Por: La Jornada
Tal práctica no sólo da un respiro a la economía y a innumerables empresas, que pueden seguir operando en forma total o parcial, sin tener a sus empleados en un local físico; es benéfica, por añadidura, para el ambiente y para reducir el estrés en los centros urbanos, los cuales ven atenuados, así sea de manera provisional, sus problemas de movilidad.
Incluso antes de que se declarara la actual emergencia sanitaria, el teletrabajo había cobrado auge desde los años 80 del siglo pasado por diversas razones: la primera, es obvio, fue la revolución en las telecomunicaciones digitales que lo hizo posible, así como la paulatina masificación de dispositivos capaces de interconectarse.
La solución resultaba interesante para los empleadores, en una lógica de reducción de costos de operación, pues al tener a menos personal en sus empresas pagaban montos menores por los servicios y ocupaban menos espacio físico; para muchos trabajadores, el realizar sus funciones desde casa representaba la posibilidad de ahorrar tiempo y dinero en transporte.
Así, hace más de 30 años, en Francia se llevaron a cabo los primeros programas piloto de teletrabajo impulsados por el gobierno, aprovechando la infraestructura del entonces novedoso sistema Minitel. Pese a las perspectivas positivas, tales programas piloto evidenciaron muy pronto algunos efectos indeseables del trabajo en casa: el traslado de la carga laboral a los hogares tendía a incrementar las tensiones familiares y de pareja.
En el tiempo transcurrido desde entonces el vertiginoso desarrollo de Internet, de aplicaciones colaborativas y de actividades económicas nativas
de la red multiplicaron el número de personas que trabajan en casa mediante una conexión remota. Con ese antecedente, ante la angustiosa situación económica creada por la pandemia en curso para países, regiones y hogares, el teletrabajo parecía, si no una panacea, cuando menos una herramienta de indiscutible utilidad. Y lo es, en efecto.
Pero, más allá de las consecuencias negativas intrínsecas a la fusión del lugar de trabajo con la vivienda –que, en palabras de Jesús Uribe Prado, profesor-investigador de la Facultad de Sicología de la UNAM, implica romper la línea entre lo público y lo privado
–, al calor de la crisis epidémica se ha constatado un patrón de abusos por parte de los patrones, algunos de los cuales se aprovechan de la circunstancia para abusar de sus trabajadores, como si por estar laborando en sus hogares diera pie a disponer de ellos más allá de la jornada laboral regular e incluso a deshoras o en días de descanso.
Otras inquietudes surgen de la indefinición de la seguridad, los riesgos y los accidentes laborales en situaciones de trabajo en casa y de los peligros que se ciernen sobre la seguridad de la información corporativa cuando ésta transita por enlaces remotos.
Con estas consideraciones en mente resulta claro que, con o sin pandemia, el home office seguirá al alza en las sociedades modernas y es urgente extender y complementar las legislaciones laborales con el fin de garantizar que esta modalidad de trabajo no se traduzca en situaciones de explotación, en riesgos injustificables para los asalariados ni en procesos de alteración y desintegración familiar.
Fuente: https://www.jornada.com.mx/2020/07/07/opinion/002a1edi