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Una mirada a lo lejos

Por: Carolina Vásquez Araya

El año comienza con una inevitable pregunta: ¿Hasta cuándo?

El repunte de contagios provocado, en cierta medida, por las reuniones de fin de año y la confusión generada por medidas sanitarias insuficientes y contradictorias, marca con fuerza el inicio de una nueva hoja en el calendario. En algunos países del continente continúa la campaña de vacunación para el segmento infantil con la intención de retornar a las clases presenciales y, en otros más avanzados, ya se comienza a administrar la cuarta dosis en adultos. Estas medidas emergentes demuestran hasta qué punto los gobiernos responden a la imperiosa necesidad de recuperar el control de la economía y, con ello, un estilo de vida cuyas características parecen formar parte del pasado.

Lo que no se dice es cuánto daño irreparable ha causado esta pandemia en los países menos desarrollados. Se evita escarbar en la cuantiosa pérdida de oportunidades de estudio y de trabajo para los segmentos medios y con mayor énfasis en los menos favorecidos de nuestras sociedades, en donde las restricciones de movilidad, el cierre de establecimientos educativos y comerciales, así como la reducción drástica de los ingresos ha provocado un fuerte traslape descendente de las distintas capas sociales. Además, el impacto negativo en la calidad de vida ha cruzado a todo el universo, desde las familias de altos ingresos hasta quienes sobreviven en la extrema pobreza.

Pero si los adultos reaccionan con temor ante la incertidumbre del futuro inmediato, es fácil imaginar cuánto de esa angustia permea hacia el resto de la familia, especialmente sobre jóvenes y niños cuyas rutinas han sido anuladas de golpe, impidiéndoles realizar actividades esenciales en el proceso de alcanzar un desarrollo integral y saludable. El efecto psicológico de la pandemia en la población infantil y juvenil es un factor desconocido, cuyas consecuencias en la salud física y mental están aún por verse.

En este proceso complejo y cargado de incógnitas, se cruza un cúmulo de hipótesis, opiniones contradictorias de científicos y posturas antagónicas de grupos de interés -entre ellos, líderes religiosos que niegan la existencia del virus- capaces de confundir aun más a una población poco informada y temerosa, pero sobre todo sujeta a decisiones no consensuadas ni compartidas. La autoridad de los gobiernos ha sido, en este caso específico, un ensayo de prueba y error contaminado por los intereses de sectores de poder cuya menor preocupación es la salud pública y cuyo mayor interés reside en poner en marcha la economía, a cualquier precio.

El costo social de la pandemia es, hasta la fecha, difícil de calcular. En algunas naciones del continente, el grueso de la población vive alejada de los centros urbanos y sin presencia de Estado. Es decir, habitan en una esfera cuyos indicadores son desconocidos por las instituciones y en donde carecen de todos los recursos básicos de atención sanitaria. Al ser víctimas de una enfermedad tan devastadora como la provocada por el Covid 19 y sus variantes, sus esperanzas de vida se reducen al mínimo. Estas comunidades son, en su mayoría, integradas por los pueblos originarios que han sido históricamente marginados, desprovistos de poder económico, político, y asediados de manera constante en una batalla sin cuartel por sus tierras y sus recursos.

Para comenzar a entender el alcance de los efectos de lo vivido actualmente en el mundo es necesario dar una mirada a lo lejos, poner atención a lo que sucede más allá de nuestro entorno inmediato y todavía mucho más allá de nuestro limitado concepto de sociedad. En las fronteras urbanas está el inicio de una realidad distinta, cuyos indicadores representan el verdadero perfil de nuestros países. Al interior de las ciudades también existe otra frontera, otra división ilustrativa de la desigualdad, y es la marcada entre la población adulta y los amplios sectores de niñez y adolescencia, más afectados que nadie por este fenómeno sanitario complejo y desconocido que escapa a su comprensión y altera su vida de modo radical.

Vale la pena echar una mirada a la verdadera patria, la que hemos decidido ignorar.

Fuente de la información e imagen: https://insurgenciamagisterial.com

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Lo que aprendí de la pandemia

Por: Íñigo Errejón

Vivimos en países donde la desigualdad creciente ha erosionado los vínculos de solidaridad cívica y de empatía, donde la individualización y la fragmentación han rasgado los lazos comunitarios. Y de pronto nos dimos cuenta de que las instituciones y las personas «esenciales» eran las que más maltratadas han sido en las últimas décadas.

Aquellos largos meses del confinamiento fueron meses contradictorios. Fuera estaban la inquietud, la enfermedad, la muerte, la sensación de colapso. Pero dentro estaba el tiempo detenido, la conmoción que te empuja a preguntarte las cosas desde el principio, una extraña paz en la tormenta. Como la vez que me quedé mudo, pero para todo el planeta. No sé si hemos salido mejores, pero nadie salió igual. Yo tampoco. Son de esas experiencias de época que marcan a todas las generaciones que atraviesan.

En el confinamiento he podido pensar mucho. El tiempo se congela… Permitidme contaros, de la forma más sencilla que se me ocurre, lo que he ido pensando. Históricamente los cataclismos son momentos de reorganización social. Producen tal conmoción, trastocan de manera tan profunda nuestras experiencias y creencias que reconfiguran las sociedades a las que afectan. Tras la Segunda Guerra Mundial emergieron los Estados de Bienestar como resultado, ciertamente, de la capacidad de presión del movimiento obrero, pero también como resultado de lo vivido durante la guerra, con la cohesión comunitaria, la idea de un objetivo común de la nación que igualaba a todos y el papel central del Estado en la economía y la regulación social. Lo que fue necesario durante los años excepcionales de la guerra después se trasladó a una nueva cotidianidad. La lógica de la excepción devino lógica de la normalidad. En general, las grandes sacudidas o experiencias traumáticas que unen a una población en una desgracia compartida y un esfuerzo colectivo para hacerle frente han abierto posibilidades para estrechar los lazos comunitarios, la solidaridad cívica y la fortaleza de las instituciones igualitarias y de planificación y provisión de seguridades.

Sin embargo, en qué sentido la pandemia nos afecta o nos reconfigura es algo que está por dilucidarse. Ninguna crisis o sacudida tiene un significado unívoco por sí misma. El sentido político que reciben los acontecimientos, por bruscos que sean, depende de la interpretación que una sociedad hace de ellos. Y esta, a su vez, de la pugna entre explicaciones disponibles. Un terremoto, así, puede ser una calamidad de la que nadie es culpable, un castigo divino o una ocasión en la que se demuestra la incapacidad de un gobierno, por ejemplo. A menudo, quienes dicen que no hay que politizar un acontecimiento están defendiendo, más o menos conscientemente, que se le dé la explicación dominante, que no se cuestione el sentido instituido.

Esto significa que tras un acontecimiento de época se abre una intensa lucha discursiva por definir el horizonte de época, por explicarnos qué ha pasado y qué conclusiones sacamos de ello. Hoy en día puede que estemos en ese momento de intensa disputa intelectual y cultural que marque cómo afrontamos el cambio de época.

Parece claro que el nuestro es el tiempo de la incertidumbre y la inseguridad. No podemos dar casi nada por garantizado; de hecho, incluso nuestra propia capacidad para imaginar el futuro está clausurada o colonizada por un pesimismo atroz: pertenezco a una generación que se crió con películas y relatos futuristas que auguraban un mañana prometedor y que hoy, sin embargo, cuando abre alguna de las plataformas de contenidos audiovisuales, solo puede encontrar proyecciones distópicas: guerra de todos contra todos por unos recursos cada vez más escasos, sociedades rotas, autoritarias y violentas, un planeta ambientalmente arrasado e invivible. Ni un solo creador se atreve hoy a proyectar un futuro mejor y eso dice algo definitivo sobre nuestro presente.

El covid-19 nos ha puesto frente al espejo de nuestra fragilidad, de la precariedad de nuestra existencia. Tras décadas de un discurso triunfalista y soberbio, en el que parece que hemos alcanzado el fin de la Historia e incluso el fin de las limitaciones físicas al crecimiento y las biológicas a la extensión de la vida, la pandemia nos sacude produciéndonos una cura de humildad. En primer lugar, nuestros cuerpos son frágiles, pueden enfermar y pueden morir, a cientos y miles. Y la única forma de cuidarlos es tener sistemas universales de previsión y cuidado. Ningún cuerpo se salva solo del virus. Ningún individuo, por apellidos o dinero que acumule, se salva si no vive en una sociedad con instituciones capaces de reordenar las prioridades y perseguir un bien común, en este caso la defensa de la vida.

Y esa es precisamente nuestra segunda fragilidad, la de nuestras sociedades. Vivimos en países donde la desigualdad creciente ha erosionado los vínculos de solidaridad cívica y de empatía, donde la individualización y fragmentación han rasgado los lazos comunitarios y donde las instituciones de previsión o protección social han sido jibarizadas o directamente eliminadas. El neoliberalismo ha operado un proceso de desciudadanización de nuestras sociedades, se ha dedicado a pulverizar las memorias e instituciones –estatales o no– de cooperación social para sustituirlas por la atomización y la disgregación. Ha disminuido drásticamente con ello la capacidad de las mayorías sociales, de la gente, para contrapesar los designios caprichosos de eso que llamamos mercados. Votamos cada cuatro años, pero la concentración descomunal de poder y riqueza en la cúspide de la pirámide devora la soberanía popular y la sustituye por el libre arbitrio de las oligarquías: el mando de unos pocos, de cada vez menos. En un momento de sacudida social, de suspensión de la normalidad y de vulnerabilidad generalizada, nuestra sociedad, muy deshecha y desigual, ha tenido muchas dificultades para hacer frente a la conmoción y los mayores daños y dolores se han concentrado en los sectores más empobrecidos y débiles. Décadas de erosión de lo común dificultaron que reaccionásemos en común cuidando más de quienes más lo necesitan. De pronto descubríamos que todas las instituciones y personas que eran fundamentales para mantener el pulso social eran las que más maltratadas han sido en las últimas décadas: la sanidad pública; las residencias de mayores; los trabajadores esenciales, que casi siempre eran los peor remunerados; la administración pública diezmada por los recortes; la educación pública; la ciencia y la investigación. En los peores días, nadie se encomendaba a los fondos de inversión, sino a instituciones y colectivos que, paradójicamente, estaban diezmados por las políticas neoliberales. También necesitamos la industria nacional, que nos habría permitido una cierta capacidad de anticipación y de suficiencia, pero esta es casi inexistente por nuestro papel periférico en la economía europea, hasta el punto de que en las primeras semanas tuvimos dificultades para producir mascarillas o respiradores. Definitivamente, nuestras sociedades afrontaron el colapso muy debilitadas. En tercer y último lugar, el virus nos ha demostrado que nuestros ecosistemas son frágiles, que el planeta es frágil y que las condiciones que hacen posible la vida en el planeta son frágiles. Estamos inmersos en una dinámica depredadora que amenaza nuestro futuro en la Tierra y la existencia tal y como la conocemos. El covid-19 y sus consecuencias pueden haber sido tan solo el ensayo general de las consecuencias dramáticas que el cambio climático puede tener sobre nuestro mundo y el futuro de nuestra generación y las siguientes. Se trata de un reto de proporciones históricas que, de nuevo, nadie puede afrontar solo y para el que el modelo actual, la competencia depredadora de todos contra todos, no solo no tiene soluciones, sino que solo puede agravarse. Es necesario recuperar la capacidad de mancomunar esfuerzos, de hacer planes y de adelantarse para que la vida siga siendo posible.

En todas estas tres fragilidades emerge –retorna– la idea del bien común. Nuestras sociedades no son solo aglomeraciones de intereses particulares y egoístas, no pueden ser solo una carrera alocada contra nosotros mismos, contra nuestra salud, contra el prójimo y contra el planeta. Existe el interés general, que es superior a la suma de las partes. Hace pocos años, el fanatismo neoliberal tachaba esta idea de totalitaria: todo lo que sea ir más allá del individuo le parecía liberticida. Hoy ya es evidente que para que el individuo sea libre, pueda vivir sin miedo, hace falta comunidad, Estado y planeta en el que vivir. Solo somos libres en común, igualmente libres, en sociedades reconstruidas y fuertes que garanticen una cotidianidad emancipada del miedo y en un medio natural que permita la vida buena, lenta, placentera y saludable. Seguramente la disputa intelectual por la libertad sea la más importante para los demócratas de nuestro tiempo, contra la idea de la libertad como el despotismo solitario de los que pueden pagarlo todo y en favor de la libertad como la libertad de los frágiles que se asocian para serlo menos.

Algunos pensadores y corrientes de izquierdas han realizado una lectura más pesimista del impacto del covid-19, enfatizando que con la nueva centralidad del Estado y la densificación de la idea de comunidad también han venido el aumento de los poderes excepcionales y del control social, y la restricción de las libertades individuales. Creo que esta es una visión marcadamente politicista, que no asume que las restricciones a las libertades y el control operaban ya en las relaciones mercantiles normales y que carga todo el peso sobre el Estado y deja libres a los grandes poderes económicos que, en la práctica, deciden mucho más sobre la vida de cada individuo –sobre su tiempo, su renta, su vivienda, sus lazos sociales o sus deseos– que ningún gobierno. Estas lecturas, sorprendentemente, se sitúan cerca del liberalismo más reaccionario. En todo caso, sí estoy de acuerdo en que todo momento de crisis es ambivalente, presenta núcleos de sentido o prácticas de recorrido potencialmente progresista y democrático frente a otras potencialmente reaccionarias y autoritarias. Por eso el sentido de la crisis depende de una disputa política. La lucha intelectual, cultural y política que debemos emprender es precisamente por regar, extender e institucionalizar los elementos primeros, al tiempo que cercamos y neutralizamos los segundos.

La conciencia de la fragilidad produce al menos dos tipos de reacciones afectivas y políticas distintas. En la época del desconcierto y la incertidumbre, hay básicamente dos opciones: el sálvese quien pueda o la reconstrucción del contrato social. La primera, la de los reaccionarios, es una violenta huida hacia delante: todo es incierto salvo que rige la ley de la selva, o pisas o te pisan, y aspirar a formar parte de los fuertes, imitando sus maneras, sus palabras y su moral. Las nuevas extremas derechas no son más que la actualización de una cierta democratización de la crueldad: el penúltimo contra el último. Por machacado que estés, siempre te puedo ofrecer a alguien más débil sobre quien descargar tu frustración. Esta salida es la de la cohesión por la guerra permanente: la extensión al terreno de la política de las mismas relaciones caníbales y despóticas que ya rigen el conjunto de las relaciones laborales y mercantiles. Tiene a su favor que, pese a la retórica de rebeldía, supone solo una radicalización de la subjetividad ya imperante: compórtate políticamente como ya lo haces en el día a día, en un atasco, con tu jefe, en un bar o en tus interacciones en redes sociales. Adoración a los poderosos, a ver si así se te pega algo o dejan caer algo, y desprecio a los débiles, para exorcizar la amenaza cada vez más presente de la vulnerabilidad, de caer en su campo. Esta salida tiene un componente moral de servilismo, que canaliza siempre hacia abajo las humillaciones que vienen de arriba. Y se alimenta ciertamente del nihilismo y el cinismo de la época. Si en otro tiempo estos pudieron parecer afectos corrosivos para el poder, hoy no hay nada más sistémico y cómodo que el descreimiento, por el cual todo el que sostenga que podríamos tratarnos mejor, que las cosas pueden ser de otra forma, es un charlatán, un idealista o un manipulador; la única realidad es la de que las cosas son como son, se van a poner peor y más vale estar del lado de los que van a caballo y no de los que van a pie.

La otra opción es la de la alianza de los frágiles, la reconstrucción social. Dado que todos nos hemos descubierto débiles, dado que todos tenemos miedo y necesitamos dotarnos de normas, instituciones y entornos seguros, pongamos orden en este desorden que ha generado el hecho de que los de arriba hayan roto las normas. En este modelo, el afecto y el lazo de la comunidad no es la guerra, sino la solidaridad para con el prójimo: nos hemos juntado para garantizar que el otro no pasa miedo, que un golpe de mala suerte no le deja en la cuneta, porque el otro puedo ser yo en cualquier momento. Precisamente porque somos débiles, cooperamos para hacernos fuertes. Para este modelo hay que fortalecer y extender las instituciones, las prácticas y los derechos que más útiles nos han sido en los momentos más duros. Por una parte, las relaciones de ayuda mutua y de colaboración que se ponen en marcha espontáneamente en los momentos traumáticos o inesperados, que deben ser alimentadas, regadas y fortalecidas para que no sean la excepción, sino la regla. Igual que las relaciones de sálvese quien pueda generan una antropología egoísta y desconfiada –por ejemplo, la desregulación laboral desincentiva el asociacionismo o el ocio individualizado aísla–, así las instituciones que fomentan el encuentro, la igualdad y la satisfacción de necesidades en común reciudadanizan y reconstruyen lazo social –en el urbanismo, en el disfrute de servicios públicos, en el asociacionismo, en el ocio o en la economía social y cooperativa–. Nuestra tarea es librar una intensa guerra cultural para defender los valores sustanciales a la democracia y la empatía, al mismo tiempo que ir desarrollando en la guerra de posiciones avances institucionales que desincentiven los comportamientos más antisociales y faciliten e incentiven los más cooperativos y cívicos.

Como se ve, no estamos ante la tesitura de hacer girar la sociedad a la derecha o a la izquierda, sino ante una mucho más radical: simple y llanamente de hacer posible la sociedad y la vida en el planeta. La clave del ecologismo, de la ola verde que recorre Europa y llega ya a España, es precisamente anclar los grandes valores a las pequeñas cosas de la vida cotidiana y, además, hacerlo desde una suerte de reivindicación militante de lo que se considera una ingenuidad: el objetivo de la política debe ser la vida buena, proveer las condiciones para que la felicidad sea un objetivo perseguible y accesible. Estas ideas parecen menos llamativas que el ruido que a diario ocupa nuestra esfera pública, pero son las más importantes, las que dirimen si estamos bien o no, las que pueden marcar el siglo xxi: la Tierra y el clima, el tiempo, la salud. Es necesaria una gran ola verde que se ocupe de las cosas que de verdad importan, que arrastre la política de nuevo a hacerse cargo de la vida cotidiana. Una fuerza de lo pequeño, de los pequeños, para las cosas realmente grandes.

La pandemia evidenció de qué teníamos suficiente y de qué nos faltaba demasiado; nos dejó claro, a todos y cada uno, en las largas jornadas con nosotros mismos, qué cosas valían más la pena en nuestra vida y cuáles menos. Y a todos, me atrevería a decir, nos arrojó respuestas similares: tener salud física y mental, tener los medios de existencia cubiertos para dormir por las noches, tener tiempo, tener el calor de nuestros seres queridos, vivir en un entorno saludable, tener tiempo para cultivar nuestras pasiones o cuidar de los nuestros. Lo que pasa es que entonces emerge afilada una pregunta: si esas son las cosas que de verdad importan, ¿por qué con toda nuestra complejidad no somos capaces de asegurarlas?, ¿a quién satisface el modelo actual, que produce tanto dolor, que amenaza el planeta y que nos hace tan débiles ante los imprevistos? Por suerte, junto con esta pregunta afilada, emerge otra más prometedora: si hemos sido capaces de movilizar recursos y energías para confinarnos, para reorganizar la vida y para investigar, descubrir, producir y administrar la vacuna…, ¿no podemos serlo para, con ese mismo espíritu, garantizar la vida buena y segura a nuestros congéneres?, ¿para transformar nuestra economía generando prosperidad y empleos en una revolución industrial verde que detenga y revierta los efectos del cambio climático?La pandemia no es solo un shock, sino también una demostración de planificación democrática, con algunos componentes socialistas. Con la vacuna, todos asumimos que era demasiado importante como para dejarla al arbitrio de los vaivenes del mercado. No es solo que detrás de las patentes haya ingentes cantidades de dinero público para la ciencia o que los Estados garantizaran compras masivas que hicieran rentables todas las investigaciones. Es que decidimos que la administración de las vacunas no podía depender de la oferta y la demanda o del dinero de cada cual. Necesitábamos que el orden de vacunación siguiese pautas de utilidad social, yendo primero quienes nos cuidan y los más vulnerables. Una autoridad superior restringía la libertad de quienes más tenían para primar el bien común. Esa idea es tan potente que nadie ha osado cuestionarla, ni siquiera las derechas, y así puede que pase desapercibida. Por eso hay que reivindicarla.

A partir de ahí es fácil deducir cuál es la tarea para las fuerzas democráticas. Las relaciones cooperativas, de cuidados o de regulación pública del interés general deben ser conectadas, fortalecidas y extendidas. Se trata de hacer cotidiano lo que fue excepcional. Y para que no dependa del altruismo, de la conmoción o del heroísmo puntual, necesitamos instituciones estatales y comunitarias que organicen en la vida cotidiana esas relaciones y esas prácticas. Defender lo común no es poner memes de Lenin muy serios en Twitter, sino encontrar en la vida cotidiana, en los dolores cotidianos y en los deseos cotidianos las razones para una nueva voluntad colectiva nacional-popular para expandir la desmercantilización y la libertad, y las transformaciones económicas y estatales necesarias para ello, en un ciclo virtuoso de reformas en que cada paso adelante genere fuerzas, convicciones y arraigo en la vida cotidiana como para ir a por el siguiente.

No es solo un problema del tamaño del Estado. Estamos en algo distinto del neoliberalismo tal y como lo conocíamos. Incluso los grandes capitales reconocen y aceptan la nueva centralidad del Estado y la planificación, fueron los primeros en pedirle rescates y hoy hablan de colaboración público-privada. Cuando nosotros hablamos de Estado emprendedor, siguiendo a la economista Mariana Mazzucato, no nos referimos solo a que el Estado sea más grande. No es solo un prestamista y valedor en última instancia con más músculo, que regala en las buenas y rescata en las malas a quienes más tienen. Es un Estado eficaz, que orienta, que tiene una estrategia de país y que la conduce con el objetivo de fortalecer la sociedad y las comunidades, de enfrentar al cambio climático generando ciclos virtuosos de prosperidad, de democratizar las relaciones sociales y poner las condiciones para la vida buena. El termómetro para saber si se está produciendo un proceso de signo progresista es el de la correlación social de fuerzas: son progresivas y virtuosas las transformaciones que generen más fuerza para la ciudadanía y equilibren una balanza marcada por décadas de concentración oligárquica. Ese camino no es lineal, sino que tiene avances y retrocesos. Tampoco es solo gradual, pues experimenta saltos y quiebros.

Un gobierno progresista, así, no es el que choca con las derechas, que esto en todo caso es una derivada del proceso, sino que es el que reconstruye la sociedad sustituyendo la incertidumbre por la seguridad de los derechos y reequilibrando la balanza entre democracia y oligarquía.

Nota: este artículo forma parte del libro Con todo. De los años veloces al futuro (Planeta, Barcelona, 2021).

Fuente de la informacion e imagen:  https://nuso.org

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Libro: Subimperialismo y dependencia en América Latina

Subimperialismo y dependencia en América Latina

El pensamiento de Ruy Mauro Marini

Adrián Sotelo Valencia

Sotelo Valencia, Adrián. Subimperialismo y dependencia en América Latina: el
pensamiento de Ruy Mauro Marini / Adrían Sotelo Valencia; prefacio de Carlos
Eduardo Martins. – 1a ed. – Ciudad Autónoma de Buenos Aires: CLACSO; Ciudad
de México: Posgrado en Estudios Latinoamericanos de la UNAM, 2021.
Libro digital, PDF – (Temas)
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-813-053-8
1. Imperialismo. 2. Capitalismo. I. Martins, Carlos Eduardo, pref. II. Título.
CDD 306.342

 

Subimperialismo y dependencia en América Latina. El pensamiento de Ruy Mauro Marini es el más reciente libro de Adrián Sotelo Valencia y representa un esfuerzo teórico y empírico significativo para actualizar el trabajo de Marini a la luz de los grandes temas del mundo contemporáneo y de América Latina. Siendo uno de sus discípulos, y con una
vasta obra publicada en diversas lenguas, el autor expone en este libro las propuestas fundamentales de la teoría marxista de la dependencia a través de los conceptos desarrollados por Marini, para reinscribirlos en el debate de las ciencias sociales y someterlos al test del tiempo histórico. (Prefacio. Carlos Eduardo Martins, p. 12)

Descargue el libro completo en este enlace: https://biblioteca-repositorio.clacso.edu.ar/bitstream/123456789/15174/1/Subimperialismo-dependencia.pdf

 

Fuente de la Información: CLACSO – Novedad editorial: Subimperialismo y dependencia en América Latina / Adrián Sotelo Valencia. Colección Temas Recibidos.

 

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Argentina: Compromiso y nuevas metodologías educativas para un mundo en colapso

Compromiso y nuevas metodologías educativas para un mundo en colapso

Fuentes: Rebelión

La obra, de 240 páginas y 22 artículos, está orientada a las estudiantes, docentes, educadoras y trabajadores de la intervención sociocomunitaria.

“La educación es el arma más poderosa para cambiar el mundo”, afirmaba el expresidente de la República Sudafricana y líder en la lucha contra la segregación racial, Nelson Mandela. Partiendo de esta premisa, coordinación Baladre e Iniciativas Sociales Zambra han editado el libro colectivo Miradas que educan. Diálogos sobre educación y justicia social, coordinado por el pedagogo Juan José Vergara y el profesor Francisco J. Murillo. La obra, de 240 páginas y 22 artículos, está orientada a las estudiantes, docentes, educadoras y trabajadores de la intervención sociocomunitaria.

El pedagogo, docente (con más de 35 años de experiencia) y presidente del Laboratorio de Innovación Educativa (LABINE), Juan José Vergara, recupera una de las frases célebres del filósofo Jean-Jacques Rousseau, como referente de las Metodologías Activas: “La mejor escuela es la sombra de un árbol”. Asimismo recuerda las cifras de UNICEF (diciembre 2020) sobre el precipicio digital infantil: dos de cada tres niños en edad escolar del planeta (1.300 millones) no tienen conexión a internet en sus casas. Y en India, “más de 50 millones de niños y niñas no son capaces de leer su nombre”.

Ante un mundo “desigual, injusto e inhabitable”, Vergara defiende una mirada distinta del aprendizaje, en que éste no quede reducido a una transmisión intergeneracional de contenidos y valores. También valora la creatividad: no existe una respuesta única a los problemas.

“Aprender es una aventura, un acto colectivo y reflexivo en el que se desarrolla el pensamiento crítico; pero además es imprescindible actuar. Aprendemos haciendo, implicándonos directamente en el contexto”, sostiene el autor de Aprendo porque quiero. El aprendizaje basado en proyectos (ABP) paso a paso. Por ejemplo, en el conocimiento de un barrio –por parte de un escolar- recorriendo las calles y hablando con sus habitantes.

Maestro durante más de dos décadas, David Santos Alejo participa en el portal digital y podcast Píldoras de Educación y forma a profesores en metodología y tecnología. En su artículo subraya que más de 3.000 centros educativos públicos del estado español no cuentan con una conexión a Internet de alta velocidad.

Junto a la importancia de la responsabilidad –por parte de docentes y familias- en el tiempo que el menor pasa ante las pantallas, Santos otorga prioridad a la pedagogía; así, “la tecnología en la educación sólo tiene sentido cuando le damos un propósito, una intención”. Propone, por tanto, hacer un uso crítico y humanizarla. A menudo, añade el maestro, la tecnología se utiliza en el aula para sustituir aspectos ya conocidos (por ejemplo libros de texto por digitales).

“La tecnología, por sí sola, sin unas directrices y apoyo, no contribuye apenas en el desarrollo de la creatividad. La tecnología debe ser ‘invisible’ poniendo el foco en lo cognitivo, en la curiosidad, en la experimentación y en la colaboración (…). También debemos ser capaces de gestionar la atención en un mundo digital en el que tenemos un exceso de información”, explica David Santos.

Manuela Mesa forma parte de la Cátedra UNESCO de Educación para la Justicia Social y es codirectora del Instituto de Derechos Humanos, Democracia, Cultura de Paz y no Violencia (DEMOSPAZ). Remata su artículo con una reflexión de María Zambrano, que considera la paz como un ideal situado más allá de un posicionamiento concreto; se trata, según la filósofa, de una revolución, una forma de vivir, de habitar el planeta y ser persona. La Educación para la Paz cuestiona la guerra y la violencia como hecho inevitable o medio eficaz para la resolución de conflictos, defiende Manuela Mesa.

Cita entre otros al pedagogo y psicoanalista austriaco Bruno Bettelheim (1903-1990), autor del libro Educación y vida moderna: “La violencia es el comportamiento de alguien incapaz de imaginar otra solución a un problema que le atormenta”. La socióloga y antropóloga pone el acento en la idea de “cuidado” para el sostenimiento de la vida; la “vulnerabilidad” de los seres humanos; el concepto de “interdependencia”, así como los saberes y experiencias de las mujeres (la iniciativa 1.325 mujeres tejiendo la paz, de CEIPAZ, recoge las historias de vida de Elise Boulding en Noruega; Somaly Man en Camboya; Vandana Shiva en India o Lydia Cacho en México).

En el texto inicial del libro, el profesor en Métodos de Investigación y Evaluación en la Educación de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), F. Javier Murillo, resume en cinco puntos la idea de Educación para la Justicia Social; son la inclusión y el trabajo en equipo (profesorado, escolares y comunidad educativa “sienten el centro como suyo y trabajan duro para mejorarlo”).

De hecho, agrega Murillo, el aprendizaje es un asunto de todos: estudiantes, profesores y familias; y ha de promoverse la atención a la diversidad (“nada hay más injusto que un trato igual para personas diferentes”, por clase social, cultura, género o sexualidad); el autor apunta la necesidad de que la escuela trabaje con las asociaciones locales y su implicación en los problemas del barrio; por último, la democracia y participación –por ejemplo mediante las asambleas de aula- ha de cuidarse especialmente respecto a los colectivos marginados.

El artículo Las lentejas de mi abuela: alimentación, educación, feminismo y justicia social, de la educadora popular Alicia Medina, recoge dicotomías como agroecología o barbarie; petrodependencia frente a inter-ecodependencia y la superheroína de ficción Mujer Maravilla en contraposición a Las Kellys (colectivo de mujeres que limpian en los hoteles).

La autora critica que, en la pirámide alimentaria de la educación convencional, se omitan las referencias a la explotación laboral, migraciones en temporadas de cosecha, emergencia climática, publicidad engañosa, contaminación por agroquímicos, origen de la diabetes, cocina saludable o feminismo (según la FAO, las mujeres rurales suponen cerca del 40% de la fuerza laboral agrícola en los países del Sur, “pudiendo llegar a más del 50% en determinadas partes de África y Asia”; sin embargo, menos del 20% de los propietarios de la tierra en todo el mundo son mujeres).

Miembro de la Red Canaria en Defensa del Sistema Público de Servicios Sociales (REDESSCAN) y Baladre, M. Koldobike Velasco propone enfocar las miradas a los derechos y la acción socio-educativa emancipatoria, frente al vigente sistema capitalista, colonial y patriarcal. Y además defiende que todas las personas se conviertan en agentes de transformación, mediante los vínculos comunales; cuidando lo político y politizando los cuidados; o haciendo visibles los conflictos, para resolverlos de modo no violento y buscando la verdad.

La barbarie actual produce cegueras e impone su mirada occidental –androcéntrica, antropocéntrica, etnocéntrica (racista y colonialista)- y su sentido común. “Como nos enseña Foucault, actúa a través de microrrelaciones de poder que son mucho más eficaces por su proximidad e invisibilidad”, afirma la activista.

Sobre las cárceles y los centros cerrados (CIE y centros de menores) escribe en Miradas que educan Emiliano de Tapia Pérez, integrante de Baladre y la asociación ASDECOBA en Salamanca. Resalta que, entre finales de los años 70 del siglo XX y la primera década de la centuria actual, en el estado español, el número de personas presas pasó de 18.000 a más de 70.000.

Las causas más destacadas de la reclusión derivan de “importantes conflictos sociales” no resueltos, como la mayor pobreza y el menor nivel educativo. Emiliano de Tapia considera el siguiente dato para definir la cárcel como un instrumento básicamente punitivo: “El porcentaje de funcionarios de vigilancia se sitúa en torno al 40%, mientras que los de tratamiento no llegan al 3%”; y concluye de este modo: “Vivimos en una sociedad enferma, en la que no existen formas de prevención”.

En el texto colectivo de Zambra y Baladre han colaborado Labine y la Cátedra UNESCO en Educación para la Justicia Social. El libro incluye las reflexiones de Raúl Zibechi sobre La Educación popular en los movimientos sociales; Manolo Bayona y Ruth L. Herrero, en torno a Renta Básica de las Iguales y justicia social; e Isa Álvarez y Luis González Reyes, que introducen las perspectivas del ecofeminismo y el colapso, entre otras.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

 

Fuente de la Información: https://rebelion.org/compromiso-y-nuevas-metodologias-educativas-para-un-mundo-en-colapso/

 

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Venezuela: Don’t Look Up: What Matters Is The Market

Don’t Look Up: What Matters Is The Market

Luis Bonilla-Molina

North American black humor is shown in its fullness with the film «Don’t look up» (2021), written and directed by Adam McKay. It is a satirical science fiction story about a gigantic asteroid (it kills planets) heading towards earth threatening to destroy human civilization and the decisions made in this regard by the government, the scientific community, the mass media and population in general. Its plot is too similar to what is happening with respect to climate crisis.

Government

After much disregard for the opinion of scientists, the government bureaucracy decides to try to divert the asteroid from its collision path with the blue planet, by sending rockets with nuclear explosives. The mission of saving the earth is aborted when the government discovers that the «planet killer» is composed of «rare earth elements” that the technological industry requires, as well as gold and other precious metals. The danger of extinction of the human species is minimized before the possibility of seizing all the potential wealth that the asteroid contains; They attempt a fragmentation maneuver that fails and the elements are destroyed.

In the film it is evident citizens’ growing perception of rulers as stupid people with too much power and banal and superficial interpretations about what is happening in the world , fed only by the support of a facilitating State model of profits and guarantees for the richest. Faint-hearted politicians, «disconnected» from the reality of the common, obedient to the mandates of the stock market. Bureaucrats who risk the people, but always have their «plan B» to save themselves, in this case, with a «space station» that took them to another habitable planet where to restart a capitalist world.

In many countries this film is number 1 on the Netflix list, thus showing the film’s harmony with the disenchantment of the «politics of politicians» and the collective demand for another policy  came from the interests of those below, of the majority.

The media

The film shows the link between the cultural industrial complex and the maintenance of power. The Daily Rip, television program directed by Brie and Jack clearly shows the concealment of what is important by the media dependent on large chains that are listed on the stock exchange. The mainstream media role  is not to inform, but to make what is important seem simple and misinformation is imposed as a trend, where fun becomes relevant. Entertainment as the mainstay of information, above veracity, reveals the current reality of the big media.

The treatment given to scientists (Randall and Kate) in the television program reflects the systematic media intention to reinforce the collective imagination on men and women of science that religions have built. Shy, not very sociable, bipolar, unable to speak in the common language it is a reaffirmation in the film of the disdain of the powerful regarding scientific activity. They use  scientists to feed the mode of production and undertake any new activity that means profit, but they are not interested in the scientific reason for decision-making because this could lead them to dismantle the system or open the way to a radical revolution. The film leaves the work of the big news networks uncovered.

The scientific community

The film shows how scientific activity is controlled by directors of research centers who have the role of guaranteeing the usefulness of discoveries or inventions for the system and avoiding the propagation of any idea that affects the establishedment. He insists on the narrative of placing grassroots scientists as individuals with no political ability to communicate their results, a kind of social autists.

This aims  to strengthen the discourse that it is not the capitalist system’s fault which works to destroy life on the planet, but with men and women of science who do not know how to present their discoveries, showing solutions that do not alter the existing status quo.

There is  also,another scientific activity embodied by billionaires who seize cutting-edge knowledge to guide it with commercial logic, devoid of humanism. This is the case of Mark Rylance who portrays the Musk, Gates, Soros, among others, with his ideology of the market for science. Moreover, this character ends up leading the migration of survivors to another planet, that is, he is shown as the model of successful science, of «real politik.»

Finally, in the scene of the scientists’ family dinner with Kendall’s family, science ends up succumbing to faith, holding hands and surrendering to God in the face of the impossibility of saving the planet. It is a pathetic scene of false resignation of reason to the spiritual world. It presents scientists as «atheists thank God.»

The village

In “Don’t look up”, in order to avoid realizing that the asteroid is approaching the earth, the world population assumes an almost indifferent position to the risks of climate change because if there are jobs and profits it is well worth risking the planet that welcomes us. “Do not look up” is the story of human stupidity, influenced by capital and market logic, capable of subordinating life to the roulette of profits.

It is also the example of how alienation with the capitalist world system is functional to the interests of big businessmen, governments and politicians, but never for the people. It is a parody of what is happening with climate change with anthropocentrism and human centrism as expressions of disconnection with life. But it also shows how  proofs, when presented to the people without mediation, can produce a change of awareness, only  in some cases, like in the film, it can be too late.

Stop the world, I want to get off !

Quino popularized this phrase in Mafalda, which in this case “fits like a glove”. The feeling that remains at the end of the film is that we are facing an unviable model of society and the existing relationship  between science and life. The fact that this film is a production of the cultural industrial complex, starring actors like Leonardo DiCaprio seems to coincide with the speeches of the spokesmen of the Davos Economic Forum who point out that we are beginning a «reboot or reset» of world society, not for transcend capitalism, but to consolidate it in a new context of planetary ecological crisis.

But not everything is as easy as in Mafalda’s expression, if the planet stops working, what we have left is to get out of life. The only way to avoid ecological and neo-Malthusian collapse is by generating a radical change in the social relations of production.

English version by: Celina Castro Jaimes

Fuente de la Información: https://luisbonillamolina.com/2022/01/08/dont-look-up-what-matters-is-the-market%ef%bf%bc/

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Guatemala: 25 años de la firma de los Acuerdos de Paz, 25 años de neoliberalismo

Guatemala: 25 años de la firma de los Acuerdos de Paz, 25 años de neoliberalismo

Itzamná Ollantay
En la atmósfera navideña, y al día siguiente de la fiesta de los “santos inocentes”, los grupos alzados en armas aglutinados en la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) y el Estado criollo de Guatemala, luego de 36 años de “guerra interna”, firmaron los Acuerdos de Paz firme y duradero. Entonces, era 29 de diciembre de 1996.
Los contenidos de dicho compromiso político fueron doce. De éstos quizás el décimo, el referido al reconocimiento de la URNG como sujeto político, sea el de mayor cumplimiento. Todo lo demás, incluido el “achicamiento” del Ejército, acceso a tierra para campesinos, lucha contra el racismo, más impuestos para el Estado, etc., en la actualidad, se encuentran en peor situación, tanto a nivel estadístico, como cotidiano, que de lo que ocurría en la década de los 90 del pasado siglo.

Sólo por mencionar algunos datos duros: Al momento de la Firma de los Acuerdos Paz, más del 50% de la población del país se encontraba en situación de pobreza. Para 2018, según el Ministerio de Desarrollo Social, más del 61% de guatemaltecos se encontraban en situación de pobreza multidimensional. En la actualidad, Guatemala es campeona continental con niños en situación de desnutrición.

Es verdad que gracias a los Acuerdos de Paz el Ejército ya no “desfila públicamente” en las calles. Pero, con los Acuerdos de Paz la industria de la seguridad privada tuvo un crecimiento histórico en la vorágine de la violencia del país. Y esta industria de la seguridad privada la monopolizan militares retirados. La seguridad se convirtió en un lucrativo negocio privatizado.

Casi la totalidad de las ciudades principales del país consumen maíz proveniente de México, con serias sospechas de sobredosis del cancerígeno glifosato. En la actualidad, todas las tierras cultivables del país son acaparadas para monocultivos. Incluso las tierras entregadas por Fondo de Tierras, bajo las reglas del libre mercado, son alquiladas para monocultivos de palma africana. En los 90, por lo menos las ciudades consumían tortillas de maíz con inocuidad alimentaria porque los y las campesinas accedían a tierra para alquilar y cultivar.

En cuanto a la promesa de la ampliación de la recaudación de impuestos, las historias más blancas y nefastas de corrupción por evasión y sustracción de los pocos impuestos se escribieron en la última década. El país subsiste gracias a las remesas económicas que envían cerca de 3 millones de guatemaltecos expulsados después de la firma de los Acuerdos de Paz. Antes de la pandemia, las remesas representaban cerca del 17% del Producto Interno Bruto del país. En 2021, las remesas crecieron en más del 34% con relación al 2020.

La violencia estatal empresarial persiste en la actualidad. La diferencia es que ya no existen grupos político/militares armados para repeler dicha violencia. ¡Ningún gobierno en la era post Acuerdos de Paz gobernó sin recurrir al uso del mecanismo de “Estado de Sitio o Estado de Excepción”! La persecución, criminalización y asesinato selectivo de defensores/as de derechos humanos y de la Madre Tierra fue y es una constante en la bicentenaria República que firmó y prometió paz y pan para su empobrecida población.

La exitosa implementación del sistema económico político neoliberal es un correlato de la firma de los Acuerdos de Paz. Quienes impulsaron y firmaron dichos Acuerdos sabían que firmaban los estatutos para la implementación de la mesiánica propuesta neoliberal.

Quizás por ello, los contenidos de los 12 acuerdos no refieren, ni de lejos, a las ideas de cambios estructurales profundos y urgentes del país como son: la plurinacionalidad, la democracia participativa, el Buen Vivir, la redistribución de la tierra/democratización económica, derechos sociopolíticos de los pueblos y derechos de la Madre Tierra, entre otras.

Pero, como nada ocurre fuera de la Bondad, el neoliberalismo, como correlato de la implementación de los Acuerdos de Paz, activa y activó procesos de resistencias comunitarias fecundas y transformadoras, incluso fuera y más allá del marco teórico/ideológico de los Acuerdos de Paz.

A 25 años de la firma de los Acuerdos de Paz, comunidades campesinas, pueblos originarios, colectivos urbanos y sectores sociales excluidos, dentro y desde sus dinámicas de procesos de resistencias colectivas, plantean e impulsan la urgente necesidad de un proceso de Asamblea Constituyente Popular y Plurinacional para realizar cambios estructurales en el país, crear el Estado Plurinacional, y avanzar hacia el Buen Vivir, más allá del marco de la modernidad incluso.

Estos actores colectivos, con sus propuestas, emergen fuera de las constelaciones de los sujetos políticos institucionales que surgieron con los Acuerdos de Paz (como son URNG, WINAQ). No porque se sintieran “traicionados” por los firmantes de los Acuerdos de Paz, sino porque simplemente sus históricas demandas postergadas no formaron parte de los contenidos de los Acuerdos de Paz.

La promesa política del “goteo” o “chorreo” del banquete neoliberal hacia los sectores empobrecidos nunca ocurrió, ni ocurrirá en Guatemala, ni en ningún lugar del mundo. En consecuencia, son urgentes los cambios estructurales plurinacionales impulsados y dinamizados por los pueblos y comunidades que soportan el peso de la exclusión y el saqueo neoliberal.

Fuente de la Información: https://www.telesurtv.net/bloggers/Guatemala-25-anos-de-la-firma-de-los-Acuerdos-de-Paz-25-anos-de-neoliberalismo-20211228-0003.html

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Brasil: Porque 2022 realmente no puede comenzar de verdad. Desencanto por el futuro y creación de esperanza

Porque 2022 realmente no puede comenzar de verdad. Desencanto por el futuro y creación de esperanza

Leonardo Boff

Estamos a mediados de 2021, un año que no ha terminado porque Covid-19 ha cancelado la cuenta atrás para continuar con su letal labor. 2022 aún no se puede inaugurar. El caso es que el virus ha puesto de rodillas a todos los poderes, especialmente a los militaristas, ya que su arsenal de muerte se ha vuelto totalmente ineficaz.

Sin embargo, la genialidad del capitalismo, respecto a la pandemia, ha provocado que la clase capitalista transnacional se reestructure a través del Gran Reseteo, expandiendo la reciente economía digital a través de la integración de los gigantes: Microsoft, Facebook, Apple, Amazon, Google, Zoom y otros con el complejo militar-industrial-seguridad. Tal evento representa la formación de un inmenso poder, nunca antes visto. Nótese que se trata de una potencia económica de carácter capitalista y que, por tanto, cumple su propósito esencial, el de maximizar las ganancias de forma ilimitada, explotando, sin consideración, al ser humano y a la naturaleza. La acumulación no es un medio para vivir bien, sino un fin en sí mismo, es decir, la acumulación por acumulación, que es irracional.

La consecuencia de esta radicalización del capitalismo confirma lo que un sociólogo de la Universidad de California en Santa Bárbara, William I. Robinson, bien observó en un artículo reciente (ALAI 20/12/2021): “En la medida en que el mundo se liberará de la pandemia, habrá más desigualdades, conflictos, militarismo y autoritarismo y, en la misma medida, se incrementará la agitación social y el conflicto civil;  los grupos gobernantes se esforzarán por expandir el estado policial global para contener el descontento masivo, que viene de abajo”. La inteligencia artificial, de hecho, con sus miles de millones de algoritmos servirá para controlar a todas las personas y a la sociedad en su conjunto. ¿A dónde llevará este poder brutal a la humanidad?

Conociendo la lógica inexorable del sistema capitalista, Max Weber, uno de los que mejor lo analizó críticamente, poco antes de su muerte, dijo: “Lo que nos espera no es el florecimiento del otoño, nos espera una noche polar, oscura. Oscura y ardua. (Le Savant et le Politique, París 1990, pág. 194). También acuñó la expresión fuerte que golpea el corazón del capitalismo: es una “jaula de hierro” (Stahlartes Gehäuse) que no puede abrirse paso y, por ello, puede conducirnos a una gran catástrofe (ver el análisis relevante de M. Löwy,  La jaula de hierro: Max Weber y el marxismo weberiano, México 2017). Esta opinión la comparten grandes nombres como Thomas Mann, Oswald Spengler, Ferdinand Tönnies, Eric Hobsbown, entre otros.

Los más importantes, además del Gran Reseteo de los multimillonarios, son: el capitalismo verde, el eco-socialismo, el ‘bien vivir y convivir’ de los andinos, la biocivilización de diversos colectivos y del Papa Francisco, entre otros. No hay espacio aquí para detallar este tipo de proyectos, lo que hice en el libro “Covid-19: Mãe Terra contra-ataca a Humanidade” (Vozes 2020). Yo solo diría: o cambiamos el paradigma de la producción, el consumo, la convivencia y, sobre todo, la relación con la naturaleza, con respeto y cuidado, sintiéndonos parte de ella y no por encima de ella como dueños y dueños, o se cumplirá la predicción de Max Weber: de 2030 a 2050 a más tardar, podríamos ver un Armagedón ecológico-social extremadamente dañino para la vida y la Tierra.

En este sentido, mi sentimiento del mundo me dice que quien destruya el orden del capital, con su economía, política y cultura, no sería un movimiento ni una escuela de pensamiento crítico. Sería la propia Tierra, un planeta limitado que ya no soporta un proyecto de crecimiento ilimitado. El cambio climático visible, objeto de discusión y decisión (prácticamente ninguna) de la última COP de Naciones Unidas, el creciente agotamiento de los bienes y servicios naturales, fundamentales para la vida (The Earth Overshoot) y la amenaza de romper el principal de las nueve barreras al desarrollo que no se pueden deshacer a costa del colapso de la civilización son algunos indicadores de una tragedia inminente.

Un número significativo de expertos en clima dice que estamos retrasados. Con los gases de efecto invernadero ya acumulados, no podremos contener la catástrofe, sino solo, con ciencia y tecnología, mitigar sus desastrosos efectos. Pero vendrá la gran crisis irreversible. Por eso se han vuelto escépticos e incluso tecno-fatalistas.

¿Somos pesimistas resignados o, en el sentido de Nietzsche, proponentes de una “resignación heroica”?  Aprecio, como solía decir un presócrata: debemos esperar lo inesperado, porque si no lo esperamos, cuando llegue, no lo notaremos. Lo inesperado puede suceder, desde una perspectiva cuántica: el sufrimiento actual por la crisis sistémica no será en vano;  Se acumulan energías benéficas que, habiendo alcanzado cierto nivel de complejidad y acumulación, darán un salto a otro orden superior con un nuevo horizonte de esperanza para la vida y para el planeta viviente, Gaia, Madre Tierra. Paulo Freire acuñó la expresión Esperançar: no nos quedemos esperando que algún día la situación mejore, sino creamos las condiciones para que la esperanza no quede vacía, pero que -con nuestro compromiso – se haga efectiva.

Creo que este salto, con nuestra participación, podría darse y entraría dentro de las posibilidades de la historia del universo y de la Tierra: del actual caos destructivo podemos pasar a un caos generativo de una nueva forma de ser y que habita el planeta Tierra.

Esto es lo que creo y espero, reforzado por la palabra del Apocalipsis que dice: “Dios creó todas las cosas por amor, porque es el apasionado amante de la vida” (Sab 11, 26). No permitirá que terminemos tan trágicamente. Seguiremos viviendo bajo la benévola luz del sol.

Leonardo Boff, ecologista, scritore y filósofo de la liberación. Es autor de: “El doloroso nacimiento de la Madre Tierra: una sociedad de fraternidad sin fronteras y amistad social”, Voices 2021;  “Habitando la Tierra: ¿cuál es el camino hacia la hermandad universal?”  Voces 2021.

Fuente de la Información: https://www.farodiroma.it/porque-2022-realmente-no-puede-comenzar-de-verdad-desencanto-dpor-el-futuro-y-creacion-de-esperanza-leonardo-boff/

 

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