El medio rural y el término ‘trabajo’ han caminado indudablemente ligados desde el inicio de los tiempos. De junio a noviembre, la tierra ampara imponente la buena labor de quienes viven del azafrán. Una faena abocada a la intemperie y que deja tras de sí historias de fuertes sacrificios y, sobre todo, historias de grandes mujeres.
El cultivo del azafrán –especia que se obtiene a partir de los estigmas de la rosa con el mismo nombre– trae consigo una trayectoria histórica apenas cuestionable y que deja al cotizado condimento en un lugar de privilegio frente a otras especias. Con una llegada incierta, aunque presuntamente dependiente de los pueblos árabes que llegaron a la península, el azafrán consiguió colarse en las zonas rurales con la excusa de ser, tanto para grandes propietarios como para las gentes más humildes, un medio de sustento.
Actualmente, Castilla-La Mancha concentra la mayor parte de la producción española de esta especia, aunque el cultivo del conocido como «oro rojo» ya tiene su tiempo en una región donde ha pervivido, y convertido en tradición, gracias al esfuerzo de quienes no tenían más que su fuerza de trabajo. Una labor dura sustentada, en mayor medida, por mujeres; mujeres rurales.
«Empecé con el azafrán desde chiquitica, recién nacida prácticamente. Tenían ya mis padres cultivo por entonces», afirma Mónica Candel. A sus 74 años, repasa una juventud que dedicó a cultivar la preciada especia. Mónica reside en un pequeño municipio ubicado en La Mancha Alta Albaceteña, de nombre Barrax, donde ha cultivado desde siempre lo que «ha dado de comer a mucha gente» en el pueblo.
«La mayoría de los pobres nos hemos hecho la casa con el azafrán, la mayoría»
«Mi casa me la he hecho con el azafrán», afirma con cierto orgullo en la mirada. Cuando cada año terminaba la temporada, Mónica y su familia iban construyendo laboriosamente partes de la casa hasta completar, hace unos 30 años, el que sigue siendo hoy su hogar. «La mayoría de los pobres nos hemos hecho la casa con el azafrán, la mayoría», sentencia.
En la España de antaño el trabajo de la mujer rural apenas era reconocido o valorado más allá de una «ayuda del hombre». Desde Fademur (Federación de Asociaciones de Mujeres Rurales), María Seoane indica que «el trabajo que no se ve es un trabajo que no existe. Esas mujeres trabajadoras son mujeres invisibles. Mientras no se vea ese trabajo, nunca será reconocido».
Seoane, que es coordinadora en la provincia de Ciudad Real y miembro del Ejecutivo nacional y regional de la federación, declara a Público que «la mujer que tradicionalmente se ha dedicado al campo ha estado trabajando de la misma manera que un hombre, pero nunca ha tenido ni los mismos derechos ni las mismas oportunidades». Una afirmación que se entrelaza con las historias de las propias protagonistas y que no deja lugar a la indiferencia.
«Desde que tenía siete años, sacábamos las hojas de la flor para meterla en los colchones de las camas. Así era en las casas más pobres. No era cómodo, pero no había otra cosa», confiesa Milagros Candel, hermana mayor de Mónica.
«Esas mujeres trabajadoras son mujeres invisibles. Mientras no se vea ese trabajo, nunca será reconocido»
Hasta el tiempo de plantar el bulbo, se guardaba «debajo de las camas» porque en los hogares humildes no había más sitio donde poder almacenarlo. Una realidad que compartían las dos hermanas, junto a sus padres y otros cinco hermanos –dos mujeres y tres hombres– sin más remedio que seguir levantándose cada mañana para volver al trabajo.
«Para sembrarla, mi padre iba cavando y nosotras detrás poniendo las cebollas –bulbos–. Luego la recogíamos en familia y venía alguna conocida también», recuerda Milagros. Mientras mira las fotografías antiguas, señala una en concreto en la que aparecen cinco mujeres y dos hombres extrayendo el azafrán de la flor (la monda), y continúa: «Nos juntábamos siete u ocho para mondar y seguíamos hasta que hacía falta«. A veces, hasta bien entrada la madrugada. Demasiadas veces, se sanochaba (trasnochaba), como decían en estas tierras, para no acumular el trabajo al día siguiente; un trabajo que no entendía de horarios ni derechos laborales.
Entre más fotografías y cartas antiguas, repasa emocionada su trayectoria laboral. Milagros fue creciendo, contrajo matrimonio con un hombre dedicado a la cría de animales y alquilaron una casa en el pequeño municipio. Durante varios años, en las estaciones en las que no se cultivaba el azafrán, cosía con ahínco baberos para muñecas, desempeño que compaginaba con las tareas domésticas y el cuidado de los cinco hijos que había dado a luz.
Tras una vida humilde, de empeño rural, con poco más de 40 años perdió a su marido, el hombre con quien había planeado toda una vida, y se vio obligada a sacar adelante un hogar, una familia, como relata ella con ojos llorosos, «sola».
Milagros cuenta que todos los meses formaba tres montones de dinero con todo lo que obtenía. El primero sería para los albañiles que le construían una casa para su familia que decidió empezar tras perder a su marido, el segundo para gastos esenciales y el tercero para otras necesidades de la familia. Ahora tiene 77 años y presume con orgullo de haber podido criar, además de a sus hijos, a once nietos. Eso sí, sin dejar nunca de lado el azafrán.
«Mis primeras vacaciones las cogí ya cuando tenía 60 años»
«Aquí en mi casa éramos todas mujeres, excepto mi hijo. Íbamos al azafrán quienes podíamos. Mis hijas estaban trabajando en una fábrica y al volver venían también a ayudar. Además, yo lo tostaba por la noche», asegura. Todo un trabajo que dejó de ser esencial cuando consiguió empleo en el colegio municipal, donde Candel conoció por primera vez las vacaciones. «Mis primeras vacaciones las cogí ya cuando tenía 60 años», declara con rotundidad.
Ahora, tanto Mónica como Milagros siguen realizando la monda del azafrán, que siembra el hijo de la hermana menor, cuando llegan los meses de octubre y noviembre, pero ya no de manera profesional, sino como un entretenimiento que cuentan que ha sido su «modo de vida» y no quieren dejar de lado porque confiesan que les ha dado todo.
Las dos hermanas aseguran haber conocido de primera mano el esfuerzo que conlleva sacar adelante a una familia con el trabajo de la tierra. Sin embargo, ambas coinciden en una misma referencia que les ayudó a hacerlo: su madre. «Ella escribía las cartas de las novias a los novios que estaban en la mili. Leía muchísimo. Mis hermanos, los mayores, no fueron a la escuela y ella les daba la lección. Mi padre tampoco sabía –leer y escribir– y ella le enseñó. Todos aprendimos», afirma Milagros ante el asentimiento de su hermana Mónica.
Historias de superación que hacen del trabajo y el esfuerzo un orgullo, pero que muestran la evidente precariedad en la que las mujeres rurales tradicionalmente han estado –y muchas de ellas todavía siguen– sumidas, como indica María Seoane.
Aunque han pasado años desde que Milagros y Mónica trabajaran el azafrán como medio de sustento, desde Fademur indican que las diferencias apenas son palpables en la actualidad debido al perfil social que todavía tiene la mujer, con el cuidado de los hijos y los mayores, y las bajas oportunidades que ofrecen los pueblos. En palabras de Seoane: «Las mujeres necesitan desarrollarse y ser dueñas de su vida. Necesitan unas condiciones que aún no tienen en el medio rural».
Fuente: https://www.publico.es/sociedad/cultivo-azafran-mujeres-manchegas-invisibilizadas-sacaron-adelante-familias-cultivo-oro-rojo.html