Dos años después de la asonada en el país asiático, el acceso a la escolarización es precario, especialmente para los que huyeron. En Tailandia, los Centros de Aprendizaje para Migrantes ofrecen formación.
“Antes del golpe de Estado, me gustaba ir a la escuela. Después, la enseñanza era muy mala. […] Ya no quería ir al colegio”. Aye Aye Than (nombre ficticio para preservar su identidad) tiene el pelo negro, recogido con una cinta azul, y viste el uniforme escolar, camisa blanca y falda azul por debajo de las rodillas. Habla sentada en un banco a la sombra en el patio de uno de los Centros de Aprendizaje para Migrantes de Mae Sot, Tailandia, en la frontera con Myanmar (la antigua Birmania).
Esta joven de 16 años llegó a Mae Sot desde Rangún en febrero de 2022, un año después de que el ejército de Myanmar expulsara al Gobierno electo de Aung San Suu Kyi y tomara el poder. El día del golpe, estaba en casa con su familia. “Sentí pena porque el país estaba bajo el poder de los militares”. Ella fue uno de los miles de estudiantes que salieron a la calle a protestar contra la dictadura en las semanas siguientes. Durante una de las manifestaciones, perdió a sus amigos entre la multitud cuando los militares empezaron a emplear la violencia contra ellos. “Después de aquello, no volví a salir. Me quedé en casa durante dos o tres meses”.
El 1 de febrero de 2023 se cumple el segundo aniversario del golpe. Según un informe del relator especial de la ONU sobre la situación de los derechos humanos en el país, 7,8 millones de niños siguen sin acudir a la escuela, 250.000 son desplazados internos y, según denuncia, hay menores que han sido secuestrados y reclutados como soldados para combatir en el conflicto armado.
Tras el golpe, Aye Aye Than dejó de asistir a sus clases. Los militares reabrieron las escuelas en junio de 2021, pero según la Federación de Profesores de Myanmar, solo se matriculó el 10% de los alumnos. Algunos de los amigos de esta adolescente, los que sí volvieron a clase, le contaron que los militares visitaban su escuela. “Entraban en las aulas, gritaban a profesores y alumnos, y a veces les pegaban […] sin motivo, únicamente para demostrar su poder”, rememora. Los militares detuvieron a uno de sus vecinos. “Le echaron ácido por todo el cuerpo. Cuando volvió, tenía la cara desfigurada”.
Los militares reabrieron las escuelas en junio de 2021, casi cinco meses después del golpe, pero según la Federación de Profesores de Myanmar, solo se matriculó el 10% de los alumnos
El Gobierno de Unidad Nacional, el gabinete paralelo formado a partir de la resistencia democrática, instó a todos los estudiantes y profesores a no acudir a las escuelas y afirmó que no reconocería los títulos y diplomas expedidos por los centros dependientes de los militares. La asistencia a la escuela en Myanmar se situaba entre el 40% y el 50% en diciembre de 2021, según un informe del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef).
Los que retomaron sus estudios descubrieron que la calidad de la enseñanza se había deteriorado desde la asonada militar. Una de las razones es la falta de personal: muchos profesores no regresaron al trabajo con el objetivo de manifestar su disidencia. La Federación de Profesores de Myanmar calcula que tres cuartas partes del personal del Ministerio de Educación participa en el Movimiento de Desobediencia Civil (MDC) contra el régimen.
Hay 65 centros de aprendizaje para inmigrantes en la región de Mae Sot, en Tailandia, que imparten educación a 11.156 estudiantes de Myanmar de entre 3 y 18 años
Aye Aye Than dice que se siente mejor en su nueva escuela. En su aula, una construcción sobre pilotes de bambú, hay una pizarra blanca apoyada en una de las paredes, mientras que otra está cubierta por dibujos de los alumnos. La joven se sienta en el suelo con las piernas cruzadas junto a otra docena de alumnos. Cuando la profesora pronuncia su nombre, se levanta y pega en la pared un trabajo de ciencias junto a un colorido mapa del sudeste asiático.
Riesgos para los refugiados
En la actualidad, hay 65 centros de aprendizaje para inmigrantes en la región de Mae Sot que imparten educación a 11.156 estudiantes de Myanmar de entre 3 y 18 años. Todos siguen el plan de estudios de Myanmar y, además, aprenden tailandés como segunda lengua. Sin embargo, la situación está cambiando: cada vez más emigrantes se plantean prolongar su estancia en Tailandia, ya que temen regresar a su país de origen, por lo que los centros están evaluando la posibilidad de cambiar a la enseñanza bilingüe.
En los últimos dos años, el número de alumnos en los centros de aprendizaje para inmigrantes ha aumentado un 20%. Sin embargo, no hay cifras disponibles que indiquen cuántos de estos nuevos estudiantes llegaron a Tailandia después del golpe. Para protegerlos a ellos y a sus familias, no les solicitan ninguna información sensible que pueda comprometer su seguridad. Muchos refugiados recientes, y especialmente los que huyeron por su actividad política, viven con el temor de ser detenidos y deportados a Myanmar. Residen escondidos en refugios precarios y trabajan en la economía informal. La situación es aún más peligrosa para los niños, puesto que aumenta la posibilidad de que acaben en situaciones de abuso y de que caigan en redes de trabajo infantil. La explotación laboral de los emigrantes en Mae Sot es, de hecho, un problema notorio en la región.
Algunos de los estudiantes recién llegados a Tailandia proceden de entornos de alto nivel educativo, mientras que la mayoría de los inmigrantes antiguos proceden de zonas rurales, habitualmente empobrecidas. Sin embargo, Tin Aung, profesor de ciencias del centro en el que estudia Aye Aye Than, no ha notado ningún problema de integración entre unos y otros. “Todos los alumnos han estado [físicamente] fuera de la escuela durante años debido a la pandemia, así que cada alumno es nuevo”. Los Centros de Aprendizaje para Migrantes reabrieron sus puertas por primera vez desde la crisis sanitaria desencadenada por la covid-19, en junio de 2022.
A la hora del almuerzo, en el jardín de la escuela resuenan risas y gritos de alegría. Los alumnos más jóvenes hacen cola para lavarse las manos bajo la supervisión de un profesor. Algunos juegan al fútbol. Aye Aye Than come arroz de una cajita metálica en su clase. “Antes de mudarme a Tailandia, quería ir a la universidad”, dice. Ahora quiere ser profesora en uno de los centros como en el que ella estudia. “En Tailandia me siento un poco más segura. Pero a veces tengo miedo de que la policía nos devuelva a Myanmar a mí y a mi familia. […] Solo quiero volver si derrotamos a los militares”.
Entre 17.000 y 20.000 refugiados de Myanmar han buscado seguridad en Tailandia desde la toma del poder, según fuentes del Gobierno tailandés y las ONG. Esta cifra se suma a los 91.000 refugiados de aquel país que, desde antes del golpe, viven junto a la frontera entre ambos países, separados por el estrecho río Moei, de color café y que representa un paso fácil para los emigrantes que desean cruzar.
Aye Aye Than llegó a Tailandia por esta ruta, cruzando el río de noche con su madre. Myint Oo, su padre, ya estaba en Mae Sot. El hombre, de 32 años, se alistó en las Fuerzas Armadas Populares (PDF, por sus siglas en inglés), brazo armado del Gobierno de Unidad Nacional, en septiembre de 2021. Durante un combate junto a la frontera tailandesa, una mina le hirió en la cara, por lo que huyó a Mae Sot con otros combatientes heridos.
Cuando llegamos a Mae Sot, fue realmente duro. Nos sentíamos deprimidos hasta el punto de querer suicidarnosTin Aye, refugiada de Myanmar en Tailandia
Myint Oo relata su historia mientras la lluvia cae a cántaros sobre el tejado de chapa de su casa. Su mujer, Tin Aye, está sentada en una alfombra a su lado. Ella es ingeniera y trabajaba en el Ministerio de Energía de Myanmar, mientras que Myint Oo tenía un taller mecánico. Tras el golpe, el hombre empezó a fabricar minas a distancia para las Fuerzas Armadas Populares. Un día, los militares fueron a buscarlo. Consiguió escapar, pero clausuraron comercio. Cuando se quedó sin empleo, abandonó Rangún para unirse a las PDF.
Tin Aye participó en su primera protesta en febrero de 2022. Después de aquello, sufrió amenazas en su trabajo: le ordenaron firmar un documento en el que declaraba que no volvería a participar en manifestaciones y también tuvo que aceptar por escrito trabajar gratis durante seis meses. De lo contrario, se habría enfrentado a un juicio y una condena de hasta 20 años de prisión. Firmó, pero tres meses después decidió marcharse de su capital con su hija.
“Cuando llegamos a Mae Sot, fue realmente duro”, asegura Tin Aye. “Nos sentíamos deprimidos hasta el punto de querer suicidarnos”. Ahora las cosas les van un poco mejor. Ella trabaja como empleada doméstica, mientras que su marido es obrero de la construcción. Quiere volver a luchar. “Pero únicamente si conseguimos más armas”, manifiesta.
A pesar de preocuparse por su hija, no le prohibieron participar en las manifestaciones. “Los jóvenes tienen que luchar por su futuro”, alega Tin Aye. “Para mi hija, deseo un futuro sin golpe de Estado”, comenta su marido. “El golpe está destruyendo el futuro de todos”
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