Por: Rafael Cerro
La historia del eufemismo nacional tocó techo hace un par de temporadas, cuando el diario más políticamente correcto le atribuyó un delito a “un ciudadano de origen romaní”. El periódico acababa de emplear el nombre de una lengua, romaní, para referirse a una persona, a un gitano.
El Diccionario ha terminado admitiendo este uso, pero eso es lo de menos: lo importante es que los lectores no se enteraron de nada. Un responsable del secretariado gitano en España me dijo en una entrevista: “Los gitanos queremos que nos llamen gitanos. Sin endulzarlo con ciudadanos ni con nada, porque ser gitano no es malo”.
Parecen pensar lo contrario los numerosos redactores que se sientan a escribir con miedo: prefieren publicar una estupidez antes que afirmar algo políticamente incorrecto. Un gitano casi siempre es “un ciudadano de origen gitano”, como un árabe suele ser “un ciudadano de raza árabe”, mientras un murciano es un murciano, a secas. Redactores racistas, en realidad. Los árabes son “hombres de raza árabe”.
Hoy perseguiríamos a aquel escritor que llamaba a los árabes por su nombre académico: “Moros, moros hay en la tierra; moros, moros, arma, arma”. El mismo indeseable que publicó aquella novela sobre Andrés, el español que se enamoró de la gitana Preciosa y se incorporó a su caravana para poder estar cerca de ella, trashumando con los gitanos. Robaba como ellos, pero de noche regresaba al lugar del delito y devolvía el dinero para dormir en paz con su conciencia. La novela es una joya literaria y su autor brilló como una supernova, aunque nunca consiguió ganar mucho dinero. Miguel de Cervantes Saavedra se llamaba. Cuatro siglos después, hemos retrocedido bastante ideológicamente y hoy habría que censurar tanto La Gitanilla como El Quijote, nombre de la primera novela que cité.
La corrección política y la obsesión por no molestar forman una cuadrícula de hierro que amenaza nuestras libertades de expresión y pensamiento. Medimos a la micra nuestras palabras para escribir solo aquello que no pueda ofender y no hay un tope para la sensibilidad a las ofensas, para la urticaria de la piel demasiado fina. Los correctos sublimes quieren controlar nuestro discurso para controlar nuestro mismísimo pensamiento. Si no lo dices, difícilmente podrás pensarlo. La corrección política está íntimamente relacionada con la estupidez, pero no es estúpida en absoluto. Quiero decir que genera imbecilidad, pero de puertas adentro es un mecanismo de control mental muy inteligente. La prevención del agravio. Preferentemente, de la ofensa a colectivos minoritarios o desfavorecidos.
Lo políticamente correcto intenta sistemáticamente imponer las tesis del establishment porque es un pensamiento reaccionario. Una reacción contra el libre albedrío. Se trata siempre de las ideas afines al poder y habitualmente difundidas desde este mismo.
Los correctos sublimes quieren controlar nuestro discurso para controlar nuestro mismísimo pensamiento
Un ejemplo: los partidos políticos y administraciones que intentan implantar a la fuerza el famoso «Querid@s niñ@s”, un amasijo de faltas de ortografía porque la arroba no se puede incrustar en ese lugar. Sencillamente, no es una letra. Cada político progre que intenta atraer el voto femenino saluda a sus “compañeros y compañeras”. Sabe que la letra o cubre a ambos sexos en español en ese caso, pero intenta imponer este uso forzado que podríamos llamar inclusivo. Den por seguro que la arroba estará un día en el Diccionario porque el poder lo ha decidido así. Sencillamente, es rentable en votos. Pero la expresión no llegará al libro sanamente, a través del uso, sino por la vía antinatural de la imposición política.
Nadie querrá gritar que el emperador está desnudo y todos terminaremos por decir esa sandez… y por pensarla. Nadie tampoco cuando el expresidente andaluz José Antonio Griñán dijo, durante un ataque de efervescencia demagógica en un mitin, que no le importaba que le llamasen presidenta. Todo sea por los votos.
Los chinos son “ciudadanos de origen chino” y los negros se han convertido en “hombres de color” aunque en realidad muchos prefieran que les llamen negros porque no se avergüenzan de serlo. Todo el que cree necesario ocultar la palabra negro es racista, por supuesto. Y tras la raza, el género.
El esquema va prohibiendo alusiones a las mujeres. El debate axial no está en si los piropos son buenos o malos, sino en si debemos aguantar que el poder nos diga cómo tenemos que hablar para proteger a personas que ni siquiera sabemos si se sentían ofendidas. Las expresiones que no llegan a piropo pero molestan a las feministas radicales se llaman en la Red “micromachismos” y son igualmente censurables. La lista crece todos los días con nuevas propuestas en las redes. No existen los microfeminismos, pues se entiende que los varones no son una minoría débil que pueda ser ofendida.
Cuando hundimos el mercado laboral y con él las expectativas de trabajo de los jóvenes, se nos presentó una encrucijada: o arreglarlo o salir del paso con una sandez políticamente correcta. Surgió la expresión “la generación mejor preparada de la historia”. Una afirmación que ni siquiera se puede comprobar, pero que repetimos a diario. Cualquier cosa menos reconocer que hace falta mejorar la calidad de la educación y dejar de hacerla ideológica.
El políticamente correcto es capitán del eufemismo, coraza del débil y señor de la ética. Él decide qué es ofensivo para los demás, pues la sensibilidad es una cualidad subjetiva. Los correctos proponen tácitamente para protegerlas todas que renunciemos a nuestra libertad de expresión. Eso es lo que intenta la cruzada de censura llamada corrección política con su lista de ideas permitidas y prohibidas, esculpida en piedra.