Por: Manuel Gil Antón
Cuando un medio se convierte en fin, se pone fin a la utilidad del medio. Medios y fines. Tema recurrente. Así como una reforma educativa se pone en marcha como instrumento para mejorar el aprendizaje en el país, la evaluación al personal docente, si se le entiende y lleva a cabo bien, es un recurso orientado a mejorar la práctica cotidiana del oficio. Ambas son herramientas para conseguir objetivos. El termómetro es muy útil para indicar fiebre, pero de haberla, la idea es averiguar la causa que la produce. Nadie se cura si se toma la temperatura cada cuarto de hora.
En el momento en que la reforma o la evaluación se confunden, y sus promotores pierden de vista que son medios para algo, y no fines en sí, tanto el intento de transformación de las condiciones para aprender, como la estrategia que procura que se haga de manera más interesante y creativa el trabajo en el aula, pierden sentido. Se vacían y, huecas, ya no median para resolver un problema: son elementos del discurso oficial, estadísticas lucidoras y, sobre todo, fuente de confusión.
Los impulsores machacarán su relevancia: adoran y presumen un (su) martillo no como elemento en la fabricación de una silla por ser idóneo para clavar, sino por el simple hecho de ser martillo y punto. Incluso, extraviadas la evaluación o la reforma de su lugar como mediadores en aras de un cambio necesario, se transforman en armas: los aprendices de brujo, por aferrarse al dogma, a todo le ven cabeza de clavo y arremeten con lo único que tienen. Pegan, rompen huesos y ventanas. Destruyen cuando dicen construir.
¿Y no será que, poco a poco, la evaluación sí va a mejorar la educación en el salón de clase? ¿No es cuestión de tiempo? Eso depende, en buena lógica, de una condición indispensable: que la evaluación tenga que ver, de veras, con lo que ocurre en las aulas. Si los procesos para conocer los alcances y límites del trabajo docente para avanzar (tarea de una evaluación adecuada) están desligados del acontecer pedagógico que efectivamente se realiza, sucederán, sin remedio, dos cosas.
Por una parte, la evaluación se convertirá en un requisito laboral. Será, presentarla, el mecanismo para conservar el empleo ante la amenaza tronante de la autoridad y la ley. Y cada cuatro años. Por la otra, con la finalidad de lograr la distinción de los nuevos estratos de calidad en el magisterio, o ganar más dinero, no ocurrirán, en general, esfuerzos formativos a fondo.
Dadas las condiciones, no tiene sentido: se “estudiará” para “pasar” los exámenes, y se ajustará a lo que se solicite en ellos, sin que implique modificar nada en el espacio del aula. La vida escolar y el proceso de evaluación tienen poco o nada que ver. El medio, evaluar, convertido en fin de alto impacto: contar con, o permanecer en el trabajo, se convertirá en la guía, el manual. Ayuna de sentido transformador, la evaluación genera un comportamiento en serie indiferenciado, vacuo: repetir lo que sea necesario para aprobar a toda costa, y qué mejor, con hartos puntos para ser destacado o excelente.
¿Y el aprendizaje? Perdón, no entiendo su pregunta… ¿a qué se refiere? Pues a que los alumnos sepan y disfruten leer, hagan preguntas interesantes y se abran a la maravilla de dudar. No, mire: eso es de larguísimo plazo. Lo que importa es que cada año se evalúen cientos de miles, muchas maestras y maestros. Eso es lo necesario. Basta y sobra.
Convertida en fin, la consecuencia de la examinación a mansalva descansa en un prejuicio perverso: la evaluación, por aplicarse profusamente, produce calidad. La simple acumulación de docentes destacados hace mejor a una escuela. Vaya paradoja: siendo tan importante valorar el trabajo, disminuido a requisito laboral, ni apoya al aprendizaje ni fortalecerá al magisterio. Es pasar de la paradoja a la parajoda…