9 de agosto aún no es de los pueblos indígenas

Por: Ollantay Itzamná
Desde 1994, la comunidad internacional conmemora cada 9 de agosto como el Día Internacional de los Pueblos Indígenas mediante diversas actividades públicas para sensibilizar y visibilizar los derechos humanos jurídicamente reconocidos a los pueblos.

Sin embargo, a 25 años de estar celebrando esta fecha, y a 30 años de la aprobación del Convenio Internacional nº 169 de la OIT sobre Derechos de los Pueblos Indígenas, las condiciones de subordinación/aniquilación para las y los indígenas recrudecen.

El sistema mundo occidental capitalista, en su fase de acumulación por despojo violento, está obligando a los pueblos indígenas a defender sus territorios por vías no violentas, pero la respuesta sistemática de las empresas-estados es la criminalización y asesinato de indígenas defensores de sus territorios.

Si hacemos un balance de los asesinatos de defensores de derechos en países como Guatemala, Colombia o México, casi el 100% de defensores de derechos asesinados son indígenas. En lo que va del 2019, de los 8 asesinatos de defensores miembros del movimiento social que acompaño en Guatemala, todos son indígenas.

Los bicentenarios estados criollos de Latinoamérica aún continúan tratando a indígenas como si fueran una especie de la fauna silvestre. No únicamente porque las y los indígenas viven sin Estado, sin derechos, ni oportunidades, sino porque las políticas de “mestizaje” y de eugenesia (blanqueamiento genético) continúan vigentes y potentes mediante dispositivos culturales criollos instalados.

Un indígena para ser ciudadano en una República criolla está irremediablemente condenado a renegar de su “ser indígena” y a asimilar el alma criolla. En los estados criollos el indígena que no renuncia a su identidad/dignidad sólo tiene obligaciones, mas no derechos. Mucho menos oportunidades.

El sistema mundo occidental colonizador, en su versión neoliberal, no sólo invade, despoja y destruye territorios indígenas/santuarios ecosistémicos, también rentabiliza el remanente cultural indígena (que dejó siglos de colonialismo permanente) como un exitoso bien comercial exótico.

Así, los cuerpos de indígenas, especialmente de jóvenes, envueltos en tejidos multicolores, son expuestos como anzuelos para atrapar la atención del consumidor en los mercados postmodernos.

Suficiente observar ciudades como Oaxaca, Cusco, Antigua Guatemala… Ocurre con los vestigios de las espiritualidades indígenas. Ocurre con la gastronomía. Ocurre con la indumentaria fruto de la Colonia. Ocurre con los lugares/legados arqueológicos… Incluso con el cerebro y psicología de indígenas profesionalizados.

El año 2019 está establecido, por la ONU, como “Año Internacional de Lenguas Indígenas”. Aunque los indígenas no hablamos lenguas, sino idiomas, porque el término lengua es una construcción ideológica para “naturalizar” la subordinación indígena a las culturas oficiales (que sí hablan idioma). Sin embargo, las y los indígenas conscientes no deberíamos distraernos únicamente en la defensa/ejercicio de nuestros derechos culturales. Debemos transitar hacia el ejercicio de los derechos políticos y económicos.

La proclamación y ejercicio de las autonomías indígenas, en base a la norma internacional, es una tarea aún pendiente casi para todos los pueblos indígenas. Ejercer autonomía requiere necesariamente recuperar nuestros territorios. Y esto implica reconfiguración estructural de los estados criollos en estados plurinacionales. Sin territorio, y sin autonomía, toda lucha indígena es miope.

Quizás uno de los legados de los 25 años del Día Internacional de los Pueblos Indígenas, o los 30 años del Convenio Internacional nº 169, sea el avance en la sensibilización/ejercicio de los derechos culturales (idioma, traje, comida, espiritualidad). Pero, mucho de este esfuerzo se pervirtió en el culturalismo y oportunismo indígena rampante.

A tal grado que en países envidiablemente multiculturales como Guatemala, con frondosas ONG y cooperación internacional pro indígenas, tenemos “reinas” mayas (jóvenes) coronadas y envueltas en aparatosos trajes indocoloniales haciendo ceremoniosas filas para reverenciar y besar la mano del candidato presidencial criollo (del sector ultraconservador/militar). Esto ocurre, ahora.

O la humillante lambisconería de intelectuales y académicas mayas celebrando rimbombante Congreso Académico sobre Racismo, en 2018, en Guatemala ciudad, nada menos que para legitimar y posesionar el logotipo y el nombre de la USAID como el benefactor más sublime de Guatemaya.

Que el 9 de agosto nos motive hacia el activismo reflexivo y auto crítico a las y los indígenas privilegiados. Sobre todo a transitar del culturalismo/folclorismo hacia la promoción/ejercicio de los derechos políticos y económicos. Es verdad que 9 de agosto aún no es, ni será, para todos nuestros hermanos/as de las comunidades rurales, pero si las y los indígenas privilegiados (sin abandonar nuestras comunidades) le apostamos a la autonomía indígena, los territorios y el Buen Vivir, creo que habremos acelerado el esperado amanecer que tarda en clarear para la humanidad.

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Un 21% de los jóvenes en Latinoamérica ni estudia ni trabaja, según informe

América Latina / 9 de diciembre de 2018 / Autor: EFE / Fuente: Última Hora

Unos 20 millones de jóvenes en Latinoamérica y el Caribe ni estudian ni trabajan, lo que representa un 21% del total de este segmento de la población en la región, según un informe realizado por un instituto brasileño.

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El profesorado, bajo un fuego de discursos cruzados

Por: Guadalupe Jover

Maestros y maestras se encuentran bajo un fuego de discursos cruzados. De un lado, encendidas defensas de una inaplazable renovación metodológica. De otro lado, una rigidez asfixiante en las estructuras organizativas, en los espacios y tiempos escolares, en los interminables currículos disciplinares.

Entre unos currículos enciclopédicos, la alargada sombra de lasevaluaciones externas, unas jornadas extenuantes y la apuesta por un modelo empresarial de dirección, ¿dónde queda la autonomía de los docentes? Solo faltaba el desmantelamiento de los centros de formación del profesorado -focos de ideologización, en palabras de Cospedal- para consumar la perseguida descualificación profesional de maestras y maestros.

Llega septiembre y con él el nuevo curso: nuevo centro tal vez, nuevos grupos, caras nuevas: cientos de chicas y chicos que nos afanaremos en conocer y con los que tejer complicidades. Llega septiembre y es momento también de anticipar qué posibles caminos, qué posibles escenarios pueden contribuir a desarrollar aquellos aprendizajes que consideramos pueden dar respuesta a las necesidades formativas de alumnas y alumnos y a las necesidades también de bienestar y justicia del mundo que habitamos.

Si nos guiáramos exclusivamente por lo que de educación se publica en los medios podríamos creer que toda España anda inmersa en proyectos de innovación educativa. Pero más allá de la solidez o fragilidad de estas iniciativas; más allá de la naturaleza de su desarrollo en las aulas -más o menos democrática, más o menos impuesta “desde arriba”-; más allá del para qué de estos afanes, la realidad es que en la mayor parte de los centros reinan la tradición y la rutina.

No nos engañemos. Maestros y maestras nos encontramos bajo un fuego de discursos cruzados. De un lado, encendidas defensas de una inaplazable renovación metodológica que -tal y como se está haciendo en muchos casos- da respuesta a los síntomas, aunque no siempre a los dos principales problemas de nuestro sistema educativo: la exclusión escolar y la complacencia con el mundo heredado, un mundo atravesado por la injusticia y por una frenética depredación del planeta. De otro lado, una rigidez asfixiante en las estructuras organizativas, en los espacios y tiempos escolares, en los interminables currículos disciplinares. Curiosamente, de la mucha tinta vertida en torno a la necesaria transformación de otros aspectos, el currículo apenas se cuestiona. Pareciera que no es sino una Verdad Revelada que no se puede discutir; pareciera que su confección correspondiera a unos expertos que dominan unos saberes inextricables con quienes no es posible imaginar siquiera el diálogo ni el debate.

Quienes llevamos años trabajando en las aulas sin libros de texto, quienes llevamos años presentando programaciones alternativas a las oficiales de nuestros respectivos departamentos didácticos -a menudo mera transcripción del manual de turno- solíamos bromear con nuestros colegas afirmando que nuestras programaciones eran mucho más respetuosas con la legislación que las suyas. Las elaborábamos con el currículo en la mano y con una mirada atenta a nuestro contexto escolar preciso y al contexto social y político, a la precisa coyuntura histórica en que anduviéramos inmersos. Hasta hace no mucho, una lectura atenta del currículo permitía desarrollar actividades y proyectos mucho más coherentes con los objetivos educativos que las propias leyes establecen en sus pomposos preámbulos que con el tributo ciego a las rutinas docentes. Por críticos que fuéramos con los decretos curriculares había espacios para conciliar prescripciones y convicciones, aunque fuera a costa de apartarnos de aquellos niveles educativos en que tal conciliación no era posible.

Hasta hace bien poco, digo. En los últimos años se multiplican las voces de quienes sugieren renunciar a la presentación de programaciones alternativas para evitar problemas con la inspección o la dirección de los centros, endurecidas ambas en los últimos años (y en algunos territorios). Por otra parte, es algo que venimos escuchando desde hace años de boca incluso de colegas que apuestan por prácticas verdaderamente transformadoras: que de lo que se trata es de poner en programaciones y memorias lo que siempre se ha puesto pero de hacer luego lo que nos dé la gana.

Creo, sin embargo, que esta no puede ser la salida. En primer lugar, por una cuestión de transparencia. No se trata de hacer lo que nos dé la gana en las aulas. Por respeto a nuestro alumnado, a sus familias, al resto del claustro e incluso a la sociedad en su conjunto, debemos rendir cuentas de lo que ocurre en nuestras clases y en nuestros centros escolares. En segundo lugar, por una cuestión de eficacia. Las resistencias aisladas -afirma Jurjo Torres- son tan costosas como estériles. Si creemos en lo que hacemos, si no tenemos nada que esconder, hora es ya de salir de los armarios pedagógicos y de contribuir a un debate abierto y argumentado en torno a los currículos escolares. Solo así conseguiremos pasar de las cuestiones estrictamente ligadas al cómo para llegar al qué y al para qué, que es lo que verdaderamente importa.

“La calidad de los sistemas educativos se mide por la calidad de sus docentes”, repiten como un mantran quienes se aprestan a convertirnos en peones en la cadena de montaje del descomunal supermercado educativo. Frente a la creciente descualificación profesional a que estamos sometidos, entre una Administración educativa que se lava las manos tanto en la formación inicial como permanente del profesorado y que mantiene unos procedimientos de acceso a la función docente absolutamente trasnochados, y unas empresas que están sabiendo aprovechar el extraordinario nicho de mercado que el Estado desaloja, reivindiquemos un empoderamiento del profesorado capaz de convertirse, como reclamaran hace décadas Edward Said y Noam Chomski, en auténticos intelectuales que se preguntan por el sentido de lo que hacen.

Si antes he sostenido que hasta hace bien poco los propios decretos curriculares podían llevarnos mucho más lejos de lo que lo hacía la tradición escolar, es verdad que la LOMCE y sus reválidas nos lo ponen aún más difícil. Quizá es hora de pasar las líneas rojas allá donde haga falta aunque no tengamos ni a los jesuitas ni a la Fundación Telefónica para cubrirnos las espaldas. Desobedezcamos el currículo si es preciso. Pero pongámoslo por escrito y aduzcamos las razones.

Creo más en la memoria que en la programación, y pienso que esta última debiera parecerse más a la estrategia con que un entrenador deportivo prepara su próximo encuentro que a esos formularios que pretenden ahormar lo que no es sino incertidumbre. Pero sea lo que sea lo que entendamos por programar, seamos valientes y hagámoslo con la mayor honestidad posible, asumiendo las consecuencias que de ello se deriven y por supuesto también nuestros inevitables errores.

Fuente noticia: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/09/18/el-profesorado-bajo-un-fuego-de-discursos-cruzados/

Fuente imagen: http://www.dicat.csic.es/dicat/images/taller-icm-csic-profesores-1200.jpg

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¿Qué es la política pública? Apuntes desde México

Blanca Heredia

Dentro de la investigación académica, las definiciones abundan y los consensos escasean. La visión dominante, surgida en Estados Unidos y exportada al resto del mundo es que la política pública es la aproximación fría y racional, fundada en el análisis y el conocimiento científico, empleada por los gobiernos para resolver problemas o para generar estados de cosas deseables para la colectividad en su conjunto.

Todo ello, según esto, a través de procesos ordenados y sistemáticos que involucran una secuencia de fases encaminadas a lograr el objetivo planteado. Primero, la correcta identificación y formulación del ‘problema’. Segundo, el análisis de las opciones de solución disponibles y la elección de aquella que resulta mejor (más costo-efectiva para alcanzar los propósitos declarados de la iniciativa).

Tercero, la transformación de la opción elegida en leyes y/o programas, seguida de su implementación práctica. En el mundo ideal, todo este proceso, culminando con la evaluación de la política pública en cuestión.

Suena bonito. Definición clara del problema, identificación de la ‘mejor’ (la más eficiente, la más costo-efectiva) estrategia para atenderlo, implementación en tierra y evaluación. Gobiernos trabajando para todos echando mano, para ello, del mejor conocimiento disponible en pos del bien común. Todo claro, todo prístino, todo entendible y mucho muy técnico y racional.

En la vida real, ni en México ni en ninguna parte la política pública funciona así. En algunos países, en ciertos momentos y en algunos temas acotados, la narrativa racionalista dominante sobre qué es y cómo se hace la política pública puede resultar de alguna utilidad. En general y, desde luego, para países como México, esa historieta ayuda poco o nada para entender de qué va la política pública, sea en seguridad o en educación o en salud o en el tema que sea.

La falta de correspondencia entre lo que supuestamente es la política pública y lo que, en efecto, resulta problemático por varias razones. En términos analíticos, pues limita muy seriamente la posibilidad de explicar y entender por qué los gobiernos hacen lo que hacen y por qué, en infinidad de casos, fracasan en el intento.

El costo más grande e importante de la falta de correspondencia entre el discurso y la realidad ‘sucia’ y profundamente política sobre en qué consiste la política pública, sin embargo, es que contribuye a apuntalar la idea profundamente tóxica según la cual el gobierno, en particular, y la política, en general, no son sino una farsa y un engaño para beneficiar a políticos y burócratas a costa de todos y, en especial, de los prístinos ciudadanos.

Una manera más realista y productiva de entender a la política pública es definirla como el accionar concreto y cotidiano del gobierno. Del ‘gobierno’, esto es, en el doble sentido de organización burocrática y de acto de imprimirle orden y dirección a la vida en común. Vista así, la política pública es la forma en la que el gobierno y la política que construimos entre todos –con nuestras acciones y no acciones– se manifiestan día con día en nuestras vidas.

En todo tiempo y lugar, la política pública es el gobierno en acción, siempre con dos caras. La cara orientada a garantizar el orden (mínimos de predictibilidad y certidumbre, dispositivos para regular la violencia, entre otros) indispensable para la vida mínimamente civilizada y productiva en cualquier comunidad. Y la cara enfocada en atender e intentar resolver problemas colectivos en distintos ámbitos a través del empleo de medios técnicos.

Ahí donde, como en México, los asideros estructurales, institucionales y simbólicos del orden político y social son frágiles y crecientemente precarios, el papel de la política pública como productora de orden elemental tiende a magnificarse. En contextos de este tipo, la política pública acaba convirtiéndose en una herramienta central para intentar preservar orden y gobernabilidad básicos, más que en un dispositivo para atender, de forma técnicamente óptima, un determinado problema colectivo.

Así, y por tan sólo citar uno entre miles de ejemplos, la función de la política carretera de resolver los déficits en la materia de la forma más eficiente se ha visto crecientemente opacada e imposibilitada por su función en materia de gobernabilidad. Por su función, dicho más claramente, como espacio privilegiado para armar o sostener los apoyos y lealtades intra y extragubernamentales –requeridos en un sistema político clientelar, descentralizado y fuertemente competitivo en términos electorales– para mantener mínimos de orden y paz social y política.

A los costos (enormes) de un estado de cosas en el que ‘el gobierno’, en el sentido más básico (orden y dirección), conspira de forma cada vez más extendida y sistemática contra la posibilidad del ‘buen gobierno’ (resolución técnicamente competente de problemas colectivos), habría que añadir en nuestro caso un costo, gravísimo, adicional. Me refiero a la productividad claramente decreciente del accionar del gobierno –federal, y de forma especialmente aparatosa, estatal y municipal– en México como generador de orden y gobernabilidad.

Triste estado de las cosas. Política pública en la que solución técnica de problemas colectivos se subordina a la generación de orden y gobernabilidad, pero en la que el accionar del gobierno cada vez consigue producir menos orden, concierto y gobierno.

Fuente del articulo: http://www.elfinanciero.com.mx/opinion/que-es-la-politica-publica-apuntes-desde-mexico.html

Fuente de la imagen: http://www.elfinanciero.com.mx/files/article_main/uploads/2017/06/12/593f45fc8155a.jp

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Unión Europea coopera con € 46 millones para la educación

Unión Europea/22 diciembre 2016/Fuente: La Nacion

l Ministerio de Educación y Cultura (MEC) y la Unión Europea (UE) anunciaron este martes, la publicación de una convocatoria de proyectos a ser implementados por organizaciones de la Sociedad Civil -ONGs, fundaciones y otras asociaciones sin fines de lucro-, por un monto total de € 500.000. La actividad se desarrolló a tempranas horas de hoy, en las instalaciones del Hotel Crowne Plaza. El evento contó con la presencia del ministro del MEC, Enrique Riera y el embajador de la UE en Paraguay, Alessandro Palmero.

Esta acción se enmarca en el programa de apoyo de la institución europea a la educación paraguaya, a través de la disposición de unos € 46 millones. Dicho monto será destinado para el rubro educativo.

La inversión que será destinada para la educación, “son 46 millones de euros totalmente volcado a la educación, deuda 0”, remarcó Riera.

Foto: Agustín Acosta.

“Un anhelado sueño”

“Estamos concretando un anhelado sueño”, señaló Riera. Dijo -además- que este aporte generoso será volcado -en su totalidad- en el beneficio educativo de miles de niños de todo el país.

Destacó -además- que con estos proyectos se podrá apoyar la creacion de una plataforma nacional de las Organizaciones de la Sociedad Civil en Paraguay.

“(La convocatoria) estará abierta para la mejora de la calidad de la educación en Paraguay. Además de generar un mecanismo de concertación nacional con los principales actores del sistema educativo”, según comunicado de la Unión Europea.

Alessandro Palmero representante de la UE valoró el trabajo conjunto que se realiza con el MEC. “La educación es un objetivo global, es una prioridad para construir el futuro del país”, subrayó.

Fuente:https://www.lanacion.com.py/2016/12/20/union-europea-coopera-e-46-millones-la-educacion/

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