Por: Elisabeth De Puig
Nos anima un conservadurismo ciego; sin embargo, promovemos la vulgaridad y la incultura. Negamos a las mujeres el derecho a su cuerpo, resistimos a la educación sexual en las escuelas y nos doblegamos frente al poder de las iglesias.
Todos y todas, al igual que el presidente de la República, estamos indignados por la muerte de la joven pareja cristiana de manos de la Policía. Indignados, pero no sorprendidos. La que nos mueve hoy es la misma vieja indignación que sentimos desde hace decenios frente a la violencia endémica de nuestro país y a la interminable lista de atropellos y desacatos de las autoridades encargadas de velar por nuestra seguridad.
Frente a estas situaciones, que son eslabones de una larga cadena de desafueros, cada presidente ha tenido su librito. El presidente Balaguer removía la mata como si la esencia misma de su gobierno fuera ajena a las arbitrariedades de la época.
A partir de 2005, el Partido de la Liberación Dominicana (PLD) desarrolló el Plan Nacional de Seguridad Democrática con su gran apuesta Barrio Seguro. Para la ocasión se trajo una moderna y carísima flotilla de motores Harley Davidson para patrullar en sectores de vías angostas.
La incoherente respuesta no funcionó. La vigilancia barrial siguió con motores tradicionales conocidos como “saltamontes”. De acuerdo a las estadísticas, durante el periodo 2004 a 2012 la tasa de violencia fue más alta que en los demás años.
En 2013 el presidente Danilo Medina puso en marcha el Plan Nacional de Seguridad Ciudadana, con el componente de prevención Vivir Tranquilo, y en 2018 se creó la Comisión Nacional de Seguridad Interior con la tarea de crear la estrategia nacional de seguridad ciudadana, que no se implementó.
En el pasado proceso electoral la seguridad ciudadana fue una de las grandes promesas de campaña. Se insistió en el mejoramiento de las condiciones salariales de los agentes y en el entrenamiento del cuerpo policial.
Hace poco se anunció la primera fase de la Estrategia Integral de Seguridad Ciudadana. Según lo dado a conocer el plan se concentrará en la política criminal, la seguridad ciudadana y la seguridad nacional.
Como medidas de impacto se informó que se comprarían armas detentadas ilegalmente por particulares, se obligaría a los motoristas a llevar chalecos numerados, se reforzaría la lucha contra la violencia intrafamiliar y se crearía una “nueva cultura policial”.
Me da la impresión que el ciudadano de a pie no le ha prestado mucha atención al nuevo plan. Siento que, después de tantas decepciones, se extiende el escepticismo: la gente se siente chiva con cualquier nuevo anuncio o intento de modernización de la Policía. Lo que el pueblo conoce y vive es la ratería, la violencia intrafamiliar, la violencia de la calle, la violencia de la Policía y la violencia de la pobreza.
Los planes de seguridad ciudadana ambiciosos, integrales, multisectoriales van y vienen, tienen aspectos que funcionan mejor que otros. Incluso se ha tratado de aplicar planes que han funcionado bien en otros países y que, sin embargo, aquí han chocado contra la pared de nuestra realidad y la larga cadena de corrupción y atropellos policiales.
Ni la modernización del modo de vida de amplios sectores de la población, ni el desarrollo turístico, ni los cambios de gobierno han podido poner un freno a una violencia estructural soterrada y endémica, consustancial a la sociedad dominicana de la cual nuestra policía es solamente un reflejo.
La institución policial está hecha a la imagen y semejanza de nuestra sociedad, una sociedad cada vez más fraccionada entre los de arriba y los de abajo.
Es una institución piramidal: los altos mandos se hacen rápidamente millonarios, les siguen los del medio que entran en un sistema de peajes estimulados por los de arriba, que reciben su tajada, y por los mismos ciudadanos que mojan para poder seguir con las actividades delictivas con las que compensan salarios paupérrimos, o simplemente para que los dejen tranquilos.
Abajo, encontramos los recién reclutados, muchas veces con un escaso nivel de instrucción, entrados en las filas de la institución sin filtros reales, muchos de ellos víctimas de la violencia intrafamiliar, provenientes de familias disfuncionales sin modelos de referencia positivo, pero de repente dotados de un arma y a quienes se les pide mano dura en contra del crimen.
En todo conglomerado humano hay un sistema de dominación social y política que tiende a reproducirse y se expresa en todos los aspectos de la vida social. Quizás valga la imagen del sancocho para ilustrar la República Dominicana de hoy que se compone de una mezcla de elementos variados imbricados unos con otros.
Estamos montados en el tren de la modernidad y de la virtualidad, hablándole un lenguaje del siglo XXI a una población que maneja un escaso vocabulario. Hablamos de empleos de calidad con una lógica económica basada en los bajos salarios.
Nos anima un conservadurismo ciego; sin embargo, promovemos la vulgaridad y la incultura. Negamos a las mujeres el derecho a su cuerpo, resistimos a la educacion sexual en las escuelas y nos doblegamos frente al poder de las iglesias. No podemos, en la era de la comunicación, predicar la modernidad por un lado y actuar con formas propias del paleolítico por el otro.
Debemos preguntarnos si no es nuestra organización social la que genera las formas de delito que nos indignan. Las diversas redes de tráfico son hoy en día fuentes de enriquecimiento para muchos, hay sectores de poder que las protegen y en ellas participan oficiales y agentes que están supuestos a combatir el delito.
El presidente pidió perdón públicamente y el ministro de Interior y Policía fue personalmente a darles el pésame a los familiares de las víctimas de Villa Altagracia. Estos gestos, como las sanciones, tienen mucho valor. Pero lo fundamental es ir a las raíces del patrón de abusos de la autoridad pública.
De la misma manera que hay que hacer hincapié en la selección y el entrenamiento de los oficiales y agentes del orden público y en la dignificación de su trabajo, hay que dedicar cuantiosos recursos en la prevención de la violencia social y en la salud psicoemocional de nuestra gente. Entre ella, las fuerzas del orden que salen de las mismas entrañas del pueblo deben estar en la primera fila y más en tiempo de pandemia que exacerba los conflictos.
Para esto último hay que actuar en la sociedad como conjunto. No podremos cambiar la Policía si no cambiamos la sociedad al mismo tiempo, superando sus injusticias más lacerantes, su corrupción y sus abusos más significativos.
Fuente: https://acento.com.do/opinion/indignacion-3-8931032.html