De pronto cambió el tono de la dirigencia de las agrupaciones estudiantiles controladas por grupos y fracciones de neoizquierda (mejor que llamarlas de “ultraizquierda”), tanto a nivel universitario como secundario. La ciudadanía observa con cierto escepticismo, relativo acostumbramiento y a veces molesta cómo aumenta el ruido en las calles e, inevitablemente, la violencia de los grupos encapuchados que acompañan a las manifestaciones para perturbar el orden, atacar a Carabineros y destruir bienes públicos y privados.
Tal acentuación de la radicalidad, ¿es un signo de fuerza o un manifestación de debilidad; una manera de ganar adeptos o de estrechar filas; un intento por forzar una “reforma con ruptura” de la educación superior o por asentar la idea de que los cambios impulsados por el Mineduc son un mero adorno de la vitrina?
Sin duda, el movimiento estudiantil pasa por un momento difícil.
La estrategia de conversar y presionar simultáneamente en las calles no ha dado resultado. Al contrario, ha desgastado a los dirigentes en sus comunidades (escasa participación, baja legitimidad de las federaciones, tendencia al fraccionamiento interno) y, hacia fuera, les ha hecho perder prestigio ante la opinión pública. Paradojalmente, mientras más recurre a la fuerza, menor es su fuerza ante la opinión pública.
Efectivamente, el núcleo político de la Confech se halla confundido y dividido respecto de cómo seguir adelante. Hay quienes llaman al “paro indefinido” (¡qué fascinación produce aquí el término “indefinido”!), mientras otros convocan a asambleas reflexivas.
Uno de los grupos principales que integra ese núcleo directivo, la Izquierda Autónoma (IA) al que pertenece el diputado Boric, acaba de romperse por cuestiones de diseño estratégico y, en particular, por posiciones encontradas frente a qué hacer con la reforma educacional.
Al mismo tiempo, otro de los grupos de la neoizquierda nacida del movimiento estudiantil, Revolución Democrática (RD) del diputado Jackson, ahora convertido en partido político, retiró a algunos de sus principales cuadros del Mineduc, donde habían creado una red tecnoburocrática influyente en torno al diseño y manejo de la reforma educacional, desplazando a los partidos tradicionales de la NM, particularmente al PS y la DC.
De modo que nos encontramos ante un cuadro de tormentas que -en torno a la reforma de la educación superior- se ha ido formando en el horizonte, amenazando a la polis con un invierno revuelto. ¿Cuán intensas serán las turbulencias y con qué efectos e impacto? No es fácil saberlo. Pero sí resulta relativamente menos difícil identificar los elementos que están conjugándose para provocar la tormenta.
Primero, la ya larga postergación del anunciado proyecto de reforma de la educación superior, vacío que ha ido llenándose con cambiantes y frecuentemente contradictorios enunciados del gobierno y personeros de la Nueva Mayoría (NM). Han sido dos años exasperantes: sin agenda, sin carta de navegación, sin rumbo, sin personeros que lideren la posición oficial, sin propuestas fundadas que pudieran discutirse seriamente, sin siquiera dar señas de hacia dónde ir o qué esperar.
Segundo, como consecuencia de lo anterior, los actores de primera línea del sector enervados y confundidos. El CRUCH dividido y sus rectores desafectados o convertidos en meros portavoces de los intereses más directamente corporativo-financieros de sus organizaciones. Las instituciones privadas no-pertenecientes a dicho Consejo, inseguras de su suerte y sin posibilidades de planificar su futuro. Los institutos profesionales y centros de formación técnica relegados a un papel secundario. Las comunidades científicas y los académicos prácticamente fuera del escenario. Los estudiantes dedicados, en su gran mayoría, a tomar distancia de los asuntos públicos, pero con un movimiento radicalizado en torno a la Confech y las organizaciones de secundarios que se presentan como portavoces del conjunto de los estudiantes del país. Pero que progresivamente van perdiendo conexión con la masa estudiantil y con los patrones normales de conducta democrática.
Tercero, frente al panorama descrito, la opinión pública ha ido restando apoyo a la reforma educacional y, lo más probable, tiende a percibirla a través de las imágenes de la violencia y el desorden en las calles, los liceos “tomados”, y unas élites -de izquierda a derecha, en el gobierno, el parlamento, la NM y la oposición- que no logran arribar a mínimos acuerdos y mantienen una confrontación verbal que incluso a los iniciados en estos asuntos les resulta difícil entender.
Al comienzo de la semana, casi dos terceras partes de la opinión pública encuestada se pronunciaba negativamente respecto a la reforma educacional, lo cual es un fenómeno extraordinario si se piensa que por lo general las reformas educativas suscitan más esperanza que desconfianza, más aplauso que rechazo.
Cuarto, sin embargo, se sabe poco de la reforma de la educación superior -sus metas, contenidos, fundamentos y plazos- a pesar de que han transcurrido dos años desde el comienzo de la administración Bachelet y de tratarse, supuestamente, del eje central de la política gubernamental y su iniciativa estelar.
Efectivamente, la gratuidad acotada del 2016 -único anticipo efectivamente explicitado hasta ahora de la reforma y puesto parcialmente en marcha- ha tendido a profundizar la confusión y a expandirla, acelerando la ola del descontento, por diversas razones, en todos los frentes.
Quinto, ante tal falta de conducción intelectual, técnica y política del proceso de reforma, la cacofonía de voces, enunciados, declaraciones y ecos redobla la sensación de desorden. Basta observar lo ocurrido durante los últimos días.
La ministra de Educación y los dirigentes de la NM insisten en que se hará un esfuerzo por llevar la gratuidad al menos a los estudiantes del 60% de hogares de menores recursos relativos para desde ahí dar el salto, en el futuro cercano, al 100% de gratuidad. A su turno, el ministro Valdés, encargado de la Hacienda pública, aclara: “lo que es claro es que llegar a la gratuidad universal con los recursos que hoy tenemos es muy difícil, porque le pone una presión muy grande al resto del aparato público. O sea, si no se hace nada más, se puede. Pero hay otras necesidades también. Entonces, el proyecto va a establecer las formas y modos de cómo se va a seguir avanzando”.
Una diputada oficialista, del PC, Camila Vallejo, se queja, argumentando: “yo hubiese esperado un 70% para el 2018, eso ya no se anunció, es solo el 60%. Lo que a nosotros nos interesa es que se explicite cómo vamos a garantizar la gratuidad universal y en qué plazos, porque no estamos de acuerdo con que esto dependa de cómo se alinearán los astros y de la situación macroeconómica, pues es muy poco probable que eso así sea y se favorezca la extensión de la gratuidad”. Y ayer, en el diario La Tercera, la diputada oficialista llamaba a mantener la presión desde la calle: “Creo que necesitamos una fuerte movilización social en esta materia, que logre incidir y establecer los marcos de lo que debiese ser la discusión de la reforma educacional, para que no termine en una cocina en el Senado. El rol del movimiento social es muy importante”.
En La Tercera interviene también el senador Walker y, con realismo creo yo, señala: “el programa de gobierno habla de gratuidad para el 70% de menores ingresos, bajo este gobierno, y se compromete con llegar a un 100%, en 2020. Quiero ser claro sobre esta materia: esto último es imposible de lograr, ni en 2020, ni en 2030, ni en 2040”.
Finalmente, para agudizar aún más este cuadro cacofónico, aparece el diputado Giorgio Jackson de RD declarando que, para financiar la gratuidad, se debería crear “un sistema de contribución que involucre múltiples formas”, mencionando como posibles contribuciones un impuesto a los graduados, recursos de la ley del cobre y la devolución con trabajo voluntario, todo lo cual reduce la gratuidad a un intercambio por dinero o en prestaciones. En un frente algo distinto, el senador Montes, del PS, sorpresivamente declara (¡ahora, en la undécima hora!) su disposición para estudiar la legalización del lucro en el caso de instituciones privadas de enseñanza superior que renuncien a obtener cualquier apoyo del Estado.
Así pues, se va llenando el cajón de sastre vacío que el gobierno ha mantenido abierto durante dos años.
II
En el orden de los razonamientos explicativos, cabe anotar que la misma falta de conducción y contenidos gubernamentales, de relato y propuestas, y el desorden observado en la NM, han favorecido la radicalización del movimiento estudiantil. Sus demandas van escalando y su tono se torna cada vez más desafiante, hasta alcanzar su punto cúlmine con el dicho reciente de un dirigente secundario: “El ministro del Interior nos tiene miedo. No los dejaremos gobernar”.
Se llega a este punto límite, en buena medida, porque la administración Bachelet, desde el primer día, ha buscado congraciarse con los estudiantes y no ha ofrecido a sus sectores dirigentes aquello que se supone es propio del soft power: la capacidad intelectual, política y ética de argumentar, persuadir y orientar a aquellos que pretenden desafiar al poder. Al contrario, la administración Bachelet ha cedido y concedido continuamente, moviendo los límites de un lado para el otro, sin oponer la resistencia que nace de las ideas sólidas, de las convicciones, sobre todo de la fuerza democrática e institucional de las convicciones. En vez de eso ha buscado mimetizarse con el lenguaje y el aura de los jóvenes estudiantes y sus reivindicaciones. Su gobierno ha terminado, parafraseando a Maquiavelo, sin ser amada ni temida.
No debiera sorprender que en este terreno movedizo y de cercos sobrepasados, la disputa tienda a alejarse también del sentido común, los cambios posibles, los tiempos políticos-administrativos, para irse a los extremos de la mera lucha ideológica -espacio del “infantilismo revolucionario”- o de la desnuda defensa de los intereses corporativo-financiero de las organizaciones involucradas.
La disputa ideológica ocupa así el espacio dejado por el gobierno con discursos inflamados y categorías gruesas del estilo modelo, paradigma, hegemonía pública, desmercantilización, nueva centralidad, etc.; es decir, “much ado about nothing”. En el otro extremo campea el más craso sentido mercantil; cada organización trata de posicionarse de la mejor manera posible para arrancar la mayor proporción de recursos al Estado.
Del lado de la disputa ideológica, la veta más interesante de los últimos días proviene, sin duda, de la fracción de la Izquierda Autónoma agrupada en torno a la fundación Nodo XXI, cuyo documento “El futuro de la educación superior chilena en la reconstrucción de la educación superior pública”, entregado a la ministra de Educación, apuró la escisión del grupo liderado por el diputado Gabriel Boric, quien se declaró sorprendido por los contenidos del texto y por el acto de su entrega a la autoridad, justo en el momento que el movimiento estudiantil llamaba a un paro indefinido y a tomarse los palacios de invierno de la educación.
De hecho, el documento de esta fracción de neoizquierda es todo menos anti-sistema y no introduce una ruptura con el status actual de la educación superior.
Por primera vez, una parte de aquel mundo autoproclamado como neorrevolucionario hace un esfuerzo serio por pensar la educación superior desde dentro de los marcos de un sistema mixto, de cooperación estatal-privado. Reconoce (¡finalmente!) una educación pública estatal y no-estatal, asunto que algunos venimos postulando desde hace una década frente a la incomprensión de la izquierda tradicional de la NM y, hasta ahora, también frente a la ceguera de la neoizquierda.
Habla que una “nueva universidad pública (estatal o no estatal)” debe ocupar el centro del sistema y expandirse, asimilándose bajo ese concepto las universidades creadas o reconocidas por ley como las propiamente estatales, las privadas laicas del CRUCH, las católicas del CRUCH (en la práctica no se entiende bien a título de qué viene esta última distinción cuando todas ellas son universidades públicas de acuerdo al documento), agregándose además una nueva categoría de universidades privadas que “colaboran con la función pública”, también reconocidas por ley y que podrán recibir financiamiento fiscal.
Adicionalmente, podrían existir instituciones privadas de derecho civil que, sin pretender ser colaboradoras de la función pública, tampoco recibirán recursos de la renta nacional, subentendiéndose que podrían organizarse como personas jurídicas con o sin fines de lucro.
Para justificar este cambio de actitud -al menos en el discurso-, la fracción Nodo XXI de la IA apela a la sabiduría conservadora: “Hay que aprender de nuestra historia” dice el documento entregado a la ministra, cosa que es un supuesto de la razón pública, la cual no se agota ni consuma en el plano puro de las normas, los ideales y los valores.
¡Bravo! A esto se llama asumir una cuota necesaria de realismo para incidir en las decisiones y hacerse parte de la historia y no sólo de la esfera de la declamación ideológica.
III
Puestas así las cosas, puede entenderse el temblor que causó el texto de Nodo XXI dentro de las estrechas paredes de la IA.
En efecto, a partir de un texto así formulado sería perfectamente posible establecer un diálogo bastante más rico sobre temas de coordinación y planificación dentro de un sistema mixto, la centralidad de la educación pública (entendida como dice el documento), la expansión de esta última, el financiamiento mixto de las instituciones, etc.
Esta visión abandona, explícita y no sólo oblicuamente, el privilegio que otras corrientes más tradicionales aspiran a otorgar a las universidades estatales, al reducir lo público al Estado y al derecho a acceder con preferencia a recursos fiscales. Termina, asimismo, con el pertinaz y arbitrario argumento de que lo privado es bueno y aceptable cuando está dentro de los límites del CRUCH y es perverso e intolerable si está fuera de ese reino.
Por cierto, hay decenas de otros aspectos en el texto que comentamos -propuestas institucionales, de organización y funcionamiento, de relación con el Estado y la sociedad, de uso de fondos públicos y definición de las instituciones, etc.- que en él no hallan, en mi opinión, un adecuado tratamiento político, ni académico, ni técnico. Con todo, el documento da un paso que en lo esencial -la existencia de un esquema mixto de provisión con un trato relativamente igualitario entre los proveedores públicos de diverso tipo- constituye una verdadera ruptura con el discurso tradicional de la izquierda y la NM, centrado en la preeminencia del subsistema de instituciones estatales. Esa concepción administrativo-burocrática de lo público queda atrás aquí. Lo cual no significa que vaya a desaparecer o que, en el horizonte corto, vaya a ser superada.
Pues, como ya dijimos, en el lado opuesto al de las disputas ideológicas se libra una lucha político-corporativa en defensa de los intereses, la identidad y las pretensiones de los actores organizacionales, básicamente las universidades estatales mejor establecidas y más consolidadas, que buscan un trato preferente y una suerte de prerrogativa napoleónica para administrar al sistema en su conjunto, como alguna vez ocurrió en Francia con la universidad imperial.
No hay en verdad argumentos robustos para defender esa visión, llena de nostalgias imperiales y de una débil legitimidad tradicional, de donde provienen las frecuentes invocaciones a Bello, Domeyko y Letelier.
Habría que volver al siglo XIX, claro está, para revivir esa tradición y dotar de una nueva legitimidad al control estatal sobre el sistema universitario y sobre los recursos del Estado destinados a subsidiar la producción y transmisión de conocimientos.
Sorprende, en cualquier caso, que ni el gobierno Bachelet, ni la NM, ni tampoco las corrientes de neoizquierda hayan reivindicado como salida más viable del actual punto ciego en que se halla entercada la reforma, una solución al estilo de los EEUU, donde las universidades estatales reciben un trato especial del Estado (y los estados) a cambio de sujetarse a ciertas reglas y competir con las instituciones privadas de diverso tipo que reciben también apoyo público a través de un amplio esquema de apoyos estudiantiles administrado por el gobierno.
Alcanzar tal solución ha estado al alcance de la mano desde el primer día de la administración Bachelet, pues el propio sistema ha venido desarrollándose en tal dirección durante los últimos 25 años. Si no se adoptó este camino es únicamente por una mezcla de malas razones: porque entones el gobierno aparecía como continuista y no como rupturista, porque no significaba un cambio de paradigma ideológico y porque obligaba a reconocer que un sistema mixto de provisión tiene indudables fortalezas a la hora de expandir las oportunidades educacionales y de financiarlas. Los puntos débiles, insuficiencias y fallas que ostensiblemente posee este otro régimen son relativamente fáciles de identificar y solucionar y habrían podido superarse con un gasto significativamente menor de energías, recursos y en gestión e implementación que aquel en que el gobierno deberá incurrir para imponer su propio diseño de reforma.
La lucha por intereses materiales -una mayor proporción de la torta, más subsidio, recursos adicionales y fondos basales directos y no condicionados- es una parte habitual de la competencia por recursos en una democracia de base capitalista. No se halla separada tampoco de la lucha ideológica, como aparece aquí en el análisis. Ni es el interés corporativo algo propio únicamente de las instituciones estatales. Más bien, el conjunto de las actores, de todo tipo, pugnan por captar una cuota mayor de recursos, mejorar su posición relativa frente al Estado y sus competidores y justifican conductas estratégicas y él cálculo posicional en función de ideales y valores (es decir, de racionalizaciones ideológicas). Y esto vale para los actores tradicionales y nuevos, laicos y confesionales, emprendedores y comunitarios, metropolitanos y regionales.
Entre tanto, los estudiantes movilizados y en continua radicalización han ido perdiendo contacto con esas realidades y aislándose cada vez más en un espléndido discurso maximalista, como suele ocurrir en momentos de infantilismo revolucionario. Ya no reparan en los fines ni en los medios, sino que se propulsan a sí mismos a la esfera de la Idea Absoluta, que puede ser a veces el turpe lucrum, otras veces la gratuidad o mañana la triestamentalidad o los fondos basales. Palabras fetiches, cargadas de una intensa emocionalidad, pero alejadas de cualquier referente compartido con el resto de la sociedad. Desconectadas de la historia -incluso de las ideologías y los intereses corporativos- ascienden a esa esfera donde reinan triunfantes las consignas en su aparente pureza. Y donde los propios movimientos sociales suelen quedar atrapados en sus discursos.
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