La “cultura de la cancelación”, o el privilegio de no recibir críticas

Por:  Macarena Marey

Lo que sigue son párrafos redactados al vuelo, más que nada por la urgencia de pensar cómo debemos actuar en un mundo injusta e innecesariamente peligroso para muchas personas y en el que quienes refuerzan las opresiones con sus expresiones públicas no toleran ninguna crítica sobre sus acciones. La ilusión de la cancelación les trae los beneficios de la victimización a quienes se consideran “cancelados” y refuerza las estructuras que generan los problemas para quienes ejercen la crítica.

 

El llanto del cocodrilo

“Cultura de la cancelación” es un atajo discursivo (hay quien diría un mito, es decir, una mentira, en este caso innoble) que les sirve a quienes usan el giro para continuar beneficiándose con la vigencia y el refuerzo de diferentes sistemas de dominación y desigualdad cuando estos son puestos en cuestión por el ejercicio de la crítica.

Cuando alguien denuncia haber sido “cancelada” o “cancelado”, muy probablemente ocurra lo siguiente. Un grupo acotado de personas tiene la libertad constatable (porque lo hacen a la vista de todo el mundo) de pronunciarse en contra de los derechos de todo un colectivo de personas. Tan garantizada tienen esta libertad que cualquier crítica a esos actos ilocucionarios es inmediatamente tildada de ataque personal y censura, como un intento de silenciar voces que claman en el desierto. Detrás de la instrumentalización del derecho de ejercer públicamente la crítica como un derecho a no recibir críticas se esconde un propósito muy evidente.

El objetivo de sacralizar un supuesto ejercicio del pensamiento crítico es anular la crítica cuando ella es ejercida por ciertas personas y, con esto, delimitar con las mayores precisión y normatividad posibles las fronteras de la autorización a pensar y hacer pensar. Así, solo las personas autorizadas que denuncian estar siendo “canceladas” pueden hablar y pensar, solo ellas tienen una ciudadanía epistémica plena. A quienes tienen muchas razones para cuestionarlas, por el contrario, esta operación de trazado de fronteras les quita toda ciudadanía epistémica. No es nada nuevo: es cerrar el círculo y velar sobre él, es la manera tradicional en la que proceden las elites. Ellas solas, las personas “canceladas”, son intelectuales y, por lo tanto, ellas sí pueden pensar en voz alta cualquier cosa, incluso atrocidades, sin que las subjetividades que asisten a ese espectáculo hasta involuntariamente entren en ninguna consideración. Tienen tanto protagonismo que, subrayo, incluso involuntariamente nos enteramos de las cosas que dicen porque de hecho dominan (son dueñas de) los foros. El resto, no importa cuáles sean sus credenciales epistémicas, no puede pronunciarse críticamente sobre nada de lo que esas personas espetan en público. Lo que dicen es inopinable. Es muy claro, entonces, que se trata de un burdo privilegio de impunidad ilocucionaria, no del ejercicio cándido de un derecho democrático. Quien saca rédito hasta de sus propios errores (por ejemplo, mayor publicidad y refuerzo de su inocencia en la performance de su victimización) no es víctima de nada ni de nadie y tampoco es inocente; por el contrario, está profundizando injusticias muy concretas, activa o pasivamente.

La distribución desigual de la autoridad epistémica, la categorización de algunas personas como con derecho de expresarse y de otras como no-conocedoras, es uno de los efectos y de los mecanismos de refuerzo de los sistemas de dominación. No hay un discurrir libre de ideas cuando hay desigualdades profundas que atraviesan desde el acceso a los micrófonos hasta el modo en el que nos perciben en público y la comprensión o no del modo en el que articulamos nuestros discursos. No existe, ni en la Argentina ni en ningún lugar, una distribución equitativa de la credibilidad. En contextos de injusticia estructural, casi nunca están dadas las condiciones para debates “racionales” entre “iguales”. Es raro que sean personas feministas quienes no sepan esto, porque los mitos de la inclusión dialógica y del carácter virtuoso de los procedimientos de deliberación son una de las trampas más obvias del patriarcado en la medida en que es un sistema de dominación. La invitación al diálogo es muchas veces la invitación a entrar en la boca del lobo. En esos casos, negarse a dialogar y señalar esa trampa es el curso de acción más indicado. Como el filósofo argentino Blas Radi, soy partidaria de que en estas condiciones la intransigencia tiene un rol político disruptivo y creativo que, al menos, consigue resguardar la dignidad e integridad de quienes están casi siempre en desventaja.

Que personas oprimidas de una manera determinada (por ejemplo, mujeres, pero cis, blancas, burguesas) no perciban su misma implicación en otras opresiones (de género, racialización y clase) no es un fenómeno tan misterioso en realidad. Que el feminismo no quite el cissexismo (y el racismo, el imperialismo, el capacitismo, el clasismo, el adultocentrismo, el etarismo) responde al hecho doble de que no hay jerarquía de opresiones (Audre Lorde) y de que ellas tienen un interjuego que articula la dominación por géneros de diferentes maneras (la famosa interseccionalidad, tantas veces invocada, tan pocas veces entendida). Cuando se arman polémicas sobre la pertinencia o no de la acusación de que alguien ha incurrido en alguna injusticia o discriminación al decir algo, suele quedar muy a la vista una incapacidad de reconocer que se ha actuado de manera injusta o discriminatoria. Desde la teoría crítica de la raza se ha escrito sobre este déficit epistémico y moral de quien se beneficia de un sistema de opresión. La ignorancia blanca es el déficit beneficioso para las personas blancas por el cual ellas no llegan a entender el mundo del que se benefician, no llegan a comprender de qué modo la supremacía racial y la racialización estructuran el mundo en el que viven (Charles Mills). Sin equiparar sistemas de opresión, podemos hablar de una ignorancia cis también. Las personas cis nos beneficiamos de un mundo cisnormativo que perjudica a las personas trans y parte de este sistema se alza sobre el hecho de que no llegamos a percibir el carácter estructural de la dominación cis.

Sobre algo tan burdo como que quien es injusta no percibe la misma injusticia de la que saca un provecho se monta gran parte de la fuerza de los sistemas de opresión. Esto también es banalidad del mal y la denuncia de “cancelación” es una tuerca en ese engranaje.

Bancate ese defecto

Cuando una discusión llega a un atolladero muy probablemente esté mal planteada. Esto ocurre con el gastado giro “separar la obra del artista” y su posibilidad y deseabilidad. Tratar el tema en estos términos termina por convertir injusticias estructurales en simples defectos morales de personas que habitan en esos mismos sistemas y, con eso, desplaza una cuestión de responsabilidades colectivas por un asunto de culpa individual.

La cuestión no es nueva y si nos entusiasmamos podemos encontrarla en República X, cuando Platón escandalosamente echa a los poetas de la misma pólis para la que eran esenciales, aunque en rigor no se trata del mismo fenómeno. Quienes trabajamos en la filosofía académica conocemos muy de cerca la cuestión de la “cancelación”. Leemos autores que son repudiables, que hacen afirmaciones que explícitamente nos inferiorizan, en mi caso como mujer (cis) de América del Sur. Ya nadie que tenga un rigor lector mínimo puede negarlo. El punto está en qué hacer con esto: ¿solo queremos quedar como buenas personas que indican que Aristóteles, Platón, Hobbes, Hume, Locke, Kant, Hegel, Nietzsche eran o misóginos, o racistas, o imperialistas, o antipopulares y elitistas, o todo eso y más junto? ¿Queremos con la denuncia, tan necesaria por otro lado, solo desmarcarnos públicamente de esas injusticias, como si no nos beneficiáramos de muchas de ellas? ¿Son el racismo y la misoginia de un autor europeo muerto tan solo expresiones esporádicas en su corpus, o por el contrario estructuran su pensamiento y forman parte de un proyecto civilizatorio que produce subjetividades jerarquizando y subhumanizando, mucho más allá de sus textos? Y nosotras mismas ¿nos creemos tan por fuera de todo sistema de dominación que no nos pensamos como agentes (pasivas o activas) de la continuación y el refuerzo de esos sistemas?

Hablar de responsabilidad colectiva no implica que todas las personas tengan las mismas tareas y deberes, solo indica que todas (casi todas) tenemos que hacer algo al respecto. Saber qué hacer y hacerlo es una cuestión de doble inserción colectiva y personal en los sistemas de opresión y cada quien querrá hacer, podrá hacer y hará según una serie de factores dependientes de condiciones materiales bien concretas y de la relación propia con la imbricación de varios de esos sistemas. Lo que no podemos hacer es decidir que estamos definitivamente más allá de toda responsabilidad por las injusticias del presente, esto es: autoproclamarnos inocentes.

En este marco, ¿por qué pensamos que alguien cuya escritura nos gusta es prima facie irreprochable? Ls seguidores que no pueden aceptar la falla de su artista e inmediatamente por eso la niegan aunque la tengan delante de sus ojos reproducen la distribución inequitativa de la inocencia. El problema es que nadie (casi nadie) es inocente en un mundo injusto. Otro problema es que no estamos hablando de figuras periféricas, marginalizadas del ejercicio del poder. Estamos hablando de protagonistas de la cultura que incluso ocupan cargos públicos en los que toman decisiones autoritativas. Cuando se consideran “canceladas” están invirtiendo el sentido real de la persecución ideológica.

No se trata, en rigor, de la relación entre un acto ilocucionario aislado y la realidad. Esto no es lo que significa “hacer cosas con palabras”, no significa que decir “hágase” será seguido por la creación de cualquier cosa desde la nada. Se trata de la reproducción de visiones jerarquizantes y subhumanizantes del mundo, de la elaboración continua de visiones del mundo que excluyen deliberada y cruelmente a muchas personas de él. No es tanto lo que una palabra pueda hacer respecto de una cosa o de si una palabra puede crear cosas, es una cuestión de percibir la inscripción de una expresión pública en un sistema de dominación. No se trata de separar autores y obras, se trata de que nadie puede pensarse de manera recortada de las relaciones sociales asimétricas en las que vivimos. Ni las escritoras, ni los cineastas, ni los roqueros, ni las profesoras de filosofía. Por supuesto, tampoco las obras, pero acá este no es el tema. El tema es qué hacen y dicen personas con poder que casualmente tienen ese poder porque son artistas con obras. Estas personas tienen una responsabilidad política marcada porque tienen influencia, micrófonos y protagonismo. Y, además, no existe nada parecido a un derecho a promover y alentar la aniquilación.

 

No es un debate

Decimos hasta el hartazgo que cuando se trata de supuestos debates con feministas transexcluyentes, de un lado (el de las y los feministas transexcluyentes) se quiere la aniquilación de todo un colectivo de personas históricamente oprimido por la norma cissexual y, del otro, está la defensa del derecho a existir. No hay una reciprocidad que nos permita pensar en un debate ni una intención de aprender y escuchar. Hay únicamente un proyecto destructivo de vidas, reaccionario respecto del statu quo y conservador respecto de una norma, la cissexual, que genera sufrimiento innecesario en millones de personas, que quiere imponerse sobre la vida de las personas trans, a quienes no se escucha. ¿Por qué habría que tenerse paciencia con figuras públicas que deciden presentarse, abierta o solapadamente, como enemigas? Porque eso es lo que hacen las feministas transexcluyentes, presentarse como enemigas. ¿De dónde sacar ganas para la pedagogía, entonces?

En “Los usos de la ira: las mujeres responden al racismo”, texto de una conferencia que dio en 1981 en la apertura a un congreso feminista y que es central para entender qué es la interseccionalidad, Audre Lorde defendió el uso de la ira (del enojo) como respuesta transformadora frente al racismo. No quiero equiparar el racismo con el cissexismo porque los sistemas de dominación actúan de maneras diferentes, aunque tienen en común varias operaciones básicas. Sí me interesa traer aquí estas preguntas:

¿Cuál de las mujeres aquí presentes está tan enamorada de su propia opresión como para no ver la huella del pisotón que le ha dado a otra mujer en la cara? ¿Para qué mujer se han vuelto las condiciones de su opresión, preciosas y necesarias en tanto en cuanto le permiten la entrada al redil de los justos, lejos de los fríos vientos del autoanálisis? […]

Ninguna mujer tiene la responsabilidad de modificar la psique de su opresor, aun cuando esa psique esté encarnada en otra mujer (Audre Lorde, “Los usos de la ira: las mujeres responden al racismo”, en La hermana, la extranjera. Artículos y conferencias, traducido por María Corniero, revisión de Alba V. Lasheras y Miren Elordui Cadiz, Ed. Horas y horas, Madrid, 2003, pp. 137-150; disponible en https://sentipensaresfem.wordpress.com/2016/12/03/uial/).

No poder bancarse el defecto cuando alguien lo muestra (sin o con ira) es una actitud bastante típica del opresor y de la opresora. Su auto-victimización no es solo un rechazo de culpabilidad, es ante todo un rechazo de la conciencia de la responsabilidad propia frente a las injusticias del presente y el refuerzo del lugar privilegiado de la inocencia de quien tiene garantizada su autoridad epistémica y sus espacios de ejercicio de la dominación.

¿Por qué un o una artista tiene que ser intachable? Quizás todavía cargamos con el lastre de las teorías del genio artístico, quizás necesitamos figuras de completitud en épocas de carencia. Sí sé que esta ansiedad por mantener la imagen inmaculada de artistas cuyas obras nos gustan termina por apañar a quienes ejercen la opresión, mientras que se les exigen toda clase de actitudes morales, amorosas, pacientes y pedagógicas a quienes son objeto de esa opresión. ¿Por qué habría que ser dulce con quien oprime? Este mundo está tan mal hecho que hay gente que nace y muere culpable tan solo por existir y una elite irresponsable de almas bellas que jamás se equivocan, sobre todo cuando se equivocan y que, al denunciar que las cancelan, reproducen los sistemas de dominación.

Fuente de la información e imagen:  https://lobosuelto.com

Comparte este contenido:

La cancelación y el terror del abandono

POR: NATALÍ INCAMINATO – DANILA SUÁREZ TOMÉ

Hay ciertos temas de los que no se puede hablar sin que un demoledor castigo del progresismo o el fascismo se imponga en redes sociales. Se silencian intelectuales, políticos y escritores, obligados al ostracismo por sus ideas excesivamente valientes o demasiado complejas para las patrullas digitales. ¿Qué engloba el tópico “cancelación” y cómo operan canceladores y cancelados en la economía sucia de los intercambios lingüísticos?

El diccionario inglés Merriam Webster define a esta práctica como la remoción de la aprobación de figuras públicas en respuesta a opiniones o comportamientos cuestionables que hayan tenido. En rigor, lo que se cancela es un contrato tácito de apoyo entre la figura y sus fans. También se lo compara con un acto de «desuscripción» de la fanbase o el fandom. En cualquier caso, el acto de cancelación es público y performativo y, como tal, no se restringe al ámbito de lo privado e interno, sino que la acción debe ser comunicada: como castigo simbólico por sus acciones, se le quita explícitamente el apoyo y la atención a determinada figura pública.

En la base de este fenómeno se encuentra una demanda personalizada de accountability, concepto que en la ciencia política anglosajona designa la capacidad de las personas y las instituciones para dar respuesta a las demandas que se presentan. En este contexto, lo que se espera de las figuras es que sus opiniones y conductas estén alineadas con una serie de principios ético-políticos sostenidos por su público, quien en definitiva constituye el origen de sus ingresos. En una época en la que las personas públicas se han convertido en marcas de sí mismas, cancelar a alguien famoso en última instancia implica no contribuir más a su negocio. El castigo simbólico puede devenir material, aunque no necesariamente.

Esto se da incluso en el caso de escritores y artistas —otrora distinguibles del star system del cholulismo— en tanto, como sostiene Paula Sibilia en La intimidad como espectáculo, hoy día el artista vale más por lo que es que por lo que hace (su obra). En la actualidad es moneda corriente que las personalidades del arte, las letras y la cultura habiten las redes autopromocionándose, mostrando su día a día, subiendo fan art, entre otras acciones que contribuyen al engrosamiento de su personalidad artística ante un público que consume contenido a modo de fan e incluso de stan. Además, las redes sociales generan una cercanía mayor del artista con su público, habilitando una interacción cotidiana que previamente no existía. Dentro de este contexto no es raro que, ante una actitud, opinión o conducta que resulte hostil para sus seguidores, pueda darse una cancelación. No sólo no es raro, sino que más bien parece inevitable pues: ¿quién podría satisfacer todas las expectativas de una audiencia variada a quien no conoce en su singularidad? Nadie puede ser “todo lo que está bien”.

La práctica de la cancelación, entonces, toma su forma en un espacio en particular (las redes sociales), en un momento puntual (capitalismo financiero globalizado) y por causa de relaciones específicas generadas entre las personas famosas y sus seguidores. Todo esto en medio del auge de un mercado cultural y de entretenimiento on demand basado en la conformación de comunidades de consumo. De hecho, se ha señalado con frecuencia que el mismo verbo utilizado para nominar esta práctica, “cancelar”, está intrínsecamente ligado a la cultura consumista. Hoy día es usual que en las redes sociales se aliente el “consumo responsable”, es decir, prácticas de consumo alineadas con ciertos valores (productos cruelty free, reciclables, etc). Eso incluye a las personas públicas como una mercancía más.

Ya sea que nos parezca una práctica buena o mala, justa o injusta, lo cierto es que una vez que la definimos vemos que su alcance es limitado y no engloba otras acciones que suelen incluirse bajo el paraguas de la cancelación, por ejemplo el doxxing, la intimidación o el acoso virtual. La cancelación presupone la existencia en un tiempo uno (T1) de un apoyo a una figura que, a causa de una eventualidad desafortunada se retira explícitamente en un tiempo dos (T2) por razones de accountability. O, en términos mercantiles, implica abandonar el consumo de una figura por razones ético-políticas. Es importante tener esto en cuenta, ya que la cancelación y el avergonzamiento público suelen tomarse como sinónimos, aunque no van necesariamente de la mano. Muchas veces la cancelación se vuelve masiva y acarrea una buena cuota de avergonzamiento público, pero no siempre que hay avergonzamiento público se está efectuando una cancelación.

pánico moral

Habiendo definido con la mayor precisión posible la acción de “cancelar”, cabe preguntarnos si acaso existe una “cultura de la cancelación”. El primer obstáculo que arrastramos de la sección previa es que, usualmente, se llama “cancelación” a cualquier tipo de reacción pública contra algo o alguien. Así, se dice que son canceladas no sólo figuras públicas sino también obras del pasado, películas, series, programas de televisión, estilos de humor, etc. Toda esta variedad de reacciones no satisfacen nuestra definición, aunque se sostiene que forman parte de una supuesta cultura de la cancelación. Esta cultura se manifestaría más allá de que no exista un movimiento dirigido con objetivos claros y acciones coordinadas de cancelación bajo una serie de principios rectores. De hecho, existen cancelaciones por derecha y por izquierda, entre progresistas y entre conservadores. La acción en sí misma no detenta una ideología en particular, se presenta de modos dispersos, ambiguos y muchas veces hasta torpes.

Al no existir una entidad concreta a la que denunciar por su actividad cancelatoria, se suele hablar de la cultura de la cancelación como un clima, una atmósfera de presunta peligrosidad y latente censura, en donde es necesario cuidar lo que decimos y lo que hacemos para que no nos caiga la guillotina popular de la cancelación encima. Pero, ¿quiénes enuncian estos temores? Si bien la práctica de la cancelación ha sido analizada y criticada tanto por intelectuales de izquierda como de derecha —y todo lo que se encuentra en el medio—, no obstante, la “cultura de la cancelación” es un sintagma generalizado en los discursos de aquellas personas y grupos que se oponen a los movimientos de justicia social en general, o a algunos en particular. Desde esas perspectivas, se personifica a esta cultura como una turba iracunda que persigue moralmente a las personas para coartar su libertad de pensamiento y expresión e imponer una única moral posible: la progresista —un sintagma que también sabe soportar una polifonía semántica ensordecedora.

Si bien la práctica de la cancelación es un fenómeno particular que merece ser analizado críticamente en todos sus claroscuros, la construcción y el establecimiento por parte del ala más reaccionaria de la política cultural de un objeto de debate tan difuso como lo es la “cultura de la cancelación”, nos llevó a meternos en un cul-de-sac perverso: ¿estamos a favor de la libertad de expresión o de la censura? Las demandas de libertad de expresión han sido siempre parte de la lucha progresista. Que no nos persigan por nuestra identidad, ideas políticas u opiniones es un requisito fundamental de toda sociedad que se pretenda igualitarista y justa. Esta pregunta parece obvia de responder, si no fuera porque no es más que un recurso retórico del conservadurismo cultural para que el debate sobre la cancelación se dé exclusivamente en términos de “censura vs. libertad”.

Ante esta trampa —en la que han caído figuras liberales como Barack Obama, e intelectuales de izquierda como Noam Chomsky— lo más inteligente es volver sobre nuestros pasos y recordar que no tenemos que aceptar la existencia de la cultura de la cancelación, ya que no es evidente que algo así exista más allá que bajo la forma del pánico moral. La filósofa Macarena Marey, en esta dirección sostiene que la cultura de la cancelación es un “atajo discursivo que les sirve a quienes usan el giro para continuar beneficiándose con la vigencia y el refuerzo de diferentes sistemas de dominación y desigualdad cuando estos son puestos en cuestión por el ejercicio de la crítica”. Recordemos que, frecuentemente, lo que se llama cultura de la cancelación contiene dentro de sí un sinnúmero de acciones que no necesariamente refieren al acto de cancelar en sí mismo, tal y como lo definimos más arriba. Y allí no solo se incluyen acciones perniciosas y condenables como el acoso virtual o el doxxing. Muchas veces la denuncia, el ejercicio de la crítica y el disentimiento abierto —elementos claves en una cultura democrática— son igualmente catalogados de “cancelación”. Es decir, no parece existir un criterio honesto a la hora de clarificar de qué se trata en concreto esta atmósfera densa que agobia al pensamiento.

loop emocional

Si le seguimos el juego retórico al conservadurismo, diríamos que la cultura de la cancelación es una atmósfera generada por los activistas de la justicia social (feministas, transactivistas, antirracistas, etc.) que busca achicar las posibilidades de lo decible y debatible para imponer una moral propia a punta de bardeos en twitter. Usualmente se la compara con la inquisición y la caza de brujas entre otros ejemplos históricos, sin reparar en el hecho de que los activistas en redes no detentan el poder de una institución como el Estado o la Iglesia. De este modo, se banaliza la persecución ideológica institucional poniéndola al mismo nivel que una serie de tuits enojados en medio de un debate cultural.

Teniendo en cuenta que no existe un movimiento concertado por los activistas progresistas para cancelar todo lo que no les gusta, y que el único poder que parecen tener los individuos en redes a través del ejercicio de la cancelación es el de expresar qué quieren consumir y qué no (algo bastante triste), la amenaza de un clima de censura se desvanece en el aire para convertirse en un lamento ante cierta aparente democratización del uso de la palabra pública. Las redes sociales, sin dudas, han permitido que muchas voces que antes no eran oídas ahora accedan a una plataform. Y, además, han puesto a las voces que sí tenían peso al mismo nivel que todas las otras. Naturalmente eso abre el juego a un debate cultural más amplio y en donde no son los mismos privilegiados de siempre los únicos que pueden imponer sus puntos de vista y sus valores.

No obstante, la desigualdad estructural sigue siendo el fermento de nuestra sociabilidad diaria, y por más que parezca que todas las personas, ahora, tenemos la misma posibilidad de participar en el discurso público, esto no es tan así. En principio y en un marco de ascenso de las ultraderechas, es visible la dificultad para expresarse libremente que tienen las personas de izquierda, progresistas o pertenecientes a grupos hostigados por los agentes conservadores que hicieron de las redes su espacio de la “batalla cultural”. Estos casos de ataques virtuales, aún cuando son evidentes sus efectos de coacción, no suelen considerarse en las preocupaciones por las “tácticas de silenciamiento” que parecerían privativas de la “corrección política”.

En lo que respecta a la “cancelación”, sus acciones raramente tienen consecuencias reales para aquellas personas canceladas cuando se trata de personalidades reconocidas. Desafortunadamente solo trascienden algunos pocos ejemplos de consecuencias reales en gente común que fue infamemente célebre en redes por alguna torpeza que se hizo viral, algo que tiene que ver más con la dinámica perversa de las interacciones que privilegian las mismas redes sociales, que con alguna supuesta cultura de la cancelación progresista que busca dejar a la gente sin trabajo o aislarla de la sociedad —Jon Ronson analizó el problema del avergonzamiento público en redes con mucha destreza en su libro Humillación en las redes.

En concreto, la gente que emprende una cancelación no se beneficia en nada con sus acciones. Las primeras beneficiarias son las propias redes sociales, que logran mantenernos atrapadas en sus plataformas a través del círculo de la reacción emocional constante: o cancelo o soy cancelada, o estoy a favor de la cancelación o estoy en contra, pero en cualquier caso me manifiesto e interactúo. No sería osado sostener, entonces, que de existir algo así como una cultura de la cancelación sería una dinámica fomentada por las propias redes sociales en vistas a satisfacer sus intereses económicos. Pero las redes y sus dueños no son los únicos que se benefician. En última instancia, los beneficiarios últimos del fantasma de la cancelación son los propios sujetos y grupos que denuncian su asedio. A través del recurso de la victimización —que denostan, paradójicamente, en el caso del progresismo—, la persona cancelada adquiere un estatus de incorrección política, de agente provocador, de librepensador o cualquier otra figura que le termina redituando en favor de su propio mercado. Esto es especialmente enriquecedor para artistas, escritores e intelectuales, quienes pueden construirse un aura de perseguidos culturales aunque, de hecho, ningún poder real los esté persiguiendo.

canción de hollywood

En los intentos más sofisticados de crítica a la “cancelación” no es raro que se mencione a Michel Foucault. Se diagnostica la “era de Vigilar y castigar” al extremo, el disciplinamiento de la palabra en tanto silencio autoimpuesto, la asfixia de un poder ubicuo que se cuela en todas nuestras interacciones. Además de la ligereza con la que se esgrimen las ideas foucaultianas, los convencidos de que vivimos en una era sin precedentes de prohibición y cercenamiento no parecen recordar los planteos del autor en torno al problema del poder, el saber y las palabras. En su célebre lección El orden del discurso, de 1970, Foucault caracteriza uno de los procedimientos de exclusión: un sujeto no tiene el derecho a decirlo todo. Más que en otros, la sexualidad y la política son dos territorios en los que esas prohibiciones recaen sobre el discurso, revelando su vinculación con el deseo y con el poder. No habría, entonces, ninguna “novedad” en el “silenciamiento” de la cultura de la cancelación.

Pero, además, el filósofo francés es bien conocido por otro movimiento reflexivo que lo aleja de la preocupación exacerbada por la palabra prohibida: la voluntad de verdad, dice Foucault, gana terreno ante la necesidad de prohibir y censurar discursos. Dicha voluntad de verdad es la forma que tiene el saber de ponerse en práctica en una sociedad; cómo se valora, distribuye y atribuye. Ante ella, el mecanismo de la censura como procedimiento de exclusión se vuelve cada vez más frágil y se refuerza la exclusión que es consustancial a nuestra voluntad de saber. Años después, en su primer tomo de la Historia de la sexualidad será más claro en formulaciones destinadas a la celebridad: el poder produce más que prohíbe, habilita más que reprime. Más allá de las objeciones a partir de casos específicos que se puedan esgrimir, estas afirmaciones apuntalan nuestros criterios anteriores: la cultura de la cancelación, antes que silenciar, provoca que todo el mundo hable.

Los algoritmos y los discursos se mueven y somos incitados a intervenir en un estridente torbellino de acusaciones cruzadas; la vieja práctica de la polémica con sus altisonancias se amplifica y todos están invitados a participar. En esta línea, además de las figuras políticas, no es raro que los protagonistas de muchos casos de supuesta “cancelación” provengan del pensamiento y de la literatura. El pensador y el escritor están cortejados por figuraciones extremadamente seductoras debido a su intensidad: desde Sócrates obligado a tomar la cicuta hasta el marqués de Sade maldecido y encerrado, sin contar la cantidad de intelectuales, poetas y narradores perseguidos, apresados o simplemente ignorados por ir a contrapelo. Una galería de “genios locos”, “raros”, “malditos” e “idiotas” puebla el panteón del artista incomprendido.

¿Estamos, verdaderamente, en sus épocas? ¿En tiempos de declive de las grandes instituciones de censura, hay algo que efectivamente no quede sin ser dicho? Se nos explicará que no toda censura es la cárcel o el destierro, y que episodios como perder un contrato de publicación constituyen persecución. Pero, ¿eso no nos llevaría a pensar más bien en las condiciones de producción de escritores y pensadores en un mercado inmerso en las dinámicas de redes sociales que caracterizamos antes? En este sentido, quizás el inmediatismo entre escritor y audiencia parece tener sólo al mercado periodístico y editorial como juez, y sus reglas no necesariamente se rigen por sofisticaciones del estilo “la muerte del autor” de Barthes como para poder salvaguardar las obras de la mera lógica fandom/hater.

Sin embargo, no son pocos los casos que parecen “aprovechar” la situación e instrumentalizar las mareas “canceladoras”. Actualmente, varias figuras incurren en la repetida y sonante queja por el silenciamiento desde grandes medios y plataformas; subrayada la asfixia del entorno, se resalta también la valentía, el espíritu libertario e inconformista de los heraldos de las verdades incómodas. Emerge así, impensable quizás para el siglo XX, la paradoja del incorrecto legitimado, del maldito consagrado. Ariana Harwicz, una de las voces argentinas más insidiosas en contra de la “dictadura de la corrección política”, es la autora de una obra que llegará a la meca del reconocimiento cultural en Occidente, Hollywood, de la mano de nada más y nada menos que del productor Martin Scorsese, con la actuación de una joven estrella politizada y woke, Jennifer Lawrence.

Quizás, los tiempos de la tarea del escritor como un inequívoco juego peligroso para todo orden social ya no sean tan evidentes.

Fuente de la información e imagen:  https://revistacrisis.com.ar

Comparte este contenido:

“Estás cancelado”. La cultura de la cancelación y sus implicaciones sociales

Por: Paulette Delgado

La cultura de la cancelación promueve retirar el apoyo a personas o empresas como consecuencia de determinados comentarios o acciones, pero, ¿realmente consigue su objetivo?

Con 3.8 billones de usuarios, las redes sociales se han vuelto una parte fundamental en la vida de muchas personas. Han impactado desde la manera en cómo se manejan los negocios, la publicidad, e incluso, la política. Y aunque tienen aspectos y usos positivos, también tienen efectos negativos.

Recientemente ha surgido la “cultura de la cancelación” o cancel culture, un concepto que consiste en retirar el apoyo o “cancelar” a una persona que dijo o hizo algo ofensivo o cuestionable. Es un tipo de bullying grupal ya que son muchas personas que se ponen de acuerdo para atacar o descalificar los puntos de vista de otra persona o de alguna empresa. Esto se ha vuelto aún más popular al delatar actitudes racistas, homofóbicas y machistas. Es un movimiento tan grande que varias personas han perdido sus trabajos por ser canceladas, sin la posibilidad de enmendar o arreglar sus acciones, quedando para siempre encerradas en un charco de odio público.

Uno de los casos más conocidos es el del youtuber enfocado en maquillaje James Charles, quien perdió más de 3 millones de seguidores en cuestión de días después de ser etiquetado como depredador sexual por otros creadores, sin pruebas al respecto, en un drama con su mentora Tati Westbrook, también youtuber y emprendedora de vitaminas. Otro caso famoso es el de la autora de Harry Potter, J.K Rowlings, quien fue cancelada por hacer comentarios transfóbicos en Twitter. Es un fenómeno que se ha vuelto tan común que incluso cancel culture fue la palabra o frase del año 2019 en el Diccionario australiano Macquarie. Este tipo de acciones o eventos se ha amplificado durante la pandemia.

Actualmente, debido a las cuarentenas y otras medidas establecidas para evitar contagios por COVID-19, muchas personas pasan cada vez más tiempo en casa e invierten más tiempo usando las redes sociales, lo que ha resultado en muchas “cancelaciones”. Varias personas creadoras de contenido en YouTube y TikTok han sido atacadas por organizar o atender fiestas durante la pandemia. Este tipo de acusaciones públicas no se limita para aquellas personas que tienen miles de seguidores. En Instagram, por ejemplo, hay un sinfín de perfiles reportados y clasificados como “covidiotas” o personas que rompen la cuarentena.

Aunque la intención es buena, señalar a personas que han hecho “algo malo” se ha llevado a un extremo tóxico. Un ejemplo es el de la creadora número uno de TikTok, Charli D’Amelio, de 16 años. Ella subió a YouTube un video de una cena con sus padres, hermana y el youtuber James Charles, donde la comida fue preparada por el famoso chef Aaron May. Entre los platillos que probaron esa noche estaban los caracoles, los cuales no fueron del agrado de las hermanas D’Amelio, además de que Charli comentó que quería alcanzar los 100 millones de seguidores al año de recibir su primer millón. Estos comentarios molestaron a sus seguidores y en cuestión de días perdió un millón de seguidores en TikTok.

¿Qué opinan los jóvenes de la cultura de la cancelación?

Uno de los mayores retos que enfrentan muchos jóvenes es poder realmente cancelar a alguien. Un ejemplo es Chris Brown, un rapero quien a pesar de que golpeó a su novia, la cantante Rihanna en el 2009, este sigue siendo popular porque muchos disfrutan de su música, pero no están de acuerdo con sus acciones.

En un artículo del New York Times, varios adolescentes fueron entrevistados sobre el tema. Ben, uno de los entrevistados de 17 años, dijo que para él, las personas tienen que rendir cuentas por sus acciones pero apoyar esta cultura evita que aprendan de sus errores.

Uno de los mayores problemas de este movimiento es que, lo que alguien haya hecho o dicho hace 10 años en redes sociales, cualquier persona lo puede tomar fuera de contexto y usar en su contra. Esto le pasó al primer ministro canadiense, Justin Trudeau, cuando salieron a la luz fotos de él en el 2001 con la cara pintada de negro. Esto se considera racista por la connotación histórica que tiene, ya que por mucho tiempo comediantes blancos se pintaban la cara basados en estereotipos negativos de los negros para burlarse de ellos.  “Todos hacemos cosas vergonzosas y cometemos errores tontos y lo que sea. Pero la existencia de las redes sociales ha llevado eso a un lugar donde la gente puede tomar algo que hiciste en ese entonces y convertirlo en quien eres ahora”, dice L., una de las entrevistadas.

Varios jóvenes ven la cultura de la cancelación como un potencial para crecer y conocer más sobre lo que es políticamente correcto, sin embargo, otras personas argumentan que puede ser una práctica que causa preocupación por su impacto en la sociedad. Otra de las jóvenes entrevistadas comentó que cancelar a alguien es como golpear e insultar a una persona en lugar de educarlo pacientemente y mostrarle lo que hizo mal, sin darle la oportunidad de demostrar que pueden mejorar. Otros jóvenes están de acuerdo con que es importante ayudar a la gente a comprender sus errores en lugar de torturarlos, permitiéndoles tener diálogos abiertos en lugar de desterrar a la gente.

La cultura de la cancelación ha creado una severa censura en Internet y provoca miedo a equivocarse en las redes sociales y ser cancelados. Además, crea una falta de comprensión de las opiniones de otras personas ya que demuestra que sólo importa la opinión de las masas y si alguien piensa diferente o cometió un error hace años, su reputación puede ser destruida.

Combatiendo la cultura de la cancelación en el aula

La profesora Loretta J. Ross propone combatir la cultura de la cancelación por medio de una clase en Smith College. Ella busca desafiar a sus alumnas a identificar características y límites del movimiento. «Lo que realmente me impacienta es llamar a la gente por algo que dijeron cuando eran adolescentes cuando ahora tienen 55 años. Quiero decir, todos en algún momento hicimos cosas increíblemente estúpidas cuando éramos adolescentes, ¿verdad?», comentó en una entrevista para el New York Times.

Para ella, la solución está en llamar la atención en privado en lugar de hacerlo públicamente, “hacerlo con amor”. Si algún conocido hizo algo ofensivo, en lugar de pedir que se cancele por las redes sociales, mandarle un mensaje privado o llamarlo para discutir al respecto. Esto puede llevar a una conversación con contexto y puede convertirse en un momento educativo.

En sus clases, la profesora incluye el ejemplo de Natalie Wynn, una youtuber que elaboró una especie de taxonomía después de ser cancelada varias veces. En su video explica cómo la cultura de cancelación toma una historia y la transforma en una situación distinta. Busca la presunción de la culpa sin hechos, como fue el caso de James Charles. Además explica que parte del movimiento es el esencialismo que sucede cuando la crítica del error convierte a esa persona en “mala persona”, el pseudointelectualismo o la superioridad moral del que acusa y la contaminación o culpa por asociación.

Regresando al ejemplo de J.K Rowlings, varias de las estudiantes de la profesora Ross admitieron que se sentían culpables por ser fanáticas de Harry Potter después de los comentarios que realizó, ejemplificando como la culpa por asociación es algo muy común. Una alumna incluso admitió que se estresa al comprar una sudadera con la foto de una banda que le gusta por temor a que hayan cometido algo ofensivo y ella no sepa y sea cancelada. «No puedes ser responsable de la incapacidad de crecer de otra persona», dijo la profesora Ross. “Así que consuélate con el hecho de que ofreciste una nueva perspectiva de la información y lo hiciste con amor y respeto, y luego te alejas”.

Aunque la cultura de la cancelación parece no irse a ningún lado y su intención es buena, mientras se siga llegando al extremo de no permitir ni aceptar el crecimiento del cancelado, seguirá siendo un movimiento tóxico que no llevará a ningún lado. Clases y maneras de pensar como las de la profesora Ross son necesarias para combatir esta problemática y enseñar a las nuevas generaciones a dialogar de manera privada, más en una época donde todo es público en las redes sociales.

¿Habían escuchado sobre la cultura de la cancelación? ¿Qué necesita hacer alguien para merecer ser cancelado? Una vez que alguien es cancelado, ¿debería ser perdonado? Déjanos tus comentarios abajo.

Fuente e imagen: https://observatorio.tec.mx/edu-news/cultura-de-la-cancelacion

Comparte este contenido:

Matando a los ídolos: feminismo y la cultura de la cancelación

El problema no es que tengamos opiniones polarizadas. En este escrito no queremos centrar nuestra atención en Maradona ni Tijoux, puesto que ya se ha vertido bastante en el internet sobre la cuestión: hablaremos del debate submarino, que es la cultura de la cancelación, de la censura y la necesidad de pensar un feminismo con perspectiva de victoria.

La muerte de Maradona abrió un agitado debate en el feminismo, sobre si era válido empatizar o no con el dolor popular a raíz de las acusaciones terribles de violencia machista que rodeaban a la exitosa figura del futbolista. Resultó inevitable, al calor de las posiciones en disputa, no recordar una canción titulada Kill yr Idols (Mata tus ídolos) de la banda estadounidense Sonic Youth.

Es evidente que la banda no habla de forma literal: de asesinar a quienes admiramos. Pero sí de “bajar a la tierra” a quienes admiramos y comprender a las personas en sus claroscuros. En el marco del debate público sobre la cuestión, la feminista Cinzia Arruzza, académica de la New School for Social Research, declaraba:

“El feminismo antirracista significa para mí también la capacidad de comprender las complejidades y las contradicciones, de aceptar que las personas siempre tienen defectos de un modo u otro, pero que al mismo tiempo pueden haber contribuido a crear sentimientos de liberación para los oprimidos; (…) de dignidad para los oprimidos y los colonizados (…)”.

Con esta reflexión, entendemos que si alguien es destacado en un área del conocimiento o de la actividad humana, no significa que necesariamente sea una persona destacada en nada más. Y que probablemente sea una persona con bastantes contradicciones en la mayoría de las áreas de su vida. Esto, puede parecer una obviedad; sin embargo, los seres humanos olvidamos que entre nosotros no hay divinidades. Ni ángeles ni demonios. Ni dioses ni monstruos. Y esto opera tanto para quienes divinizan como para quienes juzgan moralmente esta actitud, tan propia además de nuestra cultura colonizada y profundamente signada por lo religioso.

En medio de este debate, aparece impetuosa la censura: no se puede, no se debe reconocer a alguien cuya conducta nos parece reprochable. Notorio fue el linchamiento virtual a la música chilena Anita Tijoux por publicar en sus redes un homenaje a Diego Maradona, que generó también muchísimos mensajes de apoyo y simpatía, mostrando abiertamente el debate en curso.

A ellos respondió con «cancelada, funada, date cuenta hermana, patética, de cartón, vendida, insultos de todo tipo que ni escribiré, patética, desilusionada, amarilla, vergüenza ajena, violadora(…) NO he borrado NINGUN comentario para nunca olvidar… Busquen un culpable. Ahora estimades… Ustedes que aman escribir en sus teléfonos y computadores les pregunto. (…) Han pensado cuantas personas no tienen las herramientas para ver estas violencias? Yo escribí Antipatriarca y la siento cada vez que la canto. Eso nadie me lo puedo cuestionar solo yo al mirarme en mi intimidad…. Conmigo… Y si! como tú estoy llena de contradicciones».

El problema no es que tengamos opiniones polarizadas. Tampoco significa minimizar las actitudes machistas, ni dejar de repudiarlas y enfrentarlas. En este escrito no queremos centrar nuestra atención en Maradona ni Tijoux, puesto que ya se ha vertido bastante en el internet sobre la cuestión: hablaremos del debate subyacente, que es la cultura de la cancelación, de la censura y la necesidad de pensar un feminismo con perspectiva de victoria.

¿Qué es la cultura de la cancelación?

“La miserable respuesta del Estado frente a los brutales femicidios, la violencia sexual y otras formas de violencia patriarcal es el terreno en donde proliferan diferentes estrategias políticas que ponen en el centro la denuncia pública y la venganza individual”.
D’Atri, A. (2018)

Es un neologismo estadounidense (“cancel culture”) que describe el fenómeno extendido de retirar el apoyo,

“ya sea moral, como financiero, digital e incluso social, a aquellas personas u organizaciones que se consideran inadmisibles, ello como consecuencia de determinados comentarios o acciones, o porque esas personas o instituciones transgreden ciertas expectativas que sobre ellas había”.

El término cancel culture o cancelling comenzó a utilizarse en 2015, ganando mayor popularidad a partir de 2018. Comenzó como una actitud hacia personalidades famosas, sin embargo se extendió también hacia las relaciones de personas comunes y corrientes. La cultura de la cancelación tiene sus raíces, no solamente en la impunidad patriarcal con la que funciona el Estado capitalista. También las tiene en la idealización de las personas y organizaciones, transformándolos no en referentes sino en ídolos: cuando idealizamos a personas, les deshumanizamos. ¿Por qué? Porque la facultad de ídolo impide la equivocación. La cultura de la cancelación entonces genera un poder arrogante; cada error se paga con el silenciamiento, en una suerte de “bullying público”.​

La cancelación es un acto inherentemente transaccional: no actúas de acuerdo al comportamiento esperado y eres desechado. El sistema tiene esta práctica en sus cimientos, y nos educa con ella. El sistema capitalista cancela a los jóvenes que han cometido infracciones de ley y les recluye en el Sename; cancela a los miles de presos pertenecientes a los sectores más empobrecidos de la sociedad. Los deja al margen.

Si bien se ha utilizado el concepto de «cultura de la cancelación» para hablar de libertad de expresión y así dar cabida a pensamientos xenófobos, racistas o transfóbicos, la cancelación opera desde la lógica del consumo, donde hay seres humanos aptos para su circulación, y seres que no. Y se cuela en nuestras prácticas. La cultura de la cancelación es la constatación de la impotencia de vivir en un mundo miserable. No resuelve esa impotencia, y tampoco aporta en su resolución. Aislar a las personas no repara el daño que han causado. Tampoco colabora en que estas personas dejen de cometer violencias contra otros seres humanos. La pedagogía de la crueldad con la cual el sistema nos educa, no puede transformarse en nuestra propia didáctica.

¿Y cómo “cancelamos” la violencia machista?

El marco legal impuesto por quienes hoy están en el poder, establece la judicialización de los problemas de la violencia machista y sus repercusiones en la vida de las mujeres y LGTBIQ+ como única vía para enfrentarla, sin poner centro en las víctimas y la reparación de las violencias sino en el castigo al agresor. Y esto ocurre porque para la sociedad burguesa es más rentable llenar las cárceles, hacer productos amigables para el consumo, generar nuevos modelos de mercado, que erradicar de manera efectiva la violencia patriarcal, funcional a su dominio.

Si descartamos que los varones y las personas en general puedan transformar sus prácticas y orientarlas hacia el cuidado, el respeto y la solidaridad, descartamos que la violencia contra las mujeres y LGBTIQ+ pueda alguna vez terminarse. Y el problema es que la violencia no es la excepción a la norma, sino la norma. Si habilitamos la práctica de censurar o anular posturas que escapan de los márgenes de lo que consideramos aceptable, ignoramos que estos marcos están previamente delimitados por las estructuras de poder imperantes: la censura política abre la caja de Pandora de los peores totalitarismos.

En última instancia, de la cultura de la cancelación implica cierta comodidad en tanto decide ignorar que para enfrentar verdaderamente las fuerzas más oscuras de la humanidad y sus miserias más horrendas, es necesaria la experiencia de lucha contra ellas, desplegando fuerza material. Resulta pertinente revisar el planteo al respecto de Cinzia Arruzza:

“Las contradicciones sociales y materiales dan nacimiento a héroes imperfectos, defectuosos y contradictorios. Nosotros, como feministas antirracistas y antiimperialistas, debemos aprender a abordar este hecho inevitable en sus complejidades. No se trata de condonar, sino de entender (…) se debe abrir una conversación más amplia en torno a la justicia transformadora, la práctica de permitir que las personas cambien y se transformen a sí mismas ayudándolas a transformar las condiciones materiales y sociales de sus vidas. Un enfoque que es antitético a la inclinación carcelaria que se asienta en lo profundo de todos nosotros».

A las ideologías opresoras es imposible abolirlas solamente por decreto. Necesitamos, para ello, desarrollar una fuerza social y política capaz de hacerles frente y derrotarlas.
Hoy es posible pensar un feminismo antipunitivista y anticarcelario que ponga por delante la necesidad de las transformaciones estructurales para la erradicación total de la violencia contra las mujeres y de toda práctica de discriminación y opresión. Para quienes reivindicamos el feminismo socialista, esta posibilidad es realizable en tanto echemos abajo todas las viejas formas de relaciones sociales de opresión y explotación. Contra el Estado capitalista, diseñado para mantenernos en el lugar de víctimas y no permitir nuestra liberación total, la única respuesta es organizar nuestra fuerza junto a la clase trabajadora y todos los sectores oprimidos, para conquistar ese horizonte de victoria que merecemos.

*https://www.laizquierdadiario.cl/Matando-a-los-idolos-feminismo-y-la-cultura-de-la-cancelacion?fbclid=IwAR26g5G3Kf2YvNduSfyKqzWK4mvLch6YJYpWf9FyBWOv4IWUqKAnPjwZJhE

Comparte este contenido:

Cultura de la libertad y cultura de la cancelación

Por: Leonardo Díaz

 

Es notable la existencia de un clima intelectual donde persiste un miedo a no enfadar. Pero el enfado es un estado de insatisfacción o disgusto proveniente de un sentimiento de que la fuente de mi enfado me amenaza o perjudica.

La cultura de la libertad, o el hábito de promover el debate abierto y la actitud crítica, examinando de modo racional los argumentos, suele ser combatida por los movimientos fundamentalistas, los populismos políticos y las tradiciones de pensamiento autoritario.

Pero en las últimas décadas, desde las filas del pensamiento liberal emerge una actitud que también amenaza la cultura de la libertad. Se trata de una actitud mojigata que, en nombre de los ideales de justicia y equidad, pretende instaurar la cultura de la clausura, un hábito de perseguir a las personas que muestren cualquier desviación intelectual de lo que determinados grupos dictaminan como correcto.

Las redes sociales, espacios donde circulan de manera libre los más diversos contenidos, se han convertido, gracias a la cultura de la clausura, en mecanismos para el intento de censura.

La cultura de la clausura ha provocado cazerías de brujas en el mundo de las instituciones democráticas. Por esto, hoy día muchos artistas, escritores y librepensadores deben cuidarse de que sus obras no hieran las sensibilidades de un grupo que cargue con una historia de exclusiones sociales, sino quiere ser marginado económica, social y políticamente.

El fenómeno ha generado preocupación hasta el punto que el pasado 7 de julio del año en curso, un conjunto de filósofos, escritores, e intelectuales se manifestaron al respecto en “una carta sobre la justicia y el debate abierto”. https://elpais.com/cultura/2020-07-08/una-carta-sobre-la-justicia-y-el-debate-abierto.html

En una reseña del debate firmada por Amanda Mars: “Y la carta de los intelectuales desató la tormenta” (El país, 8 de julio, 2020) puede leerse la siguiente declaración del director ejecutivo del Huffpost: “No firmé la carta cuando me lo pidieron hace nueve días porque pude ver en 90 segundos que era fatua, una chorrada vanidosa que sencillamente iba a enfadar a la gente a la que supuestamente quería apelar”. https://elpais.com/cultura/2020-07-08/y-la-carta-de-los-intelectuales-desato-la-tormenta.html?ssm=FB_CC&fbclid=IwAR1kGsPed5WELhZvj-n3dhE6uEC–8Qdl7KpJFa6hFiZIf-CJEHrJ6kIhxg

La primera parte del pronunciamiento no es significativo, simplemente es una falacia de argumento ad hominem. Pero la segunda parte sí nos dice mucho de lo que está en juego y da argumentos favorables a los autores de la carta. El director dice no haberla firmado porque… “iba a enfadar a la gente que supuestamente quería apelar”.

Precisamente, esa es la cuestión. Es notable la existencia de un clima intelectual donde persiste un miedo a no enfadar. Pero el enfado es un estado de insatisfacción o disgusto proveniente de un sentimiento de que la fuente de mi enfado me amenaza o perjudica. Y, como es obvio, creer que algo nos perjudica no lo convierte objetivamente en una fuente de daño, ni para nosotros, ni para el interés común.

En una sociedad democrática, el debate intersubjetivo es el que evalúa el prejuicio que puede causar una idea o una acción, no un grupo particular. Esa es una de las diferencias básicas con las dictaduras. En estas, una camarilla se arroja el derecho de decidir por todos sobre que obras e ideas deben circular y prohibirse.

El miedo y la retractación pública de algunos firmantes de la carta, provocado por las presiones de los grupos “heridos”, es un ejemplo del peligro advertido en el documento. Una sociedad democrática queda lesionada de muerte cuando grupos que la constituyen provocan despidos, autocensuras, silenciamientos o retractaciones forzozas contra aquellos que no piensan de la misma manera.

No importa lo escandalosa, infame o dañina que nos parezca una idea. Es en medio del debate crítico donde la misma debe ser invalidada permitiéndole a sus defensores el derecho a la réplica. Como escribió Voltaire: «Podré no estar de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo»

Fuente: https://acento.com.do/opinion/cultura-de-la-libertad-y-cultura-de-la-cancelacion-8841732.html

 

Comparte este contenido: