Por: Carlos Ornelas
En mi colaboración del miércoles destaqué el malestar que existe entre el magisterio y las escuelas normales. Ayer, sábado, el colega Jesús Priego tomó el toro por los cuernos. No voy a repetir su argumento, pero rescato una frase con la que coincido por completo. Refleja la tensión primordial que viven los docentes:
“Los maestros, hoy, ya no saben qué hacer. Están desesperados. Si amonestan, se exponen a una demanda; si no amonestan, se exponen a que el grupo haga lo que le venga en gana. Los alumnos se han vuelto demasiado susceptibles, demasiado conscientes de sus derechos, y demasiado inconscientes de sus deberes”, (Excélsior, 17 de junio, p. 18).
Por supuesto que hay excepciones, pero en términos generales, perdimos la noción de orden escolar. De una escuela disciplinaria pasamos a una de relajamiento completo. Antes el docente era un dictador, hoy es víctima de alumnos y padres. Antes él era el centro del proceso de enseñanza, hoy es una veleta en manos de los alumnos.
La situación es mucho más compleja, cierto. El cúmulo de relaciones sociales de la escuela pone a los maestros en el centro del vendaval. A ojos de padres de familia, burócratas y cierta prensa, son los culpables de las imperfecciones del sistema escolar. Tienen pocos defensores fuera del mismo gremio y el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación no se ocupa de este asunto.
La consigna de la mayoría de las reformas en boga en el mundo, insiste que debe haber un cambio profundo. Del énfasis en la enseñanza se debe pasar al aprendizaje significativo. La significación es que los estudios sean útiles para aprender otras cosas, crecer el intelecto y desarrollar habilidades que perduren a lo largo de la vida.
Sin embargo, ¿cómo podrán los maestros lograr ese cambio si no hay manera de imponer disciplina en las aulas? No se trata sólo de padres permisivos con la conducta de sus hijos, es un asunto institucional. Se debe a la coronación del corporativismo que sobrevivió al desmoronamiento del régimen de la Revolución Mexicana.
A partir de los años 90, con la descentralización de la educación, el SNTE se convirtió en el mando superior del aparato de Estado. Sus dirigentes no sólo controlaban la trayectoria de los maestros, también se convirtieron en la fuerza hegemónica de la política educativa. Esa hegemonía, como diría Antonio Gramsci, impregnó con su esencia los hábitos y las costumbres del magisterio. La corrupción era el meollo, caló hasta las entrañas de las relaciones escolares.
A los líderes sindicales y a la burocracia les importaba poco lo que pasaba en las aulas. Les incumbía obtener más recursos. Los maestros, cada vez con menos verdadera vocación —unos compraban, otros heredaban la plaza— comenzaron a dejar de hacer. La disciplina en el salón, en alguna época la piedra angular del trabajo en el aula, comenzó a debilitarse al tiempo que se daba un relajamiento de la moral pública, empezando por los altos mandos del Estado llegando a los niveles ínfimos en la toma de decisiones.
El Modelo Educativo para la educación obligatoria, que tanto pregona la Secretaría de Educación Pública, plantea asuntos interesantes. Dice, con corrección, pienso, que los maestros son el eje de la educación donde se cimentarán las bases del progreso educativo. Pero, salvo que se me haya escapado en la lectura de los documentos, no expresa gran cosa sobre la disciplina, aunque hable de elevar la moral de los docentes.
Estoy convencido de que los maestros andan en búsqueda de algo más que buenas palabras, más que una buena formación inicial, más que una actualización dinámica. También quieren la estima social y el respeto de los padres de familia. Pero nada de eso se logrará si no se recupera el orden y hay un mínimo de disciplina escolar.