Por: Julio C Valdez
Intentamos caracterizar la ética en Nuestramérica (América Latina) desde la conformación histórica de los actuales movimientos sociales. Lo hacemos bajo el supuesto de que tales movimientos tienen como cualidad primordial la superación de milenarias situaciones de opresión, injusticia e inequidad a las que históricamente han sido sometidos nuestros pueblos y naciones. Y, en esa búsqueda emancipadora, pueden irse creando las bases para la construcción colectiva de nuevos e inéditos estadios sociales.
¿Desde dónde miramos?
Entendemos que la ética es expresión de momentos y condiciones históricas muy específicas. Siendo este el caso, hablar de ética es asumir sin reservas posibilidades de reinterpretar permanentemente la historia. El caso de Nuestramérica, por ejemplo, nos habla de un proceso que, desde el siglo XV hasta hoy, ha estado signado por perennes invasiones: de España-Portugal primero, y luego de Inglaterra y Estados Unidos. Tales invasiones han traído consigo procesos de coloniaje y vasallaje que implican formas de sometimiento de nuestras sociedades americanas en lo político-militar, lo socioeconómico, lo lingüístico-cultural y lo institucional.
Lo anterior se traduce en que estos procesos seculares de dominación, incorporados a los llamados aparatos ideológicos de los estados, nos han hecho asumir el discurso implicado en ellos. De esta forma, hablamos el lenguaje de los que intentan dominarnos, como si fuese el nuestro.
En consecuencia, nos han hecho suponer que la humanidad toda, tras sucesivos intentos, ha logrado el estadio final de un proceso de civilización creciente, que lleva implícito el progreso, lo bueno, lo noble. No sobra decir que –desde esta óptica- existen países que supuestamente se acercan más que otros a tal estadio: los Estados Unidos y otros países europeos, tales como Inglaterra, Alemania y Francia. Y, por ende el papel nuestro como pueblos latinoamericanos sería el de imitar a tales avatares.
Este discurso que nos inunda desde la organización social dominante y desde los mensajes que emiten las grandes transnacionales de la comunicación, nos han convencido de algunos supuestos desde los que, inconscientemente, orientamos nuestra vida, es decir, una ética del vasallaje. Por ejemplo:
1. La competencia feroz entre seres humanos ha de ser nuestro estado natural. Pues desde una supuesta evolución, la competencia está inscrita en nuestra naturaleza, y se liga con la búsqueda de supervivencia. En otras palabras, para sobrevivir hemos de competir entre nosotros y nosotras a ver quién se queda con los recursos. Sólo los más aptos quedarán (el darwinismo social).
2. Siendo la competencia la “forma natural” de la vida, el Estado ha de responder a ese supuesto. Así, mientras menos regulaciones y controles ejerza el estado, mejor podremos desplegar nuestros mecanismos competitivos para sobrevivir. Extrañamente, si en el mundo animal los menos aptos perecen, en nuestras sociedades se supone que el éxito de unos puede terminar ayudando a vivir a otros individuos no tan capaces, eso sí, si se pliegan a las normas de los triunfadores. Así, la libertad es fundamentalmente la libertad de competir y avasallar.
3. Si en el mundo animal la vida misma y el potencial genético de los vencedores son indicadores de éxito, en las sociedades humanas lo es la apropiación del capital, llave de la obtención de recursos (capital). Quien más acumula, manda.
4. En el mundo social competitivo, la naturaleza es sólo una mercancía más, otra fuente de riqueza, y de esa forma hay que tratarla. Cabe exprimirla y saquearla sistemáticamente para obtener sus tesoros. Eso han tratado de enseñarnos.
5. Esta visión materialista, competitiva, se ha erigido desde la desacralización creciente del mundo, la desaparición progresiva de la espiritualidad, del mundo metafórico vivo, el predominio de ciertas posiciones científicas y cientificistas que reducen toda la riqueza vital a meros procesos materiales observables y medibles.
A partir de esos supuestos, podemos construir algunas pautas implícitas en la ética dominante. Son esquemas que muchas veces rigen nuestros comportamientos desde las sombras, sin que lo sepamos plena y conscientemente. Y, usualmente, mientras tendemos a valorar con fuerza estos valores impuestos, atribuimos una gran debilidad a ciertas características ínsitas en nuestra conformación histórica: la empatía, la fraternidad, la cooperación y la solidaridad.
La ética desde la visión colonizada:
Desde la óptica de la visión que nos ha sido impuesta, se concibe que…
Somos seres individuales, solitarios, amenazados por otros seres humanos, siempre a la defensiva. En vez de unirnos con ellos y ellas, se supone que debemos enfrentarlos y enfrentarlas para apropiarnos de las cosas. Hemos de ser personas “exitosas”, “triunfantes”, para obtener las cosas y los símbolos que nos asegurarán la vida que queramos tener, aunque para ello tengamos que atropellar y someter a otros seres humanos, o subyugar y hasta destruir la propia Naturaleza. Eso lo haremos con la fuerza de nuestros poderes y recursos, o con los modos en que hemos podido desarrollar la llamada viveza criolla.
Somos seres hetero-referenciados, cuyas pautas para mirarnos y reconocernos están en los patrones culturales impuestos. Así, podremos asumir el supuesto progreso y la civilización en la medida que dejemos de parecernos a nosotros mismos (como latinoamericanos) y seamos cada vez más semejantes a como se supone son las personas y las naciones “exitosas” de los Estados Unidos, y acaso de Europa. Entonces, nos han hecho creer que no éramos nada hasta que fuimos “descubiertos” y “civilizados” por otros pueblos. Y éramos ociosos y perezosos hasta que emigrantes de otros continentes vinieron a constituirnos como verdadera sociedad.
Lo anterior hace que podamos llegar a despreciarnos como pueblo (negar o tergiversar nuestra historia, nuestra cultura, nuestro lenguaje), para intentar encarnar los prototipos vomitados por los aparatos ideológicos de los colonizadores. De esta forma, lo indígena, lo campesino, lo ancestral, que traen consigo relaciones de mutualismo, confraternidad, constituyen “pesados fardos” de los que tenemos que liberarnos para entrar de verdad en la modernidad.
Ejemplo de lo anterior, en el caso de Venezuela, se manifiesta en que el espacio fundamental de identidad hasta ahora predominante responde –con vaivenes y bemoles- a la historia de occidente. Es decir, muchos venezolanos se sienten parte del mundo occidental, de su relato de progreso creciente (con sus modos de vida, sus valores, su tecnología), en contraposición con lo indígena, africano, árabe, incluso asiático, que para ellos representa lo primitivo, lo inferior, lo salvaje. Y por ello hay amplia resistencia ante propuestas y estrategias de estado que tiendan a alejarnos de esos patrones.
Y estas creencias son tan fuertes que, a pesar de las crisis mundiales (económica, política, social, cultural, ecológica) del sistema capitalista, que no sólo afectan ya en gran magnitud a las naciones pobres, sino también a las más emblemáticas (como los Estados Unidos, Inglaterra, Francia), muchos siguen sintiendo que de lo que se trata es de emprender los propios negocios, posicionar nuestros proyectos empresariales en el sistema económico mundial y ser exitosos y exitosas. Como si tales crisis constituyesen apenas un mal sueño del que pronto despertaremos, y no situaciones límite que han de llevarnos a cambiar radicalmente nuestras visiones de futuros posibles.
Nuevos escenarios sociales en América Latina
No obstante lo anterior, en América Latina las cosas han empezado a cambiar. Entre otros, hay dos factores que propician estas transformaciones: los ensayos políticos a gran escala –desde políticas de estado-, como por ejemplo en Venezuela, Ecuador y Bolivia, y los llamados movimientos sociales. Enfatizaremos en estos últimos.
Hablar de movimientos sociales es referirnos –a lo largo de nuestra historia- a una diversidad de iniciativas organizacionales integradas a las vidas cotidianas, que implica en sí acciones insurreccionales, con una escasa división del trabajo, donde los propios colectivos dan y ejecutan las órdenes de modo simultáneo. Estos movimientos sociales alimentados por las fuerzas sociales emergentes (movimientos de género, indígenas, negros, defensores del ambiente, entre otros), inician luchas reivindicativas que luego han pasado a constituir proyectos político-culturales que apuntan a nuevos procesos pluralistas de civilización, realmente planetarios, posracistas, poscoloniales y probablemente posmodernos.
Los movimientos latinoamericanos están constituidos por comunidades vinculadas a la naturaleza como medio y sentido de vida (por ejemplo indígenas, campesinos), experiencias locales urbanas (organizaciones comunitarias, propuestas artísticas), modos de acceder o reinventar lo laboral (movimientos de trabajadores), reivindicación de etnias y de identidades ancestrales (indígenas, afrodescendientes), reafirmación de género y de libertad sexual (movimientos feministas y diverso-sexuales)… Entre otros.
Podríamos ver entonces los movimientos sociales como conjuntos de personas que, como colectivos organizados, inventan y asumen acciones que en sí mismas se integran en diversos ámbitos (económico-social-cultural-ancestral-político). En el despliegue de estas acciones, se favorecen las situaciones de encuentro, intercambio e integración social. Ello supone que, como seres humanos, todos somos iguales ante la ley y ante Dios, tenemos las mismas posibilidades y las mismas oportunidades. La naturaleza y la forma en que nos relacionamos entre sí, y no las propiedades adquiridas, definen lo que somos. La sociedad es, en consecuencia, una configuración de personas-colectivos, interconectados entre sí. Cada colectivo, en relación con los otros, desde sus ámbitos específicos, imprime dirección y sus propios rasgos a la vida social.
¿Y cómo miramos la ética desde estos movimientos sociales?
Queremos referirnos a los movimientos sociales como sujetos colectivos que, desde sus vivencias cotidianas, encarnan utopías concretas que –bien leídas e interpretadas- pueden darnos señales de las sociedades del futuro que aspiramos construir. Nos cuidamos de idealizar tales movimientos, pues sabemos que se originan y desarrollan en estas sociedades latinoamericanas que, como hemos visto, están signadas por situaciones de injusticia, inequidad, asimetrías. Y estas condiciones inevitablemente están presentes en todos nosotros, hasta que mediante profundas reflexiones y procesos de solidaridad crecientes, podamos minimizarlas.
En nuestro proceso revolucionario venezolano actual no hay dualidad entre la ética (normas y pautas para la acción personal) y la política (ideario y proceso de acciones colectivas). El coloniaje-vasallaje secular está presente en nuestra cotidianidad y nuestras relaciones cotidianas, por lo que cualquier acción en nuestra familia, nuestra vecindad, con nuestras amistades, en nuestro ámbito laboral, es tan política como la organización política propiamente dicha. En cualquier espacio social en que nos movamos podemos cuestionar y reconstruir el tejido social heredado de los colonizadores, en lo socioeconómico, lingüístico-cultural y lo institucional, en aras de nuevos ensayos sociales. Así, cualquier posición que asumamos desde la ética, es también una posición política.
¿Cuáles pautas éticas podemos aprender de los movimientos sociales?
Por ejemplo, desde los movimientos sociales latinoamericanos, la ética se asume como superación de un estado de cosas y encarnación de utopías concretas, vivenciales. Veamos las siguientes pautas:
1. La sociedad actual, cimentada sobre la desigualdad, la opresión, la injusticia y la exclusión nos condiciona para la competencia inclemente entre seres humanos, para la explotación y la subordinación. En cambio, las búsquedas de nuevos estadios sociales nos convidan a vivir y trabajar en armonía, solidaridad, confraternidad. Constituyendo el tejido de lo colectivo, mediante el diálogo constante y profundo, nos convertiremos en protagonistas de procesos históricos inéditos.
2. Nuestro núcleo fundamental de identidad no está en el mundo capitalista occidental colonial, sino en las luchas por la liberación de múltiples pueblos, desde nuestros ancestros indígenas, pero también los pueblos árabes, africanos, asiáticos… Nos identificamos, no con formas sociales que suponen la cima de la evolución humana (el fin de la historia), sino con aquellas otras que luchan para liberarse de yugos y sometimientos de potencias imperiales y sus vasallos.
3. Desde la óptica de las luchas por la emancipación y la creación de nuevos esquemas civilizacionales basados en la reciprocidad, la confraternidad y la construcción social colectiva en equidad, el estado no puede minimizarse, ni dejar suelta la competitividad salvaje, sino que debe ser un actor fundamental en la fundación de nuevos marcos jurídicos y nuevos horizontes de organización social, donde todos los seres humanos –sin excepción alguna- seamos protagonistas de nuestros procesos de vida solidaria.
4. Estas posiciones, lejos de considerar la naturaleza como un reservorio de materias primas que amerita ser explotada y saqueada, nos la presenta como una madre cósmica y material (la pachamama), como un organismo vivo que nos contiene y del que somos parte, y al que debemos respeto y amor.
5. Este camino que emerge desde los movimientos sociales necesariamente está acompañado de una forma de reencantamiento del mundo, de una revitalización creciente de la humana espiritualidad –que no tiene que ver con ninguna religión-, con la reconquista de los universos metafóricos, con una visión cotidiana anegada de poesía en movimiento.
¿Hacia una ética de la liberación?
Un camino posible para liberarnos en solidaridad y propiciar la transformación radical de nuestras formas relacionales hacia el buen vivir, pasa por el establecimiento de relaciones dialógicas con las personas que tienen que ver con nuestros ámbitos cotidianos, por el avance por convertirnos en colectivos de aprendizaje constante, por el ensayo permanente de procesos y proyectos socioproductivos, sociales y culturales, desde el amor y el respeto a la Naturaleza, teniendo como eje una mirada latinoamericana y mundial.
Tal camino implica un trabajo cotidiano para abrir y sostener espacios de diálogo con sentido entre personas, desde su originariedad y diversidad, es decir, entre artistas, intelectuales, sabios ancestrales, científicos, comunidades de sabedoras y sabedores, para reinterpretarnos, para recrearnos desde nuestra historicidad actual, para reconstruir nuestros tejidos culturales integrando lo ancestral y lo contemporáneo, en aras de generar las condiciones para vivir nuestras utopías concretas.
Lo anterior nos coloca ante la posibilidad de ensayar siempre formas de liberación progresiva con familiares, amigos, organizaciones, instituciones, países, regiones –entendiendo que todos son también espacios políticos- en la construcción de nuevas formas, esquemas, pautas de relaciones solidarias y cooperativas, de redes solidarias de producción y socialización de bienes para la vida de todos.
Para esto, parece necesario inventar sistemas de aprendizaje, saberes integrados e integrales, más allá de las instituciones educativas tradicionales, inmersas en todos los espacios sociales, siempre compartibles, siempre transformables.