Pedro Rivera Ramos
Una de las particularidades que más distinguen al mundo de hoy es la abundante información que diariamente, y sin pausa alguna, se difunde en todo el planeta. La Internet, que viene desde hace algún tiempo amenazando seriamente a los medios tradicionales de comunicación, por la integración que hace de los mismos en una sola plataforma, le cabe, sin duda, mucha responsabilidad en que esto sea así.
A este fenómeno debemos sumarle la concentración de los principales medios de comunicación social en pocas manos, en casi todos los países, lo que, a juicio nuestro, puede comprometer —y compromete— sensiblemente el ejercicio democrático de los ciudadanos, así como la credibilidad y fiabilidad de las informaciones que se nos transmiten.
Porque digámoslo sin rodeo alguno: esa mentalidad hedonista y utilitarista, ese marcado individualismo y relativismo de que es presa esta época y que a veces nos resulta hasta natural, se ha gestado, en gran medida, gracias a los códigos y mensajes que nos llegan desde los medios de comunicación social. Sin pecar de exagerados, me atrevería a afirmar que ellos han decidido o marcado, en muchas ocasiones, el rumbo político-ideológico y cultural de nuestras sociedades.
Muy pocos ponen en duda que en la sociedad contemporánea, llamada también sociedad del conocimiento y de la información, asistimos a una manipulación mediática sin precedentes, donde con un cierto número de criterios culturales, algunos mecanismos de carácter psicosociológicos muy bien definidos y con una retórica y estructura narrativa muy semejante en todos los países, se imponen en todo el planeta, gustos, modas, patrones culinarios y hasta apreciaciones estéticas.
El criterio mercantil de las noticias, de los sonidos o de las imágenes, es el que viene lamentablemente predominando por encima del respeto a la verdad, a los hechos y a la información veraz, objetiva e imparcial. La carrera salvaje por el ‘rating’, el sensacionalismo y la instantaneidad extrema, hacen peligrar constantemente la ética necesaria que debe existir y prevalecer en los medios de comunicación social.
Hoy, como en ninguna otra época, tiene lugar un intenso intercambio de información a escala planetaria, que viene configurando un sistema de información basado principalmente en imágenes y sonidos y un concepto muy difuso entre verdad y mentira. La competencia más feroz, el carácter mercantil de los mensajes o la manipulación ideológica de los contenidos y conceptos, son desafortunadamente los rasgos inherentes del modelo informativo hegemónico.
En el campo de la comunicación social no hay trabajo neutro. Un ejemplo harto elocuente, ilustra perfectamente esta verdad. A principios de agosto del 2010, fuimos testigos del extenso circo mediático montado con la tragedia de 33 mineros chilenos, atrapados durante 69 días a 700 metros bajo tierra. Conocimos más las trivialidades surgidas en torno a este infausto suceso, que las razones de explotación despiadada que provocaron el derrumbe.
Lejos estuvimos así de conocer las difíciles condiciones laborales que imperan en las minas chilenas, donde solo en la última década han muerto más de 400 trabajadores. Asimismo, careció de valor alguno para la industria mediática las más de mil quinientas personas que solo en ese mismo año 2010 habían muerto de cólera en Nigeria, según la Organización de las Naciones Unidas. Esto demuestra que se aplican censuras y se ocultan verdades en el poderoso imperio mediático, con el propósito principal de evitar que pensemos críticamente.
En la actualidad resulta muy común para muchos justificar sin sonrojo alguno el uso del trucaje y la impostura, como estrategia para alcanzar el éxito y la celebridad en la industria mediática. Al respecto, me parece oportuno valernos del periodista Ignacio Ramonet que, en su libro Propagandas silenciosas, relata un ejemplo elocuente de embaucamiento colosal: ‘En abril de 1981, una periodista del prestigioso Washington Post, Janet Cooke, consiguió el premio Pulitzer por un extraordinario reportaje sobre el pequeño Jimmy, sistemáticamente drogado por el amante de su madre y convertido, a la edad de ocho años, en un adicto a la jeringuilla y a la heroína… Pero ni Jimmy ni el amante ni la madre, existieron jamás’.
Por ello, en estos tiempos que corren, es imperativo recuperar y defender en el ámbito de la comunicación e información, el estricto sentido de la ética y de un compromiso invariable por defender la verdad y la objetividad. Se trata, además, de renunciar al formato frívolo y superficial y sostener, sin claudicación alguna, las dos exigencias fundamentales de una verdadera información: la credibilidad y la fiabilidad.
En síntesis, aguarda recobrar el control del vocabulario, de los mensajes, de la semántica y de la noticia, como bienes sociales que pertenecen y le interesan a todos. Salvaguardar en todo momento, eso sí, la libertad de expresión sin excesos; pero vigilando no confundirla con la libertad de empresa o con la codicia que se anida en la noticia, cuando esta solo se asume como mercancía.
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