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¿Qué es la política pública? Apuntes desde México

Blanca Heredia

Dentro de la investigación académica, las definiciones abundan y los consensos escasean. La visión dominante, surgida en Estados Unidos y exportada al resto del mundo es que la política pública es la aproximación fría y racional, fundada en el análisis y el conocimiento científico, empleada por los gobiernos para resolver problemas o para generar estados de cosas deseables para la colectividad en su conjunto.

Todo ello, según esto, a través de procesos ordenados y sistemáticos que involucran una secuencia de fases encaminadas a lograr el objetivo planteado. Primero, la correcta identificación y formulación del ‘problema’. Segundo, el análisis de las opciones de solución disponibles y la elección de aquella que resulta mejor (más costo-efectiva para alcanzar los propósitos declarados de la iniciativa).

Tercero, la transformación de la opción elegida en leyes y/o programas, seguida de su implementación práctica. En el mundo ideal, todo este proceso, culminando con la evaluación de la política pública en cuestión.

Suena bonito. Definición clara del problema, identificación de la ‘mejor’ (la más eficiente, la más costo-efectiva) estrategia para atenderlo, implementación en tierra y evaluación. Gobiernos trabajando para todos echando mano, para ello, del mejor conocimiento disponible en pos del bien común. Todo claro, todo prístino, todo entendible y mucho muy técnico y racional.

En la vida real, ni en México ni en ninguna parte la política pública funciona así. En algunos países, en ciertos momentos y en algunos temas acotados, la narrativa racionalista dominante sobre qué es y cómo se hace la política pública puede resultar de alguna utilidad. En general y, desde luego, para países como México, esa historieta ayuda poco o nada para entender de qué va la política pública, sea en seguridad o en educación o en salud o en el tema que sea.

La falta de correspondencia entre lo que supuestamente es la política pública y lo que, en efecto, resulta problemático por varias razones. En términos analíticos, pues limita muy seriamente la posibilidad de explicar y entender por qué los gobiernos hacen lo que hacen y por qué, en infinidad de casos, fracasan en el intento.

El costo más grande e importante de la falta de correspondencia entre el discurso y la realidad ‘sucia’ y profundamente política sobre en qué consiste la política pública, sin embargo, es que contribuye a apuntalar la idea profundamente tóxica según la cual el gobierno, en particular, y la política, en general, no son sino una farsa y un engaño para beneficiar a políticos y burócratas a costa de todos y, en especial, de los prístinos ciudadanos.

Una manera más realista y productiva de entender a la política pública es definirla como el accionar concreto y cotidiano del gobierno. Del ‘gobierno’, esto es, en el doble sentido de organización burocrática y de acto de imprimirle orden y dirección a la vida en común. Vista así, la política pública es la forma en la que el gobierno y la política que construimos entre todos –con nuestras acciones y no acciones– se manifiestan día con día en nuestras vidas.

En todo tiempo y lugar, la política pública es el gobierno en acción, siempre con dos caras. La cara orientada a garantizar el orden (mínimos de predictibilidad y certidumbre, dispositivos para regular la violencia, entre otros) indispensable para la vida mínimamente civilizada y productiva en cualquier comunidad. Y la cara enfocada en atender e intentar resolver problemas colectivos en distintos ámbitos a través del empleo de medios técnicos.

Ahí donde, como en México, los asideros estructurales, institucionales y simbólicos del orden político y social son frágiles y crecientemente precarios, el papel de la política pública como productora de orden elemental tiende a magnificarse. En contextos de este tipo, la política pública acaba convirtiéndose en una herramienta central para intentar preservar orden y gobernabilidad básicos, más que en un dispositivo para atender, de forma técnicamente óptima, un determinado problema colectivo.

Así, y por tan sólo citar uno entre miles de ejemplos, la función de la política carretera de resolver los déficits en la materia de la forma más eficiente se ha visto crecientemente opacada e imposibilitada por su función en materia de gobernabilidad. Por su función, dicho más claramente, como espacio privilegiado para armar o sostener los apoyos y lealtades intra y extragubernamentales –requeridos en un sistema político clientelar, descentralizado y fuertemente competitivo en términos electorales– para mantener mínimos de orden y paz social y política.

A los costos (enormes) de un estado de cosas en el que ‘el gobierno’, en el sentido más básico (orden y dirección), conspira de forma cada vez más extendida y sistemática contra la posibilidad del ‘buen gobierno’ (resolución técnicamente competente de problemas colectivos), habría que añadir en nuestro caso un costo, gravísimo, adicional. Me refiero a la productividad claramente decreciente del accionar del gobierno –federal, y de forma especialmente aparatosa, estatal y municipal– en México como generador de orden y gobernabilidad.

Triste estado de las cosas. Política pública en la que solución técnica de problemas colectivos se subordina a la generación de orden y gobernabilidad, pero en la que el accionar del gobierno cada vez consigue producir menos orden, concierto y gobierno.

Fuente del articulo: http://www.elfinanciero.com.mx/opinion/que-es-la-politica-publica-apuntes-desde-mexico.html

Fuente de la imagen: http://www.elfinanciero.com.mx/files/article_main/uploads/2017/06/12/593f45fc8155a.jp

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Empezar con la verdad

Blanca Heredia

Últimamente, cada vez que pienso en México, me repiquetea en la cabeza la frase tan conocida de Shakespeare en Hamlet: Something is rotten in the state of Denmark. El enunciado “Algo está podrido en el estado de Dinamarca” se ha convertido en una frase emblemática para referirnos al estado de descomposición por el que atraviesa una determinada comunidad política en un cierto momento en el tiempo. En Hamlet, dicho estado de cosas es un secreto a voces. Le da voz un guardia, lo sabe el guardia, lo saben todos.

En México, hace rato, se respira y se siente por todas partes. En cada conversación, en cada bocanada de aire, en cada silencio y en cada mirada dispuesta a mirar lo que ocurre: algo está podrido, muy podrido. Huele a podrido, sabe a podrido. Algo profundo, algo básico, algo de lo que sostiene el edificio entero está descompuesto, podrido. Nos está faltando, con todo, el guardia que le ponga nombre y lo diga en voz alta.

Se acercan las elecciones del 2018 y ello parece abrirnos una oportunidad de respiro. Como si fuera cuestión de aguantar tan sólo unos meses más para que el entorno se aclare, para que se reacomoden las cosas, para dejar atrás el desbarajuste y poder volver a empezar.

Los cierres de ciclo sirven, simbólicamente, para imaginar y emprender nuevos comienzos. En nuestro caso, me temo que la perspectiva de las elecciones presidenciales del año entrante nos resulta útil, sobre todo, para seguir justificando las ganas de no mirar y de no hacernos cargo de la magnitud de la descomposición social, política y moral en la que estamos inmersos.

Vivir en vivo y en directo u observar a la distancia la sucesión imparable de eventos de violencia, deshonestidad e incompetencia grotescos que se producen en México día con día da para hacerse muchas y variadas elucubraciones. Difícilmente da, sin embargo, para pensar realmente que los problemas que vivimos pueden arreglarse con alguna solución institucional más o menos sencilla e ingeniosa, o con un simple cambio de gobierno.

¿Alguien de veras cree que introducir la segunda vuelta en las presidenciales, reducir el número de diputados plurinominales y/o promulgar o reformar tal o cual ordenamiento legal servirá para que bajen los niveles de violencia, disminuya la corrupción y/o empiece a operar el sistema de justicia? ¿De veras?

¿Un cambio de persona o de estafeta al frente del gobierno federal va a detener la violación no sólo frecuentísima y flagrante, sino sobre todo, sistemática –en particular, para los millones de mexicanas y mexicanas que carecen de “conectes” con el mundo del poder, que no estudiaron en colegios privados, que “escogieron” mal a sus papás y su código postal? ¿Alguien cree en serio que un cambio de gobierno constituye en sí mismo una solución para la podredumbre que nos aqueja y nos asfixia? ¿De veras?

A ver si logro explicar lo que atisbo sobre la naturaleza de nuestra encrucijada. Una, reitero, que no me parece pueda encararse o superarse con éxito a través de soluciones fáciles o indoloras. Permítaseme para intentarlo, referirles la siguiente anécdota. Hace unos días un amigo argentino me contaba que a fin de intentar resolver o, al menos, controlar y administrar el problema de los hooligans en su país, el gobierno y un grupo de empresarios argentinos contrataron a un expertazo inglés sobre el tema.

El experto en cuestión viajó de Gran Bretaña a Argentina, pasó varias semanas en el país entrevistando gente y analizando los datos. Tras largas investigaciones y pesquisas, el experto se reunió con los patrocinadores del proyecto para informarles que, desafortunadamente, no estaba en condiciones de ofrecerles una estrategia para resolver el problema del crecimiento de “fans” violentos en los estadios de futbol argentinos.

“¿Qué? ¿Cómo?” exclamaron sorprendidos y molestos los patrocinadores. El británico, según me cuenta mi amigo, les dijo, más o menos, lo que sigue. “No puedo ayudarlos, pues en Inglaterra los hooligans son grupos que operan afuera del sistema –es decir, de los partidos políticos, del gobierno, de la iniciativa privada, de la sociedad organizada–; aquí en Argentina, en cambio, son parte del sistema.

Los partidos, los gobiernos, todos en Argentina, usan a los hinchas violentos como parte de su modus operandi, esos grupos son parte del establishment. La experiencia británica no es comparable ni útil para diseñar soluciones para el caso argentino.”

En países como México –de forma análoga a lo que ocurre con los hooligans en Argentina– en donde la frontera entre las organizaciones criminales y extralegales por un lado, y el gobierno, los partidos, el sector privado y la sociedad organizada, por otro, es tenue, porosa y borrosa no parece muy probable que un cambio de gobierno (menos aún, un cambio en tal o cual ley o en las reglas electorales) sirva para arreglar el problema.

Hace falta no sólo muchísimo más; hace falta algo distinto. Para empezar, nombrar lo que ocurre, decirlo en voz alta. Un “Estado” que es indistinguible de los grupos criminales que pululan y hacen de las suyas en buena parte del territorio nacional exige no un parchecito o un conjunto de promesas vaporosas.

Demanda ser reconocido y nombrado como algo que no es “normal”. Exige ser encarado como lo que es: una podredumbre en la raíz cuya solución consiste en refundar las bases mismas de la colectividad.

Fuente del articulo: http://www.elfinanciero.com.mx/opinion/empezar-con-la-verdad.html

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En México la vida no vale nada… y si es de periodista, tampoco

Blanca Heredia

Javier Valdez Cárdenas, periodista sinaloense reconocido nacional e internacionalmente, quien dedicó buena parte de su vida a investigar y reportar los crímenes del narcotráfico, fue asesinado a plena luz del día en Culiacán hace más de una semana y todavía no sabemos en qué va la investigación oficial sobre su muerte.

Diversos medios de comunicación nacionales dejaron en negro su portada y/o dedicaron el día siguiente de su muerte a hablar y reportar sólo sobre Javier Valdez y su asesinato. Muchos periodistas y analistas nacionales y extranjeros han expresado su indignación y han hecho llamados reiterados al gobierno para que investigue el crimen y ponga un alto al asesinato de periodistas en el país.

A nivel internacional, la ONU, la Unión Europea, el diario español El País y el periódico estadounidense The Washington Post le han demandado al gobierno de México acciones concretas y una investigación rápida y expedita para el esclarecimiento y castigo de los responsables del asesinato de Javier Valdez.

El gobierno mexicano ha reaccionado, como de costumbre, con palabras grandilocuentes, pocas nueces y ningún resultado. Primero, reuniones de alto nivel, condenas airadas y anuncios, con bombo y platillo y muchos golpes de pecho, en el sentido de que se fortalecerá la coordinación entre las diversas dependencias y niveles de gobierno a cargo de este tipo de crímenes y de que el presidente instruirá a la PGR para que, a través de la Fiscalía Especial para la Atención de Delitos cometidos contra la Libertad de Expresión (FEADLE), coadyuve con las autoridades locales en la investigación sobre el caso.

Como si, frente a un niño ahogado en una alberca, a sus padres les diera por anunciar, el mismo día de los hechos, no cómo se van a ocupar de enterrarlo y averiguar qué paso, sino por dar a conocer ante familiares, amigos y autoridades sus grandiosos planes para lograr una mayor y mejor coordinación entre las empresas constructoras de albercas, sus clientes e intermediarios, y las proveedoras de servicios de emergencia en la localidad.

Dos días después del asesinato de Javier Valdez, ante la muy fuerte presión nacional e internacional, el presidente de México anuncia aumentos en los recursos y el personal especializado de la FEADLE y un mayor seguimiento a los casos de otros periodistas asesinados en el país.

De poco han servido las condenas, exhortaciones y anuncios del gobierno. Los responsables de los siguientes seis periodistas que han muerto asesinados en México desde el inicio de 2017 pueden (para infortunio de sus familiares y de todos los mexicanos) estar tranquilos.

† Cecilio Pineda Brito (38 años), periodista independiente, editor del diario La Voz, Tierra Caliente. Asesinado el 2 de marzo.

†Ricardo Monlui Cabrera (57 años), director de El Político y columnista de El Sol de Córdoba y El Diario de Xalapa. Asesinado en Veracruz el 19 de marzo.

†Miroslava Breach Velducea (54 años), corresponsal de La Jornada y colaboradora del diario Norte de Ciudad Juárez, acribillada afuera de su casa en Chihuahua el 23 de marzo.

†Maximino Rodríguez Palacios (72 años), colaboraba desde 2014 en Colectivo Pericú, portal de noticias y denuncias ciudadanas, con una columna sobre seguridad y política. Asesinado en el estacionamiento de un centro comercial en La Paz, Baja California Sur, el 14 de abril.

†Filiberto Álvarez Landeros (56 años), locutor de la estación de radio “La Señal” de Jojutla, Morelos. Asesinado en el municipio de Tlaquiltenango, del mismo estado el 2 de mayo.

†Javier Valdez Cárdenas (50 años), cofundador del semanario de investigación Riodoce, corresponsal de La Jornada y autor de varios libros sobre narcotráfico. Asesinado en Culiacán, Sinaloa, el 15 de mayo.

Ninguna vida vale más que otra, pero, como bien ha señalado Jesús Silva-Herzog Márquez en su columna de esta semana: “Sin prensa vivimos a oscuras y sin palabras: mudos y ciegos”. Por eso importa tanto hacer pública nuestra indignación frente al asesinato impune de los y las periodistas que, arriesgando su vida mientras hacen su trabajo todos los días, nos aportan sus ojos y sus oídos para que nos sirvan de ojos y de oídos a todos. Por eso resulta tan crucial no olvidar sus muertes y exigirles a las autoridades que dejen de hablar y se ocupen, en los hechos, de hacerles y hacernos justicia.

A escasas 24 horas del espantoso ataque terrorista durante un concierto en Manchester, Gran Bretaña, que cobró la vida de 22 seres humanos y dejó hospitalizados a 59, la Policía británica identificó ya al posible responsable.

Aquí en México, la PGR en marzo de este año reconoció que de las 798 denuncias recibidas desde 2019 por ataques a periodistas, sólo tres han resultado en sentencias. Treinta y cinco periodistas asesinados en lo que va de este sexenio y más de 100 desde el año 2000 y no pasa nada.

¿Qué nos dicen esas cifras? En resumen: que, en México, matar en general y matar a periodistas en particular sale barato. Nadie paga, nadie es llamado a cuentas.

¿Cuántos y cuántas más necesitamos?

Fuente del articulo: http://www.elfinanciero.com.mx/opinion/en-mexico-la-vida-no-vale-nada-y-si-es-de-periodista-tampoco.html

Fuente de la imagen: http://www.elfinanciero.com.mx/files/article_main/uploads/2017/05/16/591baa6cd6aea.jpg

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Día del maestro

Blanca Heredia

¿Qué es un “maestro”? ¿Qué es, para usted lector, un maestro?

Para mí, un maestro es un ejemplo. Un profesional que domina su materia, que sabe cómo enseñarme, que me amplía el mundo. Alguien que me inspira, me potencia y me hace hacerme preguntas que no sabía que eran posibles.

Un maestro/a es alguien que me entusiasma con mi pertenencia a un mundo que desconozco y que habrá de completarme. Alguien que me alerta sobre las cosas en las que soy buena y sobre todas las cosas que me faltan para imaginar y llegar a ser la persona que quiero ser en el país y en el mundo en el que quisiera vivir.

Una maestra/o es el profesional que ama y se toma en serio su tarea de enseñarme lo que requiero para sobrevivir en el mundo tal cual es y que, además, me estimula y acerca las herramientas para participar activamente en la construcción de un mundo más ancho, más justo y más rico (en todos sentidos).

Muchos maestros en México son así, a pesar de las circunstancias que hoy (todavía) y desde hace mucho llevan a que una persona aquí elija o asuma la condición de plantarse frente a un grupo de niños o jóvenes e intente enseñarles algo.

Desafortunadamente para ellos y para todos, muchos otros maestros mexicanos lo son, no por vocación o por elección libre y genuina, sino porque el país no les ofrece ninguna mejor opción. En Oaxaca o en Chiapas, por ejemplo, ¿qué otra opción, distinta al magisterio, ofrece un empleo formal, seguro y con prestaciones de ley?

A diferencia de otras profesiones, la de maestro/a tiene dos rasgos centralísimos muy particulares que ayudan a explicar su importancia y que hacen difícil gestionar su desempeño adecuada y oportunamente.

Primero, los efectos del quehacer de los docentes son enormes en términos colectivos. No es lo mismo ser dentista o contador o arquitecto que ser maestro o maestra. No es lo mismo, pues con todo lo importante que puede ser cualquier profesión, pocas otras tienen consecuencias tan amplias y directas en la vida de una colectividad.

Una segunda característica que distingue al magisterio tiene que ver con que las consecuencias del ejercicio docente para los alumnos y para la sociedad en su conjunto suelen tomar tiempo en materializarse y con el hecho de que la actividad docente tiende a ser inusualmente opaca. A diferencia de numerosas otras profesiones, en las que la baja calidad profesional tiene costos visibles en el corto plazo, en el caso de la docencia, el costo de un maestro mal preparado o poco motivado tarda (a veces mucho) en ser evidente. Además, y dada la poquísima transparencia de lo que ocurre al interior de un salón de clases en muchas escuelas y muchos sistemas educativos, la naturaleza y calidad de la labor docente tiende a permanecer oculta.

Estos rasgos de la profesión docente contribuyen a explicar por qué tanto sistemas educativos completos como escuelas en lo individual pueden llegar a experimentar deterioros tan grandes y/o a persistir, a pesar de su baja o incluso pésima calidad. Contribuyen a explicarlo, pues la ausencia o debilidad de costos de corto plazo claramente visibles, tienden a hacer muy difícil para los responsables interesados en hacerlo, corregir, a tiempo, el rumbo.

La debilidad extrema o, de plano ausencia, de procesos y criterios sistemáticos para evaluar el trabajo docente en el caso mexicano hasta hace muy poco, resultan clave para entender el estado, con pocas excepciones, lamentable de la educación nacional y sus enormes costos colectivos.

¿De quién es responsabilidad que tantísimos mexicanos y mexicanas no puedan expresarse con mínima corrección e inteligibilidad en su lengua materna? ¿De quién que tantos egresados de nuestros centros escolares –públicos y privados– carezcan de los conocimientos, habilidades y actitudes mínimas indispensables para ejercer como ciudadanos o para acceder a un empleo digno con posibilidades de crecimiento a futuro?

En lo más visible e inmediato, de los maestros y de un sistema político que ha fundado parte central de su funcionamiento en el control político del magisterio organizado. En el fondo, la responsabilidad es de una sociedad a la que, más allá de los discursos y los golpes de pecho, la calidad educativa le ha importado y le importa, en los hechos, muy poco.

Si quisiéramos, de verdad, ser el país que podemos ser, tendríamos que refundar la “celebración” del 15 de mayo. Tendríamos que celebrar y felicitar, desde luego, a todos aquellos que dedican sus días y sus noches a enseñar y hacer crecer a sus estudiantes. Pero, tendríamos que aprovechar la ocasión para ser honestos y decidir colectivamente qué educación queremos y qué estamos dispuestos a hacer en la realidad para lograrlo. Ello, para que la fecha fuera algo más promisorio que la ocasión recurrente para que los líderes de uno de los pocos grupos en México capaces (por su número y organización), en contubernio con las autoridades (argumentando para sus adentros, incansablemente, “razones de gobernabilidad”) puedan seguir obteniendo concesiones y prebendas que en nada –como ha quedado claro una y otra vez– benefician las perspectivas presentes y futuras de los millones de niños y jóvenes atrapados en nuestras escuelas.

Fuente del articulo: http://www.elfinanciero.com.mx/opinion/dia-del-maestro-1.html

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Lo imposible

Blanca Heredia

En Francia, recién ocurrió lo que hace unos meses parecía imposible.

En las presidenciales francesas ganó un hombre que hace un año ni siquiera era candidato.

Emmanuel Macron, todavía como ministro de Economía del presidente Hollande, inicia la construcción de un movimiento político independiente –En Marche!– el 6 de abril de 2016 a partir de cero. En agosto pasado deja el gobierno y el 16 de noviembre anuncia, oficialmente, su intención de contender como candidato a presidente en las elecciones de este año.

A fines de ese mismo noviembre, Francois Fillon, quien fuera primer ministro durante el gobierno del presidente Nicholas Sarkozy, es elegido como candidato de Les Republicains, partido de la derecha tradicional.

El 1 de diciembre, el presidente Hollande declara que no buscará la reelección. Unos días después, el 10 de diciembre, Macron convoca a su primera manifestación pública en París y asisten 10 mil personas.

El 24 de enero de este año, el periódico semanal Le Canard Enchainé publica información sobre las contrataciones del candidato de la derecha –Fillon– a sus familiares, en particular de su esposa como asistente parlamentaria, acusación que habrá de tener un alto costo para él. Benoit Hamon gana las primarias del partido socialista el 29 de ese mismo mes.

Para el 1 de febrero, y a sólo poco más de dos meses de haberse declarado candidato, Macron empieza a superar en las encuestas al, inicialmente favorito, Fillon. Entre febrero y abril gana adhesiones de políticos importantes, se multiplican su apoyo y crece en las encuestas.

El 23 de abril, Macron obtiene el mayor porcentaje de votos (24) en la primera vuelta de las elecciones presidenciales y pasa a contender por la presidencia contra la candidata de extrema derecha del partido Frente Nacional: Marine Le Pen.

Así, en casi un abrir y cerrar de ojos y rebasando, por arriba, por abajo y por los dos lados, al conjunto del establishment político francés, Emmanuel Macron pasa de iluso en pos de un sueño imposible a convertirse en el presidente más joven de Francia, después de Napoleón, en menos de un año.

¿Qué posibilidades existen de que algo parecido pudiera ocurrir en México el año que entra?

Si bien resulta imposible predecir lo que pasará en las presidenciales mexicanas de 2018, cuesta mucho trabajo imaginar que algo como lo sucedido en Francia el domingo pasado pudiese ocurrir en México en las elecciones del año que viene.

Para empezar, porque como bien nos ha recordado Leo Zuckermann en su artículo de ayer en Excélsior, en la reforma electoral de 2012 que hizo posible que un candidato/a independiente pudiese contender por la presidencia en México, los partidos políticos consiguieron que los costos y las trabas para el/la valiente que se animara a intentarlo fueran enormes.

Mientras que en Francia, como señala Zuckermann, a Macron le bastaron 500 firmas de votantes con cargos públicos, abrir una cuenta de banco especial para gastos de su campaña y hacer pública su declaración patrimonial, en México lograr, ya no digamos ganar, sino lograr, para empezar, que el nombre del candidato independiente llegue a aparecer en la boleta electoral en 2018 es una pesadilla. En contraste con Francia, en México a los aspirantes a contender como candidatos independientes a la presidencia de la República, además de trámites obtusos, complicados, costosos e interminables ante la autoridad electoral (el INE), los aspirantes a aparecer en la boleta han de conseguir juntar 85 mil firmas de votantes registrados en 17 entidades federativas diferentes. Todo ello, además, en un calendario plagado de incertidumbres y con tan sólo 120 días para realizar las actividades para conseguir las mencionadas firmas ciudadanas.

Estos requisitos abultados, laberínticos y absurdos, aunados a la falta de financiamiento público y al acceso a los medios de comunicación mínimamente equiparables a los que reciben los candidatos postulados por partidos políticos, configuran un escenario en el que el triunfo de un independiente aparezca hoy como extraordinariamente dificultoso.

Y lo es, por diseño, porque así lo quisieron los partidos políticos que armaron y aprobaron la reforma que hizo posible que, por primera vez, un candidato independiente compita electoralmente por ocupar la titularidad del Poder Ejecutivo federal el año que entra. Así lo quisieron, porque así convenía a sus intereses, y porque, entre el diseño y operación más general de nuestro sistema político y la escasez de vigor y organización ciudadanos, se salieron –como en tantas otras cosas– con la suya.

Puede haber sorpresas, ojalá las haya y que sean buenas (no como El Bronco, por ejemplo) y nos conduzcan a mejor puerto. Las reglas del juego que regirán las elecciones del año entrante, sin embargo, son como dados cargados a favor, claramente, de los partidos políticos.

Si bien ello limita, muy seriamente, el que pueda ocurrir en México algo como lo acontecido en Francia el domingo pasado, no habría que tirar la toalla. Lo peor que nos pudiera pasar es seguir hundiéndonos, quedándonos donde estamos.

Fuente del articulo: http://www.elfinanciero.com.mx/opinion/lo-imposible.html

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Perú, un país que sí va para adelante

Blanca Heredia

No es el paraíso, pero la capital de Perú presenta rasgos de una ciudad y de un país que, a diferencia de México y de la CDMX, claramente van por buen camino. En infinidad de cosas, Lima se parece mucho a la Ciudad de México. El paisaje urbano, la gente y los aparatosos abismos entre blancos y morenos, así como entre ricos y pobres son muy parecidos. Dos diferencias, con todo, me llamaron poderosamente la atención.

En primer lugar: la limpieza de Lima y su marcadísimo contraste con el cochinero completo que es la CDMX. Calles y plazas sin basura y bien mantenidas, desde luego en las zonas elegantes, pero también en buena parte de la ciudad. No es el caso, como sabemos, en la capital de México, donde ni siquiera en las zonas de altos ingresos las calles y las banquetas están limpias y/o en buen estado.

También me sorprendió mucho para bien, la amabilidad de la gente común en Lima y el extraordinario servicio que ofrecen los empleados de hoteles, universidades, restaurantes, tiendas, changarritos, taxis y demás. No es Asia, pero me recordó más a Asia que a México o a muchos países de América Latina. Amabilidad y calidez y, además, servicio eficiente y profesional provisto con respeto y dignidad (es decir, sin servilismos denigrantes).

Perú es un país más pobre que México. El ingreso per cápita allá es de alrededor de 60 por ciento del nuestro (datos de 2015). Pero, en marcado contraste con México, Perú viene creciendo fuerte económicamente desde hace 20 años. Tenemos así que, de acuerdo con datos del Banco Mundial, entre 1990 y 2015 el PIB per cápita de Perú creció 121 por ciento mientras que el de México aumentó tan sólo 31 por ciento. En el periodo 2000 a 2015, la tendencia fue aún más desfavorable para nosotros: 79 por ciento de crecimiento en Perú y 11 por ciento en México.

Podrían aducirse varias razones para explicar estos desempeños contrastantes.

Entre otras: el que (normalmente) es más fácil para una economía crecer rápido cuando el punto de partida es más bajo, y que, a diferencia de México, Perú gozó durante los 90 y 2000 de un boom asociado a la demanda insaciable de China y otros países pobres con alto crecimiento por recursos naturales y productos primarios (commodities).

Estos elementos, si bien contribuyen a explicar el buen desempeño de la economía peruana, resultan insuficientes para dar cabal cuenta de éste. No alcanzan, por ejemplo, para explicar por qué otras economías latinoamericanas que también se beneficiaron del boom global por productos primarios en los 2000 –como Argentina, Brasil, Bolivia o Ecuador– no consiguieron tasas de crecimiento tan altas y, sobre todo, sostenidas como Perú.

Para entender el éxito económico peruano hacen falta factores adicionales. Por ejemplo, las conocidas reformas estructurales, la adopción de políticas macroeconómicas prudentes orientadas a preservar la estabilidad de precios, así como el combate frontal y exitoso a Sendero Luminoso y la reducción de la violencia e inseguridad, impulsadas, todas ellas, durante los 90, por el entonces presidente Alberto Fujimori. Resultan indispensables también, sin embargo, otros elementos entre los que destaca un sistema judicial considerablemente más funcional a la estabilidad, la gobernabilidad y el crecimiento respecto al mexicano o el de otros países de la región.

En este último sentido, llama especialmente la atención como signo y termómetro de un sistema de justicia efectivo el que el hombre, enormemente polémico sí, pero también reconocido como responsable de sentar las bases del éxito peruano de las últimas dos décadas
–Alberto Fujimori– esté en la cárcel desde 2009. El expresidente Fujimori cumple una condena de 25 años en Perú por crímenes de lesa humanidad y por actos de corrupción.

¿Cuántos otros presidentes en América Latina con récords análogos en materia de corrupción y derechos humanos han sido juzgados, condenados y encarcelados por los sistemas de justicia de sus países?

Muy pocos. Sobresalen, entre estos, los casos de Fujimori (cárcel) y de Pinochet (arresto domiciliario).

Apenas un signo, pero un signo poderoso de que, al concluir sus mandatos, sus países se ocuparon de llevar adelante reformas de fondo en materia de justicia, mismas que hicieron posible castigar los crímenes de dos expresidentes muy poderosos, quienes impulsaron virajes mayúsculos en sus respectivos países.

Ello, junto con reformas estructurales parecidas a las mexicanas, pareciera haber contribuido a generar condiciones para procesos de estabilidad política y crecimiento económico dinámico sostenido.

No digo, en absoluto, que sea la condena y encarcelamiento en sí de estos personajes lo que explique el éxito (claro) de Chile y (por consolidarse) del Perú.

Lo que apunto es que esas decisiones sugieren la transición hacia sistemas de justicia mucho menos dependientes que el mexicano del poder político, y que ello pudiera ayudar a explicar el muy buen desempeño económico de esos dos países.

En México se han llevado a cabo todo género de reformas. La indispensable que falta es una que separe en serio a la justicia de la política y que haga de la primera el piso cierto para resolver nuestros conflictos y llamar a cuentas a los que cometen crímenes en contra de todos. Sin una reforma de justicia, seguiremos dando tumbos en medio del mugrero.

Fuente del articulo: http://www.elfinanciero.com.mx/opinion/peru-un-pais-que-si-va-para-adelante.html

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Adiós a Sartori

Blanca Heredia

Cáustico y polémico, sin duda, pero también pensador lúcido, creativo y preciso, como pocos. Leí la noticia acerca de su muerte y sentí un quiebre interno con la historia. Con la mía, sí, pero también con la grande, con la de todos. Sartori, eminente politólogo e intelectual público italiano, encarnaba uno de esos goznes privilegiados entre el conocimiento acumulado de Occidente y la realidad presente, abarcada y escudriñada, desde una mirada filosa, ordenada, sabia e irreverente.

Giovanni Sartori nació en Florencia en 1924, estudió filosofía y ciencias sociales en Italia y fue el primer catedrático en ciencia política en ese país. Hacia mediados de los setenta, se mudó a Estados Unidos y fue profesor de esa misma disciplina en Stanford, Harvard, Yale y Columbia. En esta última, ocupó la Cátedra Albert Schweitzer para las Humanidades entre 1979 y 1994, y a su retiro fue nombrado profesor emérito.

Tras su retiro de la Universidad de Columbia, regresa a vivir a Italia, pero no para de viajar por el mundo (y de visitar, con frecuencia México y América Latina). En su tierra natal, sigue escribiendo y asume un rol crecientemente visible como intelectual público y como crítico de todo lo que ve como negador y empobrecedor de la razón y la democracia (Berlusconi, el multiculturalismo, el predominio de la imagen por sobre el pensamiento abstracto). Publica su último libro –El camino hacia ningún lugar: Diez lecciones sobre nuestra sociedad en peligro– en el 2015 y alcanza, en una entrevista en 2016, a referirse a la posible victoria de Trump como el augurio y símbolo de la “la consagración del homo cretinus”.

Sartori es especialmente conocido por sus contribuciones centralísimas al estudio de la democracia, los partidos políticos y la ingeniería constitucional comparada desde una perspectiva que, sin renunciar a los ideales, concentra su atención en analizar las realidades del poder y la política. Menos conocidas (especialmente en castellano), aunque igualmente significativas, son sus aportaciones sobre los aspectos metodológicos y conceptuales de la ciencia política, en particular, y de las ciencias sociales, en general.

Nuestro conocimiento de la realidad, señaló Sartori una y otra vez en su obra, está irremediablemente mediado por el lenguaje. Si el lenguaje que empleamos para preguntarnos sobre de qué está hecho y qué significa un determinado fenómeno es impreciso, el conocimiento resultante tenderá a ser, inevitablemente, deficiente. Coincido con Sartori: somos prisioneros del lenguaje. Sólo vemos y aquello para lo cual tenemos palabras y conceptos; sólo podemos pensar, en sentido fuerte, si contamos con términos y conceptos precisos. Sin ellos, no podemos ver ni entender nada.

Las palabras son como lentes: entre más borrosos y carentes de foco, menos útiles para orientarnos y para distinguir unas cosas de otras. La ambigüedad de un concepto o de un término puede resultar muy provechoso para el político que no tiene ninguna intención de comprometerse realmente con nada o para evitarnos a todos (en público o en privado) tener que fijar una posición y asumir la responsabilidad correspondiente. Para conocer la realidad y para intentar transformarla, así como para comunicarnos en serio con alguien con quien nos interese comunicarnos, el dejar en el aire el posible significado de un término no suele resultar especialmente útil.

Lo de Sartori eran la precisión conceptual, la claridad analítica y una capacidad inigualable para nombrar lo no nombrado y, en ese acto, organizarnos el mundo. A esa habilidad genial suya para conceptualizar y nombrar lo antes informe o invisible le debemos, entre otros, conceptos tales como “partido hegemónico” (el PRI) u “homo videns” (el que sólo puede aprehender lo que ve y es incapaz de pensamiento abstracto).

Hombre singularmente elegante y singularmente intolerante frente a la ignorancia y la tontería. Amante de la buena vida, conversador extraordinario y polemista brillante. Pensador, reitero, capaz de traer a colación, para iluminar el presente y el futuro de nuestra vida social y política, lo mejor de la tradición intelectual de Occidente (la duda metódica, el amor por las palabras bien definidas). Una mente poderosa en la que combinaban, de manera inusualmente clara y consistente, el rigor lógico, la crítica exigente y la creatividad a borbotones.

Una mirada valiente y ordenada, siempre abierta a las sorpresas y vicisitudes del presente. Una mirada abarcadora y aguda, comprometida con el valor de la libertad y la necesidad imperativa de hacerse cargo de las realidades luminosas y oscuras del poder político.

Nos quedan sus libros, sus entrevistas, su artículos académicos y los del Corriere della Sera. Se nos fue, sin embargo, ese hombre con porte de príncipe que reunía, en una misma persona, la honestidad intelectual a pruebas de balas; el crítico implacable de la democracia liberal y su defensor más denodado; el maestro inigualable; y esa presencia suya, fortísima, animada por la pasión no por glosar el devenir social y político, sino por entenderlo y hacer comprensible su arquitectura de fondo.

Fuente del articulo: http://www.elfinanciero.com.mx/opinion/adios-a-sartori.html

Fuente de la imagen: http://www.elfinanciero.com.mx/files/article_main/uploads/2017/04/04/58e3e0a206693.jpg

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