En esta tercera entrega del ‘Ritual Escolar: Comunicación’, Andrés García Barrios relata cómo la comunicación es la misión humana por excelencia que nos ha unido y separado desde tiempos inmemoriales.
En las primeras dos partes de este artículo, me he complacido presentando al lector primero la visión más optimista y luego la más pesimista de los procesos de comunicación que comenzaron a mediados del siglo pasado y llegaron hasta nuestros días. Quise mostrar que es posible tener las dos versiones.
La existencia de una comunicación que nos une y de otra que nos separa, son una constante humana, me parece. Creo que han estado siempre: desde tiempos inmemoriales los seres humanos hemos confiado en que podemos comprendernos unos a otros, y a la vez mantenemos una duda constante al respecto. El sabio griego Gorgias, que afirmaba que el movimiento de las cosas era una ilusión, también negaba que la comunicación fuera posible. Su argumento era contundente: las palabras son herramientas de la conciencia (es decir, subjetivas) por lo que no pueden describir los hechos que ocurren objetivamente; ni siquiera alcanzan a describir nuestras emociones, las cuales también son ajenas a la razón, al menos parcialmente. Finalmente añadía que, para colmo, si acaso pudiéramos expresar nuestros pensamientos, jamás estaríamos del todo seguros de que nuestro interlocutor los entendiera; y es que, no estando nosotros dentro de su conciencia, no podríamos confirmarlo.
Recientemente, Byung Chul-Han, filósofo coreano, ha hecho una crítica feroz contra el tipo de comunicación que se da a través de redes sociales y el supuesto intercambio humano que éstas permiten: dice que se trata de una comunicación vacía, sin comunión, flujo de mensajes sin receptor, sin un verdadero receptor. En oposición a ésta, menciona la existencia de culturas donde la gente no necesita comunicarse para constituir comunidades sólidas; por ejemplo, los japoneses frecuentan rituales que son pura forma, es decir, gestos y actitudes que no dicen nada a nadie y que sin embargo los unen de forma indefectible. Comunidades sin comunicación, les llama (versus comunicación sin comunidad, como hemos dicho).
Francoise Doltó habla de que la comunicación es la misión humana por excelencia. Según ella, el milagro unificador surge desde el vientre de la madre, y menciona que, por ejemplo, en el tam tam del corazón materno tiene su origen nuestra atracción y encanto por el ruido de los tambores, en el que percibimos un llamado ancestral a la acción, a despertar a la vida (como todos sabemos, las percusiones son el primer instrumento musical de la historia).
Y así pasamos a hablar sobre el poder de comunicación del arte. Conozco poetas que afirman que sus textos “comunican”, con lo cual (si no quieren decir simplemente “expresan”) se nos plantea la pregunta de si es posible hacer intercambios a través del tiempo, es decir, con lectores futuros (“escribo hoy para ti que me lees mañana”) y escritores del pasado (“te agradezco tus textos, a ti, que ya no estás”), poniendo en duda la certidumbre científica de que la flecha del tiempo siempre viaja hacia adelante (¡será lo que los filósofos de la ciencia quieran, pero cuando leo Animal de fondo de Juan Ramón Jiménez, tengo la certidumbre de que el autor está escribiendo sus poemas en ese mismo instante y percibiendo mi conmoción!).
Así pues, el concepto de comunicación tiene muchos vértices. Yo, para precisar su importancia dentro de lo que he venido llamando el ritual escolar, elijo empezar por el más sencillo: las primeras formas de comunicación de las que da cuenta la ciencia de la Historia.
Chismosos y crédulos
En su libro Sapiens: de animales a dioses, Yuval Noah Harari menciona tres fases de comunicación que fueron cruciales para que nuestros antepasados no humanos se convirtieran en lo que somos: la primera ―que compartimos con nuestros ancestros monos― es el desarrollo de un lenguaje meramente informativo que sirve para comunicar circunstancias inmediatas y favorecer la subsistencia del grupo: “El león está cerca”, “Hay un montón de fruta a un lado del arroyo”. Algunos individuos humanos y no humanos saben usar estos signos de forma engañosa para sacar ventaja, y por ejemplo, avisan a un semejante de la presencia de un peligro con la sola intención de distraerlo y robarle algo (por ejemplo, su alimento). Tales formas de lenguaje sólo pueden congregar hasta un ciento de individuos, cifra después de la cual se produce el caos y la convivencia se viene abajo. Rebasados los cien, tendrá que formarse otra manada, con la cual la primera no se identificará de ninguna manera y muy probablemente entrará en conflicto.
Para reunir grupos más grandes es necesario que aparezca algo más propiamente humano. La segunda fase, dice Harari, es el tipo de comunicación a la que llamamos “chismorreo”. A través de éste, los seres humanos se enteran (o son engañados) no sólo sobre cosas que pasan más allá de su grupo sino sobre otras muy importantes que ocurren al interior de éste. Ahora se entrecruzan mensajes que hablan de los propios compañeros: “Aquél es un mentiroso”, “Ella me compartió su comida”. Así la manada afina y aumenta su control sobre las situaciones favorables y desfavorables, tanto internas como externas, y puede congregar a más individuos. Estos se identifican entre sí (son semejantes), y comparten recomendaciones y advertencias, se enteran de quiénes del grupo son confiables y quiénes no, y gradúan sus acciones para favorecer la convivencia y mantenerse a salvo.
Sin embargo, explica Harari, el chismorreo permite crear grupos humanos de hasta 150 miembros pero no es suficiente para reunir esas grandes masas donde miles y hasta millones de seres humanos responden al mandato de un solo líder. Para que esto ocurra, es necesario que las personas creamos en entidades invisibles a las cuales adherirnos como si fueran tan confiables como las que sí vemos, y aún más. Esas entidades se despliegan sobre grandes multitudes permitiendo que una persona se identifique con otras a las que nunca ha visto ni verá, y a las cuales considera sus semejantes solo por el hecho de creer en algo común, es decir, en ficciones creadas por el pensamiento y convenidas colectivamente gracias al lenguaje. Así, un dios puede hacer que todos sus fieles se consideren parte de una misma familia multitudinaria, y un país puede agrupar a millones a pesar de que sus límites sean por completo artificiales, fundados en ideas, palabras, deseos… es decir, en actos de comunicación a los cuales puede llevarse el viento.
Los sapiens devenimos semejantes sólo por estar al abrigo de la misma religión, familia, escuela, nacionalidad, sociedad anónima u otras entidades invisibles a las que cuidamos y preservamos como si fueran nuestras, o más bien, como si fuéramos suyos.
La realidad de lo invisible
Las versiones cientificistas como la de Harari, no son las únicas. Según otras, lo invisible no es una ficción sino un hecho contundente. A favor de éstas, me aventuro ahora en una de esas disertaciones a las que en alguna ocasión llamé fantasías filosóficas.
Puedo imaginar que, conforme iba adquiriendo conciencia, cada uno de aquellos primeros seres humanos se daba cuenta de que él mismo era una unidad, un ser en sí, un todo; sin embargo, simultáneamente iba advirtiendo otra verdad: los que lo rodeaban también lo eran. Si lo pensamos bien, la experiencia de ser un todo no combina con la de tener semejantes: un todo, por definición, abarca todo lo existente, por lo que dos todos son un disparate; y un montón de todos, un delirio. El que hubiera muchos todos como yo, era desquiciante.
Por fortuna, aquellos primeros humanos habrán vivido también la experiencia opuesta, es decir, la de reconocerse a sí mismos como parte de un todo superior, del que los demás humanos eran también una parte (convirtiéndose, ahora sí, en sus semejantes). Al desprenderse al menos un poco de su todeidad y participar junto con la comunidad en un Ser más grande, se habrán sentido como restaurados de aquel primer delirio. Pero también en el desprendimiento hallarían grandes riesgos: la sensación de perderse en el todo no habrá sido reconfortante sino fuente de mucha angustia. La única alternativa sería entonces intentar desprenderse de sí mismos sin perder el yo, y desde ahí regresar, un poco más repuestos.
Por desgracia, en el viaje de vuelta inevitablemente se habrán reencontrado con aquella tentación de completud que los embargaba desde el principio. Conscientes ahora ya de la existencia de los otros, habrán hallado una estratagema para lidiar con el peligro: “No soy todo, sólo soy el centro”. Por fortuna, también esta certidumbre egocéntrica (fuente de conflicto con los demás egos) tarde o temprano los volvería a arrojar a una paradoja: “Cada uno de nosotros es un centro, cada uno quiere que se le reconozca como tal”. Y sólo les habrá quedado la humildad para reconocer que en este extraño mundo sí hay un lugar para muchos centros.
Final metafórico
El juego del yo-yo es (desde su nombre) una buena metáfora de todo esto que digo. Ovillado en mi centro―desde el que vislumbro con terror el convertirme en un yo completo y aislado―, intento desprenderme de mi propia inmensa carga y me arrojo en un vuelo que deseo libre y eterno; pero una vez alcanzado cierto límite (en el que mi yo empieza a desvanecerse), regreso empavorecido a aquel centro que dejé atrás. Mi vida entera se desenvuelve, entonces, entre un extremo y otro, sin querer quedarme para siempre en ninguno de ellos. Ciertamente, regresar al centro me sirve para cobrar impulso; y quedarme un rato patinando en el otro extremo me permite realizar numerosas “suertes” (como les llaman los expertos), siempre y cuando no intente permanecer ahí demasiado tiempo.
En esencia soy un ser humano y, como los yo-yos, me realizo en un juego constante, en una promesa y un desafío permanentes.
(Continuará)
Fuente e Imagen: https://observatorio.tec.mx/edu-news/ritual-educativo-comunicacion-parte3