Fuente El Pais/ 1 de enero de 2017
En un pueblo de Sinaloa, uno de los Estados más afectados por la guerra contra el narco, una profesora emprendió un proyecto artístico para apartar a sus alumnos de la violencia
En el cuarto de una casona de paredes anchas y amplios ventanales Marisol le pidió a sus alumnos que guardaran silencio para leerles Donde viven los monstruos, un cuento que narra las aventuras imaginarias de Max, un niño que desde su habitación viaja a una misteriosa selva. La figura espigada de la maestra comenzó a recorrer el improvisado salón de clases mientras leía pacientemente las páginas del libro. A su alrededor, unos treinta niños sentados en el piso la oían atentos. Ahí, entre los muros de la vivienda donde dos puertas de madera sostenidas en cubetas servían de mesas, sus alumnos lograban olvidar lo que se vivía en sus casas y en las calles del pueblo. Era la primavera de 2010 y La Noria —un poblado serrano de Sinaloa— resistía los embates de la guerra contra el narco que iba dejando cientos de desplazados, miles de desaparecidos y familias incompletas.
En esos meses de 2010, mientras la maestra reunía a los niños y organizaba a la comunidad para terminar de habilitar la casona antigua como taller, los ataques eran recurrentes. Las autoridades informaban sobre hombres encapuchados que incendiaban las viviendas apostadas en los cerros y los militares emprendían la búsqueda de pistoleros que entraban en la madrugada a las comunidades y rafagueaban casas. En medio de las persecuciones y los enfrentamientos a balazos las familias huían despavoridas con lo único que llevaban puesto. La Noria —de unos 1.250 habitantes— se iba deshabitando poco a poco.
Marisol Lizárraga cuenta que la gente estaba tan asustada que permanecía encerrada en sus casas. Los niños, que acostumbraban a correr en la plazuela por las tardes, también estaban bajo llave. “En las carreteras tiraban descuartizados, se llevaban gente, llegaban y tumbaban las puertas de las casas”, dice la maestra. El miedo se apoderaba tanto de sus vecinos que llegó a pensar que el pueblo podía quedar solo. “Fue entonces cuando me dije: si estas personas ven una población sola, eso se presta para que la tomen, así que pensé: vamos saliendo, dejemos de estar encerrados y fue cuando se me ocurrió empezar actividades con los niños”, recuerda.
Las actividades artísticas comenzaron en la plazuela del pueblo y en el 2010 con sus ahorros pagó el alquiler de una casona donde comenzaron formalmente las clases de pintura y lectura. Actualmente, además de servir de aula para sus talleres, es un museo donde se exhiben jarrones indígenas, ollas antiguas, monedas y petroglifos que los pequeños recolectan en el monte. La renta del lugar la continúa pagando de su bolsillo. “Actualmente debo casi un año de rentas, pero la casera me espera, poco a poco le voy abonando”, explica. Aunque presentó ante las autoridades del Gobierno del Estado, la propuesta para crear un centro comunitario, sólo ha obtenido indiferencia.
La Noria es una sindicatura de Mazatlán —el destino turístico más importante de Sinaloa— que se compone por nueve barrios y 13 comisarías (poblados alejados de la cabecera municipal) distribuidos en territorios sinuosos. Debido a su riqueza cultural en algún momento la localidad fue candidata a ser distinguida como pueblo señorial (como un pueblo mágico). El año en que Marisol comenzó los talleres la violencia en Sinaloa se había desbordado. El 2010 hubo 2.210 homicidios en todo el Estado —unos seis muertos al día— mientras que un año antes habían ocurrido 1.251. En los diez años de la guerra contra el narco emprendida por el expresidente Felipe Calderón y perpetuada por Enrique Peña Nieto en Sinaloa han ocurrido casi 13.000 asesinatos.
Sonrisas desdibujadas
Conforme transcurrían los talleres Marisol se fue percatando de la tristeza que había en sus alumnos por la violencia vivida en el pueblo. Le preocupaba cuando en las clases de pintura algún pequeño dibujaba pistolas, rifles o llenaba de cruces negras algún paisaje. En diciembre de 2012 las cartas de deseos que escribieron para Navidad estaban repletas de mensajes cargados de tristeza. Juan David y Carlos Enrique, hijos de un leñador desaparecido, pedían que su padre pasara la Nochebuena con ellos. Paola, otra niña del poblado, dibujó un muñeco de nieve y después de pedir una laptop, se sumó a las súplicas de tranquilidad. “No queremos vivir más aterrados”. Uno de sus compañeros pedía paz para su pueblo. “Yo quiero que los locos se desaparezcan por favor”, escribió Lupita, una niña de 8 años.
Marisol fue descubriendo la importancia de mantener a los niños entretenidos en el arte. Ahora los dibujos cargados de furia son cada vez menos. “El acercarlos a la cultura los vuelve niños más sensibles y ven la vida de forma distinta”, asegura. Para esta maestra de 39 años, su gran logro ha sido alejarlos de la narcocultura y apartarlos de actividades ilícitas. “Yo pienso que si en vez de interesarse por un arma, ellos se interesan por una profesión, ya hemos hecho mucho”, manifestó.
Un remanso de paz
Este medio día soleado de diciembre —cuando visitamos a Marisol en su taller— la maestra les pide a sus alumnos escribir sus deseos de Navidad, como cada año. La mayoría pide juguetes y zapatos. Una pequeña se levanta de la silla y lee su cartita en voz alta. «Yo quiero durar toda la vida», dice. La profesora cuenta que ese deseo es porque hace unos años sus padres fueron asesinados. «Es muy común que ellos reflejen en sus expresiones lo que sienten o están viviendo», explica.
Unas horas después de impartir el taller, Marisol estará con un grupo de niños especiales a los que ayuda a mejorar en su aprendizaje. Esta madre soltera todos los días toma un autobús que la lleva de la Noria a Mazatlán en un trayecto de 45 minutos para trabajar en una primaria de las periferias del puerto.
Juan Antonio Salas lleva toda su vida viviendo en La Noria. Cuenta que en 2010 cuando se desató la violencia pensó en mudarse con su esposa y sus hijos a Mazatlán. Después de consensuarlo, su familia decidió quedarse. En esos años a punta de balas, los talleres de Marisol fueron un respiro porque ahí sus niños se mantenían ocupados y tranquilos. “Nosotros nomás le pedíamos que hiciera los talleres temprano, antes de que oscureciera”, cuenta.
Su hijo Juan, de 13 años, es uno de los alumnos más antiguos de Marisol. El señor Salas cree que es un niño más responsable y aplicado. Para el padre de familia, la maestra hace un trabajo admirable. Sin recibir ningún sueldo, dice, ha dedicado cientos de días a los pequeños del poblado y ha buscado mantener el museo abierto a toda costa. “Es una gran maestra, ha hecho un trabajo admirable por los niños de La Noria”, resume con un tono de satisfacción.