Por: Adrián Cangi*
¿Qué problema político enfrentamos ante una caída del humanismo?
El humanismo convivió y convive con el terror. Tanto “humanismo” como “terror” son términos que han asumido en nuestra época valores distintos a los que revestían en el siglo pasado. Opuestos durante la modernidad, servían para designar dos movimientos del “espíritu humano contrapuestos”. Hoy en día difícilmente puedan separarse ambos, o pueda obtenerse para ellos una definición que sea reconocida universalmente. Se ha producido un verdadero deterioro en la concepción clásica que los oponía sin reservas. O, si se quiere, nuevas concepciones imponen una revisión absoluta en las ideas del “hombre contemporáneo”, con el objeto de que concuerden mejor con su propia realidad. Una realidad que —no lo neguemos—, se nos oculta, o que preferimos cubrir con un velo. Merleau-Ponty descubre en el ensayo Humanismo y terror (1947) todos los velos, y va descifrando el significado de tantos actos de violencia como se han ido sumando en las caras políticas de la tradición moderna del pensamiento y que tienen vigencia hasta estos últimos años. Prefiere polemizar respecto de todas las estructuras sólidamente constituidas en el campo del pensamiento, revisarlas criticándolas, y exigiendo una actitud más lúcida, más digna y más realista de todos aquellos que participan, aunque sólo sea con su existir, en este tiempo de la violencia.
¿Son las humanidades un acto de resistencia al terror?
El ensayo de Merleau-Ponty, editado en fragmentos desde 1946, aborda el doblez paradojal del humanismo en clave política: “Nos encontramos pues en una situación inextricable. La crítica marxista del capitalismo sigue siendo válida y es evidente que la condición anti-soviética reúne hoy la brutalidad, el orgullo, el vértigo y la angustia que han encontrado su expresión en el fascismo. Por otro lado, la revolución se ha inmovilizado sobre una posición de repliegue: mantiene y acrecienta el aparato dictatorial al mismo tiempo que renuncia a la libertad revolucionaria del proletariado en sus Soviets y en su Partido y a la apropiación humana del Estado. No se puede ser anticomunista, no se puede ser comunista”. Se plantea a pocos años de los campos de exterminio y de la fabricación de la muerte en serie en manos del hombre por el hombre, un acto de resistencia a una “humanidad sin humanidades”. Coincido con Diego Tatián en su “Manifiesto en favor del humanismo”, donde plantea el humanismo en clave del doblez de Merleau-Ponty: resistencia a un mundo sin custodia de lo amenazado en la humanidad, sin memoria, sin imaginación narrativa –indispensable para una justicia que no confunda imparcialidad con inhumanidad–, sin crítica, sin obstáculos a la “atrocidad que castiga con la miseria planificada a millones de personas” y las destina a una vida dañada, sin protección de lo raro en la cultura y de lo diverso en la sociedad. Un mundo sin humanidades es también uno en el que las humanidades cumplen una “función compensatoria” en el saqueo de las vidas.
¿Es posible cuidar la vida y el mundo por el humanismo?
Creo como Tatián que con la palabra humanidades evocamos las preguntas que alojan el ser y el estar en común, sus retóricas inventivas para declarar la plena existencia de nuevos cuerpos en el acto performativo de convocarlos, junto con los “derechos civiles” que consideramos aún imprescindibles para sus prácticas humanas. Las humanidades interpelan a las generaciones no solo como una “disciplina” sino como un “diálogo” que renueva el “cuidado de la vida” y el “cuidado del mundo”, en el sentido mesiánico-crítico como katéchon, término que indica el acontecimiento que detiene, retiene y posterga la imposición de su destrucción total como “mundo de la vida”. La locución “cuidado del mundo de la vida” pone en obra un dislocamiento tanto de la “vida” como del “mundo”. ¿Qué implica cuidar la vida y el mundo? “Vida” y “Mundo” son nociones indeterminadas y opacas que revelan su significado a la experiencia solo por las ideas e intensidades que constituyen las prácticas que la experimentación vital despliega. Las expresiones “cuidar la vida” y “cuidar el mundo”, abren una tarea incomprensible sin un trabajo del pensamiento. La política, el arte, el conocimiento y las humanidades son formas de cuidado de la vida y del mundo, si velamos atentos a lo que no está ahí, a lo que no hay, a lo que hubo alguna vez y se perdió o a aquello por venir: a lo que es singular, anómalo e insiste como raro. “Vida” y “Mundo” son las nociones que ahuecan la realidad, las que permiten entrever detrás, las que des-totalizan y mantienen alerta frente al abismo. Cuidado de la “Vida” y del “Mundo” consiste en un acto de protección de lo que está bajo amenaza por fragilidad, para la memoria de lo que efectivamente se perdió y para la preservación de la pregunta por lo que difiere, o llega de otra parte.
¿Es necesario cuidarse del humanismo para el mundo de la vida?
“Humanismo” también es el sinónimo moderno de un “Sujeto” patriarcal, colonial y especista; de un “Yo” racional, unitario y totalizante; de un “Individuo” concebido como ya constituido por asociaciones causales. El principio de individuación dominante en occidente, privilegia al individuo como una relación estable entre materia y forma que lo presenta como inmutable a la luz de la figura “del hombre blanco, adulto, hetero-normativo y habitante de las ciudades”. “Sujeto”, “Yo” e “Individuo” emergentes de esta lógica de la individuación, han sido criticados por el ejercicio de una razón suficiente y afectados por la herida narcisista infligida por Freud; han sido desplazados por la crítica a la razón instrumental, en tanto violencia y opresión con fines de dominio objetivo en la época de la imagen del mundo, cuestionada por Heidegger; han sido problematizados por la crítica a la filosofía del lenguaje como constituyente del sentido, realizada de distintos modos por Foucault, Deleuze y Derrida; han sido descentrados por teorías de la ontogénesis que privilegian los procesos de individuación antes que las formas individuadas, como lo ha planteado Simondon. Las lógicas antropológicas han visto su reverso fatal en los proyectos coloniales y en los campos de exterminio. Sendero que solo nos conducen hacia “la vergüenza de ser hombres”, como supo decirlo Primo Levi. Con plena conciencia de esta vergüenza, Michel Foucault ha sido preciso al dudar de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, como fuente del valor de los humanismos antropocéntricos y de su jerarquía sostenida en una construcción del saber de un sujeto universal, que se quiere esencial, racional y autónomo en relación al medio en el que concibe los dispositivos de su dominio.
¿Qué problema ontológico y político arrastra la transformación de la identidad humana?
Nuestro siglo es el efecto de transformaciones ineludibles sobre la llamada “identidad humana”, conformada por “Sujeto”, “Yo” e “Individuo”. Transformaciones que provienen de cuestionamientos por parte de la ciencia con efectos en la filosofía entre los siglos XIX y XX. El conjunto del drama de los juegos políticos se expresan sobre el horizonte de lo humano y la crisis de la frontera de la “identidad humana”. Es aquí que debería distinguirse con cautela el “no-humanismo” del sistema constituido por las democracias contemporáneas, a partir de los efectos que aún perduran de la fabricación de la muerte en serie, tanto en las migraciones forzadas como en los campos de refugiados que atraviesan el planeta, en las hambrunas territoriales de los condenados de la tierra como en las violencias desiguales entre etnias, razas, géneros y clases. Distinto es considerar el “no-humanismo” como un más allá del hombre que conocimos antropológicamente, donde el “no-humanismo” del sistema democrático actual de flujos, informaciones y ultra-codificaciones, supone su aniquilación por los propios dispositivos de maquinación. El “no-humanismo” como un más allá del hombre implica su desborde ilimitado. Es en la diferencia entre ambas alternativas que se juega la historia de nuestro tiempo como el que experimenta la caída del humanismo como un problema ontológico-político.
¿Qué transformaciones y metamorfosis resultan ineludibles para pensar la identidad-humana?
Como lo plantea Donna Haraway a lo largo de su obra: nos hemos convertido en productos tecnológicos en niveles más profundos de lo que nos es dado comprender. Parece absurdo separar las tramas orgánicas, técnicas, textuales, míticas y políticas del tejido semiótico tecno-científico. Los laboratorios del mundo de la tecno-ciencia de diseño transgénico, propios de los imperios tecno-científicos y biotecnológicos han reducido las “metáforas vitales” a tecnologías de ingeniería genética y los “entes” a culturas tecnológicas. Somos parte de estos entes y formamos el sistema de coordenadas cartesiano de un espacio virtual de numerosos programas de investigación. Las fronteras entre animales, humanos y máquinas han sido franqueadas por la cibernética que ha homologado modelos matemáticos, informacionales y biológicos buscando la llamada “inteligencia artificial”; los límites biológicos han sido traspasados por las ciencias de la vida que han revelado “regiones de incertidumbre” o de “inestabilidad morfogenética” al pensar los umbrales entre especies; los límites de la tierra han sido puestos en cuestión por una biogeofísica que expone la “intrusión de Gaia” y su reverso en la figura del mayor depredador energético conocido como “Antropoceno”. A pesar de todos estos torbellinos de fondo, el fin de lo humano como “identidad humana” tal vez no sea deseable cuando pensamos en el optimismo de la evolución genética de la vida sintética del diseño de clones a la que nos conducimos junto al agotamiento de la tierra. Aunque tampoco parece deseable una defensa de una humanidad con pretensiones jerárquicas, coloniales y especistas que ha extendido su dominio hasta agotar lo viviente o disponerlo a su servicio, liquidando a su paso otros modos de vida humana y no-humana que despliegan otra ecología social con el medio. Ante este escenario parece posible abordar la caída del humanismo en tiempos de antropodicea como una deconstrucción arqueológica de los discursos del “humanismo” y una problematización genealógica del problema del “Yo” en los campos del diseño de sí y de la vida.
*Ensayista, editor y filósofo. Enseña en la Universidad de Buenos Aires, en la Universidad Nacional de La Plata y en la Universidad Nacional de Avellaneda, donde dirige la Maestría en Estéticas Contemporáneas Latinoamericanas. Se doctoró en Filosofía y Letras en la Universidad de San Pablo, Brasil. Es autor de Gilles Deleuze. Una filosofía de lo ilimitado en la naturaleza singular (2010, 2014); co-autor de Filosofía para perros perdidos. Variaciones sobre Max Stirner (junto a Ariel Pennisi, 2018), y compilador y autor de Linchamientos. La policía que llevamos dentro (junto a Ariel Pennisi, 2015), de Imágenes del pueblo (2015); Meditaciones sobre el dolor (junto a Alejandra González, 2019); Vitalismo. Contra la dictadura de la sucesión inevitable (en colaboración con Alejandro Miroli y Ezequiel Carranza, 2019) y Meditaciones sobre la tierra (junto a Alejandra González, 2020).