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Escolaridad entre adultos y gasto educativo en México

Por: Blanca Heredia

México sigue teniendo muchos adultos de entre 25 y 64 años con sólo estudios de primaria o menos, y una baja proporción de estos con educación superior. Así lo indica el Panorama de la Educación (2017) publicado por la OCDE el mes pasado.

Frente al 2% de la población adulta en los países de la OCDE con primaria o menos, en México 14% de los adultos están en esa situación. Además, casi 2 de cada 10 de ellos (17%) cuenta sólo con educación primaria en contraste con el promedio OCDE, de 6%. En suma, una tercera parte de la población mexicana adulta tiene como máximo grado de escolaridad primaria o menos que primaria.

En Chile, la situación es sensiblemente mejor que la nuestra. Ahí, la población adulta con estudios menores a la primaria es de 7% y la proporción con sólo primaria es de 6%. Otros países de la región, sin embargo, están igual o peor que nosotros. Con primaria o menos: 26% de los adultos en Argentina, 37% en Brasil, y 42% en Costa Rica.

Por lo que hace a la población adulta con algún tipo de educación superior (ciclo corto poseducación secundaria, licenciatura, maestría o doctorado), en México poco menos de 2 de cada 10 (17%) tiene estudios superiores. Ello, frente al promedio de los países de la OCDE, que es de 37%.

El gasto en educación no alcanza para explicar las variaciones en escolaridad entre países, pero conviene no olvidarlo, pues, para explicar los resultados educativos, también, importa cuánto y cómo se gasta en ello. Al respecto, destacan, para el caso mexicano, dos datos en particular.

Primero, el hecho de que México, si bien destina una proporción importante de su PIB y de su gasto público a la provisión de servicios educativos, en términos absolutos (USD equivalentes), gasta bastante menos por estudiante en todos los niveles educativos (por separado y en conjunto) que el promedio de los países de la OCDE. Así, en total (por estudiante y desde preescolar hasta educación superior), México invierte menos de la mitad (40%) de lo que invierten, en promedio, los países de la OCDE: 22,002 contra 55,399 USD equivalentes.

El gasto en términos absolutos importa, pero, reitero, no alcanza para sugerir explicaciones convincentes sobre niveles de escolaridad en la población adulta. Indicio de ello es que países con gasto por alumno para todos los niveles educativos similares a los de México, presentan niveles de escolaridad entre sus adultos muy distintos a los de los nuestro. Por ejemplo, Chile, cuyo gasto total por alumno desde preescolar hasta educación superior es de 24,836 (similar al nuestro) y en el que, sin embargo, la proporción de adultos con sólo primaria o menos es de sólo 13%.

Un segundo dato, probablemente más importante para echar luz sobre las variaciones nacionales en la escolaridad de su población adulta, tiene que ver la distribución del gasto entre niveles educativos. En ese rubro, México destaca por la distancia entre el gasto por alumno de primaria con respecto al promedio de los países de la OCDE (2,896 vs. 8,733 USD) y a países como Chile (4,321 USD), así como, y muy especialmente, en la diferencia entre el gasto por alumno de primaria y por alumno en educación superior. En México, 3 veces más para los segundos que para los primeros, mientras que el promedio de la OCDE es de 2 veces y el de Chile 1.6 veces.

El gasto no lo explica todo, pero convendría entender mejor por qué en México gastamos más por alumno de educación superior que por alumno de primaria, y cómo se relaciona eso con nuestra muy alta proporción de alumnos con sólo primaria o menos, así como con el todavía muy bajo porcentaje de adultos con educación superior.

Fuente: http://www.educacionfutura.org/escolaridad-entre-adultos-y-gasto-educativo-en-mexico/

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El presupuesto (o el eslabón perdido en la relación entre evaluación y educación de calidad)

Blanca Heredia

En las reformas legislativas que dieron cuerpo a la reforma educativa impulsada desde fines de 2012, la evaluación, la rendición de cuentas y la transparencia aparecen explícita y reiteradamente como condiciones y garantes centrales de la calidad educativa. Ha sido así desde el principio y a todo lo largo de los procesos de cambio legislativo, normativo y programático asociados con la reforma educativa.

Por ejemplo, en los debates parlamentarios sobre la reforma del artículo 3º constitucional, en la exposición de motivos de los diversos proyectos de reforma, así como en el texto de reforma aprobado en febrero de 2013, a la evaluación, la rendición de cuentas y la transparencia se les asigna un papel clave en hacer posible y exigible el derecho constitucional de todos los mexicanos a una educación de calidad.

Ocurre, sin embargo, que en el marco legal vigente se omitió uno de los vehículos potencialmente más poderosos para hacer de la rendición de cuentas palanca efectiva para mejorar la calidad educativa. Me refiero al presupuesto y, más concretamente, a la obligación de asociar el presupuesto educativo a la evaluación y la rendición de cuentas en la materia por parte de los diversos actores gubernamentales que intervienen en ello.

No pasó desapercibido este hecho a los legisladores que, en su momento, discutieron la inclusión del derecho a una educación de calidad en el texto constitucional. De hecho, en su exposición de motivos a favor de la reforma del 3º constitucional, tanto el PRD como el PAN incluyeron posicionamientos en ese sentido.

El PRD en los siguientes términos: “Como complemento, en el artículo 73 constitucional se propone añadir el principio de que las aportaciones económicas correspondientes al servicio público de educación se harán con base en la evaluación de los diferentes componentes del Sistema Educativo Nacional, así como el desempeño de los programas, políticas, instituciones y actores educativos, buscando unificar y coordinar la educación en toda la República”.

Por su parte, el PAN lo hizo de la siguiente manera: “Los resultados de la evaluación educativa deben determinar las aportaciones económicas al servicio público de la educación; es decir, que la evaluación tenga implicaciones presupuestales”.

Nada de esto llegó al texto aprobado de la reforma del artículo 3º constitucional o a algún otro ordenamiento jurídico. La vinculación entre presupuesto y rendición de cuentas en materia de calidad educativa fue, simple y llanamente, omitida.

Diseñar un esquema que haga del presupuesto instrumento para vincular de manera justa y eficiente la evaluación y la rendición de cuentas con la calidad educativa no es, en absoluto, fácil. Lograrlo supone sortear dificultades técnicas enormes (por ejemplo, generar criterios, instrumentos e indicadores de qué se entiende por “calidad educativa”). Sin negar estas dificultades, la ausencia del tema en nuestro marco legal reformado sugiere la operación de obstáculos más de peso; es decir, políticos.

De ahí que ni se mencione el asunto. De ahí también y en mucho el que, casi por terminar el sexenio de la reforma educativa más ambiciosa en las últimas décadas, no contemos con criterios o indicadores para evaluar lo que –a nivel legal y de política pública– constituye el eje vertebrador de todo el esfuerzo: elevar la calidad educativa. ¿Si no afecta los dineros, para qué ocuparse?

Fuente del articulo: http://www.elfinanciero.com.mx/opinion/el-presupuesto-o-el-eslabon-perdido-en-la-relacion-entre-evaluacion-y-educacion-de-calidad.html

Fuente de la imagen: http://www.elfinanciero.com.mx/files/article_main/uploads/2017/09/13/59b8cfe823959.jp

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Calidad educativa: la necesidad de una reforma sistémica

06 de septiembre de 2017 / Fuente: http://www.educacionfutura.org

Por: Blanca Heredia

A la reforma educativa impulsada en México desde finales de 2012, pueden y deben criticársele muchas cosas, pero es difícil negarle su orientación, llamémosla “sistémica”. Básicamente lo que distingue a esta reforma, no es el haber introducido tal o cual innovación particular, sino su intención declarada de promover cambios concatenados para reordenar la estructura general del sistema. Así conviene notarlo, para así analizarla, discutirla y evaluarla en sus propios términos.

Importa el tema, pues –a pesar de que lo llevan inscrito en el nombre– con frecuencia se olvida que los sistemas educativos son, en efecto, sistemas. Estructuras en las que la configuración de relaciones dentro de las cuales están organizadas las partes conforma un todo, cuya operación no puede reducirse a la simple suma de esas partes. En términos más técnicos: un sistema –especialmente aquellos, como el educativo, que son dinámicos y complejos– se caracteriza por desplegar “propiedades emergentes”. Propiedades y/o resultados que no son producto de la intención de los agentes individuales que los componen, sino de la operación conjunta de todos ellos.

Grupos de funcionarios, una o muchas maestras, una o varias directora de escuela, pueden llevar a cabo acciones potencialmente útiles para mejorar los aprendizajes de sus alumnos y, sin embargo, conseguir resultados magros o, de plano, fracasar en el intento. Algo así ha venido ocurriendo desde hace algún tiempo no sólo en México, sino también en muchos sistemas escolares del mundo. Reformas y más reformas que, sin embargo, con muy pocas excepciones no consiguen mejorar la calidad educativa.

Como bien señala un texto brillante al respecto1 de Lant Pritchett, profesor de la universidad de Harvard y actualmente director del proyecto RISE (Research on Improving Systems of Education), lo más intrigante de la gran mayoría de estos esfuerzos no es su limitado éxito general, sino el hecho de que lo que funciona en un lado no funciona en otro.

La investigación más rigurosa disponible muestra, de hecho, que prácticamente ninguna de las “mejores prácticas” para elevar la calidad educativa –currículos siglo XXI, menos alumnos por profesor, descentralización, evaluación, transparencia– tiene resultados similares en distintos contextos. A veces la descentralización ayuda, otras no. En algunos casos, la evaluación docente logra detonar mejoras en los aprendizajes, pero en muchos otros no.

Y así, sucesivamente, para casi todas las recomendaciones de política educativa “basadas en evidencia”, por la sencilla razón de que dicha “evidencia” varía –con frecuencia radicalmente– de un contexto (de un sistema) a otro.

Para explicar esta situación, Pritchett propone una hipótesis muy útil. Dado que los sistemas educativos son “sistemas” y la mayoría de ellos se construyeron NO con el objetivo de proveer calidad educativa, sino de atender la demanda de espacios en las aulas, las reformas a favor de la calidad tienden a naufragar, pues chocan con la lógica y organización real de tales sistemas.

Un gobierno puede introducir cambios razonables y prima facie adecuados para mejorar lo que aprenden los alumnos. Si ello ocurre, sin embargo, en un sistema educativo cuya razón de ser, lógica profunda y coherencia interna se orienta centralmente a proveer acceso a las escuelas, lo más probable es que el intento fracase. Lo anterior sucederá, pues lo que privilegiarán los diversos actores que integran al sistema es atender el tema de acceso (admitir a la mayor cantidad de alumnos, disminuir la repetición, asegurar que todos pasen al siguiente grado/ciclo escolar) más allá de si aprenden o no los estudiantes alguna cosa en el proceso.

Privilegiarán todo esto, pues, en la práctica cotidiana de un sistema escolar articulado en torno a proveer y expandir cobertura, lo que cuenta y se cuenta, lo que se premia o se castiga es contribuir (o no) a ello.

En el caso de México, como en la mayoría de los sistemas educativos en países de ingresos medios y bajos, intentar, en serio, mejorar la calidad educativa involucra la necesidad de introducir no tal o cual cambio específico y discreto (reforma curricular, evaluación, nuevos métodos pedagógicos, etc.), sino reorganizar la lógica del conjunto del sistema. Requiere, en suma, transitar de un sistema estructurado para ampliar cobertura a uno que permita reconciliar acceso con aprendizajes efectivos en los salones de clase.

Es por ello celebrable el que la Reforma Educativa en curso en México se haya planteado como intención –si no desde el principio, al menos sobre la marcha– de reordenar el sistema escolar en conjunto. Dicho esto, resulta indispensable señalar que, vista como cambio sistémico, la reforma presenta, al menos, dos faltantes mayúsculas.

La primera es que a la fecha no contamos con una definición oficial, consistente, clara y medible de “calidad educativa” –centrada, obviamente, en los aprendizajes de los alumnos– que pudiera ser empleada para orientar, en los hechos, la conducta de los millones de agentes que conforman el sistema escolar.

La segunda es que en ninguna parte de las numerosas reglas y documentos vinculados a la reforma encuentro algún planteamiento (traducible en nuevas rutinas burocráticas o formas de contabilizar conductas deseables) con respecto a cómo piensan los reformadores reconciliar –en la práctica cotidiana de las escuelas, de los maestros y los alumnos– cobertura y calidad educativa.

Se trata de dos vacíos graves para una reforma que se pretende sistémica. Urgiría atenderlos.

Fuente artículo: http://www.educacionfutura.org/calidad-educativa-la-necesidad-de-una-reforma-sistemica/

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Calidad educativa, la necesidad de una reforma sistémica

Por: Blanca Heredia

A la reforma educativa impulsada en México desde finales de 2012 pueden y deben criticársele muchas cosas, pero es difícil negarle su orientación, llamémosla ‘sistémica’. Básicamente lo que distingue a esta reforma no es el haber introducido tal o cual innovación particular, sino su intención declarada de promover cambios concatenados para reordenar la estructura general del sistema. Así conviene notarlo, para así analizarla, discutirla y evaluarla en sus propios términos.

Importa el tema, pues –a pesar de que lo llevan inscrito en el nombre– con frecuencia se olvida que los sistemas educativos son, en efecto, sistemas. Estructuras en las que la configuración de relaciones dentro de las cuales están organizadas las partes conforma un todo, cuya operación no puede reducirse a la simple suma de esas partes. En términos más técnicos: un sistema –especialmente aquellos, como el educativo, que son dinámicos y complejos– se caracteriza por desplegar ‘propiedades emergentes’. Propiedades y/o resultados que no son producto de la intención de los agentes individuales que los componen, sino de la operación conjunta de todos ellos.

Grupos de funcionarios, una o muchas maestras, una o varias directoras de escuela, pueden llevar a cabo acciones potencialmente útiles para mejorar los aprendizajes de sus alumnos y, sin embargo, conseguir resultados magros o, de plano, fracasar en el intento. Algo así ha venido ocurriendo desde hace algún tiempo no sólo en México, sino también en muchos sistemas escolares del mundo. Reformas y más reformas que, sin embargo, con muy pocas excepciones no consiguen mejorar la calidad educativa.

Como bien señala un texto brillante al respecto(1) de Lant Pritchett, profesor de la universidad de Harvard y actualmente director del proyecto RISE (Research on Improving Systems of Education), lo más intrigante de la gran mayoría de estos esfuerzos no es su limitado éxito general, sino el hecho de que lo que funciona en un lado no funciona en otro.

La investigación más rigurosa disponible muestra, de hecho, que prácticamente ninguna de las ‘mejores prácticas’ para elevar la calidad educativa –currículos siglo XXI, menos alumnos por profesor, descentralización, evaluación, transparencia– tiene resultados similares en distintos contextos. A veces la descentralización ayuda, otras no. En algunos casos, la evaluación docente logra detonar mejoras en los aprendizajes, pero en muchos otros no.

Y así, sucesivamente, para casi todas las recomendaciones de política educativa ‘basadas en evidencia’, por la sencilla razón de que dicha ‘evidencia’ varía –con frecuencia radicalmente– de un contexto (de un sistema) a otro.

Para explicar esta situación, Pritchett propone una hipótesis muy útil. Dado que los sistemas educativos son ‘sistemas’ y la mayoría de ellos se construyeron NO con el objetivo de proveer calidad educativa, sino de atender la demanda de espacios en las aulas, las reformas a favor de la calidad tienden a naufragar, pues chocan con la lógica y organización real de tales sistemas.

Un gobierno puede introducir cambios razonables y prima facieadecuados para mejorar lo que aprenden los alumnos. Si ello ocurre, sin embargo, en un sistema educativo cuya razón de ser, lógica profunda y coherencia interna se orienta centralmente a proveer acceso a las escuelas, lo más probable es que el intento fracase. Lo anterior sucederá, pues lo que privilegiarán los diversos actores que integran al sistema es atender el tema de acceso (admitir a la mayor cantidad de alumnos, disminuir la repetición, asegurar que todos pasen al siguiente grado/ciclo escolar) más allá de si aprenden o no los estudiantes alguna cosa en el proceso.

Privilegiarán todo esto, pues, en la práctica cotidiana de un sistema escolar articulado en torno a proveer y expandir cobertura, lo que cuenta y se cuenta, lo que se premia o se castiga es contribuir (o no) a ello.

En el caso de México, como en la mayoría de los sistemas educativos en países de ingresos medios y bajos, intentar, en serio, mejorar la calidad educativa involucra la necesidad de introducir no tal o cual cambio específico y discreto (reforma curricular, evaluación, nuevos métodos pedagógicos, etcétera), sino reorganizar la lógica del conjunto del sistema. Requiere, en suma, transitar de un sistema estructurado para ampliar cobertura a uno que permita reconciliar acceso con aprendizajes efectivos en los salones de clase.

Es por ello celebrable el que la reforma educativa en curso en México se haya planteado como intención –si no desde el principio, al menos sobre la marcha– de reordenar el sistema escolar en conjunto. Dicho esto, resulta indispensable señalar que, vista como cambio sistémico, la reforma presenta, al menos, dos faltantes mayúsculas.

La primera es que a la fecha no contamos con una definición oficial, consistente, clara y medible de ‘calidad educativa’ –centrada, obviamente, en los aprendizajes de los alumnos– que pudiera ser empleada para orientar, en los hechos, la conducta de los millones de agentes que conforman el sistema escolar.

La segunda es que en ninguna parte de las numerosas reglas y documentos vinculados a la reforma encuentro algún planteamiento (traducible en nuevas rutinas burocráticas o formas de contabilizar conductas deseables) con respecto a cómo piensan los reformadores reconciliar –en la práctica cotidiana de las escuelas, de los maestros y los alumnos– cobertura y calidad educativa.

Se trata de dos vacíos graves para una reforma que se pretende sistémica. Urgiría atenderlos.

(1) “Creating Education Systems Coherent for Learning Outcomes: Making the Transition from Schooling to Learning”, RISE, diciembre 2015.

Twitter: @BlancaHerediaR

Fuente: http://www.elfinanciero.com.mx/opinion/calidad-educativa-la-necesidad-de-una-reforma-sistemica.html

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Una época ansiosa (un libro que ayuda a entender a los Estados Unidos hoy)

Blanca Heredia

“La nuestra es una época ansiosa –La época ansiosa. Un momento en el que las tribulaciones espirituales en los Estados Unidos parecieran más fuertes que en ningún otro momento, quizá, desde los 1730”. Así arranca su libro, An Anxious Age: The Post-Protestant Ethic and the Spirit of America, Joseph Bottum, ensayista, conocedor de temas religiosos y crítico literario norteamericano.

Una aseveración fuerte y osada. Una, también, que rompe con el guion subyacente de mucha de la cháchara previsible que, con frecuencia, se ostenta hoy como análisis y crítica del presente. Aseveración fuerte y osada, pues habla del presente en los Estados Unidos, como “LA” época ansiosa.

Aseveración disruptiva y útil, pues, en lugar de repetir lo de todos, trae de regreso a la mesa un tema clave para esclarecer algunas de las razones de fondo detrás del estado (lamentable) que guarda la vida pública en aquel país.

El tema grande que Bottum nos invita a volver a mirar es la religión con mayúsculas. La religión entendida como una respuesta central a las necesidades espirituales de los seres humanos. Subrayo, la religión no como hecho sociológico o como “ideología” o como dogma encarnado en instituciones.

La religión puede ser y es todo eso otro. Sin embargo, señala Bottum, antes que nada y conseguir tener cualquier efecto (bueno o malo), la religión tiene que ser entendida como creencia vivida, real y profunda. Como acto de fe con respecto al valor y verdad de ciertos hechos, valores y prácticas a través de los cuales el creyente le da sentido al mundo y aquieta de veras su zozobra frente a lo que lo excede, lo inquieta y lo pone ansioso. Por ejemplo, la muerte o el contenido cierto del bien y del mal.

Para los no creyentes, los científicos sociales y, más generalmente, para un momento histórico en el que las única razones comprensibles son las de la racionalidad fría (el cálculo costo-beneficio) y los datos, resulta mucho más fácil “explicar” y “entender” lo religioso como “falsa conciencia” o como “capital social”, restándole todo lo que no “computa” desde la racionalidad y los datos.

El problema, nos dice Bottum, es que, en el camino, acabamos restándole al fenómeno religioso todo lo que tiene, justamente, de religioso.

Desde ese lugar, casi inaccesible desde la pura razón de las sumas y las restas comprobables, aborda el autor de La Época Ansiosa el asunto que constituye el objeto y la tesis central del libro. A saber: el debilitamiento profundo del protestantismo tradicional (“mainline” ) en los Estados Unidos de los años 1970 en adelante y sus consecuencias –catastróficas, a juicio de Bottum– para la vida pública de ese país.

Con pluma ágil y a través de un texto que combina viñetas de personajes prototípicos de lo que el autor denomina “post-protestantismo” (adhesión a muchos de los valores centrales del protestantismo norteamericano tradicional aggiornado, por parte de sujetos que, sin embargo, ya no creen en las verdades religiosas y no ejercitan las prácticas rituales y sociales que les daban sustento efectivo a aquellos valores) con fragmentos de erudición en materia teológica y amplio conocimiento de la historia norteamericana, Bottum arma una interpretación muy interesante y plausible sobre la naturaleza y orígenes de la descomposición que vive en la actualidad la vida pública, en general, y la vida política, en particular, en los Estados Unidos de América.

Para Bottum, lo cito: “El protestantismo le dio a los norteamericanos un código de maneras y costumbres. Una mentalidad y una condición anímica. Una forma de ser en el mundo. Un fundamento político. Una definición como nación”.

El protestantismo funcionó como cemento –fundacional, básico y compartido– de la nación, la sociedad y el sistema político norteamericano. Lo hizo, pues los fundadores de esa comunidad, y, luego, una masa crítica lo suficientemente grande y poderosa, creía, en efecto, en cosas como que la salvación se ganaba con el trabajo y en que decir mentiras, estafar o robar estaba MAL y desataba la ira de Dios en contra de él o la que incurría en ellas.

Esas creencias compartidas, combinadas con prácticas cotidianas de millones orientadas por esas creencias, y con la ausencia de una sola organización eclesiástica que las representase, le ofreció un lenguaje moral compartido a la vida pública en ese país e hizo posible reconciliar, de forma inusualmente productiva y fértil, libertad individual y vida ordenada en colectivo.

A partir de la década de los 1970, las creencias de fondo que hicieron del protestantismo eje vertebral de la vida colectiva en los Estados Unidos, se fueron debilitando.

Fue ganando terreno el ánimo descreído característico de la modernidad secular, y perdiendo anclas el sustrato de fe compartido de una vida en común capaz de reconciliar orden y diversidad. Si bien echo en falta una explicación mejor y más detallada de cómo ocurrió todo esto, la tesis central del libro sigue pareciéndome iluminadora.

Iluminadora en el sentido de que me ayuda a entender cosas como Trump no condenando, de entrada, el fin de semana pasado a los supremacistas blancos y a los neonazis en Virginia.
Cosas importantes, como el hecho mismo de que un sujeto como Donald Trump haya conseguido convertirse en presidente de los estadounidenses.

Fuente del articulo: http://www.elfinanciero.com.mx/opinion/una-epoca-ansiosa-un-libro-que-ayuda-a-entender-a-los-estados-unidos-hoy.html

Fuente de la imagen: http://www.elfinanciero.com.mx/files/article_main/uploads/2017/08/16/5993e616572c7.jpg

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¿Cómo vamos en calidad educativa?

16 de agosto de 2017 / Fuente: http://www.educacionfutura.org

Por: Blanca Heredia

Desde principio de siglo, el tema en educación en México ha sido la calidad educativa. En torno a ésta y en el afán de mejorarla se han promulgado y modificado muchas leyes y reglamentos, se han creado numerosos programas, y se han pronunciado un sinnúmero de discursos.

¿Ha tenido todo esto algún efecto sobre la calidad de los aprendizajes en el país?

Durante el sexenio de Fox se hicieron públicos, por primera vez, los resultados de México en una prueba internacional de logro (PISA 2000) y se fundó el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (2002) con el objetivo de contribuir, vía la evaluación educativa, a elevar la calidad de la educación nacional.

También inició el Programa Escuelas de Calidad; se montó un gran acuerdo nacional –Compromiso Social por la Calidad de la Educación– integrado por empresarios, magisterio organizado, iglesias y ONG; y se echaron a andar los trabajos para la Reforma Integral de la Educación Básica, así como para la primera prueba nacional de logro educativo (ENLACE).

Durante el gobierno de Calderón, el énfasis sobre la importancia de elevar la calidad educativa se mantuvo. Destacan al respecto: la puesta en marcha, anualmente, de la prueba ENLACE –misma que se aplicó en todas las escuelas del país–, primero en educación básica y, más tarde, en media superior; la Reforma Integral de la Educación Media Superior; y, muy particularmente, la negociación y ejecución de una reforma denominada Alianza por la Calidad Educativa.

Esta última reforma, acordada entre el gobierno federal y el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), incluyó como componente clave la introducción (inédita en la historia del país), de concursos de ingreso para la ocupación de puestos docentes en el sistema de educación pública.

Si bien los concursos sólo se aplicaron para plazas docentes nuevas y vacantes definitivas, el uso de pruebas basadas en conocimientos y habilidades para acceder a un puesto docente (en sustitución de las prácticas clientelares tradicionales, administradas conjuntamente por los liderazgos del SNTE y las autoridades educativas federales y estatales), supuso un cambio de fondo en la estructura del sistema educativo y abrió el camino para una reforma más amplia en el mismo sentido impulsada, desde el inicio del sexenio, durante la administración de Enrique Peña Nieto.

La centralidad concedida por el gobierno federal a la necesidad imperiosa de elevar la calidad educativa, ha alcanzado su punto culminante durante la presente administración. Más allá del discurso, de 2013 a la fecha se han introducido reformas legales y transformaciones en política educativa (sobre todo en la parte “política” e institucional de la materia) de gran envergadura. Todo ello ha tenido como objetivo declarado y fundamental: mejorar los aprendizajes de los alumnos mexicanos y lograr que se adecúen a las realidades y desafíos del siglo XXI.
Las transformaciones en la conducción y regulación del sistema educativo nacional, impulsadas por la administración de Peña Nieto, son muy numerosas.

Desde el punto de vista del objetivo declarado de elevar la calidad educativa, cuatro resultan especialmente importantes.

En primerísimo término, la transición hacia un sistema de acceso, ascenso y permanencia en (todos) los puestos docentes y directivos basada, ya no en las prácticas clientelares tradicionales, sino en evaluaciones estandarizadas orientadas a determinar qué tanto un candidato y/o un docente en funciones cuenta con los conocimientos y las habilidades para ser maestro/a, para ser ascendido y/o para permanecer en el cargo.

En segundo lugar, reformas para ordenar el manejo presupuestal de las plazas docentes federales (las más numerosas). Tercero, programas para atender las (acuciantes) necesidades de infraestructura en las escuelas con mayores carencias. Cuarto, una propuesta detallada de nuevos currículos y prácticas pedagógicas centradas en la adquisición de saberes y habilidades fundamentales, y en el desarrollo de la capacidad de “aprender a aprender” en los estudiantes.

Muy bien que la calidad educativa se haya vuelto tan central. Pero, subsisten varios problemas serios. Entre otros, el asunto de a quién y a cuántos les importa el asunto lo suficiente para exigirle al gobierno continuidad y resultados.

También el desafío gigantesco de las carencias administrativas y de personal para hacer realidad leyes y programas en el aula; la inadecuada preparación de muchísimos maestros en servicio para encarar la tarea; y la insuficiente y muy inequitativa distribución de recursos materiales y humanos para que las escuelas mexicanas puedan impulsar mejores aprendizajes.

Un reto (mayúsculo) adicional es que los datos disponibles indican que no ha habido mucho avance y resultan insuficientes para saber –con certeza– acerca de posibles logros puntuales, en especial para los años más recientes. La prueba ENLACE se suspendió en febrero de 2014.

Fue sustituida por PLANEA, pero esta sólo se aplicó, censalmente, en 2015, y los resultados de su aplicación –acotada– en 2016 no son consultables (¡no se pueden bajar de la página web de PLANEA!).

Nos queda PISA 2015, pero, por desgracia, los resultados de ese año son casi iguales que en 2000 y, además, no son representativos a nivel entidad federativa (no nos alcanzó para ello, a pesar de ser la 14ª o 15ª economía del mundo).

Habrá que esperar a PISA 2018, a que aumente la oferta de empleo calificado formal, o a que nos ilumine la “fe” y consigamos ver los logros, aunque no haya datos para respaldarlos.

Fuente artículo: http://www.educacionfutura.org/como-vamos-en-calidad-educativa/

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Talentum-Universidad, tercera edición

Blanca Heredia

Hace unas semanas, el programa Talentum-Universidad 2017 –que tiene como propósito contribuir a encontrar y formar a una nueva generación de líderes para México– tuvo su clausura. Al igual que en las dos ediciones anteriores, este año participaron en el programa 60 estudiantes universitarios (30 mujeres y 30 hombres), seleccionados de forma competitiva y rigurosa, de entre miles de universitarios de todo el país.

Si bien toma tiempo hacer un balance de lo caminado y lo alcanzado, aquí unas primeras notas.

El principal objetivo de Talentum-Universidad: los líderes que nos hacen falta –programa del área de educación y política educativa del CIDE, apoyado y hecho posible por la Subsecretaría de Educación Superior de la SEP y por Santander Universidades– es dual. Primero, identificar e impulsar el desarrollo de alumnos universitarios con alto potencial de liderazgo transformador, destacados en lo intelectual y fuertemente comprometidos con su comunidad y su país.

Una nueva generación de líderes, diversos en su origen social y geográfico, que –al cabo del tiempo– accedan a posiciones de responsabilidad e influencia con base en el mérito y el esfuerzo, no por el color de su piel o los ‘contactos’ y redes sociales de sus padres. Segundo, abrir un espacio para que México pueda empezar a volverse a ‘pegar’. Es decir, un espacio que sirva para que jóvenes universitarios provenientes de distintas regiones del país y de diferentes estratos sociales convivan, se conozcan y construyan un lenguaje, una sensibilidad y un conjunto de valores en común para pensar el país y para contribuir activamente a actualizar sus muchas potencialidades.

Talentum-U consta de varias etapas y componentes. Entre otros: conferencias y talleres de altísimo nivel –en una primera etapa en el CIDE y posteriormente en universidades de muy alta calidad y prestigio fuera del país (este año: Universidad Carnegie Mellon y Universidad de Pittsburgh). También hay mentorías personalizadas; desarrollo de un proyecto en equipo a distancia durante tres meses, y prácticas profesionales sombra con líderes de los sectores público, privado y social.

El tema paraguas del programa este 2017 fue: “México: ¿Qué hacer ante un mundo cambiante?”. Las preguntas de fondo detrás de todas las actividades de la tercera edición del programa fueron las siguientes. Primero, ¿cuáles son, de dónde vienen y qué implican para México las grandes transformaciones políticas, económicas, culturales, geoestratégicas y tecnológicas que está viviendo el mundo? Segundo, ¿qué factores explican la condición de alta vulnerabilidad en la que se encuentra México frente a esas transformaciones globales, en general, y frente a la forma en la que se están expresando esos cambios en los Estados Unidos, en particular? Tercero, ¿cómo enfrentar con éxito un mundo para el que, en tantos sentidos, México no pareciera estar adecuadamente preparado?

Las conferencias, brillantes, de académicos y especialistas como Gerardo Esquivel, Carlos Elizondo, José Antonio Aguilar, Marusia Musacchio y Celia Toro, entre muchos otros, nos ayudaron a distinguir entre lo realmente nuevo de las transformaciones en curso y lo que no lo es tanto. También resultaron clave para dimensionar y priorizar distintas corrientes y puntos de cambio.

Finalmente, la mayoría de esas exposiciones coincidieron en subrayar la centralidad de los factores internos para explicar la condición de vulnerabilidad en la que se encuentra México para enfrentar los enormes retos que tiene delante y la imposibilidad de superarlos si no atendemos, por un lado, el frente doméstico y escudriñamos con inteligencia, por otro, lo que está ocurriendo en el mundo.

El viaje de estudio a Pittsburgh, ciudad que logró literalmente levantarse de entre las cenizas, contribuyó a devolvernos la esperanza. Es posible, sí se puede. Sí se puede remontar la desolación de una comunidad que habiendo sido grande y poderosa, atravesó un periodo de crisis terrible –inseguridad y desempleo rampantes, desastre ecológico, emigración masiva con pérdidas de hasta 90 por ciento de la población en barrios o condados aledaños– y  que ha conseguido con el liderazgo conjunto del gobierno y el sector privado (basándose en la inversión en su gente, el concurso de grandes universidades y la presión de organizaciones sociales creativas, pragmáticas y vibrantes) no sólo salir del atasco, sino sembrar las bases de una nueva etapa de prosperidad, justicia y fuerza.

Ya en México, los mentores, los guías del trabajo en equipo y los líderes dispuestos a ser ‘sombreados’ por nuestros estudiantes nos aportaron ejemplos de grandeza y de éxitos concretos, en contra y a pesar de un entorno que pareciera diseñado para impedir que todos, más allá de unos cuantos, logren desplegar al máximo de su potencia. Ellos nos dieron, también, enormes muestras de generosidad, solidaridad y responsabilidad.

Toca y tocará a los 60 alumnos universitarios Talentum de este año, y a los 120 de las dos ediciones anteriores, mostrar con hechos y resultados qué tanto el programa logró sus objetivos. Por lo pronto, los cambios que me tocó ver en ellos, aunados a la disposición de tantos mexicanos y mexicanos (así como del equipo PIPE/CIDE) que hicieron posible esta experiencia única para 60 jóvenes universitarios llenos de sueños y de hambre por hacer de México una mejor experiencia para estar vivos, me permite creer que no todo está perdido. Si nos avocamos un grupo suficientemente grande y potente, podremos devolverle a México perspectiva y ganas de futuro.

Fuente del articulo: http://www.elfinanciero.com.mx/opinion/talentum-universidad-edicion.html

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