Por: Pedro Flores Crespo
Lo que pasó no fue,
pero está siendo”
-Octavio Paz
en Piedra de Sol
¿Qué perspectiva tendrá la educación en 2023? Para responder a esta pregunta, hay que hacer un apretado balance de la política educativa en lo que va del sexenio. Primero, que el otrora opositor ganara el poder mediante el voto popular demostró que la democracia en México es posible. Además, nos hizo albergar la esperanza de que las políticas públicas podían elevar su capacidad para resolver los problemas que la gente enfrenta al señalar las omisiones y errores de los gobiernos previos.
Pero la agenda educativa de la “Cuarta Transformación” fue hiper-reivindicativa, aunque poco original. La iniciativa de “reforma” publicada el 12 de diciembre de 2018 presentó un diagnóstico pobre, aparte de procesarse de torpe manera.
Eliminó, “por error”, la fracción constitucional que hacía alusión a la autonomía universitaria y dejó de lado la perspectiva intercultural, la educación inicial, y reemplazaba el término “calidad” por uno más nebuloso: “excelencia”. Al activarse la oposición, algo de esta iniciativa pudo corregirse.
No obstante, una forma particular de hacer política surgió. En el nivel básico de educación, se construyó una retórica cándida del magisterio. Aunque la “revalorización” de éste no se asentaba en la creación de condiciones de trabajo óptimas y reales, la narrativa gubernamental tuvo éxito, pues se basó en el supuesto de que como el gobierno anterior subestimó al maestro, lo “sometió”, pues entonces había que hacernos sentir lo contrario. Una imagen romántica del magisterio emergió. Se trataba de ganar adeptos, no de considerar al profesorado un agente capaz de trazar su propio desarrollo profesional. Se volvió a utilizar políticamente al maestro aunque claro, ahora de una manera mucho más sutil a la del corporativismo. El líder sindical ya no aglutina, sino la emoción.
Con seis meses de retraso se publicó el Programa Sectorial de Educación 2020-2024 que, aunque consignó una valiosa perspectiva de derechos, enmarcaba acciones y programas convencionales. Se decretó la obligatoriedad de la educación superior, por un lado, pero por el otro, no se allegaron los recursos necesarios para hacerla realidad y ni se creó un modelo de universidad original. Ante el principio de la no exclusión, la 4T creyó que con repartir dinero mediante becas bastaría y lo que tuvimos fue que la inasistencia de la población que aún no completaba el bachillerato aumentó de 2018 a 2020, según el Coneval. De hecho, este mismo Consejo estima que el rezago educativo pasó de 23.5 millones de mexicanos en 2018 a 24.4 millones en 2020.
La pandemia agravó aún más las cosas. Pero en lugar de ser creativos, la SEP anunció un “acuerdo de concertación” con cuatro televisoras privadas (Televisa, TV Azteca, Imagen y Multimedios) para entregarles una millonada con la promesa de regresar a clases con un “esquema robusto, oficial, y válido”. El programa Aprende en Casa pronto mostró sus limitaciones. 4 de cada 10 jóvenes de secundaria no tuvieron actividades escolares por este medio y a medida que avanzaba el nivel educativo, se recibía menos y peor orientación por parte del gobierno a la familia para apoyar el aprendizaje de los hijos en casa (Mejoredu).
2023 va a dejar aún más claro que no bastan las buena intenciones ni el afán “transformador”. Las políticas educativas toman sentido y significado cuando combaten de manera efectiva los problemas que las personas realmente enfrentan.
Investigador de la UAQ
Fuente de la información: https://revistaaula.com