Por: Juan Carlos Miranda Arroyo*
La docencia toma su propia sazón cuando se toma conciencia de ella.
Los y las personas que han trabajado para la educación, con niñas, niños, jóvenes o adultos, saben de qué hablo cuando me refiero al sabor de la docencia. Saben que la docencia se saborea como a un dulce, pero también, en ocasiones, se toma como un trago amargo. Reconocen que sabe a frescura, pero también a caducidad. Hasta llegar a la siguiente conclusión: Docente que no se actualiza, pierde vigencia.
El sabor de la docencia se siente, se degusta, durante la preparación de un curso, un taller o una charla. El sabor de esta añeja práctica se da en la interacción grupal innovadora, o con un profundo de debate que significa, siempre, intercambio de argumentos. A la docencia se le disfruta con agradable sabor mediante la conversación; en las preguntas y en las respuestas provocadoras.
Pienso que sólo se puede pulsar y degustar de la docencia cuando las y los estudiantes son un reto, una exigencia, un “estiramiento” o un desafío máximo. El sabor de la docencia, por lo tanto, se percibe cuando los contenidos no dan para más y es necesario revisarlos, cuestionarlos, reinterpretarlos, sacarles el jugo y exprimir hasta la última gota de conocimientos, de saberes o cambios de esquemas.
La docencia toma su propia sazón cuando se toma conciencia de ella. Cuando la viertes en el aula, en el pasillo, en la biblioteca o en la sala de exámenes profesionales. Más que una profesión en lo formal, la docencia es una vocación, un estilo de vida y una pasión. Es un oficio, un arte, una actitud ante la vida. Ciertamente se echa mano de las “técnicas”, del “saber cómo”, de los procedimientos y de las reglas escritas y no escritas, del paso a paso; pero la docencia termina rendida ante la intuición, la improvisación contextualizada, la atención y la concentración.
El sabor de la docencia se siente y se desarrolla a través del saber de la escucha, de la conversación pautada, de la comprensión del otro o la otra; de la mirada colegial, es decir, entre colegas; de saberse interlocutor de necesidades de conocimientos, no verdades absolutas, pero también de necesidades emocionales o visiones existenciales.
El sabor de la docencia se adquiere poco a poco y en pedacitos, con la lectura, con los apuntes. Es alimento que no se sirve en platos grandes, sino en platos y tazas de café. Así el aroma de la docencia es la inspiración y el buen decir. Los sabores de la docencia pasan por la palabra, por el texto, por la ruptura de rutinas, por reflexiones críticas. Porque la docencia es metáfora y ejemplo; sutilezas y profundidades; crítica y autocrítica; sinónimos, antónimos y analogías. Superficialidades y nostalgias.
La docencia es razón y sin razón al mismo tiempo. Es evolución individual y colectiva. Es signo de los tiempos de cambio, pero también de estancamiento. Es búsqueda, es diálogo y equilibrado juicio. Es creatividad, ruptura de creencias y campo de múltiples manías (como en el pase de lista).
La docencia exige observación crítica, libertad de pensamiento, descripción detallada, análisis de modelos y paradigmas sobre la realidad, sobre el yo, sobre el porqué del yo y sobre la relación del yo con los otros.
La práctica de la docencia, luego de más de 30 años de ejercerla y saborearla, es generación de actos humanos para compartir, intercambiar, sugerir experiencias, abrir saberes, fomentar inquietudes, despertar retos, inspirar curiosidades y reconocer incertidumbres. Provocar desafíos, formular preguntas, aventurar hipótesis, animar innovaciones, realizar observaciones incómodas, así como lanzar críticas, con información y argumentos. Es creer y no creer. La docencia es, por definición, la vocación (más que profesión) de las interrogantes y los cuestionamientos.
El hacer y pensar sobre el sabor de la docencia, significa ser humilde y predicar con el ejemplo. Es resaltar y ejercer el compañerismo, la fraternidad. Es construcción de comunidad, que a la vez es construcción de escuela, no en lo físico, no en lo material, sino en lo humano. Al dar sabor a la docencia se construye democracia.
Es imaginar, planificar y poner en acción; caminar a un lado de las y los estudiantes. Usar camisas arremangadas, ponerse el overol, los pantalones vaqueros o la bata. Es formar la personalidad; constituir y reconstruir al ser humano. Por eso digo que lo educativo va más allá de los aprendizajes.
La docencia es aceptar las reglas del juego y sugerir cambios. Es práctica antiautoritaria, sin caer en el extremo del desorden y el caos. Es reconocer la derrota en el juego limpio. También, implica acción para contradecir y proponer; es acto de disidencia y de congruencia. Revolucionar las conciencias y dialogar con las utopías. Es rebeldía responsable y búsqueda de certezas. Es leer en voz alta y actuar junto con los personajes. Es escribir todos los días y a todas horas.
La docencia es intensa o no lo es. Es vivir con poemas, cuentos, relatos cortos y novelas; es acercamiento al objeto de estudio; es poner especias e ingredientes a la historia; es actuar una película con improvisaciones y guiones nunca escritos. Escuchar una canción y entonar melodías; bailar, aunque sea sin ritmo. Es tomar el gis para trazar un círculo y preguntar ¿qué es Pi? Es participar y formar parte de la sociedad de los y las poetas no existentes, trascendentes, eternos. Es luchar por la cultura, la sensibilidad humana, el sentido crítico y contra las injusticias. Hablar y hacer demostraciones o desafíos de ciencia. Es enseñar a preguntar, y ponerse las pilas para estar temprano al día siguiente. Es la subjetividad andante, que sabe identificar a su opuesta, la “objetividad”, que se convierte, a veces, en camisa de fuerza. Y en medio de todo, es evaluar, es valorar, es ponderar.
La docencia va de la mano con el derecho a cuestionar, a moderar, a opinar, a reflexionar, a disentir, a defender y enseñar a defender los propios derechos (laborales o no), y a construir consensos. Para ser docente se precisa saber, pero también reconocer que no se sabe todo. Es ejercer un saber flexible, no arbitrario: Saber participar, saber explicar, saber interpretar son requisitos necesarios para realizar el trabajo en el aula. Ser perseverante y no perder la paciencia… construir, junto con las y los estudiantes, identidades, solidaridades, oportunidades, preocupaciones sociales, empatías y fraternidades. Es valorar el respeto hacia los demás y a sí mismo; valorar la voluntad, la diversidad, la inclusión, el cuidado del medio ambiente y de uno mismo. El sabor de la docencia está en reivindicar la equidad y el reconocimiento del otro; ponderar las diferencias. Y luchar contra las desigualdades. Preservar tradiciones sin dejar de poner la mirada en la innovación.
La vocación de la docencia implica no creer a la primera. Es imaginar, aceptar el error, ser necio o necia con las ideas, pero respetuoso con las personas. Conducirse con naturalidad, respeto, tolerancia. Tener actitud de convergencia y de divergencia cuando ella es necesaria. Estar en permanente búsqueda creativa; tener sentido de oportunidad. Significa ser receptivo, práctico, analítico y propositivo.
El sabor de la docencia se adereza, de la mano con la utopía, con buen humor y sentido de alegría. Se sazona con optimismo y estado de ánimo positivo. Con sentido esperanzador.
Sin receta ni manual gastronómico, he aprendido que a la docencia se le debe administrar a raciones pequeñas, con paciencia, para degustarla y generar placeres de comunicación y entendimiento humanos. Mis maestros y maestras me enseñaron que, para ser docente, hay que resignificar, reinterpretar los saberes e indagar; hay que escarbar en las rupturas teóricas o prácticas más que en las concepciones o explicaciones “estables o lineales”.
El sabor de la docencia se siente con la “probadita”, antes de servir la mesa.
Al final de cuentas, el sabor de la docencia es el sabor de la vida.
*Notas a propósito de los 30 años de docencia en la Universidad Pedagógica Nacional, que cumplo este 1 de junio de 2020.
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