Por José Joaquín Brunner
Mientras la reforma escolar ha debilitado la capacidad de respuesta del sistema con medidas mal diseñadas y de confusa implementación, el país espera la propuesta de reforma a la educación superior. Y a la luz de lo que hasta ahora se conoce, esta afectará negativamente múltiples aspectos de ella. Ha llegado el momento de ponerse serios.
Sin duda, la educación chilena enfrenta grandes desafíos. La mayoría de la población adulta posee un nivel insuficiente de comprensión lectora y numérica, según muestra un estudio reciente de la OCDE. La mitad de la población de entre 15 y 65 años solamente puede identificar una información simple dentro de un texto breve o completar una operación matemática de un solo paso. Las destrezas necesarias para solucionar problemas en entornos ricos en tecnologías de información son dominadas únicamente por un 15% de los adultos.
Por su lado, las pruebas PISA y Simce señalan que tampoco nuestros niños y adolescentes progresan según lo esperado. Tras una década de gradual mejoramiento, los resultados parecen haberse estancado. ¿Qué explica esta situación?
Las oportunidades de aprendizaje son de mala calidad; en particular aquellas para infantes, niños y jóvenes nacidos en hogares con una menor dotación de capital económico, social y cultural. Esto reproduce la desigualdad desde la cuna. El personal docente (parvularias, maestros y profesores) no recibe una formación adecuada ni su trabajo es suficientemente reconocido.
Los niveles iniciales -salas cuna, jardines infantiles y ciclo básico- no desarrollan una robusta base de competencias cognitivas, interpersonales e intrapersonales. La gestión escolar es precaria. Y faltan directores líderes que lleven a sus colegios a un desempeño óptimo.
A su turno, el nivel secundario experimenta una crisis de identidad y orientación. Sus funciones formativas y de puente con la educación superior y el trabajo están cuestionadas. El sector técnico-profesional sufre un constante desamparo. Los jóvenes -que en esta etapa buscan asentar su comprensión del mundo, de los otros y de sí mismos- no encuentran un ambiente estimulante. Pierden así la confianza en sus maestros y colegio.
Por último, la inversión en el sistema escolar continúa siendo absolutamente insuficiente.
A esto se agregan razones coyunturales que contribuyen al aparente estancamiento. Entre ellas debe computarse la frecuente interrupción de clases, el deterioro de la convivencia en las comunidades escolares y, especialmente, el clima de incertidumbre, desconfianza y control burocrático que las políticas gubernamentales han creado en torno a los colegios subvencionados, tanto de gestión municipal como privada.
Hasta aquí, la reforma escolar no ha elevado la capacidad de respuesta del sistema y, más bien, lo ha debilitado con medidas mal diseñadas y de confusa implementación.
En este cuadro, el Gobierno dará a conocer durante las próximas horas su propuesta de reforma a la educación superior, tras sucesivas partidas en falso, postergaciones y presiones cruzadas. Esta enervante espera ha creado un verdadero vacío. Hay ausencia de dirección política; se transmite una sensación de grave ineptitud técnica; la comunicación ministerial es desprolija, y el diseño de la reforma -transmitido a borbotones- genera una mezcla de perplejidad, preocupación y reacciones corporativas. No solo eso. Además el Gobierno provoca un ambiente de sospecha y división entre las instituciones, favorece una constante agitación estudiantil y crea confusión en el foro público.
En vez de una amplia deliberación con planteamientos razonados y diseños alternativos, fundados en diagnósticos sólidos y en la evidencia disponible, asistimos hasta ahora a una palestra donde se enfrentan y compiten consignas propietarias (estatal o privado), reivindicaciones corporativas, tratos preferentes y reclamaciones por subsidios de diverso tipo.
El hecho de que esta reforma carezca de un programa coherente, de una estrategia de desarrollo del sistema a mediano plazo, de una agenda de prioridades sectoriales y de una carta de navegación facilita que la deliberación racional -inherente a las universidades- sea desplazada por controversias subalternas.
Llega, sin embargo, el momento de ponerse serios. Pues si el proyecto gubernamental es fiel a las diapositivas circuladas por el Mineduc -y no cabe suponer que será de otra manera-, la reforma buscada afectará negativamente múltiples aspectos de nuestra educación superior.
Arriesgará incluso hacerla retroceder. Durante el último cuarto de siglo ha progresado de manera indudable. Su tasa de participación supera el promedio de la OCDE. La gran mayoría de estudiantes accede a instituciones acreditadas. El sistema gradúa más de 150 mil técnicos y profesionales cada año. El ranking británico de universidades (QS 2016) sitúa a 30 de nuestras instituciones universitarias -13 estatales y 17 privadas- dentro del 10% de mejores universidades de América Latina, cuyo número total supera las 3 mil. Y Universitas-21 (red internacional de universidades de reputación mundial) califica a nuestro sistema nacional como el primero dentro de la región.
Por cierto, estos logros van acompañados por rezagos y déficits múltiples: curriculares, de gobernanza y burocratización excesiva, abandono temprano de estudiantes, escaso uso de las nuevas tecnologías de información, métodos pedagógicos obsoletos, gestión ineficiente de la ciencia y tecnología, una gratuidad mal diseñada, ausencia de un financiamiento (de estudiantes e instituciones) no discriminatorio, eficiente y vinculado a objetivos y prioridades de desarrollo nacional y bienestar social.
Abordar estos problemas debió ser, desde el primer día, el objetivo de una reforma en serio. ¡No fue así! Habrá que evitar ahora que la propuesta interrumpa esos avances y produzca, como en el sistema escolar, estancamiento y dificultades de funcionamiento.
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