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A Quino lo conocí el 9 de noviembre de 2017. Una multitud se abalanzó sobre él durante una presentación de su Mafalda en guaraní, organizada por la embajada paraguaya en Buenos Aires.
Era la primera vez que su ingeniosa niña hablaba en una lengua originaria y Quino estaba feliz.
Aunque su salud ya se encontraba algo débil, en una repleta sala del Centro de Altos Estudios Universitarios (CAEU) de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI), entre aplausos, escuchaba atento los ingeniosos diálogos de Mafalda y sus amigos en una lengua ancestral.
Quizás hacía una profunda reflexión en ese momento de cuán lejos llegó con su lápiz a través de una ingeniosa niña, llena de simpatía, comprometida ante el mundo y que odiaba la sopa. Desde su asiento escuchaba atento varios de los fragmentos de su obra en guaraní y sonreía.
Fue en uno de los últimos actos en vivo que se le vio al padre de Mafalda, esa filósofa urbana que tantas verdades enseña, con reflexiones que parecieran haberse escrito ahora mismo.
A través de Mafalda, se hizo eco de esas aspiraciones y se constituyó en un icono.
La tira latinoamericana más vendida a nivel internacional, supo romper los estereotipos y con su vitalidad calar hondo en una América marcada por momentos muy duro de su historia y en una Argentina, por ejemplo, en la que incluso burló la censura de la dictadura.
Pero Quino fue mucho más que Mafalda, fue también Felipe, Manolito, Susanita, Guille y Libertad, fue Argentina y América Latina, esa que hoy deja huérfana por su partida el genial creador de viñetas, el padre de muchos que despiden con dolor al maestro de la vida.