Blanca Heredia
Llega nuevamente el 8 de marzo y, con ello, un alud de publicaciones y pronunciamientos que nos celebran con mucho ruido, tinta y aplausos a las mujeres. Profusas y adornadas felicitaciones por el Día Internacional de la Mujer, mientras se sigue matando, desapareciendo y violentando cotidianamente a las mujeres en México, sin que pase nada.
La distancia entre las palabras y los hechos se ha vuelto en nuestro país cada vez más abismal e insoportable. Lo mismo ocurre, con consecuencias crecientemente desastrosas, en lo que hace a la distancia entre las leyes y la realidad. Marcos jurídicos y reglas de diversa índole, progresivamente más sofisticadas y de ‘avanzada’, para combatir la violencia contra las mujeres en un país con un aparato de justicia carente de las capacidades mínimas indispensables para hacer efectivos los derechos más elementales.
Más leyes, más reglamentos, más protocolos claman al unísono, como pretendida solución al aumento imparable de la violencia en contra las mujeres, las voces bien intencionadas de expertos y activistas. Más y mayores penas para los perpetradores de esas violencias, claman igualmente numerosas y bien intencionadas conciencias.
¿Sirve de algo, ha servido de algo, todo ese furor legislativo? ¿Ha disminuido, como resultado de ello, la discriminación y el abuso de poder en contra de las mujeres en los centros de trabajo? ¿Ha bajado el número y frecuencia de mujeres vejadas en la vía pública? ¿Se ha reducido la violencia doméstica que experimentan las mujeres mexicanas? ¿Ha disminuido el asesinato de mujeres por el hecho de serlo? ¿Ha aumentado la capacidad de las mujeres para exigir el cumplimiento de sus derechos? ¿Disfrutamos hoy las mujeres en México de mayor tranquilidad y seguridad?
Los datos disponibles no lo indican así. Lejos de mejorar, las cosas parecen estar empeorando. En el camino, y por si fuera poco, sigue erosionándose a velocidades vertiginosas la legitimidad de todas las normas y se multiplican las ocasiones para que, desde el poder político, pueda usarse el incumplimiento de leyes difícilmente ejecutables para todos como recurso para someter a los opositores o los inconformes.
En el proceso electoral en curso las propuestas sustantivas de acciones de gobierno tenderán al poco peso en general, sobre todo si se refieren a temas distintos a la corrupción y la seguridad. A los asuntos de la equidad de género y la violencia contra las mujeres no parece muy probable que los candidatos a la presidencia de la República vayan a dedicarle mucho tiempo, atención o recursos. Al respecto y si acaso, algún maquinazo de sus equipos de asesores, algunos gestos simbólicos, colecciones de frases trilladas y de promesas huecas.
Más que pedirles propuestas muy elaboradas y, desde luego, lejos de pedirles más leyes, normas y penas más severas, lo que habría que demandar de los candidatos son tres cosas concretas. Primero, posicionamiento público sobre feminicidios y desapariciones forzadas de las mujeres en el país y grandes líneas de acción (distintas a más leyes) que emprenderían para combatirlos en caso de resultar electos. Segundo, cargos de responsabilidad (no sólo de adorno o de relleno) en sus equipos de campaña y en sus propuestas de equipo de gobierno para mujeres competentes y dispuestas a dar la batalla a favor de la seguridad, el bienestar y el desarrollo de todas las mujeres. Tercero, mecanismos institucionales específicos para hacer posible el ejercicio de derechos básicos de las mujeres. Entre otros, una reforma a fondo del Instituto Nacional de la Mujeres que lo dote de las capacidades y recursos indispensables para poder actuar como voz y responsables del tema dentro de la administración pública federal, que pudiesen incluir el ofrecer asesoría legal y abogados a las mujeres que lo requieran.
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