Por Carlos Magro
Urgía crear escuelas, pero urgía más crear maestros
Preámbulo del Decreto de 29 de septiembre de 1931
Cada época demanda sus maestros
Rodolfo Llopis. La revolución en la escuela. 1933
La enseñanza está lejos de ser una tarea sencilla. Es una actividad incierta, contextualizada y construida siempre en respuesta a las particularidades de la vida diaria en las escuelas (Marcelo. 2001). Es una tarea compleja, “laboriosa, paciente y difícil. Mucho más de lo que la gente cree y muchísimo más de lo que piensan los políticos,” dice Francisco Imbernón en Ser docente en una sociedad compleja (Imbernón, 2017).
A pesar de que los docentes son la pieza fundamental de los sistemas educativos y ejercen la influencia más determinante en el aprendizaje de los alumnos (Montero, 2006), la docencia es una profesión paradójica(Hargreaves y Lo, 2000). Cuanto más necesarios son más les criticamos. Cuanto más importante es su intervención y más se espera de ellos, menos apoyo, respeto y margen para la creatividad, la flexibilidad y la innovación tienen (Hargreaves y Lo, 2000). Asistimos a un constante doble discurso (Montero y Gewerc, 2018). Afirmamos su papel central en la mejora de los resultados educativos, pero apenas contamos con ellos a la hora de definir nuevas políticas.
De hecho, repasando las numerosas reformas educativas de los últimos decenios observamos con sorpresa que no se ha planteado en ningún momento una revisión profunda de la profesión docente (competencias docentes, formación inicial, acceso a la profesión, definición de una carrera, desarrollo profesional) y que los cambios que se han hecho (la creación de las facultades, el máster de educación secundaria…) no han generado los resultados esperados y necesarios.
Respecto al profesorado parecen convivir dos políticas contradictorias: “por un lado, la tendencia a la uniformización de la enseñanza y a cierta aversión por la profesionalización de los docentes; y por el otro, la tendencia a una mayor calidad y profesionalidad del ejercicio docente” (Hargreaves y Lo, 2000). Sentimos “la necesidad de revalorizar una profesión que tiene en sus manos el futuro de las generaciones venideras”, pero hemos optado por políticas de control, enfrentamiento y desconfianza que provocan desprofesionalización, “reduciendo los márgenes de libertad en la toma de decisiones profesionales y regulando su quehacer cotidiano de forma exhaustiva.” (Montero y Gewerc, 2018)
Hoy, parece que, por fin, tras varias décadas de reformas educativas, hemos entendido que para cambiar la educación es necesario hacerlo con los docentes, como decía (Vaillant, 2005) no contra o a pesar de ellos y hemos asumido que el cambio y la mejora escolar están más asociados “a procesos de búsqueda, indagación, confianza, formación, asesoramiento, colaboración, que a procesos de vigilancia” (Monarca y Fernández-González, 2016). Parece que, por fin, somos conscientes que es necesario reconocer y dar un mayor protagonismo a los docentes en la reivindicación de su función y en el refuerzo de su presencia pública.
el cambio y la mejora escolar están más asociados a procesos de búsqueda, indagación, confianza, formación, asesoramiento, colaboración, que a procesos de vigilancia
Uno de los aspectos más determinantes y que menos atención ha recibido en nuestro país es el momento de la incorporación a la profesión. Hace años que la investigación insiste en la importancia y dificultad que tienen los primeros años de práctica docente. Hay cosas que solo se aprenden en la práctica. La transición desde la formación inicial a la carrera profesional puede ser en muchos casos traumática y provoca en la mayoría lo que desde hace décadas se conoce como un shock de realidad (Veenman, 1984).
Un shock que lleva en muchas ocasiones a los docentes a recurrir a sus propios recursos, siguiendo aquello que Dan Lortie, en un libro ya clásico titulado Schoolteacher (1975), denominó el aprendizaje por observación, es decir, recurriendo a aquello que aprendieron, muchas veces de manera no intencionada, sobre la práctica docente tras miles de horas pasadas previamente como estudiantes observando a sus maestros, y que llega a crear expectativas y creencias difíciles de remover.
Los primeros años constituyen un periodo fundamental en el desarrollo profesional. Los profesores nuevos tienen que enseñar y tienen que aprender a enseñar (Feiman-Nemser, 2001). Veenman identificó los principales desafíos de los nuevos docentes en distintos países encontrando bastantes similitudes entre ellos: “motivar a los alumnos a aprender, gestionar la clase, lidiar con las diferencias individuales entre los estudiantes, evaluar el trabajo de éstos y gestionar la comunicación con los padres de familia”. (OCDE, 2009). Y, por si fuera poco, como señaló Carlos Marcelo (1999), los nuevos docentes deben hacer todo esto cargados de las mismas responsabilidades que los docentes con más experiencia.
Los profesores nuevos tienen que enseñar y tienen que aprender a enseñar (Feiman-Nemser, 2001)
Los primeros años son un periodo clave también porque es cuando los nuevos profesores aprenden e interiorizan las normas, los valores y las conductas que caracterizan a la cultura escolar (MECD, 2015). Es una etapa “determinante para conseguir un desarrollo profesional coherente y evolutivo” (Marcelo, 2007) y son también años importantes para asegurar un profesorado motivado, implicado y comprometido con su profesión. Para Marcelo (2009), “si queremos asegurar el derecho de nuestros alumnos a aprender y si queremos que nuestras escuelas sigan siendo espacios donde se construye el conocimiento de las nuevas generaciones, es preciso prestar mucha mayor atención a la forma cómo los nuevos profesores se insertan en la cultura escolar”. Aprender a enseñar es un proceso complejo que lleva años.
Centrarse en estos primeros años nos permite además, como han señalado Denise Mewborn y Andrew Tyminski (2006), entender la importancia que tienen sobre los profesores sus imágenes y creencias previas sobre la enseñanza y el aprendizaje y, por tanto, nos da pistas sobre la necesidad de capacitar a los docentes durante su formación inicial y continua para analizar críticamente esas creencias, a menudo profundamente arraigadas, ayudándoles a desarrollar nuevas visiones de lo que es posible y deseable en la enseñanza que inspiren y guíen su práctica profesional. Como sostuvieron Johnston y Ryan (1983), “los profesores en su primer año de docencia son extranjeros en un mundo extraño, un mundo que les es conocido y desconocido a la vez. Aunque hayan dedicado miles de horas en las escuelas viendo a profesores e implicados en los procesos escolares, los profesores principiantes no están familiarizados con la situación específica en la que empiezan a enseñar”.
No son pocos, por tanto, los autores que defienden de manera clara que el periodo inicial de inserción profesional es una etapa bien diferenciada tanto de la formación inicial como de la formación continua y que requiere una atención específica con programas adecuados. Programas que, en la literatura educativa, y en la práctica en muchos países, se denominan de inducción profesional y que aquí, haciendo uso de una metáfora potente pero peligrosa por las evidentes diferencias, hemos denominado MIR educativo.
Karry K. Wong, en un artículo seminal sobre los programas de inducción profesional, los definió como “una formación integral y exhaustiva, más un proceso de asesoramiento y apoyo a nivel de todo el sistema que dura entre 2 o 3 años, para integrarse posteriormente y de manera natural en los programas de desarrollo profesional de los nuevos profesores” (Wong, 2004).
No hay dos programas de inducción iguales. Hay, de hecho, una gran variedad internacional en cuanto a sus características, contenidos y duración. Pero sí hay elementos comunes: en todos comienzan con una iniciación de 4 o 5 días antes de que comience la escuela; se ofrece una capacitación sistemática durante un período de 2 o 3 años; se facilitan la formación de comunidades de aprendizaje en las que los nuevos maestros puedan establecer contactos y encontrar apoyo; hay un apoyo administrativo fuerte; poseen un elemento de mentoría; y ofrecen oportunidades para que los participantes visiten las aulas de otros compañeros (Wong, 2004). Comparando programas de inducción en Suiza, Japón, Francia, Shanghai y Nueva Zelanda Wong encontró varias coincidencias: programas muy estructurados, completos, rigurosos y monitoreados, donde los distintos roles están claramente definidos; en todos se entendía que era la inducción era una primera fase en un proceso de aprendizaje profesional continuo a lo largo de la vida; y, en todos, la colaboración era vista como una fortaleza, fomentando así el intercambio entre los docentes no solo de experiencias, prácticas, herramientas sino también de un lenguaje común.
La mejora necesaria de la educación pasa por una profunda reforma de la profesión docente pero también somos conscientes hoy que “para cambiar la educación no solo es necesario cambiar al profesorado, sino potenciar al mismo tiempo el cambio en los contextos donde el profesorado desarrolla su cometido: las escuelas, la normativa, el apoyo comunitario, los procesos de decisión, la comunicación” (Imbernón, 2006). “Si queremos nuevas prácticas docentes y patrones de relaciones entre los profesores, esto conduce paralelamente a actuar en los contextos organizativos en que trabajan” (Bolívar, Domingo, Escudero, Rodrigo, 2007).
Si queremos que los cambios tengan una incidencia real en la vida de los centros y que sean sostenibles han de generarse desde dentro para desarrollar su propia cultura innovadora, incidiendo en la estructura organizativa y profesional, implicando al profesorado en un análisis reflexivo de lo que hace. La mejora de un centro educativo depende en gran medida de su capacidad para desarrollar internamente el cambio. La buena noticia es que “todas las escuelas tienen la capacidad interna de mejora”. (Harris, 2002). La transformación, la innovación y el cambio necesarios dependen menos de leyes y reformas que de proyectos de institución y de prácticas profesionales.
Si queremos que los cambios tengan una incidencia real en la vida de los centros y que sean sostenibles han de generarse desde dentro para desarrollar su propia cultura innovadora, incidiendo en la estructura organizativa y profesional, implicando al profesorado en un análisis reflexivo de lo que hace.
Javier Murillo y Gabriela Krichesky recogieron en 2015, las principales lecciones aprendidas de cinco décadas del movimiento de mejora escolar, identificando seis factores que deberíamos tener en cuenta para la puesta en marcha de procesos de transformación escolar: “la colaboración docente y el trabajo en redes; la implicación de la comunidad; el liderazgo sistémico; la centralidad de los procesos de enseñanza y aprendizaje; el debate entre la responsabilidad y la rendición de cuentas; y las nuevas relaciones entre la administración pública y las escuelas”.
Es bien conocida, por reiterada, la frase del informe elaborado por Michael Barber y Mona Mourshed para la consultora Mckinsey en 2007 (Barber y Mourshed, 2007) “la calidad de un sistema educativo tiene como techo la calidad de sus docentes”. Afirmación errónea y perjudicial y que Fernández-Enguita (2017), muy acertadamente ha calificado como el error Mckinsey. Errónea porque como bien sostiene el propio Fernández-Enguita “una organización es siempre algo distinto de los elementos que la forman, el todo es distinto que la suma de las partes” y perjudicial porque al centrar exclusivamente la atención en los profesores de manera individual ignora la enorme importancia que tienen las organizaciones, los recursos y las culturas escolares para la mejora escolar. Un techo, el de la calidad individual de los docentes, que es en todo caso frágil y fácilmente fracturable, y que está sujeto a una presión y a unas demandas que lejos de disminuir crecerán en los próximos años.
no basta con actuar sobre las personas a nivel individual, debemos también actuar sobre las escuelas y las culturas escolares.
La primera consecuencia de todo esto es que no basta con actuar sobre las personas a nivel individual, debemos también actuar sobre las escuelas y las culturas escolares. Para que los cambios sean eficaces han de afectar a los procesos de enseñanza y aprendizaje y a la organización, pero sobre todo a la cultura escolar y a la cultura profesional. Entendiendo por cultura escolar al conjunto de “valores, normas, expectativas, compartidas a la comunidad; a esos elementos que hacen que una escuela sea innovadora, aprenda, trabaje en equipo” (Murillo y Krichesky, 2015) y por cultura profesional los “conocimientos, creencias, valores, normas, rutinas y actitudes del profesorado sobre la enseñanza, sobre enseñanza y tecnologías, sobre el alumnado, las relaciones entre profesores, las visiones de su actividad profesional, sus percepciones sobre el cambio” (Montero y Gewerc, 2018).
El cambio educativo sólo será significativo si activa los procesos de acción-reflexión-acción de los protagonistas de forma participativa, cooperativa, negociada y deliberativa (Miranda Martín, 2002). Algo que, por cierto, ya estaba en John Dewey cuando hablaba de la reflective action y en Donald Schön y su profesional reflexivo. Tal y como sostenían Darling-Hammond y Mclaughlin (2004), los profesores aprenden haciendo, leyendo y reflexionando a través de la colaboración con otros, observando muy de cerca el trabajo de los estudiantes, y compartiendo lo que observan.
Lo que nos lleva de nuevo a los programas de inducción profesional. De nada nos serviría poner en marcha programas de inducción profesional (véase un MIR educativo) si éstos refuerzan modelos de enseñanza, prácticas docentes y culturas escolares poco adecuadas para los desafíos educativos actuales. El proceso de inserción no debe solo integrar al nuevo profesorado en la cultura escolar vigente, debe ayudar a desarrollar en los nuevos docentes una mirada crítica y reflexiva de la profesión. Y en eso, el lugar donde se desarrolle ese período de inducción será determinante.
No podemos, por tanto, diseñarlos de manera superficial. Ni hacerlos en cualquier lugar. Los programas de inducción deben ofrecer oportunidades de conexión entre docentes y estar estructurados dentro de comunidades de aprendizaje donde los docentes nuevos y los veteranos interactúen (Wong, 2004). Los mejores programas de inducción, mantenía Wong, deben apoyar redes que creen comunidades de aprendizaje; tratar a todos los participantes como colaboradores valiosos; crear comunidades de aprendizaje donde tanto los nuevos maestros como maestros veteranos, adquieran conocimientos; y demostrar que la enseñanza de calidad no es solo una responsabilidad individual, sino también o, sobre todo, una responsabilidad colectiva.
La colaboración y el apoyo mutuo, las redes profesionales, el aprendizaje permanente, el uso de las evidencias, la implicación de las familias y la colaboración de las administraciones educativas son fundamentales frente al desafío de mejorar un sistema educativo en su conjunto (Hargreaves y Shirley, 2009)
La colaboración y el apoyo mutuo, las redes profesionales, el aprendizaje permanente, el uso de las evidencias, la implicación de las familias y la colaboración de las administraciones educativas son fundamentales frente al desafío de mejorar un sistema educativo en su conjunto (Hargreaves y Shirley, 2009). “La enseñanza se ha convertido en un trabajo imprescindiblemente colectivo”, decía Francisco Imbernón (2001). La colaboración y el intercambio de prácticas entre colegas, no el aislamiento, deben convertirse en la norma para los docentes.
Este escenario nos exige trabajar a favor de un profesionalismo ampliado, construido en la interacción y colaboración con otros colegas. Necesitamos transformar la tradicional cultura escolar individualista por una cultura de la colaboración. La reclusión en el aula individual no lleva muy lejos la innovación si, al tiempo, no se incrementan los modos de trabajar y aprender juntos. Debemos tener siempre presente que las creencias de los docentes suelen estar determinadas por las estructuras en las que trabajan.
Hoy la complejidad de la enseñanza exige una cultura profesional que, desde la autonomía y el juicio crítico, adopte una disposición colaborativa en el pensamiento y la práctica (Revenga en Imbernón, 2017). No se trata, como advierten Bolívar, Escudero, Teresa Y Rodrigo (2007), de que todos piensen y sientan del mismo modo, “ni de que lo colectivo diluya a lo individual y más personal.” Eliminar el individualismo no es lo mismo que eliminar la individualidad. La individualidad genera desacuerdo creativo y riesgo que son recursos de aprendizaje grupal dinámico y de progreso (Hargreaves y Fullan, 2014).
Hoy la complejidad de la enseñanza exige una cultura profesional que, desde la autonomía y el juicio crítico, adopte una disposición colaborativa en el pensamiento y la práctica (Revenga en Imbernón, 2017)
La innovación y el cambio exigen hacer esfuerzos explícitos para fomentar y desarrollar en las escuelas entornos de confianza. Cada actor implicado debe tener confianza en su propia capacidad, en la de sus colegas y en la de la escuela globalmente para promover la innovación y el cambio (Harris, 2002). El trabajo colectivo en entornos de confianza facilita la reflexión en las propias prácticas, lo que permite a los docentes tomar riesgos, resolver problemas y atender los dilemas en su práctica (Darling-Hammond, Hyler y Gardner, 2017). Necesitamos trabajar por una cultura de la colaboración, la cooperación, la confianza, la complicidad, el apoyo mutuo y la tolerancia profesional. Sin embargo, las actuales estructuras escolares, los tiempos, la organización curricular dificultan que los profesores piensen en términos de problemas compartidos o de objetivos organizativos más amplios. “En el interior de las escuelas, los profesores tienden a pensar en términos de mi aula, mi materia o mis alumnos” (Darling-Hammond y Mclaughlin, 2004). Necesitamos reprofesionalizar la docencia.
Reprofesionalizar la docencia es, en primer lugar, oponerse a aquellos que pretenden simplificar la complejidad de la enseñanza. Pero también a todos los que consideran que ser docente es sobre todo una cuestión técnica, basada esencialmente en las capacidades individuales y que aceptan sin crítica la afirmación del informe Mckinsey, insisten en individualizar los retos (buscar los mejores expedientes, priorizando la formación de las capacidades individuales…) e ignoran la importancia de los contextos de trabajo y las culturas escolares.
Reprofesionalizar la docencia es, en primer lugar, oponerse a aquellos que pretenden simplificar la complejidad de la enseñanza.
Reprofesionalizar la docencia es aumentar el capital profesional de los docentes y de las escuelas, entendido como la combinación de capital humano, social y decisorio (Hargreaves y Fullan, 2014). El capital humano hace referencia al talento individual. Hace referencia directa a la afirmación del informe Mckinsey, en concreto, y, en general, a todas las políticas educativas y a las posturas que sostienen que la mejora de la educación pasa por seleccionar a los mejores, a los más dotados, a los más formados para ejercer. Pero, como sostienen Hargreaves y Fullan (2014) la variable clave que determina el éxito no es el capital humano sino el grado de capital social, es decir, la cantidad y calidad de las interacciones y relaciones sociales entre las personas.
No es que no sea importante la capacitación individual de los docentes y, por tanto, su formación inicial, la inducción profesional y el desarrollo profesional posterior. Es que no es suficiente. No es suficiente si todo ello no está orientado a desarrollar la capacidad de trabajar y aprender con otros. No es suficiente si lo individual no sirve para potenciar lo colectivo.
No es que no sea importante la capacitación individual de los docentes y, por tanto, su formación inicial, la inducción profesional y el desarrollo profesional posterior. Es que no es suficiente.
Reprofesionalizar la docencia pasa, en definitiva, por hacer una apuesta decidida por mejorar la colaboración entre docentes, aumentando su capital profesional. Lo que pasa por aumentar el capital profesional (humano, social y decisorio) de todos los docentes individualmente y del centro educativo colectivamente. Pasa por reconstruir las escuelas como comunidades profesionales de aprendizaje (Bolívar y Bolívar-Ruano, 2016), por romper la cultura individualista y por promover la colegialidad y el trabajo en colaboración como requisitos básicos para la mejora y el cambio educativo. Pasa por ser conscientes de que los grupos, los equipos y las comunidades son muchos más poderosos que los individuos cuando se trata de desarrollar capital humano. Pasa por crear una comunidad de docentes que discuta y desarrolle sus intenciones en conjunto, con tiempo, de modo de desarrollar un sentido común de misión en sus escuelas (Fullan y Hargreaves, 1996). Pasa por hacer de las escuelas no sólo un lugar de aprendizaje para los alumnos, sino también un lugar de aprendizaje y desarrollo profesional para quienes en ella trabajan (Bolívar, Domingo, Escudero, Rodrigo, 2007). Pasa por pensar “el centro como tarea colectiva, convirtiéndolo en el lugar donde se analiza, discute y decide, conjuntamente, sobre lo que pasa y lo que se quiere lograr” (Bolívar, 2000).
La enseñanza no es un asunto técnico
La enseñanza no es un asunto técnico. Todo lo contrario. Es algo profundamente ligado a la acción y a la práctica. Es una práctica racional, reflexiva e intencional pero también subjetiva y altamente incierta. Requiere improvisación, conjetura, experimentación y valoración (Marcelo, 2001), cualidades muy alejadas de una concepción puramente técnica de la misma. Requiere, por parte de los profesionales, de una continua reflexión sobre, desde y en la práctica (Schön, 1983).
Abordar los retos actuales de la educación escolar pasa por hacer una apuesta decidida por mejorar la colaboración entre docentes. Es cierto, como se sostenían desde el Foro de Sevilla, que “es necesario volver a poner de relieve el modelo de profesional docente ligado a un trabajo autónomo, reflexivo y comprometido, lejos de la figura de un aplicador de estándares y normas, sujeto a perfiles profesionales que no corresponden con el trabajo educativo” (Imbernón, Gimeno Sacristán, Rodríguez Martínez y Sured, 2017), pero sobre todo debemos trabajar por transformar la tradicional cultura individualista que aún impera en la mayoría de nuestros centros educativos por una cultura de la colegialidad y el apoyo mutuo. La colegialidad que necesitamos no es lo opuesto a la individualidad.
Abordar los retos actuales de la educación escolar pasa por hacer una apuesta decidida por mejorar la colaboración entre docentes.
Ante los retos educativos de nuestro tiempo, es cada vez más importante romper el tradicional aislamiento del profesor en su aula, así como la separación entre la escuela y su entorno. Es necesario trabajar desde la formación inicial, los periodos de inducción profesional y el desarrollo profesional continuo por una cultura de la colaboración docente, el liderazgo distribuido, el trabajo en redes y la implicación de toda la comunidad.
La única manera de atender al reto de la diversidad es con diversidad
La única manera de atender al reto de la diversidad es con diversidad. Una educación de calidad y adaptativa, no puede surgir de la simple suma de las decisiones de los docentes y otros profesionales, sino que requiere un proyecto educativo compartido que nos lleva al nivel y el ámbito del centro y a su proyecto. (Fernández-Enguita, 2018). Tradicionalmente la escuela ha dado respuestas colectivas (iguales para todos) basadas en el trabajo individual de los docentes. Ahora debe dar respuestas individualizadas desde el trabajo colectivo de equipos docentes.
Parafraseando el decreto de 29 de septiembre de 1931. Tan urgente es hoy “crear” escuelas que asuman esta nueva cultura escolar, como “crear” los maestros que impulsen y sostengan esa cultura, desde una concepción de la profesión basada en la colaboración y el apoyo mutuo.
No hay manuales, ni cursillos para ser un buen docente. Llegar a serlo es un proceso largo, altamente contextual, lleno de incertidumbre y conocimiento tácito. El tema es todo menos sencillo.
Referencias:
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