El profesor Emilio Lledó nació en Sevilla en 1927. A sus espaldas y en su cabeza, 90 años de filosofía, pensamiento, educación, libros, aprendizaje y enseñanzas. Es miembro de la Real Academia de la Lengua Española. Foto: Deyanira López.
Es el filósofo de la memoria. Es uno de los nombres más queridos y admirados que ha dado la filosofía española en la última mitad del siglo XX. Es profesor, dice él, “y no un filósofo de verdad”. Es Emilio Lledó y punto. Con él hablamos largo y tendido sobre filosofía, libros, política, educación…
Por Gabriel Arnaiz, profesor de filosofía
Su magisterio ha adquirido un aura sólo comparable con la de los más grandes, y sus antiguos alumnos hablan de él con una devoción similar a la que mostraba Hanna Arendt por el “mago de Messkirch”. Si Safranski consideró a Heidegger como “el maestro de Alemania”, nosotros podríamos considerar a Lledó como uno de los “maestros de España”. Él dice que no es un filósofo de verdad (como sí lo son Platón, Aristóteles o su querido Gadamer), sino tan sólo “un profesor que ha dedicado parte de su vida a estudiar la filosofía y que lo ha pasado muy bien enseñando a los demás”. Pero en el fondo todo sabemos que es uno de los pocos grandes maestros (me atrevería a escribir incluso que uno de los pocos sabios) que hoy tenemos, y con esa actitud nos acercamos a él, para poder saborear una pequeña parte de su inmenso legado. Nos recibe en la biblioteca de la Real Academia de la Lengua, donde ocupa el sillón ele minúscula y a donde acude cada jueves.
En Los libros y la libertad habla usted de la importancia que tienen, o deberían tener, los libros para nosotros, como personas y como sociedad. ¿Qué significan para usted los libros?
En esta biblioteca los libros significan algo esencial. Para mí, para cualquier persona que quiera adelantar en su vida, en sus conocimientos y en la fecundidad de su mente, los libros (estos libros que están aquí y otros que no) significan la memoria. Yo creo que los seres humanos somos fundamentalmente memoria y lenguaje. Si no tuviéramos memoria, no sabríamos quiénes somos. Por eso, siempre he defendido la tesis de que tenemos que tener memoria, no solo individual sino también colectiva. Estos libros que usted ve aquí son parte de la memoria histórica de la vida intelectual de nuestro país y de la vida personal de aquellos que un día decidieron escribir su oralidad; escribir las palabras que pensaban, las palabras que deseaban, las palabras que buscaban.
Y los libros de filosofía, ¿qué pueden aportarnos frente a otro tipo de libros?Depende de qué libros. Para una persona que no se dedique a la filosofía puede haber libros que le resulten difíciles o casi indescifrables, pero el libro filosófico es la transmisión de lo que los seres humanos han querido entender sobre las grandes cuestiones de la existencia (como la justicia, la verdad, la belleza, la bondad, etc.) y también para saber qué es lo que somos, cuál es el futuro colectivo de una serie de personas que constituyen una nación, un pueblo o una humanidad (ahora que se globaliza tanto todo); y creo que una de las grandes globalizaciones que hay que tener es la de la cultura, la del progreso intelectual.
“Los seres humanos somos fundamentalmente memoria y lenguaje”
Usted es especialista en filosofía antigua. ¿Qué nos pueden decir los libros sobre los filósofos griegos, como Platón, Aristóteles o Epicuro, de quienes, por cierto, ha hablado en obras suyas ya casi míticas recientemente reeditadas, comoMemoria del logos, Memoria de la ética oEpicureísmo?
Yo soy especialista en filosofía antigua porque estudié Filología Clásica, pero también me interesa mucho la filosofía moderna. He vivido muchos años en Alemania y eso me ha hecho interesarse por la filosofía del idealismo alemán (la filosofía posterior a Kant), lo que pasa es que tengo la suerte de poder leer en latín y en griego (aunque ahora eso no se lleve), y esa suerte la pongo sobre los grandes filósofos de la cultura griega, que efectivamente siguen estando vivos para nosotros, como Platón, Aristóteles, Epicuro o Plotino. Toda la cultura griega es una cultura de una riqueza tal que a mí me sorprende que aún podamos leer la República o el Fedón de Platón, o la Metafísica de Aristóteles, y que después de 25 siglos todavía nos sigan diciendo cosas. Alguna vez me pregunto qué quedará de lo que escribimos nosotros. A lo mejor, dentro de 30 o 40 años, se esfuma, pero todavía podemos leer (y aún pueden hacernos latir) a Sófocles, Tucídides, Herodoto, Platón, Horacio o Virgilio (o a cualquier otro autor de la cultura antigua), y los podemos leer realmente con pasión y con aprendizaje. Por eso me parece tan importante que se cultive que a los alumnos, cuando se les enseñe a leer, se les enseñe también a amar el lenguaje, a pensar en el lenguaje, dentro de los niveles de cada momento de la vida de los muchachos. Ese alimento de la sensibilidad es una cosa esencial para la educación de los niños, porque si no se les abre ese horizonte, quedarán siempre ceñidos a los pequeños problemas de su personalidad. Y esa personalidad debe enriquecerse con la lectura, porque así ampliamos el diálogo que tenemos con nosotros mismos con la voz de Cervantes, de Galdós o de Lorca, o de quien queramos.
“Los grandes filósofos griegos siguen estando vivos para nosotros”
Usted ha contado muchas veces la historia de ese maestro de primaria que le enseñó el aprendizaje de la libertad vinculado con la lectura.
Antes lo he dicho en otro contexto: uno no puede ser más que su propia memoria. Y creo que esta es una de las experiencias más hermosas que conservo de mi vida, y me parece que es un homenaje que debo rendir a don Francisco, que fue un maestro que yo tuve en Vicálvaro, un pueblecito de Madrid que hoy ya es un barrio de la ciudad. Los niños de mi clase tendríamos ocho, nueve o diez años y aquel maestro nos enseñó la libertad, y nos la enseñó de una manera muy concreta. Leíamos a otros autores, pero yo recuerdo sobre todo lo del Quijote. Después de leer una página nos decía: “Sugerencias de la lectura”. Eso me parece tan interesante que aún hoy no lo he olvidado. ¡Cuántas cosas de la vida, agradables o desagradables, olvida uno! Pero no la imagen de aquel joven maestro, que seguramente pertenecía a la Institución Libre de Enseñanza, en una escuela pública, obviamente. Yo creo decididamente en la enseñanza pública, en una enseñanza en la que no sea el dinero el que cambie las perspectivas o los tipos de enseñanza, porque además no suele cambiarlo. Yo creo que muchos de esos colegios “de excelencia”, por utilizar un sustantivo que me molesta mucho…
¿Por qué le molesta?
Pues porque es una cosa medio inventada. ¡Excelencia! ¿Qué es eso? La excelencia se demuestra andando, excelenteando (no sé si aquí en esta casa esa palabra caería), pero ninguno de esos colegios “de excelencia” podrían competir (y lo sé por experiencia, porque he pasado muchos años viviendo fuera de España) con un instituto público alemán o francés. He vivido cerca de ellos, aunque no he sido alumno de esos institutos, por desgracia, pero sí lo fui de don Francisco, lo que también es una compensación. Pero quiero decir que la protección de la enseñanza pública y que el dinero no sea lo que discrimine los niveles de aprendizaje, suponiendo que esos niveles de excelencia sean mejores (que, en mi opinión, no suelen serlo), es algo que hay que defender, que hay que alimentar y fecundar.
“Yo creo en la enseñanza pública, en una enseñanza en la que no sea el dinero el que cambie las perspectivas o los tipos de enseñanza”
En Sobre la educación, usted recopila diversos artículos sobre educación en los que denuncia duramente el tipo de enseñanza dominante en España, basada en asignaturas y exámenes.
Sí, es que ese tipo de enseñanza, a la que yo llamo asignaturesca, es la enseñanza del aprendizaje. Yo creo que el aprendizaje no es importante, sobre todo ahora que tenemos tantos medios de conocimiento e información; lo importante es crear libertad intelectual y capacidad de pensar. Se habla muchísimo de la libertad de expresión. Qué duda cabe que eso es fundamental y característico de países democráticos, pero en mi opinión lo importante es la libertad de pensamiento; tener que pensar, saber qué pensar y no tener la mente aglutinada con pequeños coágulos que no te permiten entender, mirar o interpretar. Y en eso, la enseñanza tiene que ser ese estímulo continuo entre el profesor y el alumno. Cuando yo utilizaba este adjetivo asignaturesco me refería a esa concepción de exámenes, de controles continuos, de apuntes… Me llamó la atención la propaganda de una universidad privada que se montan ahora donde se veía a unos estudiantes en el campus sobre el césped, y el anuncio decía: “Estudiantes de la Universidad X preparando sus apuntes”. A mí eso me parece realmente patológico. Los apuntes no se preparan. En este sentido, recuerdo mi experiencia en Alemania. Llegué muy joven y me encontré en la Universidad de Heidelberg, donde no sólo no había apuntes, sino que ni siquiera había exámenes; tú te examinabas cuando querías.
Cuéntenos un poco cómo funcionaba la universidad alemana, cómo cambiaban los contenidos cada semestre.
Al llegar, me sorprendía que, por ejemplo, Gadamer hablase de la Fenomenología del espíritude Hegel y al semestre siguiente sobre el Banquete de Platón, y al siguiente sobre Nietzsche; y, claro, yo iba buscando la asignatura. Pero no había asignatura. ¿Dónde está el temario? ¿De qué tomo apuntes? Y después estaban los seminarios. Tú podías ir a esas clases, que eran libres y a las que podían acudir alumnos de otras facultades, pero en los seminarios tenías que hablar antes con el profesor para que te dejase asistir. Le decías, por ejemplo, “voy a hacer un curso sobre Píndaro en filología clásica”, y él te contestaba: “¿Y por qué no sigue antes un curso sobre sintaxis?”. Aquello era, como dice Walter Benjamin en un texto, “descubrir la Universidad como una pasión por el conocimiento”, por la libertad de inteligencia, por no tener grumos que te agarren las neuronas y te impidan fluir con ellas. Esa idea de creatividad lo ha expresado toda la gran tradición universitaria alemana. Recuerdo un texto de Benjamin, que viene de toda la tradición kantiana y de Guillermo Humboldt, que dice casi textualmente que “obsesionar a los muchachos con que estar cinco o seis años en la universidad para ganarse la vida es la forma más feroz de perderla”; y esto es algo que, en mi opinión, se suele hacer. Hay que dejar que los jóvenes se entusiasmen con la filología clásica, con el derecho romano, con la anatomía patológica, con lo que sea. Dejarles que realmente se interesen por eso, aunque después no vayan a ser investigadores, pero, al menos, que la época en la que estén en ese espacio tan maravilloso de libertad que debe ser la universidad no los acorralemos con la obsesión de que tienen que ganarse la vida. La vida se la gana uno o se la pierde, pero hasta ese momento en que salgas de allí, sueña un poco con los ideales que constituyen la cultura y la educación.
¿Aún cree que esos ideales tienen vigencia, que pueden seguir vivos hoy?
Porque también creo una hermosa frase kantiana, que “el ser humano es lo que la educación hace de él”. Ese es un texto espléndido de Kant y yo creo en esa tesis general. Somos, nos formamos, nos deformamos y nos transformamos por medio de la educación. Por lo tanto, las instituciones en donde esa educación es posible y el mimo a esas instituciones tiene que ser una característica decisiva de cualquier gobierno y de cualquier política. Y ya que he pronunciado la palabra “política” diré que la política es esencial en la cultura, y también los políticos. La política es, según decía un texto clásico, “lo más arquitectónico, lo más interesante de la vida social”, porque organiza, armoniza y orienta los distintos deseos e ideas de los seres humanos, a los que esos políticos tienen que facilitar su existencia (y no la de ellos mismos). Por eso es tan interesante crear instituciones donde esto sea posible, y por eso interesante la labor de los políticos. Hay algún texto de la filosofía griega en que Platón o Aristóteles se plantean incluso si los políticos pueden ser felices, porque su vida es darlo todo a los demás. Imagínate lo que significa eso en cuanto al cultivo de lo que llamaba Aristóteles el spoudaios, el hombre decente, el hombre justo que se entrega a los demás.
Algunos dirán que esta idea es hoy una utopía. O peor: una quimera.
Es verdad que es un ejercicio difícil, pero el que se mete en política debería hacerlo desde esa directriz de la decencia, un concepto tan sencillo y tan bonito como ser decente. Entregarte a los demás y no buscar los compromisos con tu propia, cerrada y a veces entristecedora individualidad y egoísmo. Hay otro texto de la Ética nicomáquea que dice que el principio de las relaciones que tengamos con los demás empieza por la relación que tenemos con nosotros mismos, y para tener una buena relación con tu propia mismidad tienes que encontrarte digno de ti mismo, no engreído ni falsificador de tu propia personalidad, tienes que sentirte decente. Si yo me miro en el espejo y veo en mi historia algo negativo, sobre todo en relación con mi trato con los demás (y si soy político, ¡no digamos!), tendría que dimitir, pero no dimitir de un cargo, sino dimitir de ser humano, dimitir un poco de ti mismo.
“El que se mete en política debería hacerlo siempre desde la directriz de la decencia”
Cuando usted vino a España consiguió algo que yo no tengo conocimiento de que le haya sucedido a ningún otro filósofo español y fue que, cuando usted se marchó de la Universidad de La Laguna a la de Barcelona, varios alumnos suyos le siguieran (como ocurría con Heidegger).
Pues probablemente, aunque no lo hice de una manera consciente. Una parte de lo que has dicho es leyenda. Lo que pasa es que yo llegué muy joven a La Laguna, después de casi diez en Alemania y de tres años como catedrático de instituto, y para mí aquello fue un reto tan hermoso que me entregué por completo. Recuerdo que, en aquellos años, no escribía ni publicaba nada; no hacía más que preparar clases, pero era porque me parecía un privilegio el poder tener delante a aquellos jóvenes (que los sentí siempre como amigos, como compañeros), sólo que yo era algo mayor que ellos, y creábamos un espacio colectivo, público, en el que yo hablaba y ellos escuchaban (y pensarían, me criticarían, me juzgaría, no me aceptarían…), pero se creaba un espacio público a través de las palabras, del lenguaje. Un lenguaje que les ayudara un poco, que les abriera la inteligencia dentro de lo que yo entonces podía, pues era más ignorante que ahora, porque era muy joven), aunque no es que después haya progresado mucho con los años, pero en fin, algo. Aunque eso que dicen de que los años te dan sabiduría, ¡no!; a veces los años te pueden engurruñir y estropear.
Tengo la intuición de que esa forma tan personal de concebir la enseñanza la aprendió allí, en Alemania.
El único mérito que tengo es que me interesaba lo que hacía. Me interesa, por supuesto, y me interesaba mucho, la filosofía: entender el mundo en el que estoy, entender el país en el que vivo, entender la literatura, entender las cosas e interpretarlas. Amaba todo eso, pero al mismo tiempo amaba a aquellos a quienes quería comunicarles mis pequeñas y personales (y muchas veces carentes de interés) experiencias, pero que eran mías. Y esa es, me parece, una función esencial del profesor. Y ese era el rompimiento (valga la expresión) del asignaturismo. Recuerdo que, recién llegado a La Laguna, se me acercaron unos alumnos a preguntarme (de forma sensata por su parte, aunque escandalizante para mí): “Lo que usted dice, ¿nos lo va a exigir en el examen? ¿Qué va a pedir, un manual o sus apuntes?”. Me lo preguntaron con gran inocencia y yo me quedé absolutamente descolocado, porque no se me había pasado por la cabeza, pero era lógico que ocurriera eso. Liberar a los jóvenes de ese estricto controlasignaturesco, examinador, me parecía importante. Yo les decía que escribiesen sobre los temas que más les hubiesen interesado de los que yo había hablado. Eso me bastaba y sobraba para saber la calidad e interés que mostraban en lo que estaban estudiando.
Ahora que contemplo todos los libros que hay en esta majestuosa biblioteca me viene a la mente la importancia que en Sobre la educación da usted a las bibliotecas (quizás por ello en Salteras, un pequeño pueblo a medio hora de Sevilla, han bautizado una biblioteca con su nombre). En Alemania usted descubrió que no es posible una universidad sin una biblioteca muy dotada y que el trabajo del investigador (al menos en las humanidades) se hace sobre todo en las bibliotecas. Es decir, que la biblioteca no es solo un espacio físico donde se almacenan libros.
La biblioteca es un espacio de información, de préstamos de libros y también de ampliación de libros que tú no puedas tener. Sobre todo, a mí me llamaba mucho la atención la biblioteca en Heidelberg. Yo tenía veintipocos años y la biblioteca estaba casi siempre abierta, y no había dificultades para estar allí o pedir libros. Pero, sobre todo, porque la mayoría de los profesores con los que yo traté proporcionaban una bibliografía de libros interesantes sobre los temas que ellos iban a hablar (lo que era también una ruptura del asignaturismo), libros que “estaría bien que leyerais”, y eso incitaba el cultivo de la biblioteca. La biblioteca era un espacio enormemente vivo, abierto casi todo el año, para completar la enseñanza de los profesores; era una especie de simbiosis entre el profesor y la biblioteca. Recuerdo en un examen de Filología Clásica en que el profesor Regenbogen me preguntó qué había preparado y le dije que a Tucídides (era una época en la que me dio por estudiar la historia griega) y hablamos de eso, pero para ello yo no le reproducía apuntes de ninguna clase. Había consultado libros interesantes sobre Tucídides, Herodoto, o quien fuera. Había estado en la biblioteca “dialogando” con esos libros, porque la biblioteca, los libros, la lectura suponen un diálogo de mi individualidad con esa maravillosa explosión de diálogos que te ofrecen los autores. Yo creo que es una suerte para los seres humanos que, a través del lenguaje, podamos dialogar con todos esos grandes. O no tan grandes: no hace falta que sean figuras supremas de la literatura o la filosofía. Cualquiera nos puede abrir ese diálogo con nosotros mismos, que muchas veces llevamos muy empobrecido, muy controlado y muy angustiado. La lectura, la biblioteca, es un espacio de la libertad. Y esto no es una metáfora. Si cogiéramos uno de estos libros que hay aquí y leyésemos un párrafo, nos pondría en movimiento para pensar más, para ir más allá, y eso es algo que se tiene que enseñar desde la escuela, desde el diálogo con los niños. Hay que enseñarles a leer, pero sobre todo hay que enseñarles la sensibilidad que implica el conocimiento de un lenguaje, enseñarles a mirar las palabras, a entenderlas, a elaborarlas, a conectarlas. En una palabra, a amar las palabras.
“La personalidad debe enriquecerse con la lectura, porque así se amplía el diálogo que mantenemos con nosotros mismos”
En esa función formativa y transformadora de la educación (eso que los griegos llamaban paideia y los alemanes bildung) he recordado cuando usted enseñó alemán a algunos emigrantes andaluces que fueron a trabajar a Alemania y que, según sus propias palabras, eran gente “desposeída de todo”. Y cómo a usted le molesta tanto (igual que a mí) cuando oye de algún político el manido tópico de que los “andaluces son unos vagos”.
Esta idea me parece una injuria, porque yo le hablaba de mi experiencia de profesor universitario, pero una de mis experiencias más hermosas fue la que coincidió con mi llegada a Alemania, a principios de los años cincuenta, con las primeras oleadas de obreros españoles que llegaban a trabajar allí. La mayoría de esos muchachos eran andaluces. Y debe de ser muyperezoso el pueblo andaluz para coger una maleta e irse a un país del que no conocían la lengua; ellos, que habían nacido con un no escrito sobre la frente: no al pan, no a la comida, noa la cultura, etc. Que tuvieran valor, arrestos, energía y entusiasmo para ir a un país del que ya sólo el nombre de algunas ciudades (como Frankfurt) les debía atemorizar; y aquellos muchachos, la mayoría de ellos andaluces, fueron capaces. Porque, como creo que dice Lope (“¡Ay, dulce y cara España, madrastra de tus hijos verdaderos!”), aquellos eran hijos verdaderos de este país, el mismo entusiasmo con el que yo entré en la Universidad de La Laguna y que descubrí en los estudiantes, ese mismo entusiasmo, o más (porque estaban más desamparados), lo encontré en ellos. Ese deseo de aprender, de enriquecerse, lo encontré en las clases de gramática alemana que daba en una cafetería de Heidelberg a aquellos muchachos a quienes nadie había enseñado gramática española. Ese es, para mí, uno de mis recuerdos más intensos y más hermosos. Pienso en lo que habrían hecho aquellos jóvenes, no analfabetos, pero abandonados culturalmente, si hubieran tenido las posibilidades de tanto señorito satisfecho que ha pasado por la escuela y la universidad y que no han hecho casi nada después. Y esto tiene que ver con lo que decíamos antes, con la igualdad de oportunidades. Aquellos muchachos, para que España no fuera, efectivamente, “madrastra de sus hijos verdaderos”, tenían que haber tenido otras posibilidades y por eso es tan importante lo económico en un país. Yo no creo que la economía sea lo más importante (hay que ver qué obsesión hay ahora con ella), pero qué duda cabe de que tú no puedes enseñar a muchachos a gozar, por ejemplo, la música de Mozart o una página del autor que quieras si tienen hambre, si tienen miseria, si se crean en un espacio social deprimente, con angustias.
Recuerdo que leí una vez una especie de broma que se le hizo a Lula cuando ganó las elecciones en Brasil, en un periódico, no recuerdo cuál ni recuerdo quién, que dijo “tanto ganar las elecciones para decir que su ilusión es que los brasileños coman tres veces al día”. Me parece fantástico que puedan comer, porque si no, no hay cultura. Pero no podemos quedarnos solo ahí, porque quedaríamos reducidos a la más grande de las animalidades, al hombre que necesita solo su propio cuerpo para vivir. Nadie puede respirar con mis propios pulmones, pero ese es un estadio que hemos superado y esa superación se llama cultura, e implica que todos tenemos derecho a esa cultura, aunque cada uno la elabore a su manera.
Cómo es el buen maestro
“El maestro es imprescindible en la docencia universitaria. Un maestro no es aquel que explica, con mayor o menos claridad, conceptos estereotipados que siempre se podrán conocer mejor en un buen manual, sino aquel que transmite en la disciplina que profesa algo de sí mismo, de su personalidad intelectual, de su concepción del mundo y de la ciencia. Ser maestro quiere decir abrir caminos, señalar rutas que el estudiante ha de caminar ya solo con su trabajo personal, animar proyectos, evitar pasos inútiles y, sobre todo, contagiar entusiasmo intelectual. Este elemento estimulador, sugeridor, orientador, es la pieza esencial del mecanismo universitario”. Sobre la educación, EDIT. Taurus
Cambiando un poco de tercio, ¿nos puede enseñar la filosofía a ser felices? ¿Nos puede ayudar a vivir mejor? Lo digo por El elogio de la infelicidad. O se lo planteo de otra manera: ¿qué nos pueden enseñar los filósofos griegos para nuestra vida cotidiana?
Yo me doy cuenta, efectivamente, de que no vivimos ni vestimos como los griegos, pero, a pesar de todo, seguimos leyéndolos. ¿Qué quiere decir eso? Que todavía podemos dialogar con sus palabras, lo cual significa que estas no han envejecido, aunque ya no llevemos clámides ni coturnos. Ellos descubrieron una serie de palabras que constituyen lo que, con más o menos razón, llamamos cultura occidental. Y una de las palabras centrales de esa cultura griega era la palabra felicidad, eudaimonía, que significa algo así como tener un “buen diosecillo” o alguien supremo que te ha mirado con benevolencia y ha conseguido que tengas más ánforas que otro, y más vestidos y esclavos. Es decir, ser feliz era tener. Esto es, si tenías más bienes materiales, parece que eso te ayudaba a vivir. Pero hay un momento en la cultura griega (un momento genial) en que ya no se trataba de tener, sino de ser. Algo más sutil, más delicado, más interior, más personal. Y ese cambio significó un giro decisivo en la idea de libertad y de felicidad. Eras feliz si no te avergonzabas de ti mismo, si te sentías digno de ti mismo. Y eso tiene que seguir manteniéndose. Yo creo que la codicia es una de las muchas enfermedades que padece el hombre lobo, el hombre que cree que la vida es una lucha. ¡Naturalmente que es una lucha y una tensión! Pero siempre he defendido (y creo no equivocarme, aunque si alguien me demuestra lo contrario, lo aceptaría) que es más importante en la vida humana el afecto, el espacio amoroso, el espacio de la filia y de la cordialidad que el de la violencia y el odio. El odio no crea más que odio y, además, produce la muerte, no sólo individual o mental, sino la muerte de la sociedad en la que el odio sea el elemento enhebrador. Además, la frase de “el hombre es un lobo para el hombre” es una frase que luego se ha utilizado en la filosofía inglesa, pero que viene del teatro grecorromano y que tiene unos contextos mucho más inocentes que esos.
“La codicia es una de las enfermedades que padece el hombre lobo, el hombre que cree que la vida es una lucha”
Hablando de la felicidad, me ha venido un recuerdo muy vívido que usted ha comentado alguna que otra vez: el olor a carne quemada de la Guerra Civil cuando era usted un niño pequeño y cómo le fastidia la trivialización de la violencia que se produce en los medios de comunicación.
Era un día que mi padre me trajo a Madrid, y cuando estábamos en la Gran Vía, hubo una alarma de un ataque aéreo y nos metimos en un portal, pero hubo gente a la que no le dio tiempo a refugiarse; creo que fue la primera vez en mi vida que vi cuerpos destrozados. Me di cuenta entonces de lo que era la muerte de la violencia, y desde entonces soy pacifista. Descubrí que la sangre y la pólvora huelen; la imagen la tengo clarísima. Por eso me desagrada mucho la trivialización de la violencia. Me gustan las películas de gánsters y decowboys, pero no puedo ver esas películas que se recrean con la sangre, la violencia y el desgarro físico: me salgo o, mejor dicho, no voy. Esas películas trivializan la muerte y hacen que parezca que eso es una cosa tan natural como comerse un plato de espaguetis.
“Me desagrada mucho la trivialización de la violencia”
También aborrece usted los videojuegos violentos.
Sí. En una ocasión viajaba yo en el AVE y venían dos matrimonios con niños que jugaban con esas maquinitas y a mí me interesó mucho el fenómeno, porque los videojuegos forman parte de nuestra cultura. Los muchachos aquellos estuvieron durante dos horas matando marcianitos y, al llegar el tren a Atocha, me di cuenta de que aquellos niños no tenían una cara humana, de la tensión de todas las horas que pasaron allí tecleando y matando marcianitos (o jupiterinos, o lo que fuera). Y eso a mí me parece que es un aprendizaje, pues con esas teclitas se puede producir lo mismo que yo vi en el año treinta y siete.
La memoria de la Guerra Civil y la de los maestros de la república, ¿crees usted que está suficientemente presente?
Si no lo estuviera, sería una desgracia. Esa tesis repetida políticamente de que se abren heridas me parece falsa, un engaño. Yo lo que quiero es saber qué ha pasado en mi país, conocer su historia, y eso no es abrir heridas. Al contrario: es tomar conciencia de las cosas positivas, de las cosas negativas y de los caminos por los que (creo yo) no hay que seguir adelante en ese olvido. El alzhéimer colectivo es todavía mucho peor que el alzhéimer individual, y un país sometido a la falsificación de lo colectivo es un país condenado. En mi opinión, no hay futuro en un país si no ponemos el pasado por delante, para aprender de él.
“El alzhéimer colectivo es todavía mucho peor que el alzhéimer individual”
En Los libros y la libertad he leído el análisis casi ontológico que hace usted de estos nuevos libros, los ebooks, y la volatilización o diferencia entre el libro tradicional y el ciberlibro.
Naturalmente que tener estos libros puede facilitar la lectura, qué duda cabe. Tú puedes meter en esta especie de cuartilla luminosa quinientos libros y eso me parece un prodigio tecnológico. Pero yo me imagino la biblioteca de mi casa (o esta de aquí) y que en lugar de todo esto que está aquí, hubiera 15 o 20 cuadraditos de estos en donde estuvieran metidos todos esos libros. Sería otra cosa. El tacto, el objeto libro es también un objeto de la cultura. Y naturalmente que el leer se puede hacer en estos nuevos libros, y a lo mejor se hace con más claridad, porque si tienes una letra pequeña la puedes agrandar, y qué duda cabe que eso tiene que ver con la democratización de la lectura, y eso es importante. Pero el mundo del libro es otra cosa, y yo lo he dicho, yo me siento en mi casa, son mis compañeros y los miro y sé hasta dónde los compré y sé por qué los compré.
Usted ha dicho muchas veces que “los libros nos leen”.
Es que a mí se me quejan algunos libros de que ya no los leo. Nietzsche se me queja: “Hace mucho que no coges El origen de la tragedia; a ver si me lees, que ya se te está olvidando”. O me dice Aristóteles: “Hace mucho que no trabajas en los libros de la Historia natural”. Eso es una especie de metáfora que yo me digo a mí mismo para indicar hasta qué punto yo dialogo con esos objetos, con esas realidades que no son valiosas, porque a mí nunca me ha interesado comprar primeras ediciones de Kant o de El Quijote; mis libros son los libros de mi trabajo y de mis intereses.
¿Puede ser la televisión pública un elemento de cultura en España? Lo digo porque usted formó parte de ese famoso comité de sabios que analizó la cuestión.
Hay que luchar para que lo sea. Lo voy a decir de manera un poco fuerte, pero una de las estupideces que tuve que soportar cuando asumí mi deber ciudadano cuando me ofrecieron ese cargo, porque sé muy bien para qué sirve la televisión, es que me criticaron porque decían: ¿cómo va a ser el presidente de ese comité de sabios un hombre que no tiene televisión? Pero he tenido televisión y he visto televisión en inglés, francés y alemán. Con ver un programa de televisión basta para ver lo que da de sí o lo que da de no el medio. Toda la comisión no quisimos cobrar del erario público español ni un céntimo. Entregamos diez meses de nuestra vida a ese trabajo y yo no podía hacer otra cosa. Tenía una mesa en mi casa donde estaban todos los informes y los libros sobre la televisión, y al acabar me di cuenta de que de lo que de verdad sabía no era de filosofía ni de historia, sino de televisión. Por eso, esa trivialidad de que “no tiene televisión” me parecía, aparte de estúpida, agresiva e injusta, cuando con todas nuestras limitaciones, nos habíamos entregado todos a esa tarea. Yo, al menos, no pude hacer otra cosa más que estudiar de eso de lo que soy un experto (aunque, por suerte, ya lo voy olvidando). Creo, efectivamente, que la televisión es un medio esencial en la cultura de nuestro tiempo, forma parte de todo ese mundo tecnológico que nos cerca, nos rodea, nos ciñe y nos aprisiona, pero que es nuestro mundo.
¿Es la televisión la caverna de Platón?
Yo creo que él intuyó lo que eran el cine y la televisión.
Usted ha dicho “todos sabemos lo que es en realidad la televisión” y para qué sirve.
La televisión sirve para ilustrar, o para manipular, o para engañar, o para tergiversar, o para mentir, pero también para crear. Una televisión un poco ilustrada es un elemento de educación esencial en nuestro tiempo. Por eso hay que mimarla y cuidarla. Lo que pasa es que también tenemos que cuidar la naturaleza. Vivimos en un mundo tecnológico, pero imagínate lo que sería que dijéramos “mañana no va a haber aire” o “mañana no va a haber agua”. Somos seres de la naturaleza y por dentro de ese maravilloso mundo tecnológico que hay que asumir, orientar y saber usar está lo que realmente es nuestro cuerpo, los latidos concretos, materiales y exactos de nuestro corazón.
Podría pasarme horas escuchando “al mago de Salteras”, pero él tiene que comer y yo que acostarme pronto (si quiero curarme esta gripe que me está matando). Me habría gustado tenerle como maestro cuando yo era un zangolotino descarriado y haber podido así disfrutar durante horas de su hipnótica conversación. Quizás entonces habría sido capaz de apropiarme un poco de su sabiduría.
¡Estúpidos exámenes!
“Es quizá en la transmisión de conocimientos en donde radica la mala organización de nuestros sistema educativo. […] Nuestros bachilleres, […] agobiados de exámenes, asfixiados de libros de texto que tienen que aprender, y que, por supuesto, acaban haciéndoles rechazar aquello que aprenden, sin apenas tener con el saber un contacto relajado y estimulador, memorizando de los idiomas modernos esquemas gramaticales que solo les sirven para mal traducir, acaban siendo víctimas de una inicua profanación intelectual. […] Es una idea distinta de enseñanza la que domina en los países europeos. Los alumnos utilizan el texto únicamente como consulta, como instrumento de trabajo, no como fichero de noticias, la mayoría de ellas inútiles y que, como ocurre en nuestro país, son objeto exclusivo de aprendizaje. El aspecto creativo, crítico, se cultiva fundamentalmente sobre la base de trabajos personales, de lecturas continuadas, de comentarios, en los que se deja crecer y esponjar la capacidad de cada alumno. Los exámenes apenas tienen importancia, porque el profesor, a lo largo del curso, ha ido reuniendo suficientes datos objetivos, y por supuesto no se cultiva esa liturgia del examen obsesivo que, en determinados meses del año, aflora como una enfermedad crónica y mortal de nuestra pedagogía. […] En un país donde es la asignatura la que marca la cota más alta del deber académico, ¿qué importa quién da la clase? Lo decisivo es que el plan de estudios se cumpla, que el grupo quede atendido y que, a su tiempo, tengan lugar los exámenes. Una Universidad que examina parece que es una Universidad que funciona, aunque el examen no sirva más que para consagrar la superficialidad, y el engaño, sobre la base de conocimientos muertos y de saberes sin sustancia.” Sobre la educación, edit. Taurus
Fuente: https://blogs.herdereditorial.com/filco/emilio-lledo-capacidad-pensar/