Por Rogelio Javier Alonso Ruiz*
México enfrenta problemas significativos de asistencia escolar, sobre todo en los extremos del trayecto educativo obligatorio. Según el INEE (2018, p. 346) se fueron de la escuela 1,287,875 alumnos, de primaria a bachillerato, durante el ciclo escolar 2016-2017. Considerando que en aquel entonces el calendario escolar constaba de 200 días, cada jornada dejaban de estudiar, en promedio, 6,439 niños y jóvenes. De esa magnitud es el abandono escolar. Fenómenos como éste, en los niveles educativos mencionados, hacen que la asistencia a instituciones de educación superior sea poco probable para la mayoría de los estudiantes mexicanos. Lo anterior se ve concretado en el hecho de que, por cada 100 alumnos que ingresan a primaria, sólo 24 egresen de licenciatura (SEP, 2018. p 12). Ante esta situación, ha surgido del gobierno federal el programa Jóvenes construyendo el futuro, que se fundamenta en datos como los mencionados.
Existe un bajo índice de asistencia escolar por parte de los jóvenes de 18 a 24 años. A nivel nacional, este grupo de población, con edad típica para cursar el nivel superior, registra una asistencia de apenas 32.2%. Buena parte de estos jóvenes, aunque quisiera, no tendría la posibilidad de ingresar al nivel superior, al carecer del antecedente para cursarlo (educación media superior). Los cálculos de la OCDE (2019) coinciden en que la mayoría de mexicanos de esa edad se encuentran fuera de la escuela. De hecho, el promedio de asistencia escolar mexicano, de 37.8%, se sitúa muy por debajo de la media de la organización (52.6%) y aún más de países como Holanda o Alemania (65.3% y 62.2%, respectivamente). De acuerdo con los cálculos de la OCDE, del 62.3% de jóvenes mexicanos que no estudiaban, 40.7% se encontraba trabajando, mientras que el 21.6% se encontraba desempleado o inactivo. A este último grupo se le ha conocido en nuestro país con el término ninis (ni estudian, ni trabajan), mote utilizado frecuentemente con énfasis despectivo.
El rezago en la atención escolar a jóvenes con edad idónea para la educación superior es considerable. No obstante que de 2012 a 2018 la matrícula de este nivel se incrementó 19%, esto no ha sido suficiente para lograr niveles aceptables de asistencia para una población que, en el mismo lapso, creció apenas 1.8%. Dicho de otra manera, la acelerada oferta educativa no ha logrado alcanzar al ya desacelerado crecimiento demográfico juvenil. Aún hay una larga brecha entre ambos.
Al revisar la estadística oficial (SEP,2018, p. 12), se advierte otro factor riesgoso para la atención educativa de la población juvenil mexicana: la disminución de escuelas. En este sentido, pese a que, como ya se dijo, se incrementó la matrícula en el periodo 2012 a 2018, en ese mismo lapso los planteles de educación superior registraron una reducción de 18.6%. Resulta extraño que, con menor cantidad de escuelas, se haya logrado aumentar la cantidad de estudiantes. ¿Qué significará esta contradicción? ¿Un nivel de ocupación mayor de los planteles de educación superior? ¿Cada vez menos espacios disponibles en estas instituciones?
De acuerdo a las proyecciones de la Comisión Nacional de Población (CONAPO, 2019) apenas en 2017 se alcanzó el nivel máximo de población con edad típica para la educación superior. Esto podría representar un elemento a favor para, en el mediano plazo, el mejoramiento de la tasa de asistencia. Sin embargo, el antecedente de la educación preescolar indica que esto no necesariamente ocurrirá: a pesar de su obligatoriedad a partir del ciclo escolar 2002-2003, los niveles de atención a la población con edad idónea para cursarla se han estancado entre 70.7% y 71.8%, de 2012 a 2018, respectivamente, no obstante que la población infantil de 3 a 5 años se contrae desde hace más de dos décadas. Así pues, la obligatoriedad marcada constitucionalmente (que no es el caso de la educación superior) y la contracción de su población objetivo no son suficientes para lograr niveles de asistencia escolar aceptables.
Pasando al plano laboral, son considerables las adversidades a las que, según el INEE (2019, p. 469) se enfrentan los jóvenes de 15 a 29 años que no concluyeron el nivel superior: los egresados de estudios superiores logran una tasa de ocupación de 72.9%, muy superior a los que tienen escolaridad de educación básica (43.7%) o media superior (52.7%). En relación al salario, quienes concluyeron la educación superior tienen ingresos de casi el doble (89% más) que los de escolaridad básica y 61% más que los de media superior. Así pues, la inasistencia al nivel superior afecta ampliamente las posibilidades de encontrar un trabajo o percibir buenos ingresos. Se cumple así un supuesto que goza de amplia aceptación social: a mayor escolaridad, mejores condiciones laborales. ¿Pero qué tan justa es tal idea? ¿El desempleo y los malos pagos son un castigo adecuado para aquellos que no fueron a la escuela? Sin duda, la aseveración se relativiza sobre todo al considerar, como es bien sabido, que las posibilidades escolares no dependen únicamente de la voluntad del estudiante.
La realidad descrita en los párrafos anteriores parece no pasar inadvertida para el gobierno federal, que a través del programa Jóvenes construyendo el futuro, busca, según los lineamientos del mismo, “aumentar la empleabilidad y la inclusión en el mercado laboral para los jóvenes entre 18 y 29 años que no estudian y que no trabajan, a través de capacitaciones en el trabajo”. Entre los beneficios para los participantes, destaca la capacitación en un centro de trabajo, que podrá tener un periodo máximo de doce meses e incluirá, sin costo, los materiales e insumos necesarios para dicha actividad. Además, los jóvenes recibirán una beca de $3,600.00 mensuales y seguro médico.
La meta sexenal es beneficiar a 2.3 millones de jóvenes. De acuerdo a estimaciones de la CONAPO (2019), se espera que para 2024 exista una población de 25.8 millones de habitantes de 18 a 29 años. Si se toma el porcentaje estimado por la OCDE en relación a los jóvenes que no estudian ni trabajan (21.6%, aunque cabe decir que considera el rango de 18 a 24 años), se podría decir, de manera aproximada, que existirán en México alrededor de 5 o 6 millones de posibles aspirantes al programa. Entonces, la meta del mismo se enfoca en la atención de poco menos de la mitad de la población objetivo.
Para 2020, el presupuesto asignado al programa fue de 25 mil millones de pesos. Para ponerlo en perspectiva, sirve decir que los recursos asignados son 10 veces mayores que los destinados al proyecto de construcción del Tren Maya. Una cantidad similar se destinó a las becas para el nivel medio superior, 28 mil millones, mientras que para el nivel superior se programaron 7 mil millones (Barriguete, 2019). Llama la atención que el abundante presupuesto se dé a la par de la reducción en partidas para áreas específicas que parecieran situarse en la raíz del problema que da origen al programa: por ejemplo, la reducción de recursos a las Escuelas Normales y al programa Prepa en línea, el cual, por cierto, quedó al borde de la desaparición (sus recursos se redujeron 98%).
Sobra decir que el programa no ataca a la raíz del problema que afecta a los beneficiarios, sin embargo, debe ser pensado como una medida temporal mientras se consolidan a mediano o largo plazos otros factores de mayor trascendencia como la ampliación de la oferta educativa y el mejoramiento de las condiciones sociales y económicas. Alcanzar que al menos la mitad de la población juvenil asista a la escuela y, por consiguiente, pueda integrarse en mejores condiciones al mercado laboral, es una meta que seguramente se sitúa a varios años. Mientras tanto, parece sensato el hecho de buscar una alternativa para esa considerable proporción de jóvenes que difícilmente regresarán a las aulas. En un contexto como el mexicano, no es descabellado pensar en esa población juvenil desempleada y sin acceso a la escuela como un caldo de cultivo para la migración ilegal, la actividad económica informal e incluso la delincuencia.
Desde luego que el análisis del panorama de la vida educativa y laboral de los jóvenes, si bien justifica la existencia del programa, no es suficiente para una valoración integral. Recientemente, una auditoría de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social descubrió anomalías en 55% de empresas que se prestan como capacitadoras (Reforma, 2020). Las irregularidades apuntan sobre todo a fallas en el registro de los centros de trabajo, dando la impresión, en algunos casos, de una posible simulación. Se sabe también de empresarios que han aprovechado las becas para ahorrarse el salario de sus trabajadores. Es evidente pues la falta de mecanismos de vigilancia más estrictos que impidan que situaciones corruptas como éstas desvirtúen las intenciones del programa.
Evidentemente quedan muchas preguntas en el aire: ¿cómo garantizar una ordenada dispersión de los recursos económicos de este programa? ¿es razonable el presupuesto que se le asigna? ¿cómo verificar los resultados y así determinar su continuidad? ¿cómo promover mecanismos de auditoría más eficaces tratándose de una población objetivo tan amplia? ¿cómo evitar que el programa se convierta en un mecanismo político electoral? ¿cómo disminuir el riesgo de ser aprovechado por empresarios que buscan ahorrarse algunos pesos en el pago del salario de sus trabajadores? El gobierno federal está obligado a tratar de responder, en la práctica, a estos cuestionamientos.
Desafortunadamente, después de las elecciones de 2018, pareciera que en la sociedad hay un proceso de polarización cada vez más agudo. Esta dinámica, que en ocasiones raya en el fanatismo tanto de adeptos como de opositores, ha impedido en muchos casos analizar de manera objetiva el acontecer diario: o es lo mejor o es lo peor, no caben matices. Pocas cosas tan dañinas para la vida democrática como una opinión pública cegada por el rencor o por la idolatría. Si bien sería inadecuado ocultar áreas de mejora, tampoco es aceptable la difusión de mensajes distorsionados que reducen el programa a un mero mecanismo de entrega de dinero a holgazanes. Considerar a la población juvenil que no estudia ni trabaja como simples ociosos es ignorar los adversos contextos educativos y sociales que millones de jóvenes enfrentan cotidianamente. Se podrá debatir en otros momentos sobre posibles tintes político electorales de este programa, malas prácticas o incluso sobre sus resultados, pero al menos desde el panorama de la educación superior mexicana y la integración de los jóvenes al mercado laboral, esta acción gubernamental parece estar bien justificada.
*Rogelio Javier Alonso Ruiz. Profesor colimense. Director de educación primaria (Esc. Prim. Adolfo López Mateos T.M.) y docente de educación superior (Instituto Superior de Educación Normal del Estado de Colima). Licenciado en Educación Primaria y Maestro en Pedagogía.
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Fuente: http://www.educacionfutura.org/las-becas-a-jovenes-excluidos-y-el-panorama-de-la-educacion-superior/