Desde luego que las apreciaciones que a continuación expongo parten de esta idea, de que el documento fue “filtrado” por quién sabe quién en las redes sociales y, por tanto, no goza de la oficialidad requerida, pero sí de un análisis que posiblemente aporte al conocimiento de maestras y maestros.
En realidad, pocos estudios o investigaciones se han hecho con relación al calendario que ha venido organizando el trabajo escolar en las escuelas mexicanas. Al respecto, más adelante compartiré tres de trabajos que, desde mi perspectiva, aportan algunos elementos importantes para su posterior reflexión. Comencemos.
Desearía iniciar por mencionar que, conceptualmente, dicho calendario escolar puede concebirse como una norma o disposición de naturaleza administrativa que regula el funcionamiento de las instituciones escolares de, prácticamente, todos los niveles educativos. Por un lado, permite la organización de las actividades escolares, desde lo pedagógico, didáctico y administrativo, pero también, puede verse como un instrumento de política educativa gubernamental mediante la cual se emprende tal o cual proyecto educativo.
En este sentido, tiempo y actividades, resultan ser fundamentales para comprender la esencia de lo que implica la puesta en marcha de un calendario escolar; esto, en virtud de que, como tal, la programación de dichas actividades deberá corresponder a los tiempos que, de acuerdo a las disposiciones normativas o administrativas se hayan estipulado. En razón de esto, no es de extrañar el uso del término periodos o ciclos lectivos en tal calendario, debido a que éste alude a un periodo de tiempo determinado, desde que inicia hasta que concluye el proceso de enseñanza y de aprendizaje.
Dicho lo anterior, recomendaría revisar el texto “De cuándo a cuándo. La transformación del calendario escolar en las escuelas mexicanas del siglo XIX” de Anne Staples, Doctora en Historia y Profesora de El Colegio de México, en el que traza un recorrido muy interesante sobre este tema, partiendo del movimiento independentista de nuestro país hasta el porfiriato; en dicho texto Staples señala contundente: “Uniformar la educación en México fue justamente una de las metas de los gobiernos ilustrados desde la constitución de la monarquía española de Cádiz, de 1812. Se logró en el papel por primera vez en el México independiente con el Plan General de Estudios de 1843, que daba pie para normar las vacaciones y los días de estudio en todo el país”. Sin embargo, detalla la misma Anne más adelante: “Ni el orden y progreso del porfiriato fueron suficientes para resolver el problema de los tiempos escolares. Todavía no se ponían de acuerdo en cuanto a los horarios, planes de estudio, método de enseñanza, etc.” (Staples, 2004).
De esta breve referencia saltan a la vista dos conceptos que me parecen importantes resaltar uniformar y tiempos escolares; esto, en virtud de que un rasgo que ha caracterizado la elaboración de un calendario escolar ha sido el de lograr esa uniformidad estableciendo tiempos para las actividades escolares en las escuelas de nuestro país. Asunto que, en el lapso del tiempo en el que la autora realizó este estudio no se concretó como debiera, por varias razones, entre las que destacan la incipiente organización del Sistema Educativo Mexicano – si es que así podría concebírsele en ese entonces –, los constantes conflictos y luchas políticas sociales que se vivieron durante varios momentos de la historia de México, la injerencia del clero en los asuntos del estado, entre otras. En fin.
Con la creación de la Secretaría de Educación Pública (SEP) en 1921, este asunto no fue un tema menor pues, hasta 1966, de acuerdo al texto “Los calendarios de México. Administración Pública, educación y cívicos, y trabajo”, del Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), publicado en 1969, particularmente, en el apartado de Luis Álvarez Barret titulado “El calendario escolar”, se señala la existencia de dos calendarios, el Tipo “A” y el Tipo “B”. En el primero, el Tipo “A”, las labores iniciaban en febrero para concluir en noviembre, con variaciones finales en diciembre y enero; y el Tipo “B”, comenzaba en septiembre y terminaban en junio, con vacaciones finales en julio y agosto. Sin embargo, como bien argumenta Álvarez, “la adopción de uno u otro calendario no siempre se ajustó a las razones que debían justificarla; por el contrario, pronto se cayó en la más completa anarquía” (Álvarez, 1969) pues cada estado ajustaba el calendario de acuerdo a su criterio e intereses.
Desde luego que las razones por las que, durante el periodo del entonces Secretario de Educación Pública, Agustín Yáñez, se unificó el calendario escolar en todo el país, son diversas y que, por razones de espacio no de tiempo, no expongo en este momento, sin embargo, con ello, se dijo, que la SEP no sólo buscaba elevar el rendimiento escolar, sino también, acabar con los problemas derivados de la existencia de dos calendarios – el Tipo “A” y “B” expuestos –, debido a, por ejemplo, cuando por cualquier circunstancia algún estudiante debía cambiar de residencia a una entidad donde regía un calendario distinto, éste se veía obligado a perder hasta un semestre por la disparidad de tiempos; o también, porque para los maestros, implicaba problemas al solicitar cambio de plaza y, en el área administrativa a la llegaba, realizar cualquier trámite se complicaba al tener que satisfacer las necesidades de dos regiones (Álvarez, 1969).
En cualesquiera de los casos, el dato no hay que perderlo de vista, desde la década de los sesenta se unificó el calendario escolar en nuestro país, un tema que no es menor porque ello permite contar con elementos para la comprensión de la organización escolar (tiempos y actividades escolares) que de éste se han desprendido hasta nuestros días.
Finalmente, con la llegada de la década de los noventa – y, desde luego del año dos mil – y las reformas emprendidas a partir de lo que se denominó Acuerdo Nacional para la Modernización de la Educación Básica (ANMEB) y Reforma Integral para la Educación Básica (RIEB), México se vio envuelto en una oleada reformista y “transformadora” derivada de las políticas internacionales que, en materia educativa, se implementaron en el territorio mexicano. Para nadie es desconocido que, en nombre de la “calidad educativa”, los calendarios escolares se fueron modificando sustancialmente pues los procesos de gestión escolar dotaron de “nuevos” significados el quehacer docente: equidad, pertinencia, relevancia, eficacia y eficiencia fueron algunos rasgos que intentaron caracterizar ese quehacer y, por tanto, los tiempos y actividades escolares se fueron incrementado hasta reducir al máximo posible los periodos vacacionales o de receso escolar tal y como eran conocidos (de septiembre a junio en la década de los sesenta, setenta y ochenta, a agosto a julio tal y como ahora los conocemos).
Algunos años después, con la llegada el peñanietismo a la presidencia y, desde luego, con la aprobación de la mal llamada reforma educativa de 2013, conocimos la existencia de algo que se denominó “flexibilidad del calendario escolar” puesto que, palabras más palabras menos, los “Consejos Técnicos” podrían elegir entre un calendario de 200 días (en marcha en 2016) o uno de 185 o 195 días (Lamoyi y Armenta, 2019), pero con jornadas más largas dependiendo de las características de cada región. De nueva cuenta el tema de la tan prometida y anhelada “calidad educativa” no dio paso a otra concepción sobre el tema que estamos abordando, el del calendario escolar; parecería ser que incrementar más días de actividades en las escuelas agregándolos al calendario como parte de las tareas escolares y/o clases por mes, traería mejores y mayores aprendizajes en los estudiantes.
Este principio, el de más días de clases (es igual a) mayores aprendizajes, desde mi perspectiva, ha sido la base que ha sostenido iniciar un ciclo escolar en agosto para terminarlo en julio, sin embargo, dadas las condiciones actuales que nuestro país enfrenta, ¿no habría la imperiosa necesidad de hacer un estudio o investigación que permita vislumbrar los efectos emocionales, físicos e intelectuales de todos los involucrados con un calendario escolar cuyo inicio se de en los últimos días de agosto y terminen en los últimos días de julio?, ¿no cabría la posibilidad de hacer un estudio o una investigación sobre esa premisa para ver si se cumple en razón de determinados criterios que permitan comprobar que efectivamente a mayor cantidad de días de clase mayores y mejores aprendizajes?, ¿no existiría la posibilidad de acotar los días de clase “efectiva” para realizar otro tipo de actividades donde el arte, la cultura, la música o el deporte adquieran la importancia que merecen?
Ahora bien, no hay que perder de vista que, hoy día, las maestras y maestros operan en las instituciones educativas dos planes de estudio, el 2011 y el 2018, cuyo carácter “enciclopédico” evidencia un exceso de contenidos y que, desde luego, poco favorecen su pertinente abordaje en un tiempo determinado; esto, sin olvidar, la terrible y abrumadora carga administrativa que tienen todos los docentes de nuestro país; entonces, sobre el segundo tema: ¿para qué sirve elaborar una serie de reportes de naturaleza administrativa que nadie lee o, peor aún, que se desconoce su destino?, ¿para qué sirve cumplir con las disposiciones administrativas que se dan a conocer en los Consejos Técnicos Escolares si no hay una debida retroalimentación o realimentación de lo realizado por parte de las autoridades educativas o agentes correspondientes? En fin.
Regresando al tema que me ocupa y que dio origen a la escritura de estas líneas, tengo que decir que calendario escolar 2022-2023 difundido en las redes sociales, no rompe con lo dicho en los párrafos anteriores en cuanto al número de días contemplados pues, claramente, establece 190 días de clases “efectivas” – sea lo que eso pueda significar para la SEP –; tal vez, el cambio que observo tiene que ver con la formación continua que se plantea con relación al Marco Curricular 2022 puesto que está sería de manera continua y permanente durante todo el ciclo escolar en referencia, un tema que desde luego varios colegas de la pluma y papel habíamos solicitado se revisara e incluyera, ya sea como parte de los Consejos Técnicos o como Actividades complementarias – pero en el transcurso de la jornada escolar, no a contra turno – para que se lograra este propósito.
En este sentido no está de más mencionar que, desde mi perspectiva, no es nada descabellado y desafortunado la intención de programar un Taller con la participación de padres de familia y alumnos porque, por ejemplo, si la idea es que este currículo responda tanto a la imperiosa necesidad de lograr un vínculo con la comunidad y territorio, habría que considerar las formas en las que se daría ese vínculo, sobre todo, si pensamos en términos de roles y/o funciones de cada uno de esos actores; roles y/o funciones que no solamente correspondan al hecho social y comunitario, sino, muy probablemente, con el hecho pedagógico o socioeducativo.
Ahora bien, la idea de incorporar a los alumnos a esos talleres, quiero pensar que se está pensada, por la forma en la que se podría dar un viraje al quehacer docente puesto que, si tal y como se ha contemplado en el Marco Curricular 2022, abordar los contenidos de los campos formativos a través de diálogos, el trabajo por proyectos, los centros de interés o las actividades relacionadas con un enfoque globalizador, bien podrían desarrollarse durante dos semanas de trabajo compartido entre todos los integrantes de la comunidad educativa.
El meollo fino de todo este asunto es: ¿quién se encargará de coordinar las actividades de formación continua en cada uno de los estados si, como se sabe, éste ha sido el gran pendiente en nuestro Sistema Educativo? Vaya el que se mencione que la Pedagógica Nacional, las escuelas normales o los Centros de Actualización del Magisterio ofrecerán algunas propuestas, NO ASEGURA que se trazará una ruta fina de formación en este rubro; ojo, no para operar un plan de estudios sino para conocer, analizar, comprender, reflexionar y trabajar con el plan de estudios que se le ponga enfrente al docente. En fin. Ya veremos.
Por cierto, ya que en las últimas semanas se viene habla y hablar de romper con las hegemonías y todo aquello que el neoliberalismo dejó como una maldición en nuestro sistema educativo, ¿por qué no pensar en la posibilidad de que cada territorio, comunidad y comunidad educativa fije sus propios calendarios escolares a partir de una normativa establecida porque, no es desconocido que lo que en el centro o federación sucede (atrás de un escritorio), no es lo vivido en cada uno de esos territorios o comunidades educativas. ¿Estaríamos hablando de respetar y atender la diversidad no es cierto?
Al tiempo.
Fuente de la información: https://profelandia.com