Por: Saray Marqués
La lógica explicación-deberes-examen-nota está, poco a poco, dejando de ser la única. Cada vez más centros recurren a herramientas múltiples para lograr una evaluación que supere la mera calificación.
Hace unas semanas, Toni Solano, director del IES Bovalar de Castellón, daba a conocer en Twitter cómo ha sido su primer trimestre sin exámenes a la vieja usanza. Profesor de lengua y literatura castellana, matiza que ha sido posible gracias a que, por su cargo, imparte clase solo a tres grupos en un centro, además, volcado en hacer desdobles en 1º y 2º de la ESO, lo que supone una ratio de unos 20 alumnos por grupo.
Entiende que no siempre es fácil en un contexto en que “todos los miembros de la comunidad educativa han confundido calificación con evaluación, han asimilado la evaluación con una cifra que aparece en el boletín al final del trimestre”. “Creo que los docentes evaluamos bien por lo general y creo que nos resultaría más fácil hacer informes cualitativos que poner una nota numérica, pero para ello no debería haber 30 alumnos por clase y seis o siete grupos por docente. Una evaluación diversa requiere tiempo y esfuerzo, y es imposible para 150 o 200 alumnos por trimestre”, insiste.
Su idea partió de una experiencia que había desarrollado años atrás con el PCPI, con trabajo por proyectos y un portafolio para recopilar los resultados que hizo innecesarios los exámenes. Este trimestre la ha trasladado a los dos primeros cursos de ESO. Los alumnos han trabajado en tareas con objetivos concretos (lectura de un libro en el aula, redacción de una noticia a partir de unos elementos dados, identificación básica de clases de palabras, elaborar un final alternativo para un libro…) y la evaluación se ha realizado a partir de la libreta de clase y de los trabajos realizados en el aula. Los instrumentos empleados han sido una rúbrica de autoevaluación y un informe cualitativo en que Solano ha señalado los puntos débiles y fuertes de cada uno. El profesor no descarta introducir a lo largo del curso rúbricas de coevaluación o, incluso, algún examen para comprobar la sintonía con el currículo oficial. “La intención no es demonizar el examen sino comprobar que se puede realizar una evaluación válida y eficaz más allá de las pruebas escritas tradicionales”, apunta.
El examen como lastre
Estas, reconoce, se habían convertido en un lastre para sus tareas de clase: “La evaluación mediante un control nos obligaba a parar, a diseñar una especie de corte artificial en el desarrollo del currículo. Las competencias requieren mucho tiempo para ser desarrolladas y los exámenes obligan a impartir contenidos de manera apresurada”. Ahora siente que dispone de más tiempo en el aula para trabajar esas destrezas y que no está desviando la atención del alumnado de lo importante, esto es, las competencias. No cree que con ello esté bajando ningún listón, que sus clases sean “para entretener” o que estos alumnos vayan a tener problemas para superar ningún examen: “Lo que trabajamos en el aula son competencias clave que les permiten aprender lo esencial y les dan recursos para enfrentarse a lo nuevo”, insiste.
En su caso, asegura que esta línea, en un centro “sin deberes” que fomenta el trabajo por proyectos, no responde al afán de novedad, sino a la búsqueda de respuestas desde hace una década al fracaso y abandono escolar. Una de ellas son las rúbricas, tablas que evalúan el grado de consecución de una determinada destreza: “No es la panacea de la evaluación, es un instrumento más, y no es necesario hacer rúbricas de todo. Son especialmente útiles para evaluar procesos y para coevaluaciones y autoevaluaciones”, analiza Solano.
En la Escola Sadako de Barcelona hace tiempo que empezaron a reformular su sistema de evaluación dentro de un trabajo colectivo y compartido por todo el equipo docente. La querían convertir en un elemento más al servicio del aprendizaje, hacer al alumno protagonista de un proceso con permanente autoevaluación y coevaluación. Hoy, señala su director, Jordi Musons i Mas, ha dejado de ser “una foto finish de la capacidad de memorización del alumnado” para convertirse en “un instrumento que les permite reconocer sus puntos fuertes y sus debilidades e implicarse para mejorar”. Al tiempo, sienten que no están solos, que cada vez hay más centros que no les miran raro cuando hablan de su nueva cultura evaluativa e “incluso la propia administración catalana es francamente cómplice de este viraje hacia una evaluación competencial y formativa”.
Habla Musons de ganancia no sólo en términos de implicación sino también de inclusión. La evaluación no reposa en las competencias académicas tradicionales sino que se fija también en otras, indispensables a su juicio en un aprendizaje significativo y actual. Son el liderazgo, la empatía, la creatividad, el pensamiento crítico o el trabajo en equipo. Y reconoce que no ha sido fácil esta adaptación a nuevos formatos y propósitos y objetivos educativos, sobreponerse a la herencia educativa recibida. “En nuestros inicios a menudo se producía una asincronía entre nuevos formatos de evaluación y antiguos objetivos de aprendizaje”, relata. Pronto repararon en que una nueva evaluación no tenía sentido si no se fundamentaba en nuevos propósitos educativos. Y el alumnado descubrió también su nuevo rol: “En la autoevaluación su tendencia inicial era sobrevalorarse porque todavía el valor de la evaluación se centraba en la nota, no en la toma de conciencia del progreso individual en el proceso de enseñanza y aprendizaje. Es lo que les habíamos enseñado”.
Hoy, a cualquiera que se le pregunte en la escuela, sabría qué son las rúbricas, que Musons define como “herramientas simples que permiten sintetizar, de forma visual, qué es un proceso de aprendizaje de calidad, de manera que el alumnado conoce de antemano los criterios con los que será evaluado”. Para él sus virtudes son la objetividad que añaden al proceso evaluador y la posibilidad que introducen de contrastar perspectivas de alumnos y docentes acerca del proceso de trabajo y evaluación.
La sombra de la selectividad
No han llegado al punto de desterrar el examen, pero ya no lo consideran el único instrumento de evaluación: “¿Qué pasaría si los alumnos de 2º de bachillerato hicieran el examen de selectividad un año después? ¿Aprobarían? ¿Qué porcentaje recordamos de lo que sólo memorizamos? Y si, supuestamente, hacer exámenes es una herramienta adecuada para evaluar el conocimiento, ¿por qué se dedica tan poco tiempo en la escuela a aprender técnicas de memorización o desarrollar mecánicas de preparación de exámenes?”, se pregunta Musons. Sus alumnos salen capacitados para preparar una prueba y memorizar o para sintetizar, hacer un mapa visual o expresarse correctamente, pero el énfasis está en “la utilización de los instrumentos disponibles para mejorar esas capacidades, no sólo en el resultado obtenido”.
Para Musons, sin embargo, una transformación a gran escala de la evaluación -“una dinámica tremendamente consolidada dentro de la educación”- todavía suena remota. En parte, “por la sombra de la selectividad, la prueba referente de todo el sistema, y que de alguna manera sostiene todo un argumentario basado en el examen y la memorización que condiciona el formato de evaluación del sistema educativo”.
Cuando Rafa Pericacho, jefe de estudios adjunto del IES Rosa Chacel de Colmenar Viejo (Madrid), llegó al centro en el curso 2014-2015 sentía que las rúbricas eran tema frecuente de conversación, que pertenecían a la “cultura del centro”. No era culpa sólo de los profesores del Bachillerato Internacional, que trabajaban con ellas, sino que había docentes como David Rosa o Begoña Lemonche empleando diferentes métodos de evaluación–autoevaluación, cuadernillos de seguimiento, rúbricas, etc.-.
El curso siguiente, Pericacho las empieza a utilizar. “El principio del camino comienza por la acción de un grupo de profesores pero, poco a poco, el método se extiende y dado que el trabajo por proyectos comienza a ser una prioridad las rúbricas comienzan a tener más peso”, explica.
En este proceso, todos, alumnos y profesores, están aprendiendo a usar las rúbricas correctamente y, en el caso de los docentes, también a generarlas. “Va mejorando la fluidez a la hora de incorporarlas a su rutina y de aplicarlas a sus clases”, prosigue Pericacho, que apunta que hoy “la mayoría de institutos hablan ya cotidianamente de rúbricas y su uso en el aula” y que pronostica que, si bien hoy combinan diversas formas de evaluación, exámenes incluidos, “se podría ir hacia la eliminación de los exámenes si dejamos de pensar en números y comenzamos a pensar en descripciones de habilidades”. Para ello deben cambiar dos percepciones. Una, la del aprendizaje: “No ha de ser tan enciclopédico sino ir más orientado hacia capacidades y gestión de recursos y uso de herramientas”. Otra, la del tiempo: mientras se sigan queriendo resultados inmediatos el único medio seguirá siendo la evaluación tradicional.
También en infantil
Del instituto, donde los alumnos acaban acostumbrándose a arañar decimales en sus notas finales, a la escuela infantil, donde las familias comienzan a familiarizarse con el “Iniciado/ En proceso/ Conseguido”. Sobre todo con el “En proceso”, reconoce Marisa Carrera, directora de la escuela infantil Los Arcos, también en Colmenar Viejo: “Existe la tendencia a quedarse en el medio. Ante la duda, es más cómodo”. En esta escuela, de 0-3, están experimentando este curso con rúbricas y dianas. Así se decidió en el último claustro, por unanimidad. En el proceso, cuentan con el respaldo del pedagogo y miembro del proyecto Atlántida, Florencio Luengo, y con el de la inspección de zona: “Nos han informado, formado, y nos han hecho sentir arropadas. Creemos que esta ayuda externa es muy importante, que no basta con cursos de formación. En nuestro caso, tenemos muchísimas horas de atención al niño y muy pocas de conjunto, necesitamos ese tiempo de reflexión, de trabajo con un profesional especializado que revise”.
En este trimestre cada semana el equipo de orientación ha ido revisando los indicadores que se han sugerido desde fuera, viendo si son reales y ajustados. Han llegado a 20 y aspiran a que sean 50 a final de curso. Además, al “Iniciado/ En proceso/ Conseguido” han añadido un rango más, y en ocasiones un quinto. Por ejemplo, al hablar de autonomía, un rango inicial sería ponerse el gorro y la bufanda. El siguiente, ponerse el pantalón, el siguiente, ponerse prendas de todo tipo, y el último, no sólo quitarse y ponerse todo tipo de prendas sino saber distinguir tonos o si son de verano o invierno. “Ahora tenemos unos indicadores mucho más secuenciados que nos ayudan a observar, a hacer el salto. Las maestras, con las rúbricas, y las familias, con las dianas, que les permiten observar a su hijo y motivarle: ‘Ya sabes ponerte el pantalón, ¿qué nos queda?’”.
“Gracias a esto podremos hacer unos informes por escrito mucho más precisos y detallados del desarrollo de aprendizaje, pensando en las familias pero también en los colegios”, señala Carrera. Desde la escuela procuran reunirse con la tutora del colegio del año siguiente y contarle cómo está el niño, cómo ha evolucionado y, sin duda, estos indicadores ofrecen una información mucho más rica que la habitual.
Visibilizar el proceso de aprendizaje
Florencio Luengo reconoce la ilusión que está caracterizando esta experiencia piloto. Férreo defensor de las rúbricas, considera que permiten que alumnos, familias y docentes “visibilicen el proyecto de aprendizaje”. “La rúbrica es para que el profesor observe. Pone la cruz donde está el alumno y se pretende que vaya avanzando al rango siguiente. En consecuencia, las actividades serán diferentes para cada uno según el rango en el que esté”. El alumno, por su parte, ahora sí sabe por qué tiene un 4 o un 7. Y él mismo se sitúa en la diana en el punto en que se encuentra.
Para él, este cambio será más difícil en las etapas más duras, “pero incluso en la universidad se empieza a evaluar por rúbricas, que no entran en contradicción con el examen escrito y se conjugan con este según la ocasión, pero también con las dianas, la coevaluación… técnicas que se fijan en todo el proceso de aprendizaje, no sólo en el producto”.
“¿Que si el cambio debe empezar por la evaluación? También puede hacerlo por las tareas o por la metodología, pero si empezamos a trabajar por rúbricas veremos, por ejemplo, cómo los alumnos aprenden más si trabajan y se ayudan entre ellos, con lo que tocando la evaluación has de tocar la metodología e, incluso, las tareas”, reflexiona Luengo.
Subdirector de la Fundación Trilema, Martín Varela asevera que, más importante que las herramientas que se introduzcan es “el cambio de cultura y mirada sobre la evaluación”. Por ello, valora las rúbricas “porque expresan diferentes criterios y grados de adquisición de los aprendizajes y los alumnos pueden reconocer previamente qué se espera de ellos y cómo mejorar en diferentes aspectos”, pero también los portafolios de aprendizaje o los diarios reflexivos sobre qué les permite aprender mejor o cómo afrontar los errores y necesidades. Todas ellas son interesantes “porque ayudan a poner la pelota también en el tejado del alumno para que pueda gestionar su aprendizaje” en un cambio de paradigma en que el docente ha de acompañar.
“Cada vez hay más ejemplos que pueden compartirse, ya no necesitamos emplear tanto tiempo en construirlas pero quizá sigue costando dar el salto a la hora de trasladar esto a un sistema de calificación que al final exige un número”, prosigue Varela. “Al final, el examen y la nota dan mucha seguridad”, reconoce, “pero muchos aprendizajes competenciales no pueden evaluarse por pruebas tradicionales”.
Formativa y ética
Neus Sanmartí, autora, entre otros, de 10 ideas clave: Evaluar para aprender (Graó), comienza acotando: “Evaluar comporta recoger datos, analizarlos y tomar decisiones -calificar resultados de aprendizaje y compartirlos con las familias-. Por tanto, cambiar la evaluación comporta cambiar los datos que se recogen y cómo, cambiar cómo se analizan y qué se hace con este análisis -la toma de decisiones- en función de si la evaluación es para superar dificultades que se detectan (formativa) o para calificar resultados (sumativa, calificadora o acreditativa)”.
Para ella, existe consenso en la actualidad en que la finalidad de la escuela con relación al aprendizaje es “el desarrollo de competencias entendidas como la capacidad de actuar -no de recordar- en situaciones complejas -que no se pueden evaluar a partir de preguntas simples- e imprevisibles -no repetitivas- en función de conocimientos -importantes-, estrategias para gestionar la información o las emociones, habilidades, valores o experiencia, con todos estos saberes interrelacionados”.
Una prueba escrita -para recoger datos- tradicional -que pide recordar o aplicar mecánicamente algoritmos o fórmulas- fundamentada en una memoria mecánica y de corto plazo no nos informa sobre estas competencias. (“Sí se pueden plantear pruebas escritas en las que se pida al estudiante cómo actuaría y en qué fundamente su actuación -PISA es una prueba escrita que evalúa competencias-. Es la diferencia entre preguntar los nombres de las partes de una flor -cuando en Harvard ya se deja el móvil para hacer los exámenes- o pedir cómo explicaríamos a un amigo por qué no nos hemos de llevar las flores de un bosque”, aclara).
En cuanto a las rúbricas, permiten analizar datos recogidos a partir de actividades complejas, con grados de competencias: no competente, básico, intermedio, experto y los que se quieran añadir -PISA matiza más incorporando otros dos-. Frente al examen tradicional, que tasa las preguntas simples con 1, 0,5 o 5 puntos y, de la suma de estas determina si el alumno ha aprobado (si llega al 5, esto es, si ha dado una respuesta correcta a la mitad de las preguntas), la rúbrica -“si está bien planteada, que no es el caso de la mayoría de las que se utilizan”- nos dirá si es competente.
Su historia es reciente, explica Sanmartí: “Es un instrumento que nació a finales del siglo pasado para dar respuesta a un problema -analizar situaciones complejas-”. “No sirve para analizar lo que se miraba anteriormente en un examen convencional y no se pueden establecer correlaciones entre las notas de antes. Las graduaciones de la rúbrica se podrían transformar en valores numéricos, pero lo importante es que a partir de ella se analizan y valoran aprendizajes distintos. Si es para valorar lo mismo, no vale la pena utilizarla”, concluye Sanmartí, que considera que la autoevaluación es la intervención educativa más eficaz para aprender y que entiende, asimismo, que haciendo un examen se puede aprender -aprenden sobre todo los que obtienen buenos resultados- y que escribir es una forma necesaria de interiorizar el conocimiento, aunque hay otros instrumentos que favorecen la escritura y recordar, como el portafolio o el diario de clase.
“Nos cuesta mucho imaginar otra evaluación. Son siglos de hacer lo mismo y todos -profesores, familiares, la sociedad en general- han mamado las prácticas convencionales, las tienen interiorizadas, rutinizadas”, reflexiona Sanmartí, “Si metodologías como el trabajo por proyectos tienen más de 100 años y aún no se han generalizado, los cambios en la evaluación se han empezado a plantear sólo hace unos 30 años”. Unos cambios que, para ella, requieren que toda la comunidad educativa apueste por ellos: “No puede ser la manía o el estilo de un profesor o de una parte”.
Miguel Ángel Santos Guerra acaba de publicar Evaluar con el corazón (Homo Sapiens). Para él, “unos instrumentos de evaluación pobres dan lugar a un proceso de enseñanza pobre”: “En un aula puede haber tareas de memorizar, aprender algoritmos, comprender, opinar, crear… Las más pobres son las primeras, aunque todas son necesarias. La mayoría de las pruebas se centran en ellas, lo que da lugar a un proceso de enseñanza y aprendizaje pobre”.
De las funciones de la evaluación también invita a quedarse con las pedagógicamente más ricas. “Evaluar sirve para clasificar, seleccionar, medir, aprender, dialogar, mejorar, motivar… Las más deseables no coinciden con las más presentes en el sistema. El cómo evaluamos importa, pero aún más el para qué”.
Al tiempo, invita a reflexionar sobre el proceso de atribución: “Cuando no se adquieren los logros, no se aprende, no se tienen las competencias, ¿quién es el responsable?”. Para el experto, la evaluación de los alumnos constituye un proceso de aprendizaje para los profesores, también en este punto. Relata cómo pidió poder presenciar una sesión de evaluación en un instituto para analizar un componente de la evaluación, sin desvelar cuál. Este era la atribución, las explicaciones de los profesores acerca del fracaso: “Todas resultaron exculpatorias -‘No tiene materia gris’, ‘No estudia’, ‘Viene con un nivel muy bajo’- con lo que estaban condenados a no mover nada. Ni una sola interrogación sobre el currículum, la metodología, la evaluación, la coordinación entre profesores, su actitud hacia la enseñanza.
De esa sesión no hubo ni un solo resultado para la mejora. Todo fueron recomendaciones hacia los demás -familia, alumnos, colegas de niveles anteriores-. La educación debe educar al que la hace y al que la recibe. Y los profesores deben preguntarse si la evaluación que están haciendo es educativa. Si mejora al alumno o le aturde, asusta, tortura o desanima. Porque la evaluación no es solo un fenómeno técnico, sino ético”.
Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2018/12/21/otra-forma-de-evaluar-mas-alla-del-examen-y-la-nota-es-posible/