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En el 50 aniversario de La Pedagogía del Oprimido

Por: Jaume Martínez Bonafé

¿Qué hacemos hoy en nuestras escuelas si buscamos la emancipación de los seres humanos? Quizá una relectura de La Pedagogía del Oprimido nos ayudaría a encontrar respuestas.

Guardo con especial cariño un ejemplar de La Pedagogía del Oprimido que me regaló una maestra al finalizar un curso en Rio Gallegos (un rincón de Argentina al final del mundo). Cuando lo puso en mis manos me contó que su madre, también maestra, lo tuvo escondido bajo unos ladrillos de la cocina, durante todo el periodo de la dictadura militar. También conservo otro ejemplar del libro que en pleno franquismo editaron con una vietnamita (una especie de imprenta casera muy utilizada en la clandestinidad) Carles y Catxo, dos maestros anarquistas que dedicaron muchas horas nocturnas, mucho esfuerzo y mucha valentía, para que quienes nos iniciábamos en la reflexión crítica y el compromiso social dentro de la escuela, tuviéramos herramientas que nos ayudaran a pensar. Vengo a contar esto porque se cumplen 50 años ya de la primera edición en Chile de este libro, un referente fundamental en todas las propuestas de transformación social y educativa desde las perspectiva de los movimientos sociales.

Freire me ayudó de muchas maneras y fui creciendo en el modo de pensar la educación y la escuela alimentado por muchas de sus argumentaciones. Quiero recuperar ahora unas cuantas de esas ideas para que, si les apetece, las contrastemos con el devenir en estos 50 año de las políticas sobre la escuela. La primera de ellas tiene que ver con su concepto de dialogicidad y el criterio que la relación educativa es una relación de reconocimiento del sujeto, con experiencia y saber propios, punto de partida para la construcción de un conocimiento con conciencia crítica, marco conceptual y procedimental para las políticas de emancipación. Conviene recordar que Freire escribió este libro mientras permanecía exiliado tras el golpe militar en Brasil y desarrollaba su experiencia de alfabetización y educación popular entre el campesinado y el proletariado chilenos.

Quiero decir que confluían aquí, por un lado, una extraordinaria confianza en el ser humano y su capacidad de ser, saberse sujeto y, por el otro, un claro compromiso con el pensamiento crítico y los movimientos populares revolucionarios. En ese contexto y desde esa posición política Freire dice que la pedagogía debe hacerse “con él, y no para él” y debe ayudar a las mujeres y los hombres y a los pueblos, en su lucha incesante para recuperar su humanidad. La pedagogía freiriana, entonces, parte del reconocimiento de un saber experiencial y propone herramientas para tomar distancia crítica y construir un proceso alfabetizador que nos permita la comprensión histórica, dialéctica, de la vida cotidiana. La comprensión del mundo, y los conceptos y procedimientos con los que activamos esa comprensión no son depósitos del educador sobre el educando sino construcciones del propio educando problematizando el mundo.

También me pareció muy sugerente su invitación a organizarnos, en comunidades, movimientos, redes, desde las que conversar y regalarnos los saberes construidos en la experiencia práctica del compromiso emanipatorio. La iniciativa de los proyectos de educación popular en Latinoamérica y en el contexto español el surgimiento de los Movimientos de Renovación Pedagógica, deben mucho a esta propuesta. En todos estos casos, los enormes esfuerzos entre el movimiento docente por investigar y desarrollar propuestas didácticas innovadoras no eran ajenos al combate político contra las “culturas de dominación”, utilizando la expresión freiriana. Es decir, no había didáctica crítica sin un proyecto global de emanipación cultural y social.

No me ocuparía de recordar este aniversario si no tuviera en mente una pregunta generadora para decirlo en términos de Freire: ¿Qué hacemos hoy en nuestras escuelas si buscamos la emancipación de los seres humanos? Quizá una relectura de La Pedagogía del Oprimido nos ayudaría a encontrar respuestas y ponerlas en crisis, a compartir proyectos y a desarrollar programas de formación que pongan al profesorado en el centro de la toma de decisiones. Sin pregunta generadora, sin organización y sin espacios horizontales para la dialogicidad Freire se convierte en una simple cita para ilustrar con un marchamo progresista cualquier trabajo académico. Por cierto, olvidé comentar más arriba que en cada texto de Freire me tropiezo de un modo reiterativo con conceptos como lucha de clases, opresores y oprimidas ricos y pobres y otros de la misma familia discursiva. Quizá porque estamos sometidos a lo que Pablo Freire llamaba la “cultura del silencio”, casi me olvido.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2018/06/29/en-el-50-aniversario-de-la-pedagogia-del-oprimido/

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Las revoluciones y la escuela

Por: Jaume Martínez Bonafé

Puede que un día la escuela tenga formatos de democracia algo más dialógicos, que la sociedad civil pueda participar de un modo activo en el debate sobre la escuela pública que queremos, y que la Administración que la gestiona sea menos sorda a las voces plurales y diferentes que se expresan en la asamblea.

Josep Fontana titula su inmensa y bien cuidada historia del mundo, desde 1914 hasta nuestros días, El siglo de la revolución, y ciertamente ese periodo evidenció impresionantes luchas sociales por la emancipación del ser humano. Celebramos el año pasado el centenario de la revolución soviética, y ahora mismo salimos del mes de mayo recordando que pasaron 50 años de las revueltas de 68 que alumbró nuevas narrativas sobre el conflicto social. No he olvidado aquella lúcida pintada en las paredes de la Sorbonne: “El que habla de la revolución sin referirla a la vida cotidiana tiene un cadáver en la boca”, y sigo creyendo que: “Sous les pavés, la plage!”. Y aunque “nuestros” días vienen a mostrar el largo camino que todavía queda por recorrer, y algunos significativos retrocesos, nadie puede negar que aquellos movimientos sociales nos dieron la oportunidad de ir abriendo la mirada sobre muchos aspectos de nuestra vida: la salud, la ecología, el feminismo, las relaciones laborales, la identidad como pueblo, el poder, las prisiones, la familia, las guerras, la sexualidad, la cultura,… ¿y la escuela?

Pues si nos referimos a lo cotidiano, al día a día de la institución, encontramos prácticas que podemos llamar prerrevolucionarias o ancladas todavía en el XIX: verdad única, texto único, autoritarismo docente, enclaustramiento, etiquetaje social, clasificación, adoctrinamiento eclesiástico, estatalización, negocio… Ni el curriculum ha conseguido un enfoque algo más dialógico sobre las epistemologías en conflicto, ni la palabra autogestión llegó a los claustros, ni las aulas dejaron de ser espacios para la disciplina y control. Sin embargo, los procesos revolucionarios inspiraron enfoques sobre la educación y la escuela que ahora conviene recordar, aunque sea porque recientemente una potente ola conservadora viene a cuestionarlos.

El primero, una extraordinaria confianza en el ser humano y su capacidad de ser sujeto, sujeto sujetado, pero sujeto. Es ese reconocimiento el que convierte al alumno o la alumna en seres con experiencia y saber a los que la escuela debe ayudar a crecer en su completa humanidad. Algo muy distinto a aquella concepción bancaria, en el sentido de Freire, que concebía al niño o la niña como un recipiente vacío que hay que rellenar de un saber ajeno a su propia historicidad. Es esa confianza en el ser humano la que invita a que la escuela cultive procesos de empoderamiento: tomar la palabra, construir saber y experiencia desde la horizontalidad, el taller, el proyecto propio. La asamblea, en Freinet, es un referente pedagógico indispensable en esta propuesta. Los soviets o consejos obreros en el inicio de la revolución ponían el poder y las responsabilidad histórica en manos del movimiento obrero, y mayo del 68 vino a subrayar la crítica a la desviación estalinista de esta propuesta revolucionaria. La escuela reclamó la autogestión, autores como Marcuse o W. Reich inspiraron análisis psicopedagógicos, y en nuestro contexto más cercano las Escuelas de Verano de los MRP (Movimientos de Renovación Pedagógica) constituyeron espacios de formación militante para el cultivo de la educación emancipadora.

Recuerdo aquí el libro de Ignacio Fernández de Castro y Julio Rogero: Escuela Pública. Democracia y Poder. La escuela no es pública como servicio a la ciudadanía, o como aparato del Estado, lo es si la ciudadanía toma en sus manos el proyecto político de esa escuela emancipatoria, y lo crea, decide, y gestiona. El maestro, la maestra, como funcionarios están al servicio de la asamblea del pueblo. Y un debate recurrente en muchas Escuelas de Verano de los MRP era la diferenciación conceptual y política entre lo estatal y lo público.

Las revoluciones, y los movimientos que surgen con ellas, nos proveen de nuevas cajas de herramientas con las que pensar y construir teoría desde y sobre nuestra práctica. La indignación que estalla el 15 de mayo del 2011 pone en primera línea el debate sobre la democracia real. No nos representan, fue un eslogan muy repetido. Recuerdo una sesión de evaluación en un instituto de secundaria en la que después de largas intervenciones del profesorado subrayando lo peor del alumnado, una profesora se dirige a la reducida y descompensada representación del alumnado y le dice: “Estáis muy callados”. Pues claro, sin participación, sin construcción colectiva, sin intervención en la toma de decisiones, si el curriculum es tuyo y la escuela también, ¿a qué me llamas aquí hoy? Algo de esto se decía en las manifestaciones del 15-M, en las pintadas del mayo del 68, en las reivindicaciones de los consejos obreros frente a la burocracia estalinista.

Puede que un día la escuela tenga formatos de democracia algo más dialógicos, que la sociedad civil pueda participar de un modo activo en el debate sobre la escuela pública que queremos, y que la Administración que la gestiona sea menos sorda a las voces plurales y diferentes que se expresan en la asamblea. Pues algo de esto, creo yo, le deberemos a los movimientos revolucionarios que vinieron atravesando el siglo. Pero también puede que nada de eso pase, y la hegemonía cultural en manos del discurso neoliberal venga a decirnos que todo esto son tonterías. Ya lo dicen, ya lo dicen….

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2018/05/23/las-revoluciones-y-la-escuela

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Sobre evaluaciones, exámenes, educación y desobediencia

Por: Jaume Martínez Bonafe

La obsesión por las pruebas externas, exámenes y reválidas tiene que ver con esa necesidad de etiquetaje social y jerarquización de centros educativos en función de los resultados.

Tengo un vecino que es ingeniero nuclear y actúa como un auténtico analfabeto de los cuidados familiares. También sé de otro que es un alto ejecutivo en una importante empresa de alimentación y se pasa lo domingos en chándal trabajando y si lo veo con pinganillos en las orejas es que está reunido, aunque dicen que tiene un buen sueldo.

También tengo otra vecina que es farmacéutica pero tendrían que oírla hablar de arte, economía o política, ver cómo cuida su cuerpo, cómo relata sus viajes y qué estilo de relación más amoroso tiene con sus clientes y amigos. Vengo a decir esto porque todos pasaron sus exámenes para alcanzar sus titulaciones, es más, pasaron por la vida académica básicamente aprobando exámenes, pero nada de eso garantizó que acabaran siendo unas personas educadas. Unas sí, otros no.

Si, sí, pero soy ingeniero, me dirá mi vecino. Y aquí entra en conflicto nuestra mirada sobre la vida y sobre el sentido y finalidad de la educación. Reconozco la colonización del mundo de la vida por la ideología neoliberal, que mide resultados, éxito, jerarquización y clasificación social. Y seguramente, la obsesión por las pruebas externas, exámenes y reválidas tiene que ver con esa necesidad de etiquetaje social y jerarquización de centros educativos en función de los resultados. Desde esa óptica, gana mi vecino, que mira la educación como valor de cambio (quizá por eso lleva a sus hijas a un cole de monjas donde los papás y las mamás ponen cara de clientela tranquila). Pero yo me he pasado la vida trabajando en y por la educación pública, y tengo otra idea de lo que deben hacer las escuelas y para qué han de servir las evaluaciones.

Creo que las escuelas, por mandato constitucional, además, son las únicas instituciones cuya función es ayudar a los niños y a las niñas a que crezcan en el pleno desarrollo de su personalidad, eso dice el artículo 27. Yo lo puedo decir con otras palabras, las escuelas (públicas) están al servicio de la emancipación de los seres humanos, y deben poner el conocimiento científico al servicio de ese proyecto emancipador. Las escuelas (públicas) abren sus puertas a una compleja diversidad humana y deben ponerse al servicio del crecimiento de sujetos y pueblos desde el reconocimiento de esa diversidad. Las escuelas (públicas) saben que aquella colonización neoliberal que anteriormente citaba necesita la reproducción de la desigualdad social, el triunfo de unos para el fracaso de otros, y por eso asumen el compromiso social no solo de compensar sino de combatir esa desigualdad desde sus proyectos educativos. El proyecto de la escuelas públicas es entonces un proyecto político comprometido con la emancipación.

Y ese proyecto político necesita una evaluación, es decir, necesita de un diálogo público dirigido a la comprensión crítica y mejora de lo que nos pasa. Ese proyecto de evaluación es complejo porque pone en relación los aprendizajes de los niños y niñas con las políticas educativas, las prácticas de formación docente y los saberes profesionales, las estrategias de gestión, la administración de recursos, las políticas de financiación, etc., etc. Es, ciertamente, otra cosa muy distinta a lo que quieren hacer las políticas educativas neoliberales con la imposición burocrática y autoritaria de exámenes finales, reválidas, y pruebas externas. Como buenas políticas neoliberales, además, externalizan el proceso y eso nos cuesta una pasta añadida a quienes no nos beneficiamos para nada de esos controles, porque hay que subrayarlo, a nosotros (un nosotros en el que incluyo a niños y niñas, maestras y maestros) esas pruebas no nos sirven para nada.

La escuela está cada vez más colonizada por normas administrativas que regulan el conjunto de actos en su interior, y creo que era Habermas quien explicaba muy bien coómo la generalización de las acciones instrumentales poco a poco anula la posibilidad del diálogo, la comunicación, y el entendimiento entre los sujetos; un modo de colonización por el que cada vez tenemos menos espacios de libertad para la expresión y la construcción social autónoma. La evaluación pública que necesita la escuela pública, la que nos ayudaría con diálogo a crecer como sujetos, como institución, o como profesionales, se hace más difícil si se incrementa un modo aparentemente banal de entretenernos con la norma administrativa. Un día nos dijeron que debíamos programar por objetivos, otro día pretendieron hacernos constructivistas, y cuando nos los creímos llegaron las competencias para regresar a los objetivos, aunque yo continué programando pensando sobre todo en la calidad y el sentido de las actividades que proponía en el aula. Y explicaba allá donde podía mi negativa a programar según un modelo impuesto de un modo burocrático, porque una de las características, a mi modo de ver, de la desobediencia es su carácter público, dejando testimonio de una conciencia política que busca en la confluencia con los otros y las otras la posibilidad del cambio.

Por eso me sumo ahora al generoso esfuerzo de quienes se niegan a cumplir con el mandato administrativo de la evaluación neoliberal, finalista y punitiva, sabiendo que de no hacerlo, cada día perderemos capacidad de autonomía, y de creación de un sujeto docente con capacidad y voluntad para responder por sus actos. Si nos dejamos hacer, nos hacen a su manera y conveniencia. Ante esa presión, política, sólo se me ocurre una respuesta política: la desobediencia.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2018/04/25/sobre-evaluaciones-examenes-educacion-y-desobediencia/

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Invitación a contar (la narrativa educativa)

Por: Jaume Martínez Bonafé

Mi llamada al relato de la experiencia escolar tiene una dimensión política, porque es una llamada al reconocimiento de la subjetividad, la biografía, dando visibilidad a las particularidades.

Todos los días de todas las semanas del curso iniciaba mis clases en el grado de Educación Social con un estudiante o una estudiante, de pie frente al círculo de iguales, contando algún hecho o situación de su experiencia personal que le resultara especialmente significativo y que deseara compartir. Titulábamos aquella práctica “3 minutos de verdad”, como homenaje a aquel poema que Evtuchenko dedica al estudiante cubano José Antonio Echevarría, que ocupó la emisora de radio durante la dictadura de Batista y lanzó una proclama al pueblo antes de que llegara la policía y lo matara.

Era la práctica más valorada por los estudiantes aunque no la más fácil. Sé que muchas de ellas o de ellos al mostrar su cuerpo y elevar su voz tenían el corazón a punto de estallar y las manos les sudaban a chorros. Pero nunca vi más intensidad en las miradas, en todas las miradas, que durante la presentación de sus relatos. Recuerdo a aquel chaval que llegó un día al aula y nos dijo que quería hablar de cómo su abuelo le había enseñado a dialogar con los árboles y las plantas. Decía su abuelo agricultor que no siempre hay que ir al campo a trabajar, que también hay que aprender a escuchar lo que dicen las plantas. Y le cogía de la manita y le explicaba el particular lenguaje de árboles y plantas durante el paseo por los huertos. Nunca hubo más emoción en aquel muchacho que la tarde en que relató la sabiduría de su abuelo.

Vengo a contarles esto porque creo que en educación y en la formación del profesorado nos faltan más relatos que nos permitan profundizar en la comprensión histórica, contextual y subjetiva de los saberes educativos. Soportamos una “teorización” de la práctica alejada de la experiencia vivida, monótona, a la que es difícil encontrarle el sentido profundo que pueda tener para cada uno de nosotros. La Academia ha venido conformando un modo hegemónico de pensar y hacernos pensar la educación, en el que nuestras vidas, experiencias y particularidades quedan olvidadas, silenciadas, ausentes. Siempre me interesaron los textos de Freinet por muchas razones, pero una determinante es que escribía con dulzura, de un modo cercano, invitándonos, con narraciones de su intensa y personal experiencia, a desbordar los límites y el orden de la pedagogía escolástica y explorar nuevas posibilidades educativas. Decía Foucault que formar conceptos debe ser una manera de vivir y no de matar la vida.

Vivimos una profesión que habla mucho de sí y de lo que nos pasa. No sé que ocurrirá con los médicos, las taxistas, los panaderos, o las archiveras, pero en nuestro caso es habitual que a la conversación a altas horas de la noche con el cubata en la mano en la barra de un bar le acompañe el relato de algo sucedido ese día en la escuela. Sin embargo, el discurso oficial de lo que ocurre en las aulas lo escriben otros. Por eso, mi llamada ahora al relato de la experiencia escolar tiene una dimensión política, porque es una llamada al reconocimiento de la subjetividad, la biografía, dando visibilidad a las particularidades, ofreciéndose al juicio público, favoreciendo la escucha también de las minorías, subvirtiendo el orden discursivo de la pedagogía tradicional y, sobre todo, rompiendo con el silencio al que ha venido sometiéndose la palabra del profesorado.

Mi invitación a contar puede expresarse de forma oral o escrita. En Valencia los movimientos de renovación pedagógica inventamos unas “meriendas pedagógicas” que tenían como finalidad compartir y regalarnos saberes y experiencias relatadas por las maestras alrededor de una mesa con café y pastas. Sin embargo, creo que ese saber testimonial nacido de lo singular, esa narrativa que articula experiencia, se expresa con más fuerza a través de la escritura. No hablo de esa escritura institucional que actúa como discurso de verdad y encorseta el procedimiento con el enunciado. No, es otra la escritura que reclamo, más cercana a los silencios de quienes en aquella otra escritura institucional “no sabrían decir”. En las escuelas hay niños y niñas, maestras y maestros, que viven incidentes, resuelven problemas, tensionan sentimientos y experiencias en un proceso comunicativo colonizado por textos que no nacen del pensamiento sobre lo vivido por ellos mismos, que no nacen de la reflexión provocada por la singularidad de cada experiencia. Defiendo que es precisamente en esos espacios en los que hay que tomar la voz y llevarla al texto, desde el sujeto, sujetado sí, pero sujeto.

Y ya que estamos, déjenme que les cuente, ahora, lo que ocurrió con Ramón, que tenía nueve años cuando yo era su maestro en la escuela pública de la Pobla de Vallbona, allá por el final de los años setenta. Aquel niño de cabellos revueltos y rodillas marcadas por los golpes del juego y las aventuras de los huertos, estaba prematuramente etiquetado como un desastre, como un fracasado escolar. Así me lo presentaron los colegas, así lo certificaba el Libro de Escolaridad, y así parecían percibirlo la familia y los vecinos.

Sin embargo, muy pronto Ramón empezó a ser un niño muy admirado por sus amiguitos y amiguitas de la clase, y desde luego, también por su maestro. Todos y todas esperábamos ansiosos, cada mañana, que se abriera la puerta del aula (¡claro! siempre con unos minutos de retraso) y apareciera Ramón. El chaval sacaba de su maltrecha mochila un papel arrugadito que a menudo adornaba con alguna mancha de aceite, subía a la tarima de madera que algún día fue territorio exclusivo del maestro, y se ponía a leer. Entonces salían de aquel papel las historias más hermosas, más imaginativas y más divertidas que ustedes puedan suponer. Todos nos quedábamos en silencio, atentos y expectantes y, poco a poco, las miradas de las niñas y los niños se encendían con aquellas historietas.

Yo aprovechaba aquellos textos libres, aquellas creaciones literarias, para trabajar otro curriculum, de otra manera. Con Ramón dibujábamos, medíamos, contábamos, discutíamos, escribíamos, pensábamos, viajábamos, leíamos, cantábamos, sentíamos, aprendíamos. Desde los textos de Ramón recuperé la cultura popular, la experiencia de la vida cotidiana, el deseo de los niños, los proyectos que ilusionaban, los saberes que se dejaban querer, los territorios y culturas que se dejaban explorar. Yo empezaba por entonces a ensayar la pedagogía Freinet y tenía muy claro que la escuela debía estar al servicio del pueblo, y no al contrario. Nunca olvidaré, además, el tierno y afectivo reconocimiento del grupo hacia este amiguito, al que se le otorgó, dentro del territorio libre del aula, la autoridad de ayudarnos a todos a crecer y a experimentar el verdadero sentido de vivir. Con Ramón entraba en el aula el sujeto, la biografía, la palabra propia, el deseo.

Cuando cuento esta historia suelo advertir que no hablo de didáctica sino de política. De un modo de entender la relación educativa nacido del deseo de emancipación. Un deseo que pone en la palabra y la experiencia narrada un modo de hacernos visibles en nuestra condición histórica.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2018/04/11/invitacion-a-contar-la-narrativa-educativa/

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Empezar la escuela por el tejado

Por Jaume Martínez Bonafé.

Si quieren nos seguimos poniendo de lado, pero a nadie se le debería escapar la crisis del modelo institucional de escuela. Ni lo que se enseña se acerca a lo que se vive, ni los tiempos y espacios se abren y flexibilizan para acercarse a lo que se vive, ni la formación docente escapa a la obsesión por la especialidad disciplinar, fragmentando la comprensión de lo que se vive; entre muchos otros indicadores de esa situación de crisis que no es ahora el momento de listar.

La cuestión es que las sucesivas reformas curriculares, todas superficiales, han acudido más al debate corporativo sobre más o menos de esta o aquella disciplina, y mucho menos al sentido del conocimiento, su valor de uso, y las relaciones entre el sujeto y el conocimiento socialmente necesario. Los debates sobre tiempos y espacios acaban antes enfrentando a profesorado y familias por el horario, mientras se ausenta la cuestión de un proyecto de educación integral que ponga en relación al barrio, la ciudad y la escuela. Y las reformas en la formación docente tienen más que ver con las relaciones de poder desigual entre las áreas de conocimiento en el interior de la Academia, olvidando la pregunta radical sobre qué significa ser una buena maestra o un buen maestro.

Urge un debate en profundidad sobre el sentido de la escuela. Un debate sosegado y tranquilo, necesariamente complejo, y obviamente, no restrictivo a determinados sectores profesionales, académicos y políticos. Si la educación es un derecho humano y un proyecto político de la ciudadanía informada, debe ser el conjunto de esa ciudadanía el que abra espacios de reflexión sobre como pretende traducir y concretar ese proyecto político. Y una sociedad democrática debe saber articular procesos de participación, debate y toma de decisiones, en los que diferentes y plurales espacios y agentes puedan formular con claridad sus posiciones sobre la educación, diversas, divergentes, enfrentadas en muchas ocasiones por responder a posiciones en el campo social también enfrentadas. Y seguramente un característica de salud democrática es el reconocimiento de esos enfoques diversos sobre la democracia y el papel de sus instituciones, para la construcción social de la inclusión.

Por eso me parece muy preocupante el hegemónico discurso mediático sobre la necesidad de un “Pacto por la Educación”, bien alimentado por los voceros de los partidos políticos conservadores. ¿De qué están hablando? En primer lugar, me parece preocupante por la concepción restrictiva de la participación política. Como se señala en el primer párrafo del documento Por otra política educativa, del Foro de Sevilla: “La política no puede ser sino política pública, es decir, aquella discutida, decidida y gestionada por la ciudadanía. Por eso, el primer reto de cualquier Proyecto de Ley para la educación es oponerse a una concepción restrictiva y manipuladora de la misma y proponerlo como punto de partida de una actividad colectiva, lúcida y consciente, dirigida al análisis y cuestionamiento crítico del actual estado de la educación”.

En segundo lugar, es preocupante porque el debate sobre la educación es incompatible con un calendario sometido a la lógica del electoralismo: pura patología de la vieja política que dificulta enormemente el ejercicio de políticas reales de participación y construcción de lo público. En tercer lugar, porque los saberes que se ponen en juego en el debate sobre la educación pública no son saberes “técnicos”, al contrario, responden a experiencias, historias y relaciones diferentes, todas ellas socialmente comprometidas. Y recurrir a “expertos” es un burdo disfraz legitimador de la ideología del grupo de expertos y de quienes lo han elegido. Por eso me parece que esta forma de arquitectura política para la educación pública es algo así como empezar la escuela por el tejado.

Sin embargo, son posibles otras arquitecturas, más lentas, menos aparatosas, más desde abajo, contando con el saber, la experiencia y el deseo de la gente, y de los múltiles y plurales movimientos sociales y agencias en las que articula su acción política. Son, deberían ser, arquitecturas educativas, porque en el proceso de construcción de lo público hay un implícito de aprendizaje en el proceso, sobre el proceso. Hay precedentes, y hay experiencias. Y el proyecto de educación pública del país merece intentarlo. Desde los cimientos, no empezando la escuela por el tejado.

Jaume Martínez Bonafé. Universitat de València. Foro de Sevilla.
Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2016/10/05/empezar-la-escuela-tejado/
Imagen tomada de: http://www.tejadospertejo.com/novedades/
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Didácticas de la calle

Por: Jaume Martínez Bonafé

La escuela no ha querido todavía leer la calle como texto alfabetizador, y hacerlo, como sugería Freire, con las herramientas conceptuales y procedimentales de la crítica.

Julia lleva puesto un vestido fabricado en México, importado por una empresa textil de Granollers, cuyo precio se exponía en cuatro monedas diferentes, y comprado en una tienda que dispone de ese mismo modelo en sucursales distribuidas por las principales ciudades del planeta, con un logo fácilmente identificable por ciudadanos con culturas, lenguas, costumbres y economías muy dispares. La tienda está instalada en un shopping mall, una gran superficie comercial que repite su estrategia arquitectónica en otros shopping mall de ciudades pertenecientes a continentes distantes miles de kilómetros.

La niña camina hacia su casa, en el extrarradio de la ciudad, donde acaban de inaugurar otro gran centro comercial con el nombre de Plaza Mayor. Se detiene ante el último graffiti de sus colegas del instituto, y al ver que la luz del sol se perdió en el crepúsculo, evita pasar por una plaza solitaria con grandes columnas que dejan invisible una porción importante del espacio. Viene observando contrariada los nombres de las calles, porque no pudo identificar ninguno dedicado a una mujer. Al pasar junto al parque observa que en un rincón apartado un par de mendigos colocan unos cartones sobre la hierba a modo de colchón. Camina deprisa porque llega con retraso a una reunión del grupo de jóvenes del barrio que han constituido una coordinadora en defensa del parque, amenazado por una recalificación urbanística que lo convertiría en un par de altas torres dedicadas a oficinas.

Pues nada, como no hay “material curricular” en la vida cotidiana, si quieren Uds., a Julia le compramos unos cuantos libros de texto y le ponemos un montón de ejercicios para que los haga cuando acabe la reunión.

Toni es el maestro de Julia. Es profesor interino, porque en la Comunidad donde trabaja hace años que no se convocan oposiciones. Era un buen estudiante, tanto en el Bachillerato como en la Facultad, a juzgar por las notas obtenidas en los exámenes. Así que ahora a Julia y al resto de la clase las machaca a exámenes. Así lo hicieron con él y así aprendió que funcionaba eso de enseñar. A Toni le cuesta mantener la atención del alumnado. Enseña Geografía e Historia, pero el programa es muy extenso y el ritmo de avance es lento. El alumnado se entretiene a menudo en anécdotas o sucesos de lo cotidiano, y pretenden trasladar su conversaciones y preocupaciones al territorio del aula, y a Toni le gustaría atenderles, pero no da tiempo. El temario es el temario y él no lo ha inventado. Ha acudido a algún curso de formación permanente al CEFIRE, pero siempre hay un tipo soltando el rollo, reproduciendo el formato tradicional de las aulas, uno que habla mientras los demás sentados atienden en silencio. Parece que tampoco eso le ayuda mucho.

Un viernes por la tarde se encuentra a Julia charlando con su pandilla a las puertas de un gran centro comercial. La saluda y le pregunta como lleva la preparación del examen. “Me ha preguntado mi madre, y ya me lo se todo”, le responde Julia. Cuando Toni entra por la puerta de aquel centro comercial empieza a entender dónde está el verdadero curiculum, ese que confiere identidad. Aquí, mientras la pandilla pasea por las calles del shopping mall, entre empujones, risas, amores y discusiones adolescentes, su relación queda mediada por la omnipresencia de la mercancía. Julia y sus amigas aprenden una teoría del cuerpo, del consumo, de la sexualidad, de la familia, del viaje, de la salud, de la alimentación, del vestido, en fin, de los múltiples aspectos de la vida cotidiana, enlazados por un discurso integrador escrito por el capitalismo de consumo. Toni fragmenta la realidad en lecciones y temas disciplinares, y la calle, sin embargo, integra y pone en relación múltiples saberes prácticos.

Como la escuela no ha querido todavía leer la calle como texto alfabetizador, y hacerlo, como sugería Freire, con las herramientas conceptuales y procedimentales de la crítica, Toni y Julia se encuentran un lunes más a la entrada de instituto sabiendo que les esperan pocas emociones y mucho sin sentido. Aunque no se por qué les cuento esto. Cuando mi padre me preguntaba por cómo me iba en la escuela, siempre hacía referencia al día de mañana. “Estudia, porque de lo contrario no serás nada el día de mañana”, decía. Quizá se trate de eso, de esperar amuermados al día de mañana.

A ver si le explican a Julia, entonces, para qué sirve el presente.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2018/02/19/didacticas-la-calle/

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Pedagogías homologadas, no gracias

Por: Jaume Martínez Bonafé

Hay pedagogías arriesgadas, poco o nada homologadas, que suponen un aprendizaje entrañado, con cuerpos que habitan un espacio que se transforma en educativo.

Después de un interesante pero agotador trabajo de discusión con el resto del claustro y las familias, las maestras consiguen transformar el patio de recreo en un lugar que se aproxime a lo que las niñas y los niños pueden encontrar en sus excursiones por la naturaleza.

Esconden el cemento y las líneas rectas entre objetos diversos obtenidos de su búsqueda en el campo y la montaña. Entre estos objetos hay sabiamente apilados para facilitar el juego y la aventura de las criaturas, un grupo de troncos de árbol. A los pocos días reciben la visita del señor inspector y ellas le acompañan ilusionadas al patio de recreo para mostrar su transformación.

El inspector, sorprendido, las felicita y les dice que ya Pestalozzi, entro otros insignes pedagogos, reclamaba el desarrollo integral de las capacidades del ser humano en contacto y observación de la naturaleza, pero les advierte, no sin cierta preocupación, que aquellos troncos apilados no estaban homologados, y les recomienda, por tanto, comprar troncos homologados (que, por cierto, presupuestaba en unos 6.000€). Las maestras le explican que dedicaron todo un fin de semana para dejarlos bien limpios y lijados y se habían preocupado de que los niños no pudieran lastimarse con ellos. Sí, sí, insiste el inspector, pero no están homologados.

Uno puede entender que el señor inspector, en su vista y consejos, no hiciera más que cumplir con su burocrático trabajo, pero el relato de las maestras me provoca una preocupada reflexión sobre la escuela, sus seguridades y las pedagogías de la homologación. Me pregunto qué pensaría Freinet y con él tantas maestras y maestros que no pueden entender la educación sin el contacto, la exploración y el descubrimiento en la naturaleza.

El cuidado y la atención hacia la infancia han estado siempre presentes entre ese profesorado que toma en sus manos con cariño y responsabilidad la educación integral del ser humano. Pero desde el cuidado y la atención, también la necesidad del riesgo, la aventura, y el reconocimiento de lo imprevisto. Ya es pecado que la escuela tenga que disfrazarse de naturaleza cuando no se debería pensar sin el contacto diario y cotidiano con ella. Pero pedir material didáctico homologado en este tipo de iniciativas es precisamente un síntoma del alejamiento progresivo de la escuela como institución de la vida activa, intensa, plena, en la que el niño y la niña necesitan crecer.

Cuando iniciaba mi formación inicial como maestro, todavía en la dictadura, tuve la suerte de encontrarme con un grupo de escuelas y maestros que hacían cosas muy raras (a juzgar por los apuntes que dictaban y debía memorizar en la Escuela de Magisterio). En aquellas escuelas no se utilizaba el libro de texto, tenían una imprenta para imprimir los creativos e imaginativos textos de los niños y las niñas (y algún clandestino panfleto de los maestros), hacían asambleas, criaban conejos y gallinas, cultivaban un huerto y se pasaban más tiempo fuera que dentro de las cuatro paredes del aula, que por cierto era una especie de museo de las cosas que las criaturas encontraban en su salidas por los campos.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2018/01/22/pedagogias-homologadas-no-gracias/

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