Por Rolando Leyva Caballero
En una reunión reciente, el vicepresidente primero de los Consejos de Estado y de Ministros de la República de Cuba, Miguel Díaz-Canel, refirió el apremio estratégico de intensificar el trabajo ideológico con los estudiantes universitarios, entendiendo, a regañadientes, el papel fundamental a desempeñar por ellos en los cambios profundos que deben suscitarse en la sociedad cubana actual.
Con el objetivo de preservar el experimento socioeconómico y político dominante, los compelía, nuevamente, a participar de un proceso que no les ofrece ninguna garantía o incentivo, más allá del discurso obsoleto del deber cumplido y la Patria.
La implementación de los lineamientos aprobados en el VI Congreso del PCC, con la anuencia explícita y el visto bueno de la más alta dirigencia política del país, ha potenciado la aparición, no de un esfuerzo o espíritu jubiloso, sino dubitativo, expectante, casi indiferente, respecto a las responsabilidades que le atañen directamente a los jóvenes en el proceso de cambio, una palabra que aún no se incorpora al léxico de la retórica oficial, conocedora de las implicaciones de asumirlo consecuentemente. Resulta imposible hablar todavía de cambios, entonces, cuando más de ajustes en el maquillaje corrido, que se retoca para la ocasión, en el rostro descompuesto de las viejas prácticas políticas.
Con la implementación de un socialismo feroz de nuevo tipo, tras la mascarada de la actualización del modelo socioeconómico pero no del molde político, el Gobierno ha renunciado, en parte, a la seguridad social, entendida esta como una parte consustancial de sus adeudos sistémicos, principal garante institucional del frugal Estado de bienestar que definió el devenir político después de 1959, que apostó por la equidad clasista y social, confundida con el igualitarismo masivo, militante, diluyente de la individualidad.
Los jóvenes cubanos, universitarios o no, no pueden escapar a un problema estructural que los supera. Por el contrario, elusivos de la misión evolucionista y generacional de «cambiar todo lo que debe ser cambiado», deslizan sus enormes esfuerzos en otra dirección: la de ejercer la iniciativa personal.
El microcosmos universitario cubano no es el que era hace un cuarto de siglo. La universidad cubana se está convirtiendo en lo que siempre debió ser: un hervidero de ideas, un universo complejo, por momentos hostil, donde se exponen, a modo de réplicas de alta y mediana intensidad, todas las contradicciones y polémicas internas que sacuden a la sociedad cubana contemporánea.
La introducción de una asignatura lectiva no curricular como Debates Históricos y Contemporáneos, resultante de la lógica estatal de abrir brechas o espacios leves para el ejercicio, siempre bien controlado y dirigido, del derecho a la libre expresión, no es más que una solución parcial a un problema de base: el divorcio y el silencio intergeneracional. La juventud cubana ha tenido vedado el acceso a los foros públicos de expresión política, aunque ese muro de aislamiento y contención social amenaza con caer para bien.
Los jóvenes cubanos, aun cuando participan masivamente de las marchas de reafirmación revolucionaria, los días de preparación para la defensa de la Patria, de los foros sociales universitarios y las guardias estudiantiles, se sienten menos comprometidos y conformes con un sistema educacional instructivo que les resulta cada día menos asertivo y atrayente, por anacrónico, en cuestiones ideológicas. Los disturbios generados en las residencias estudiantiles de algunos centros de educación superior, aunque acontecimientos aislados y anecdóticos, suponen una muestra innegable del resquebrajamiento de esa moral colectiva.
En las universidades cubanas del nuevo milenio no se forman estudiantes lúcidos, integrales, sino emigrantes en potencia. Cada día que pasa la nación cubana se desangra y lanza por el desagüe un contingente humano que no tiene intenciones de regresar a montarse en el carro de las transformaciones forzosas. Que los jóvenes cubanos mejor preparados (y también los que no) asuman la decisión dramática de partir al extranjero, en busca de nuevos horizontes de satisfacción personal, debe indicarnos que algo anda mal, más allá de todos los esfuerzos estaduales, institucionales y oficiosos por propiciar la permanencia en el país de los profesionales emergentes. Esta es, entre otras muchas, la causa del envejecimiento de la población cubana, no sólo debido al decrecimiento de la tasa de natalidad acompañado de un incremento en la esperanza de vida, sino también a la ruptura brutal en la lógica generacional de la continuidad laboral, que ahora prescinde del relevo necesario. Sin embargo, los cuestionamientos a esta problemática tienen lugar en el interior de las organizaciones políticas que detentan el poder y no como parte de un proceso que incumbe a la sociedad civil cubana en su conjunto.
Hace poco leía que, según una encuesta aplicada a los más jóvenes, sobre todo entre los profesionales de reciente graduación, estos preferían integrarse al deprimido mercado laboral estatal. Tal dato parece increíble, al no ofrecer esa instancia (nunca lo ha hecho) garantías de cumplimiento de las expectaciones y necesidades personales de los individuos, que trabajan por cuenta propia o emigran en busca de mejores oportunidades. En realidad, en Cuba los jóvenes nunca hemos sido el futuro.
Fuente: http://www.diariodecuba.com/cuba/1460409738_21603.html