Por: Fernando Savater
Según Maurice Baring, un escritor amigo de Chesterton, “para saber lo que Dios piensa del dinero no hay más que fijarse en a quién se lo da”. Donald Trump es la mejor ilustración de esta teología económica. El dinero, medio indispensable para el intercambio social, puede ser absolutizado por el deseo como finalidad vital y en ese punto convertirse en droga ponzoñosa. Lo mismo le ocurre al sexo, otro medio que tiende a inflarse en fin. Esa droga es del tipo de la que bebía el doctor Jekyll para convertirse en Hyde: transforma al que la toma en homúnculo procaz y deforme, capaz de atropellar a quien se le cruce en el camino, aunque sea una niña desvalida. Sus adictos nos suelen producir más repugnancia que compasión, aunque en puridad también la merecen. Pero ¿cómo compadecer a Trump, ese payaso siniestro, o a la caterva de felones que vemos en el banquillo por las causas de corrupción? Pero también la envidia envenena. Incluso entre quienes van a insultarles a la puerta del juzgado sospecho que hay más de un indignado no tanto por la sucia rapiña sino porque sea otro quien haya tenido la ocasión de forrarse sin trabas como él mismo sueña… De la envidia a la admiración: ¡el millonario presidente!
Y frente a los poseídos por esa ilusión intangible (nada menos material que el dinero, Schopenhauer lo llamó “felicidad abstracta”), los auténticos materialistas buscan las riquezas verdaderamente indispensables. Las descubrieron sea al verse desposeídos por la catástrofe de comida, agua, cobijo, familiares o medicinas, como en Haití, en Alepo, etcétera… sea guiados por la razón y el sentimiento hacia los bienes que valen más allá de las tarifas bancarias: arte, amistad, conocimiento, amor. Aunque por mucho que intentemos prevenirnos del contagio, de vez en cuando todos somos intoxicados.
Fuente: http://elpais.com/elpais/2016/11/11/opinion/1478875911_290034.html