Por. Mari Carmen García Barros
«Lo que los demás piensen de ti, no es tu problema», «a ti no te cae bien todo el mundo, ¿verdad? pues tú tampoco tienes porque caer bien a todos» le repetía yo a Juan cada vez que se quejaba de las críticas que recibía de sus compañeros de clase.
Expresiones en las que yo creía firmemente como adulta y que eran mi intento de empoderarlo, de que adquiriese conciencia de quien es él, de cuánto vale, y de que la pertenencia al grupo no lo es todo, especialmente cuando el grupo está compuesto por niños (as) que no se comportan con arreglo a lo que en casa estimamos adecuado y sano.
Yo tenía presente que era el nuevo de la clase y necesitaba tener amigos, pero también que muchos de los compañeros no mantenían una catadura moral tal que apeteciese rodearse de ellos ni las «luchas fratricidas» un aliciente para pertenecer a su círculo. Pero mi aliento no era suficiente porque Juan a veces se sentía peor de lo que yo albergaba a entender.
El malestar de Juan era lógico y su percepción muy acertada: había algo más, mucho más de lo que mostraban…
A finales de marzo se acercaban las vacaciones, la Semana Santa desfilaba: semana de procesión, de recogimiento, de oración… semana de pasión.
Juan salió llorando de clase: «Mamá, a excepción de dos niñas, todos se ríen de mí, yo no soy importante; se burlan de cómo soy, de mis aficiones, de mi manera de correr…» No era la primera vez, ni la segunda siquiera, pero era la más intensa. Aunque fuese el nuevo de clase, aunque no le gustase el fútbol, aunque jugase con niños de otros cursos, ¿sirven como causa que justifique la intolerancia?
Juan tiene 11 años, es brillante, muy buen estudiante, afectuoso, respetuoso, obediente y siempre presta atención. Lo dicen sus profesores, no lo digo yo.
Esa tarde de inicio de vacaciones, una compañera de Juan se me acercó:
– ¡Ya no lo soporto más! nada de lo que le hace… toda la clase; ya no soporto el «virus de Juan».
– ¿Qué es eso? – pregunté – ¿es porque ha estado enfermo?
– No, es un juego.
El juego más estúpido, perverso y doloroso que podía imaginar. No sólo era agresivo y altamente contaminante, es que tenía varias cepas, era mutante: el virus de Juan y el virus del culo de Juan. El primero se contagiaba al mero contacto, el segundo cuando se sentó encima de la mano de un compañero ¡este último más agresivo, desde luego! Cuando Juan no los veía, uno a uno se tocaban y entre susurros y risas, en bajito y a escondidas, repetían: «el virus de Juan, el virus de Juan». Así, uno tras otro, hasta veinticuatro; el último, contra la pared o a la papelera debía lanzarlo ¡menudo teatro! Mi morenito risueño se sentía sano, pero se había convertido en un intocable, en un apestado.
Había algo aún peor: al no conocer su enfermedad, no podía desinfectarse. Juan no podía curarse. Ésa es la mayor perversión: la que en silencio y soterrada dinamita tu red social, te aísla del grupo, impide cualquier relación y provoca tu exclusión.
Parece difícil, imposible tal vez. Pues muy fácil les fue.
Era tanta mi desolación que no sabía qué hacer. Parecía que una parte del mundo se había resquebrajado a mis pies. «Si esto es lo que se maneja en las aulas, si en sexto de primaria los niños alimentan tales distorsiones, poco futuro auguro a estas generaciones» fue lo primero que pensé. Desasosiego, desánimo, desamparo, desaliento y desesperanza vinieron después.
Habían comenzado las vacaciones, el colegio estaba cerrado ¿qué podía hacer? ¿Adónde recurrir? ¿Cómo dar cauce a mi sentir? Y entonces, actué.
Busqué el número del grupo de padres de clase, les escribí, les conté de lo que me había enterado y di por supuesto que ninguno lo sabía porque le habrían puesto fin. Que hablasen con sus hijos, les pedí. Que se hiciesen conscientes del daño que habían ocasionado a Juan y a quienes lo queremos. Era tan extraño que no lo podía explicar… ¡Si él sólo quiere ir a clase como un niño más!
La mayoría de padres contestaron que lo sentían, se sorprendían, no lo sabían; a alguno le pareció que exageraba, una minoría nunca dijo nada… Si es que ya no importaba.
Esa misma tarde también escribí a los seis profesores de Juan y a la directora del centro. Uno a uno fui relatando los hechos, transmitiendo mis sentimientos; no importaba si antes no lo sabían, ahora debían poner fin a ese comportamiento.
Eso sólo fue el comienzo. A menudo, tiras de un hilo y la madeja se va deshaciendo, aquí tiraba y tiraba y seguía creciendo ¡todo lo que le estaban haciendo! Cada día que pasaba de algo más me ilustraba, cada día me volvía más sabía.
Volví a escribir al colegio, a relatar los nuevos episodios. Apenas sentía dolor, ahora era mi furia quien hablaba: la leona que rugía en mi interior. Pero todos eran mensajes sin recepción, nadie había al otro lado, nadie los recibía, nadie los abrió durante ¡12 días!
En esos días de asueto Juan se encontró con un compañero y en la calle le pidió perdón. Nada tenía contra él ¡si es que le tenía aprecio! Pero se trataba del juego y todos eran uno y quien intentase ponerle fin, quedaría fuera del grupo. Y ninguno era un héroe con coraje tal que resistiese la presión del clan… hasta que apareció la heroína sin lealtad.
El día de regreso a las clases, me presenté en el colegio:
– Abre los correos, por favor – le dije al tutor.
– Sorpresa, enfado, incredulidad, incomprensión…
– Esto debía saberlo yo, ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Cómo es que no me he enterado?
– Pues tú sabrás, ése es tu trabajo.
Se sintió acorralado: Juan no volvería al colegio hasta que este conflicto se solucionase ¡y no en falso! Yo no iba a consentir que se enfrentase a los compañeros, que justificase su sentir… a que fuese víctima de nuevo ¡veinticuatro verdugos son todo un ejército!
Cada uno de los hechos se había desvelado y ahora tocaba al centro solucionarlos. Menuda tarea: exigía valor, compromiso y firmeza.
Y llegó a la clase:
– ¿Qué ocurre con Juan?, preguntó.
– Yo empecé, lo siento de verdad, nada tengo contra él, es buen amigo, buen compañero. Nada nos ha hecho.
Hablaron sólo unos cuantos, pero era un sentimiento compartido. Se trató de un juego perverso que se les fue de las manos y merecía un castigo… Y, según parece, algunos ya lo habían expiado en esa extraña y santa semana de pensamientos sobrecogidos.
Entonces todos los niños, guiados por el tutor, le escribieron 24 cartas. Estaban arrepentidos y le pidieron perdón: «regresa a clase Juan, no volverá a pasar, lo sentimos de verdad».
Al final de ese día, Juan y yo las leímos ¡cuánto lo agradecimos! Queríamos tenerlas, pero el tutor se las quedó para recordarles su intención; a fin de curso a Juan se las daría, ¡que la cumplan por favor!
Al día siguiente, uno más tarde que el resto, Juan regresó al colegio. Volvieron a pedirle disculpas, a solicitar su perdón, a aliviar su dolor. Juan los perdonó y también se liberó. Se disolvió la frustración.
Así son los niños. ¿Y los profesores?
Bueno, ellos son un poco distintos. Aunque sé que alguno especialmente lo sintió, ni uno sólo se dirigió a Juan (su silencio fue un estruendo) ni a mis cartas contestó. «Comunicaciones» la plataforma del colegio se llama… Vaya paradoja, casi una metáfora.
Un mes después la directora me citó: quería pedirme disculpas por su inexcusable actuación. Las acepté ¡cómo sino! Aunque la inmediatez es fundamental para atender cualquier dificultad, yo necesitaba volver a confiar. Al fin y al cabo, no se trató de un primer auxilio… «sólo» de la protección, la defensa y el afecto hacia un niño.
El virus de Juan o de cualquier otro.
Atentos para que no se repita: es muy agresivo, es contagioso y la esperanza debilita. Y si apareciese de nuevo o se volviese endémico, recordad que tiene solución: está guardada en cada corazón.
Este conflicto se solucionó porque todos formaban parte del problema y todos formaron parte de la solución. Todos tenían una responsabilidad (niños, padres y docentes) y todos, a su ritmo, la asumieron.
Cada uno hizo lo que debía: los niños necesitaban un límite, y la compañera con más conciencia y valentía, me contó lo que pasaba para que yo lo frenase; los padres hicieron los deberes inherentes a la paternidad, no en vano la primera escuela es el hogar, somos padres a tiempo completo y no vale decir «eso es cosa del colegio»; los profesores también necesitaban un toque de atención: la miopía, el apaciguamiento y la incoherencia predominaban como ejemplo, por mucho que se empeñaran en educar en valores y es que, a menudo, «uno enseña lo que más necesita aprender».
El acoso se resolvió con ganancia para todos: se reconoció el dolor de Juan y se restauró su posición, desaparecieron la ira y el dolor que conllevan ser víctima, y se dio oportunidad a los «verdugos» de recobrar su dignidad al pedir perdón por su conducta y prometer que no la repetirían. Todos se liberaron.
Para abordar el acoso se apela a la implantación de protocolos o a la intervención de expertos externos, en un intento de desviar la responsabilidad y la falta de capacidad para afrontarlo. Pero yo creo que es más fácil que todo eso, aunque se necesite de una auténtica pedagogía emocional y moral.
Esta historia tiene una segunda parte, menos bonita pero igual de reveladora de las distintas realidades que convergen en las aulas. Demasiadas para tan poco espacio.
Mari Carmen García Barros es autora del libro «El virus de Juan, Paloma, Tomás y todos los demás», Zaragoza 2016
Fuente: http://www.educaweb.com/noticia/2016/05/11/virus-juan-mi-experiencia-acoso-escolar-9377/
Imagen: https://scontent.cdninstagram.com/t51.2885-15/e35/13118188_582594071898416_778722039_n.jpg?ig_cache_key=MTI0MTQ0MDA1NjYwMjYzNjk1Mw%3D%3D.2