes.
Las condiciones para la enseñanza también son un muro: 1 de cada 10 escuelas primarias indígenas carecen de servicios básicos; en 8 de cada 10 primarias el director también es maestro frente a grupo; más del 50 % de los docentes de primarias indígenas no hablan esas lenguas. Por otro lado, en una decisión de implicaciones muy fuertes, la educación intercultural se ofrece solo a los indígenas.
No es preciso abundar más en este montón de ladrillos con los cuales el sistema educativo elevó un muro gigantesco y excluyente. Por esas realidades, el INEE propuso seis directrices, concebidas como “recomendaciones para mejorar las políticas educativas orientadas a garantizar el derecho a una educación de calidad para todos”. Con ellas se busca, entre otros propósitos, la pertinencia lingüística y cultural y que los pueblos originarios sean consultados sobre la educación que reciben, como expresión indispensable de su derecho.
Estas recomendaciones no admiten dilación. Concretarlas significaría dinamitar la muralla que encarcela a los indígenas, los más excluidos, quienes han debido sumar, a su pobreza material, la pobreza de la enseñanza recibida. Derribar esos muros es una manera de darle congruencia a las urgentes reivindicaciones frente a las políticas delirantes del execrable Donald Trump.
La educación no tiene capacidad para cambiar cualquier circunstancia, y hay que tener en cuenta cómo estas influyen en la posibilidad de que menores en contextos de pobreza aprovechen el tiempo de aprendizaje.
La pregunta es, por supuesto, provocadora, pero no afrontarla supone dar la espalda a un problema real al que se enfrenta nuestra sociedad y, en especial, las escuelas y los docentes en los entornos más vulnerables.
Vayamos por partes. Sabemos que la educación constituye, desde hace muchos años, la inversión considerada más necesaria para conseguir el desarrollo económico y la ruptura con la reproducción intergeneracional de la pobreza. Discursos, políticas y presupuestos han coincidido muchas veces en la misma dirección: más y más educación para generar las oportunidades necesarias que terminen con la injusticia que supone la inmovilidad que es consecuencia del origen social. Sabemos sin embargo, que después de tantos años de discursos, políticas y presupuestos, sigue siendo más probable que un niño pobre experimente una trayectoria educativa limitada, interrumpida o, en muchas ocasiones, de fracaso. Sabemos incluso que la globalización y la devaluación de las credenciales educativas reducen las posibilidades de movilidad social aún cuando se obtengan niveles educativos superiores a los de las generaciones precedentes y observamos también trayectorias educativas relativamente largas que no tienen traducción en mejoras significativas de inserción laboral y social.
Está menos explorada, sin embargo, otra cuestión importante. ¿Por qué el propio proceso de aprendizaje de los niños pobres está sujeto a tantos más obstáculos que el de un niño que no es pobre? ¿Cuál es la causa? ¿Es la escuela? ¿Es la familia? ¿Son los niños pobres más limitados para aprender? En definitiva, ¿es posible educar en cualquier contexto?
La pregunta la realizan Néstor López y Juan Carlos Tedesco para llamar la atención sobre la necesidad de interrogarnos por los efectos de la pobreza sobre la educación y no solamente sobre las virtudes de la educación para erradicar la pobreza. En escenarios cada vez más devastados por la pobreza y la desigualdad, la pregunta se convierte en fundamental. Supone alertar sobre necesidades fundamentales del niño en el terreno material, afectivo, psicológico o normativo. Supone cuestionar si el hambre, la violencia o el desafecto son factores fundamentales que pueden impedir que un niño, aunque esté físicamente en la escuela, sea incapaz de concentrarse o le resulte imposible asimilar las explicaciones de su maestra. Es legítimo preguntarse, como hacen estos autores, sobre las condiciones de educabilidad de los niños, esto es, sobre los factores ajenos a sus capacidades individuales que limitan injustamente sus posibilidades de aprendizaje y de éxito escolar. En las posibles respuestas a esta pregunta puede que residan buena parte de las razones por las que las nuevas reformas y prácticas educativas ofrecen resultados tan pobres para modificar la educación de los niños pobres.
La consideración de la educabilidad constituye un elemento muy valioso para analizar las relaciones entre educación y pobreza, puesto que pone el énfasis precisamente en aquellos factores asociados a la pobreza que impiden el aprovechamiento de las oportunidades educativas. No se puede obviar que la asistencia escolar y el aprovechamiento educativo implican unas mínimas condiciones materiales, afectivas y culturales que aproximen al alumnado a los mínimos exigidos por la institución escolar. Y las condiciones de pobreza, precisamente, tienden a dificultar la garantía de estos mínimos. Hablar de educabilidad, por tanto, hace referencia a la necesidad de disponer de unas mínimas condiciones materiales, tan básicas como la posibilidad de disfrutar de alimentación, ropa y material escolar; a la necesidad de un entorno familiar que no suponga obstáculos para las prácticas educativas; un entorno escolar con capacidad para aceptar diferentes ritmos de aprendizaje; un alumnado que haya interiorizado un conjunto de representaciones, valores y actitudes que lo disponga favorablemente para el aprendizaje escolar; un profesorado que confíe en las capacidades de su alumnado; unas condiciones sociales que permitan a las familias asistir a la escuela con regularidad. En definitiva, unos mínimos sociales, familiares y escolares para el desarrollo y el potencial éxito de las prácticas educativas. Tal como señala Tedesco, “por debajo de la línea de subsistencia, los cambios institucionales o pedagógicos tienen un impacto muy poco significativo en los resultados escolares de los alumnos”.
La reflexión sobre el concepto de educabilidad abre el campo para preguntarse por lo tanto si es posible garantizar el desarrollo de la educación en cualquier contexto social y educativo, o por qué una misma inversión educativa puede generar impactos completamente diferentes incluso en individuos del mismo entorno socioeconómico y cultural y con un nivel idéntico de renta. Pensar en términos de las condiciones de educabilidad de la infancia invita a pensar en qué factores pueden incidir en las posibilidades de aprovechamiento de la inversión educativa o en cómo interaccionan pobreza y educación en las prácticas cotidianas de los alumnos, en sus expectativas. La educabilidad, en definitiva, nos sugiere no ignorar una omisión que demasiado a menudo ha caracterizado a la política educativa: cuánta equidad social es necesaria para conseguir la equidad educativa. Lejos de cuestionar las potencialidades de aprendizaje de la infancia o su capacidad de resiliencia, estudiar las condiciones de educabilidad de los niños y niñas pobres es precisamente lo que nos puede ayudar a no reducir la interpretación de su experiencia escolar a una reflexión sobre sus capacidades.
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En un momento en el que el concepto de “oportunidades de aprendizaje” está cogiendo fuerza para interpretar las desigualdades educativas (más allá del acceso a la escolarización formal), merece la pena tener en cuenta que entre esas oportunidades debe haber algo más que el tiempo de exposición del niño o niña a situaciones de aprendizaje. Las oportunidades de aprendizaje deben considerar las condiciones materiales, de socialización familiar, de entorno comunitario, de desarrollo psicológico y de todo aquello que identifiquemos relevante para asegurar la educabilidad. Trasladar la mirada pedagógica desde el modelo de transmisión a las condiciones de recepción es una tarea fundamental si queremos asegurar oportunidades de aprendizaje, aspecto sobre el que conviene insistir en un momento en el que la moda de la “innovación educativa” parece otorgar un poder ilimitado a los modelos de organización escolar, de formación de competencias y otras estrategias de transmisión como mecanismos con el poder suficiente para asegurar el éxito de la educación. La pedagogía no es transferible si no se considera el contexto social en el que se desarrolla, y especialmente si se ignoran las condiciones de educabilidad del alumnado más vulnerable.
En resumen, la heroica no existe cuando hablamos de pobreza. La respuesta a la pregunta es pues negativa. No, no es posible educar en cualquier contexto, especialmente si no se hace nada para cambiar ese contexto.
En Bolivia y Ecuador los movimientos sociales se han cansado de tumbar a gobiernos neoliberales y han decidido, finalmente, fundar sus propios partidos y lanzar candidatos a la presidencia de la nacion. Mientras tanto, en el contexto del Foro Social Mundial, o al lado de él, ONG, algunos movimientos sociales e intelectuales de Europa y América Latina se oponían a esa vía y proponían la autonomía de los movimientos sociales. Esto es, no deberían meterse en política ni con el Estado.
En Argentina, frente a la peor crisis económica, política y social de su historia, movimientos han renunciado a lanzar candidaturas a la presidencia de la República, con el eslogan: Que se vayan todos. Resultado: Ménem ganó en la primera vuelta, prometiendo que dolarizaría definitivamente la economía argentina, con lo cual llevaría a la ruina sin retorno no sólo al país, sino a todos los procesos de integración latinoamericana.
La ilusión despolitizada y corporativa del Que se vayan todos dejaría el campo libre para esa monstruosa operación menemista, con los efectos negativos en toda la región. La ilusión era la de que ellos se irían, sin que se les hiciera irse, sin que fueran derrotados con un proyecto superador del neoliberalismo. Felizmente apareció Néstor Kirchner, quien asumió la presidencia de la nación para empezar el rescate más espectacular que Argentina había conocido de su economía, de los derechos sociales de los trabajadores, del prestigio del Estado.
En tanto, organizaciones que se habían adherido a la tesis de la autonomía de los movimientos sociales, como los piqueteros argentinos, simplemente han desaparecido. En México, después del enorme prestigio que habían tenido al asumir una posición semejante –Cambiar el mundo sin tomar el poder, de John Holloway y Toni Negri, quien condenaba a los estados como superados instrumentos conservadores–, los zapatistas han desaparecido de la escena política nacional, recluidos en Chiapas, el estado más pobre de la nación. Más de 20 años después, ni Chiapas ni México fueron transformados sin tomar el poder, hasta que los zapatistas han decidido lanzar una candidata indígena a la Presidencia. Aun sin decir que van a transformar el país con una victoria electoral, pero saliendo de su aislamiento en Chiapas para volver a participar de la vida política nacional, abandonando sus posiciones de simple denuncia de las elecciones y de abstención.
Mientras tanto, Bolivia y Ecuador, rompiendo con esa visión estrecha de restringir los movimientos sociales solamente a la resistencia al neoliberalismo, han fundado partidos –Mas en Bolivia, Alianza País en Ecuador–, presentaron candidatos a la presidencia de la república –Evo Morales y Rafael Correa–, han triunfado y pusieron en práctica los procesos de más grande éxito en la trasformación económica, social, política y cultural de América Latina en el siglo XXI. Han refundado sus estados nacionales, impuesto el desarrollo económico con distribución de renta, se han aliado a los procesos de integración regional, al mismo tiempo que han integrado las más amplias capas del pueblo a los procesos de democratización política.
Al contrario del fracaso de las tesis de la autonomía de los movimientos sociales, que han renunciado a la disputa por la hegemonía alternativa a nivel nacional y de lucha por la construcción concreta de alternativas al neoliberalismo, bajo la dirección de Evo Morales y de Rafael Correa, Bolivia y Ecuador han demostrado cómo solamente la articulación entre la lucha social y la lucha política, entre los movimientos sociales y los partidos políticos, es posible construir bloques de fuerza capaces de avanzar decisivamente en la superación del neoliberalismo.
Las tesis de Toni Negri sobre el fin del imperialismo y de los estados nacionales fueron rotundamente desmentidas ya desde la acción imperialista después de las acciones de 2001, mientras que gobiernos sudamericanos han demostrado que solamente con el rescate del Estado es posible implementar políticas antineoliberales, como el desarrollo económico con distribución de renta. La pobreza persistente en Chiapas puede ser comparada con los avances espectaculares realizados, por ejemplo, en todas las provincias de Bolivia, para demostrar, también por las vías de hecho, cómo la acción desde abajo tiene que ser combinada con la acción de los estados, si queremos efectivamente transformar el mundo.
Otras tesis, como las de varias ONG o de Boaventura de Sousa Santos, de optar por una sociedad civil en la lucha contra el Estado, no puede presentar ningún ejemplo concreto de resultados positivos, aun con las ambiguas alianzas con fuerzas neoliberales y de derecha, que también se oponen al Estado y hacen acuerdos con ONG y con intelectuales para oponerse a gobiernos como los de Evo Morales y de Rafael Correa, pero también en contra de otros gobiernos progresistas en América Latina, tienen en común visiones liberales del mundo.
Además del fracaso teórico de las tesis de la autonomía de los movimientos sociales, se les puede contraponer los extraordinarios avances económicos, sociales, políticos, en países como Argentina, Brasil, Venezuela y Uruguay, además de los ya mencionados, como pruebas de la verdad de las tesis de la lucha antineoliberal, como la lucha central de nuestro tiempo.
Hace tres años el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE) comenzó un trabajo importante para vincular la evaluación con la mejora educativa. Desde 2013, por mandato constitucional, al INEE le corresponde emitir directrices que, con base en la evaluación, ayuden a orientar la toma de decisiones para la mejora. Las directrices del INEE son recomendaciones de política que incluyen propósitos específicos, aspectos clave de mejora y una imagen objetivo de la situación a la que sea desea llegar; dichas normas se construyen de forma participativa, con las propuestas y voces de diversos actores educativos y sociales.
Previo a su emisión, el Instituto las socializa en distintos espacios de interlocución, que privilegian el diálogo tanto con tomadores de decisiones, como con grupos técnicos –del ámbito federal y local– docentes, directivos y usuarios directos del sistema educativo. Éste sin duda, es un esquema novedoso, en tanto que las propuestas no provienen del escritorio de un funcionario que poco o nada conoce de la problemática educativa que se busca solucionar.
La elaboración de las directrices implica una revisión de lo que han señalado la investigación y la evaluación educativa. Además, en su corazón se encuentra la evaluación de las políticas y programas educativos, en los distintos ámbitos en los que es urgente implementar acciones para la mejora. El INEE revisa un conjunto amplio de intervenciones públicas, su diseño e implementación a nivel macro, meso y micro, así como el presupuesto que se asigna a dichas intervenciones y, a partir de ello, se valoran los alcances y retos de la acción pública e inicia el trabajo de desarrollar las recomendaciones. En la ruta de la evaluación de las políticas y los programas se define el problema público al que se busca dar respuesta, por ejemplo, la situación de rezago educativo que padecen distintos grupos de población, como es el caso de la niñez indígena o de los hijos de familias de jornaleros agrícolas migrantes. Para caracterizar la situación educativa de la población que será objeto de las intervenciones que se desean mejorar (o implementar, en el caso de que no existan) sirven de insumo fundamental los indicadores que el propio Instituto elabora año con año y que publica en los Panoramas Educativos. Se utilizan también los resultados de las pruebas de aprendizaje de los alumnos del Plan Nacional para la Evaluación de los Aprendizajes (PLANEA) y de la Evaluación de las Condiciones para la Enseñanza y el Aprendizaje (ECEA), entre otras fuentes confiables relacionadas con el fenómeno educativo que se esté estudiando.
Un elemento central en la elaboración de las directrices es su construcción participativa. Las propuestas de mejora se debaten con un conjunto amplio de actores: se consulta a la academia y a los expertos en la temática en cuestión, a docentes, autoridades educativas y funcionarios del orden federal y local. En el caso de las Directrices para mejorar la atención educativa de niños, niñas y adolescentes indígenas, que el Instituto emitió el pasado 30 de enero, el INEE realizó, como paso previo a la elaboración de las propuestas, y de la propia evaluación de las políticas, la Consulta Libre e Informada a Pueblos y Comunidades Indígenas sobre Evaluación Educativa, en la que participaron 49 comunidades de 18 entidades federativas.
La intermediación del INEE para hacer confluir distintas voces en una propuesta es muy importante, porque se busca tender puentes entre lo deseable y lo posible. Se escucha entonces al líder educativo, al facilitador de la comunidad, a los docentes. Pero se dialoga también con los funcionarios encargados de implementar los programas y las estrategias, quienes plantean los retos que enfrentan en términos de personal, presupuesto y tiempo para planear, implementar y monitorear los avances.
Con todo, por más que se tengan directrices participativas –cimentadas en evidencia– éstas no son suficientes para que se dé el cambio educativo; se necesita, sobre todo, voluntad política. Y es que los cambios a implementar en los distintos ámbitos educativos que las directrices han apuntado son de largo alcance.
En México subsisten archipiélagos educativos, surgidos cada uno en distintos momentos de la construcción del sistema educativo y su expansión en la búsqueda de la cobertura. Hay una oferta educativa diferenciada, de primera, de segunda, de tercera y de cuarta calidad. Así que, con voluntad política, se puede comenzar a ordenar el archipiélago, poniendo a dialogar a los distintos actores. Se puede y necesita dar continuidad a lo que parece estar funcionando, a las acciones, criterios y marcos de actuación y a los presupuestos.
Además, los ajustes requeridos para lograr las mejoras que proponen las directrices competen tanto al ámbito federal como al local. Las directrices sugieren que cada entidad haga su propio diagnóstico del problema y un mapeo de los programas, federales y locales, con los que se atiende a la población objetivo. Se tiene que empezar por ahí. La expectativa de que con evaluaciones y directrices cambie la educación del país de manera inmediata es ambiciosa y poco realista. Las directrices colocan problemas en la agenda pública y proveen un mapa o ruta para la mejora, y, en este sentido, acortan el camino. A la autoridad le corresponde, por su parte, reconocer que hay un problema público, revisar lo que las directrices proponen, y, como lo señalan la Ley General de Educación y la Ley del INEE, incorporarlas en su planeación y programación educativa. Este es sin duda el mayor desafío.
A la fecha se han emitido tres conjuntos de directrices. Además de las directrices para mejorar la atención educativa de la niñez indígena, que recién se emitieron, el Instituto anunció directrices para mejorar la formación inicial de docentes de educación básica, el 7 de septiembre de 2015, y para mejorar la atención educativa de la niñez de familias de jornaleros agrícolas migrantes, el día 3 de agosto de 2016. Si bien las primeras directrices fueron contestadas por las autoridades de todos los estados, e incluso algunas entidades enviaron un plan de trabajo preliminar para atenderlas, éstas han sido prácticamente ignoradas por la autoridad federal. En su momento, dicha autoridad señaló que se anunciaría el Plan Integral de Diagnóstico, Rediseño y Fortalecimiento de las Escuelas Normales (PIDIRFEN) y que éste se armonizaría con las directrices emitidas por el INEE. Esto no sucedió, por lo que sigue siendo un gran pendiente implementar cambios importantes que ayuden a mejorar la formación inicial de los maestros y maestras que estarán frente al aula.
Las segundas directrices tuvieron una buena recepción por parte de las autoridades locales, quienes manifestaron su compromiso de avanzar en la elaboración de diagnósticos estatales, que permitieran ubicar mejor a esta población, así como a revisar las acciones que se requieren implementar para garantizar su derecho de acceso y permanencia en el sistema educativo. A nivel federal, aunque se contestaron las directrices, sigue pendiente una respuesta de carácter integral que las haga operativas.
Lo cierto es que no se pueden esperar los cambios mayores que requiere el sistema educativo si la autoridad no se compromete. Así que entre las tareas del INEE, de los próximos meses y años, se encuentra el seguimiento de los compromisos y acciones específicas que se realicen para incorporar las directrices en la planeación y programación educativa, a nivel local, y en el ámbito federal.
Como lo ha señalado la literatura, no existe una relación lineal entre evaluación y mejora; la evidencia que aportan la investigación y la evaluación no es suficiente para lograr los cambios que éstas sugieren. Por ello, la capacidad de las directrices para influenciar la toma de decisiones no sólo dependerá de su utilidad, relevancia y oportunidad, sino también del cabildeo y seguimiento que se les dé a las acciones que comprometan las autoridades, entre otras cosas. Aquí la sociedad civil organizada y la academia pueden jugar un rol muy importante, al funcionar como voceros de las directrices y aliados de las propuestas que éstas incluyen, y exigir la rendición de cuentas del sistema educativo.
*Académica del Instituto de Investigaciones para el Desarrollo de la Educación de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México. Texto publicado en el blog de Educación de Nexos.
El sector tiene ante sí el desafío de reducir la desigualdad en los pupitres.
Ninguna industria se levanta sobre unos materiales tan sólidos ni tan frágiles. Números y palabras, textos y voces, ideas y pensamientos; delicada argamasa. Quizá por eso la educación sea el sector más valioso del mundo. Se filtra en la vida de los 7.500 millones de seres humanos que habitan el planeta y la cambia para siempre. Y lo hace abrigada por la aritmética. Hoy es un universo de casi cinco billones de dólares. Pronto, en 2020, ocupará 6,5 billones (6,1 billones de euros). Crece su importancia, mejoran sus números pero aun duelen las carencias. Es un mundo de 263 millones de niños que están fuera del colegio, 758 millones de analfabetos adultos y una distancia educativa de un siglo entre los países desarrollados y en crecimiento.
Escolarizar a todos los chicos de primaria y secundaria de las naciones menos favorecidas del mundo costará 340.000 millones de dólares al año entre 2015 y 2030. Pero faltan 39.000 millones anuales. No aparecen. Sin embargo, si el planeta, sostiene la Unesco, detuviera su gasto militar durante solo ocho días lograría cerrar esa ausencia. Ni lo sentiría la maquinaria de una industria que se parapeta tras 1,7 billones de dólares al año. Vana espera. La educación debe aguardar su destino entre los viejos encerados de pizarra y polvo de tiza blanca y las vanguardistas pantallas digitales; entre el pasado y el futuro.
Ese porvenir, tan difícil de leer como una palma de la mano sin líneas, es el que relata un minucioso trabajo de Bank of America Merrill Lynch. Por él se descubre que invertir en educación resulta más rentable que hacerlo en Bolsa, que un dólar destinado a las aulas produce un retorno de diez y que si desapareciera la desigualdad entre hombres y mujeres la riqueza del globo aumentaría hasta en 28 billones de dólares. Pero el pasar de esas páginas también revela que la disrupción tecnológica alumbra un nuevo sector que enhebra educación y tecnología. Es el ecosistema EdTech y de él se esperan 252.000 millones de dólares durante 2020. Los números de una urgencia. “Necesitamos invertir pronto, invertir en calidad e invertir en equidad o pagaremos el precio de una generación de niños condenados a crecer sin los conocimientos y habilidades que necesitan para alcanzar su potencial”, advierte Anthony Lake, director ejecutivo de Unicef.
LUIS TINOCO
Esa voz aventura el tránsito de la generación perdida hacia la generación del aprendizaje. El problema (uno de ellos) es la inequidad que se abre entre quienes pueden acceder a un título superior y quiénes no. La grieta resulta visible en el sur de Europa, Reino Unido y, sobre todo, Estados Unidos. El 99% de los empleos, según la Universidad de Georgetown, que surgieron tras la Gran Recesión fueron copados por trabajadores con títulos universitarios. Además existe un peligro real de que el precio de esos pupitres se convierta en un cepo. En Estados Unidos 40 millones de graduados acumulan una deuda de 1,3 billones de dólares por sus estudios. Un lastre que supera el PIB nominal de Rusia. “Este alarmante número continúa creciendo mientras aumentan los costes escolares. En diez años, las deudas contraídas por estos chicos se han multiplicado en la misma proporción”, alertan en Gradifi, una fintech con sede en Boston que gestiona préstamos para estudiantes.
La presencia del dinero es tan común que se diría que la calculadora ha sustituido al móvil en los campus. “Los alumnos están echando cuentas entre el coste de la matrículan y los años que perderán sin tener ingresos. En Estados Unidos se dice que debes ganar al menos 70.000 dólares al año para que esta educación resulte rentable”, observa Mauro Guillén, profesor de la escuela de negocios Wharton, en Pensilvania. Es verdad que la superpotencia posee las mejores universidades del mundo, pero también las más caras. Un año en las aulas de Harvard cuesta lo que ingresa en un siglo un trabajador medio de Sierra Leona.
La geografía del nacimiento y el acceso a la universidad es una frontera que parte en dos la prosperidad y la desdicha. “Puede haber desigualdad a la hora de encontrar empleo entre quien tiene título y quién no. Siempre ha habido diferencias entre unos y otros”, lamenta Ángel Cabrera, rector de la universidad George Mason, de Virginia (Estados Unidos). Esa brecha crece y ni siquiera las aulas públicas sirven de refugio. Por ejemplo, el Reino Unido, acorde con la OCDE, tiene las universidades estatales más caras del planeta. Un año de estudios cuesta, de media, 9.000 libras (10.500 euros). ¿Razonable? “Una formación de excelencia, la enseñanza superior y de postgrado se asocia a costes altos, puesto que lleva aparejada invertir en equipos, espacios, profesores y años de formación de los docentes”, justifica Óscar del Moral, decano de la Escuela de Organización Industrial (EOI).
Si se cumplen las previsiones, el mercado de la enseñanza privada sumará 200.000 millones de dólares en 2020. En un mundo híper competitivo, los padres que pueden permitírselo buscan la mejor formación para sus hijos. Aunque produzca monstruos. En países asiáticos como India, Singapur, Taiwán, Corea del Sur o China se extiende la “fiebre de la educación”. Hay familias que venden sus casas, se endeudan, renuncian a sus seguros de salud e incluso a sus pensiones para pagar, sobre todo, las facturas de estas escuelas.
Apenas sorprende que las naciones del sudeste asiático tengan algunas de las tasas de suicidio más altas del planeta. Los chicos están asfixiados por la presión de los exámenes. China es un manual perfecto de esta ansiedad. Todos los años nueve millones de estudiantes se examinan del gaokao, que da entrada a la universidad. El año pasado el Gobierno chino anunció, por primera vez, que cualquier candidato que fuera sorprendido haciendo trampas podría afrontar siete años de cárcel. “La educación es la principal herramienta de ascenso social en China”, cuenta Mario Esteban, investigador principal del Real Instituto Elcano para Asia-Pacífico. “El país ha orientado su formación universitaria hacia un visión muy instrumental: crear riqueza para el gigante”.
Universo tecnológico
Al igual que en la novela de Hemigway, la educación se rompe entre “tener y no tener”. Y en esta topografía, el universo EdTech reivindica su capacidad de sutura. “La innovación facilitará el acceso a los contenidos educativos, y su distribución, al ser gratuita, reducirá la inequidad”, prevé Alper Utku, fundador de la Universidad Europea de Liderazgo. En este cambio, “las diferencias llegarán de la parte integral del alumno. A través de la formación de sus aptitudes, valores y habilidades antes que por el volumen de información del que disponga”, vaticina Claudio Pérez Serrano, socio responsable de Educación de KPMG.
Sin embargo donde unos ven gratuidad y levedad otros atisban negocio. Solo el 2% de la industria educativa, que maneja casi cinco billones de dólares, está digitalizado. Por eso el aula es un terreno fértil para que arraiguen los eBooks y la distribución online de contenidos. “Existe un gran negocio en la creación de productos educativos —ya sea hardware o software— para los colegios”, estima Eduardo Berástegui, responsable de Kuaderno.com, una plataforma de enseñanza de inglés dirigida a niños. Ese filón hace tiempo que lo explotan Microsoft, Alphabet (Google) y Apple. Entre 2013 y 2015, las escuelas de primaria y secundaria estadounidenses compraron a estos tres gigantes más de 23 millones de dispositivos.
La educación tradicional deja paso a los pupitres del siglo XXI. Los colegios se desprenden del mortero y del ladrillo y la mayor escuela del planeta carece de techos y paredes. Khan Academy es una plataforma online, multilingüe y gratuita que enseña a 15 millones de chicos. Forma parte del entorno MOOC (cursos masivos, abiertos, en Internet y gratuitos), un chirriante acrónimo que describe el segmento educativo con el crecimiento más rápido. Sus aulas virtuales —calcula la consultora GSV Advisors— pasarán de los 50 millones de alumnos a unos 380 durante 2020. Y esos números persiguen un anhelo: democratizar la educación de élite. El camino franco para cursar gratis, por ejemplo, un grado en Harvard sentado en el sofá de casa.
Múltiples formatos
“Vamos rápidamente hacia un mundo de abundancia en educación. A medida que ésta se desmaterializa, desmonetiza y democratiza cualquier hombre, mujer y niño del planeta podrá recoger los beneficios del conocimiento”, reflexiona Peter Diamandis, cofundador de Singularity University, un think tank de Silicon Valley que reúne a algunas de las mentes más inspiradoras del planeta. En el fondo es la puerta entreabierta hacia “un escenario de múltiples formatos educativos basados en la idea de que el individuo es una persona que aprende durante toda su vida”, valora Iván Bofarull, profesor de Esade. Consecuencia de esa desmaterialización, el aprendizaje digital a distancia (e-learning) promete un mercado de 244.000 millones de dólares en 2022.
Pero como si mirásemos el lado oscuro de algo con demasiada luz, ese protagonismo tecnológico resulta contradictorio. “Cuando la tecnología avanza tan rápido que el sistema educativo no puede adaptarse al mismo ritmo aumenta el paro, la diferencia salarial y con ello la desigualdad”, advierte un informe de CaixaBank Research. No existe ninguna evidencia, por ahora, de que “la mayor disponibilidad informática esté añadiendo valor adicional a la enseñanza”. Porque las aulas tienen una relación de ida y vuelta con el reto digital. “Un título universitario no es una póliza de seguros frente a la automatización del puesto de trabajo”, avisa Carl Frey, investigador de la Universidad de Oxford. “Sin embargo sí permite a los trabajadores con empleos en peligro de ser automatizados cambiarse a otros puestos libres de riesgo”.
La mejor estrategia, por lo tanto, pasa por minimizar el tiempo de ajuste entre velocidad tecnológica y educación. “Resulta imprescindible anticiparse y diseñar medidas educativas que ayuden a reducir los costes de transición. Cuanto más rápido sea el cambio, menor será el impacto”, analiza Oriol Aspachs, director de Macroeconomía de CaixaBank Research. Pero el cambio no es abrazar con desespero las tecnologías de la información sino identificar qué persigue el mercado de trabajo (creatividad, habilidades comunicativas, emprendimiento) y adaptarse. Sostiene el Instituto de Estudios Económicos (IEE) que debido a esa desconexión hay 85.000 empleos sin cubrir en España.
“La sociedad española necesitaría repartir por tercios su fuerza laboral en trabajos de baja, media y alta cualificación. Tenemos un porcentaje demasiado elevado en los extremos y demasiado bajo en el medio”, razona Gloria Macías, socia de McKinsey & Company. ¿Solución? La consultora PwC cree que un sistema de formación dual (trabajar y estudiar a la vez) como el alemán podría impulsar a largo plazo el PIB de España un 6,4%. Mandan las necesidades de las compañías. ¿Pero tendrán que sacrificar los jóvenes su vocación a este nuevo becerro de oro?
El filósofo Fernando Savater censura esta obsesión reciente de mezclar en las aulas la memoria y el deseo de las empresas. “La educación no puede supeditarse a lo inmediato, no puede responder solo a formar ‘empleados’ o ‘empleables’ ni puede dejar que las compañías diseñen, de acuerdo con sus necesidades, los planes de estudio. Educar es desarrollar la humanidad e ilustrar a los futuros ciudadanos. Los saberes en apariencia inútiles en el plano de la rentabilidad crematística (literatura, filosofía, historia) son los más útiles para la persona libre, no para el que tenga vocación de siervo; que es lo opuesto a la ciudadanía”. Quizá el sentido profundo de la educación sea solo eso: crear ciudadanos y no siervos.
En ese empeño, el mundo tiene deudas pendientes. Para alcanzar la educación universal en primera y secundaria, la inversión —avanza Bank of America Merrill Lynch— tendría que escalar de los actuales 1,2 billones de dólares a tres billones durante 2030. Sin embargo el malestar social, la desglobalización que promueve Trump y el proteccionismo pueden costar al planeta 1,8 billones de dólares en 2050. Una cuenta que pagarían los países más débiles y que accionaría esa bomba de explosión retardada que es el descontento. ¿Cómo explicaríamos este fracaso a los 600.000 niños sirios que penan como refugiados y no pueden asistir a clase?
Pero todavía queda esperanza. La educación tiene algunos aliados. Una demografía aún joven acude al rescate. En el planeta se sientan a estudiar 1.500 millones de chicos y su contribución resuena poderosa. Solo los estudiantes extranjeros aportan a la economía estadounidense 30.500 millones de dólares (28.600 millones de euros) por curso académico. La enseñanza es global y los libros pasan página. Los Gobiernos destinan el equivalente al 5% (cuatro billones de dólares) de la riqueza del mundo a las aulas. Y lejos de las grandes cifras, los países de la OCDE gastan, de media, 10.493 dólares (9.800 euros) por estudiante al año. Aunque el dinero ni da la felicidad ni la sabiduría.
“Economistas como Woessmann y Rafael Doménech sostienen que, alcanzados ciertos niveles, no existe relación entre más gasto y mayor rendimiento educativo: lo importante es invertir en mejor en educación”, recuerdan en BBVA Research. Además la OCDE advierte de que clases más reducidas tampoco aseguran mejores resultados y es un lugar común de nuestros días que la universidad no garantiza el empleo. “En Egipto, la expansión de las universidades ha producido muchos parados con título. Todo depende de lo que se entienda por buena educación y su relación con el mercado laboral local”, precisa Jill Hedges, experto de Oxford Analytica. En el caso griego, el analista propone ayudar a los desempleados a encontrar trabajo fuera del país. “Una manera de exportar paro”, asegura.
Una solución más que cuestionable y que bien se responde con unos versos de Juan Gelman: “No debería arrancarse a la gente de su tierra o país, no a la fuerza. La gente queda dolorida, la tierra queda dolorida”. Porque lejos de librase del problema aventándolo en las fronteras, la mejora de la enseñanza y su impacto sobre el empleo recae en el tiempo de instrucción y la calidad de los profesores. Y esto también tiene mucho que ver con su nómina. El salario base medio de un profesor de primaria con 15 años de experiencia es de 42.675 dólares. Aunque esta cifra oscila al igual que un junco de un país a otro.
Pero si la sociedad quiere tener buenos alumnos deberá cuidar a sus docentes. Porque son esenciales. Hacen falta 69 millones de nuevos maestros solo para alcanzar los objetivos de desarrollo sostenible que la ONU se ha fijado en educación. Y hacen falta para maximizar el potencial de cada chico, “que es el Santo Grial de la enseñanza”, reflexionan en Bank of America Merrill Lynch. Porque el desafío hiere como una promesa incumplida. “La sociedad debe prepararse para trabajos que no existen con herramientas que no se han desarrollado para resolver problemas que aún no se han planteado”, martillea Almudena Semur, coordinadora del Servicio de Estudios del IEE.
El saber cotiza
Ajeno al trabalenguas, el mercado siente la vocación de los números. Desde 2010 casi medio centenar de empresas del sector educativo cotizan en Bolsa. Un hecho que también ha atraído a los gigantes del capital riesgo. Providence Equity Partners compró en 2011 la plataforma de e-learning Blackboard por 1.640 millones de dólares y Apollo se hizo el año pasado con la célebre editorial McGraw Hill tras desembolsar 2.400 millones. Al fondo, Amazon ha trazado una bisectriz que le lleva desde la venta de libros a la comercialización de la tableta kindle.
Educar a un chico resulta muy caro. En 1960 la manutención y la enseñanza suponían el 2% del coste de guiarlo a la edad adulta. Hoy los millennials tienen que afrontar un esfuerzo del 18%. A una familia estadounidense con ingresos medios criar un niño hasta los 18 años le supone 245.000 dólares. En Europa, la historia es un eco. Cuidar un chaval en el Reino Unido hasta alcanzar 21 años exige 230.000 libras, un 65% más que en 2003. ¿Y qué chicos, en España, se independizan a esa edad? En los antiguos libros de textos, en las disruptivas tabletas digitales, la educación se siente, a veces, tan sola como un huérfano en una tormenta.
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