Por: Juan Carlos Yáñez
Durante dos gobiernos de distintos signos partidistas y posiciones ideológicas, México se convirtió en uno de los países más peligrosos del mundo, sin sufrir la condición de guerra. Aunque mantuvo estabilidad financiera y logró crecimiento económico, fue incapaz de contener la explosiva escalada de violencia en franjas cada vez más amplias del territorio.
La multiplicación de los carteles de la droga, su omnipresencia, el control de zonas estratégicas, la corrupción e incompetencia oficial, fortalecieron un monstruo que devoró la tranquilidad ciudadana, como así lo demostraron las cifras publicadas por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía a mitad de enero del 2020: 72.9% de la población adulta considera peligrosa su ciudad.
Un tercer partido en la presidencia, encabezado por Andrés Manuel López Obrador, prometió en campaña acabar con la violencia de inmediato. Los frentazos de la realidad han ralentizado la promesa un año después. Cifras oficiales recientes colocan en 60 mil el número de mexicanos desaparecidos entre 2006 y 2019; de ellos, 5,148 en el régimen actual, insistente en su discurso de que ya empezaron a contener la violencia.
Otros datos publicados en medios periodísticos no alientan el optimismo: entre diciembre de 2018 y diciembre de 2019 se localizaron 1,124 cadáveres en 874 fosas clandestinas. Y el número de muertos del gobierno actual (diciembre 2018/noviembre 2019), con cifras oficiales, alcanzan los 34,579. En la guerra contra el narco hay más muertos que en la dictadura argentina de los años setenta, en contextos políticos evidentemente distintos, pero que ilustran la magnitud de las tragedias.
La violencia de distintas formas ha penetrado también el sistema escolar. Conversaciones con profesores y directivos de una escuela de enseñanza media superior en el municipio de Tecomán (Colima), uno de los más violentos del país, nos alertaron sobre el efecto que está provocando la situación en la ciudad y su periferia: el abandono escolar por circunstancias que envuelven a las familias implicadas en hechos violentos ligados al narcotráfico.
Asaltos escolares
El 10 de enero, apenas dos días después de la vuelta a clases por las vacaciones navideñas, México se estremeció cuando en Coahuila, entidad del noreste y frontera con Estados Unidos, un alumno de sexto año de instrucción primaria, portando dos pistolas, asesinó a su maestra e hirió a otros seis compañeros, para suicidarse enseguida.
La conmoción ocupó por algunas horas programas de radio, televisión, prensa digital y escrita. Las instituciones educativas y las autoridades se pronunciaron. Entre lo más sensato que leí, la declaración de Luis Arriaga, rector de una universidad jesuita, que escribió: “Nuestra respuesta puede ser restricción de derechos o una apuesta clara por las libertades. Nosotros desde los centros educativos jesuitas -colegios y universidades- optaremos por las libertades”.
El ruido de las noticias, sin embargo, no fue siempre acompañado del silencio de la reflexión inteligente. Aparecieron las acusaciones a programas de videojuego, a la negra herencia de la masacre de Columbine, el 20 de abril de 1999, y luego una cacería a la familia del menor homicida, que terminó con el abuelo en la cárcel acusado por omisión.
“Operativo mochila”, esto es, revisión de los bolsos y mochilas de los alumnos en las escuelas, se convirtió en la medida más socorrida para enfrentar situaciones semejantes. Expertos y voces cautas pedían cuidado ante el vocerío: que si debe ser obligatoria, que viola los derechos humanos de los niños, si los padres y madres están de acuerdo o en contra.
A la semana siguiente algunas ciudades del país comenzaron los operativos. El 15 de enero, en el estado de Tlaxcala, un alumno de escuela secundaria, 13 años, apuñaló a su maestra, agrediéndola en siete ocasiones, según la prensa. El estudiante/agresor/niño había sido expulsado porque le habían detectado navajas.
Alguna vez escuché a Juan Carlos Tedesco, experto argentino, afirmar que en educación no hay balas de plata. Es verdad. No existen las soluciones mágicas, los milagros, ni los remedios que curan todos los males pedagógicos y escolares. El operativo mochila no es el remedio mágico, no es la bala de plata, como decía el estimado educador y político. Pongamos el ejemplo de la entidad más pequeña demográficamente, Colima. En sus 1,200 escuelas de educación básica y media superior podría instrumentarse el operativo de manera aleatoria: ¿cuánto personal policíaco, de organizaciones de derechos humanos y padres de familia necesitarían para inspeccionar cien escuelas diario? ¿Cuántas escuelas podrían visitarse en un mes? ¿Cuántas visitas recibiría una escuela cada trimestre?
No digo que no sirva. Pero pensar solo en operativo mochila refleja flojera a la hora de entender el problema que se cocina en el fondo de sucesos como los del Colegio Cervantes en Coahuila. No es solo la escuela, no son solo los alumnos. Somos también los adultos, las familias, los maestros, el contexto de violencia en que nos estamos acostumbrando a vivir.
Poco después del hecho contado aquí, vi una entrevista a Marilyn Manson, culpado de la masacre de Columbine; ¿qué les dirías a los chicos? Le preguntaron. Respondió con inteligencia y sensibilidad: nos les diría nada, los escucharía. Pues eso falta hoy en las escuelas.
El operativo mochila podría inhibir comportamientos, o detectar armas y otros objetos inapropiados cuando se aplicara, pero no es, de ninguna manera, la solución a que podemos apostar. Un poquito más de inteligencia no vendría mal a la hora de comprender y mejorar el sistema educativo. El problema no es policíaco; también es pedagógico, o es la vertiente que nos corresponde en las escuelas.
Fuente: https://eldiariodelaeducacion.com/blog/2020/01/27/violencia-en-calles-y-escuelas-mexicanas/