Por: Sara Zuluaga García
La educación en el campo es uno de los retos más grandes que tendrá que enfrentar el nuevo gobierno. Crónica desde el campo quindiano, donde profesores y estudiantes buscan maneras de vencer barreras y realidades como la cifra de cobertura, que es solo del 40% en estas zonas.
En las veredas quindianas hay hombres fuertes: se celebran la carambola, se enjuagan la boca amplia y vívida con cerveza y tienen las manos llenas de tierra. Antes, en épocas en las que la conciencia de todos se dividía por colores, les pagaban por tener las manos llenas de tierra. Son esos hombres los que cuentan que entonces también había profesores fuertes, y aunque flacuchos, fueron temerarios en ese lugar prestado al que debían llevar el amor por el arte y la ciencia con cartillas deshojadas. Muchos entendieron –aunque no querían– que lo de quedarse, correr peligro y asumir como suyas otras vidas era un exceso, una amenaza para su sosiego. Los que no se fueron debieron librar nuevas batallas: la crisis del campo quindiano, la tierra que siguió secándose indiferente a la pulsión por trabajar, las ganas de irse. Otros, escasos, empezaron a caminar.
El avistador de Génova
Cuando Nicolai Osorio tenía 16 años vivía en el corregimiento de Gaitania, Tolima. Muchos de sus compañeros querían entrar a la guerrilla y cosechar amapola; lo hicieron. Para entonces no había muchas opciones, y la lejanía de su hogar ponía el freno antes de que él pudiera animarse con algo. Para llegar a las bibliotecas –que solo estaban en las escuelas– debía tomar algún medio de transporte y luego caminar. La cobertura educativa en zonas rurales era muy baja, y actualmente los avances siguen siendo cortos: se han hecho esfuerzos para que los niños alcancen a terminar básica primaria, pero la educación media presenta los niveles más bajos. Según el Plan Especial de Educación Rural (PEER), las zonas rurales tienen una cobertura del 40%; las zonas rurales dispersas, del 34% y las zonas de conflicto, del 24%. Para entonces, Nicolai no sabía que años más tarde estaría trabajando con jóvenes y provocando en ellos el antojo de entrar a la Universidad.
Nicolai Osorio lidera el colectivo Proterritorio Génova, desde ahí busca seguir inspirando. Foto: Nicolai Osorio.
En 2002 llegó a Génova, Quindío, para trabajar como coordinador del programa de loros amenazados de la Fundación ProAves de Colombia. Durante cinco años vivió en zonas de páramo, mientras investigaba y conocía a la gente que, desde la ventana de su casa colorida entre el monte, le ofrecía arepa y café en agua de panela.
Invitó a los jóvenes del pueblo para conformar un grupo de investigadores. Luego los llevó por esos caminos que ya eran suyos: conocieron especies de árboles y flores, acamparon y leyeron al lado de una fogata algo de terror o aventura, dieron charlas en los colegios, identificaron aves y aprendieron a estar en silencio.
“Yo hice ese grupo con jóvenes seguramente porque también me creía un joven, aunque nos lleváramos 10 o 15 años. Ahora muchos de ellos estudian Biología o Literatura. Vienen en vacaciones y nos vamos a acampar al monte. Ahora son ellos quienes me traen el conocimiento a mí”.
Mientras comen juntos o se lanzan al río, conversando, Nicolai se entera de situaciones complejas que se viven en los colegios del pueblo. Su trabajo
consiste en llevar a los jóvenes hasta lo más alto de las montañas para que conozcan su territorio; para que aprendan tocando, escuchando: “Si las tenemos aquí mismo, ¿para qué se van a quedar ellos viendo aves en un libro?”.
Nicolai trabaja en la Biblioteca Pública de Génova, una de las más destacadas en el departamento por su labor en zonas periféricas. También trabajó con los jóvenes de los dos colegios del municipio en un proyecto sobre el pato de torrente: investigaron, lo visitaron y registraron su comportamiento en las aguas heladas del pueblo. Ahora lidera un colectivo llamado Proterritorio Génova, que busca blindar a este territorio de concesiones mineras. Insiste en hacer que la comunidad vuelva a caminar, conozca el pico de las montañas y lo que sucede ahí. Nicolai quiere hacer que todos los niños de Génova entiendan que no están signados a lo que hicieron otros: “Quiero creer que al menos a un niño salir a caminar le salvó la vida”, dice.
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A veces, entre los hombres fuertes de las veredas quindianas, se cuentan historias escalofriantes. Está la de Jimena, una arriera que vieron corriendo por la montaña perseguida por su esposo. El tipo llevaba un machete en la mano y jamás la volvieron a ver, y nunca nadie preguntó. O la de la familia en la que todos tenían piojos y discutían tan fuerte que los vecinos se aterraban; en la vereda solo se les vio unidos, haciendo rifas y bazares, cuando buscaban reunir el dinero para sacar a su primo de un calabozo al que había llegado por violar a una niña.
También está la historia de Estiven, un niño de 8 años. Sus padres murieron de VIH. Hubo un tiempo en que caminó a su escuela con una cuchara en la mano porque en la cocina no le prestaban una. Hubo un tiempo en que estuvo hondamente triste y se dijo que algo estaba mal con él. Y nadie dijo nada.
Está también la historia de todas las familias que han tenido que irse porque no hay trabajo. Según el PEER, el abandono de las zonas rurales del país se debe, en gran medida, al poco acompañamiento y guía para trabajar la tierra: conocer sobre la fertilidad de la zona, hacer uso eficiente delagua, entender la relación costo-beneficio. En las escuelas veredales del Quindío ha disminuido considerablemente el número de estudiantes: sus padres deben ir al pueblo a buscar algo que hacer y los llevan consigo colgando como una maleta diminuta.
El camino a río lejos
Ana Mercedes Barbosa trabaja en la vereda Río Lejos, de Pijao. Es docente hace 32 años y desde 1992 llegó a la escuela. Viaja todos los días desde Armenia. Hace un año daba clases a más de 12 niños y ahora tiene cuatro. La gente se va. Un río inmenso atraviesa la vereda. Es claro para todos que no hay en qué trabajar. Desde las cantinas hasta los puestos de arepas se escucha el mito del ‘Coco’, un tipo, o varios, que están comprando las fincas de ancianos afanados por pagar las deudas. Desalojan las veredas y dejan a su paso tierra intocable que se llena de maleza. La familia Duque Cadavid tiene una casita en Los Balsos, una vereda a 15 minutos de Río Lejos. Dagoberto Duque es campesino y Luz Nelly Cadavid trabaja en la casa y es mamá. Tienen dos hijos, Brayan, de 20 años, estudia Ingeniería de Sistemas en la Universidad del Quindío, y Melany, de 10, estudia en la escuela Luis Granada Mejía, sede Río Lejos. La institución es grande y la pintaron hace pocos meses. Está ubicada en una montaña mediana y desde la carretera hay unos siete minutos subiendo a pie. Tienen flores en baldes, una cerca de sábila y en la parte de atrás decidieron sembrar tomates y cebollas: hubo un tiempo en que los niños dejaron de recibir refrigerio escolar y desde ese momento en la escuela, y también en algunas cercanas, siembran lo que la tierra cansada deje y esperan no tener que usarlo muy seguido.
Luz Nelly y su esposo querían que Melany estudiara en Río lejos, pues entre la comunidad abundan los rumores de que la profesora Ana Mercedes es estricta y entregada a su oficio. El trayecto es largo desde la casa de la familia Duque Cadavid y era difícil pagar transporte todos los días. Durante un tiempo los padres de Melany, empeñados en que para ellos Ana Mercedes debía ser la profesora de su hija, ahorraron y compraron una yegua: Topacia. Melany llega todos los días en ella a la escuela, con sus trenzas y un sombrero por el sol. Contó hace poco que Topacia tuvo un potro: “Se llama Pegaso, como el de la Barbie”, dijo.
La caminante de Río Lejos
La profesora Ana Mercedes entiende que las cifras son desalentadoras: el 90% de las personas del campo no alcanzan a ser bachilleres. Los niveles de escolarización en zonas rurales están entre “básica primaria”, seguido por “ninguno”. La cobertura para las zonas rurales, a pesar de los avances significativos, sigue siendo muy baja, de apenas 70%, y en zonas rurales dispersas, 64%.
Al borde de la carretera hacia Génova, justo antes de La Oreja (donde termina Pijao), hay una casa inmensa. Ahí vivió la familia Restrepo Guerrero. La mamá, doña Sandra, caminaba la pendiente hasta la escuela para llevar a sus hijas: Sandra Viviana, de 11 años, y Laura Daniela, de 13. Las niñas están diagnosticadas con artrogriposis distal en miembros inferiores y pie equinovaro, que consiste en que uno de los pies, o ambos, se encuentran invertidos hacia dentro o hacia abajo. La mayor camina con mucha dificultad y la menor está en silla de ruedas. Para llevarlas a la escuela, doña Sandra cargaba en la espalda a Sandra Viviana, del brazo derecho sostenía a Laura Daniela y con el otro brazo cargaba la silla de ruedas; a veces los niños de la escuela, Tomás o Gian Carlos, le ayudaban.
Hace poco doña Sandra y su familia tuvieron que mudarse. Para quedarse en esa casa debían pagar 600.000 pesos y era imposible que, con el poco trabajo que ahora las montañas pueden dar, lograran estar ahí. Se fueron para Los Balsos. Viven ahora cuidando una finca llamada Vista Hermosa; para llegar a ella hay que meterse por un matorral al borde de la carretera y subir durante media hora una montaña. Por la iniciativa de la profesora Ana Mercedes se estructuró un plan, ya que desde la finca es imposible que doña Sandra lleve a las niñas a la escuela.
La profesora Ana Mercedes Barbosa camina semanalmente hasta la casa de Laura y Daniela a darles sus clases de Matemáticas, Ciencias e Historia.
Con el apoyo del colegio Luis Granada Mejía de la vereda Barragán, y de la orientadora estudiantil, tuvieron en cuenta a dos niños de grado noveno: Valeria Moncada y Cristian Daniel Restrepo, hermano de las niñas. Los jóvenes son guiados por Ana Mercedes y visitan Vista Hermosa cada lunes y viernes para dar clase a las pequeñas. Los miércoles la profesora termina su jornada en la escuela de Río Lejos a las 12:30 del día; viaja los 15 minutos hasta Los Balsos y sube la colina; evalúa y refuerza las lecturas de Sandra Viviana y Laura Daniela hasta las cuatro de la tarde. Cada miércoles las niñas organizan su cuarto para que la profesora las felicite. Tienen sus dibujos pegados en las paredes; ambas han ganado concursos en el departamento. Al lado de una de las camas hay una repisa hecha con tres tablas largas, cada una está repleta de peluches: vacas, osos, conejos. Uno por cada vez que han entrado al quirófano.
Fuente: https://www.semana.com/educacion/articulo/educacion-rural-en-colombia-y-el-quindio/580671