Las protestas callejeras son datos cotidianos de América Latina que no sorprenden a ningún analista. Pero su irrupción en Cuba ha generado un inusual impacto por las consecuencias de esas marchas para el futuro de la región. Todos los actores políticos del hemisferio saben lo que se juega en la isla.
La doble vara de los medios de comunicación volvió a operar a pleno. Movilizaciones significativas pero no multitudinarias, sin víctimas ni destrozos de importantes fueron difundidas con títulos de catástrofe. En las mismas pantallas y diarios apenas se menciona el asesinato habitual de manifestantes en Colombia, los disparos para cegar jóvenes en Chile o el brutal apaleamiento de los que protestan en Perú.
La pandemia y el derrumbe de la economía han potenciado en Cuba el mismo descontento que se verifica en todas partes. Pero estos dos terribles agobios del último año han sido terriblemente agravados en la isla por la singular pesadilla del bloqueo. Ningún otro país afronta el Covid y la recesión con una restricción tan brutal para adquirir alimentos, medicamentos o repuestos. Debe pagar costosos fletes o seguros y conseguir financistas dispuestos a lidiar con las sanciones de Estados Unidos.
Trump agravó el cerrojo obstruyendo los viajes y las remesas de los familiares que había flexibilizado Obama. Biden no modificó ese ahogo, luego de desplegar una campaña electoral macartista en la Florida. Por el contrario, mantiene la tipificación de Cuba como estado terrorista para acentuar el cerco sobre la isla.
Un ahogo premeditado
Cuba sufrió un derrumbe del 11% del PBI el año pasado. Esa caída perforó el piso de la aguda depresión sufrida por América Latina. La desaparición del turismo privó al país de las pocas divisas que tenía para sobrevivir y el gobierno se vio obligado a implementar la unificación cambiaria para recaudar dólares. Necesita esos fondos para importar alimentos, medicinas y repuestos. Como las autoridades no cuentan con muchos mecanismos para obtener esos recursos, autorizaron mayores operaciones con las ansiadas divisas.
Esa decisión condujo a una devaluación que acrecentó la inflación y agravó la carencia de productos de primera necesidad. También se profundizó la desigualdad entre las familias que tienen o no acceso a los dólares. Las medidas posteriormente adoptadas para paliar los efectos del ajuste cambiario, no compensaron el deterioro del poder adquisitivo.
Esta fragilidad externa de la economía cubana es muy conocida en todos los países latinoamericanos. Pero Cuba sufre el peculiar agravante de un ahogo premeditado impuesto por el bloqueo. Estados Unidos reforzó ese torniquete en plena pandemia. Ratificó las sanciones contra empresas del estratégico consorcio estatal GAESA, impuso el cierre de los servicios de Western Union, afianzó el drástico recorte de las remesas y reafirmó la prohibición de los vuelos. La frutilla del postre fue el cierre de los servicios consulares de la embajada norteamericana por los presuntos «ataques sónicos”.
Los voceros de la Casa Blanca presentan el bloqueo como un justificado embargo. Pero no ofrecen ningún argumento para explicar la brutal asfixia que imponen a los habitantes de la isla. Ese cerco contradice incluso los elogiados principios neoliberales de libre comercio. Ni siquiera pueden alegar la subsistencia de una involuntaria rémora de la guerra fría. El bloqueo fue acentuado en 1992 y 1996 y reforzado por Trump con 243 cláusulas adicionales.
Esta macabra ingeniería de sanciones tiene severos efectos sobre la provisión de energía. Cuba pudo aguantar sin apagones durante un tiempo, pero la aplicación del capítulo III de la Ley Helms-Burton afectó duramente el abastecimiento de combustible.
Mucho más dramática es la agresión en el plano sanitario. Cuba logró un manejo extraordinario de la pandemia durante el primer año, con un bajísimo indicador de muertes por millón de personas. Un país totalmente cercado vacunó al 34 % de la población mayor de 19 años con una dosis y logró la increíble proeza de crear las dos primeras vacunas elaboradas en la región. Ya consiguió la autorización para el uso de Abdala y Soberana.
Pero las autoridades no pudieron mantener esa misma eficacia frente al reciente rebrote de Covid. Algunos expertos atribuyen esa falla a la reanudación parcial del turismo. Un problema más crítico se verifica en la carencia de otros remedios y en la sub-ejecución de los presupuestos de salud. Para una isla que importa la mitad de los medicamentos básicos el bloqueo es doblemente criminal.
El gobierno estadounidense ha multiplicado los sufrimientos de Cuba en el pico del Covid para forzar su rendición. Busca provocar un desastre humanitario para presentar la intervención ulterior como un acto de socorro. Genera víctimas adrede para exhibirse luego como un gran salvador. El músico Rogers Waters ilustró muy bien este operativo, con la imagen de un vándalo que encierra y ahoga a los propietarios de una casa, para capturarla alegando que sus habitantes no saben gestionar esa unidad.
Biden ha obstruido también las donaciones y exige canales privados para concretar envíos a la isla sin ningún control de las autoridades. Coronó esa presión publicando un infame documento del Departamento de Estado, que presenta a las misiones de los médicos cubanos en el exterior como un ejemplo de “trabajo forzado”.
Ese texto denuncia que los profesionales de la isla son obligados a cumplir contra su voluntad, con una actividad destinada a exaltar los méritos del régimen. Los escribas de Washington están tan habituados a la codicia, el egoísmo y el maltrato imperial, que no conciben la existencia de actitudes de solidaridad internacional. Han naturalizado el modelo de acaparamiento de vacunas y robo de remedios que consumó Trump.
No se requiere gran sabiduría para comprender las raíces del descontento social en Cuba. Hay una dura acumulación de padecimiento al cabo de un bloqueo que genera agobiantes privaciones.
Las fuerzas en disputa
La presencia de muchos enojados con los sufrimientos en la isla es un dato incuestionable. Pero su grado de representatividad es incierto. Los descontentos han confluido con fuerzas derechistas que siguen un guión elaborado en Miami. Esta combinación de diferentes sujetos ya se verificó en el movimiento previo de San Isidro en noviembre pasado.
No es un secreto para nadie la activa presencia de una red contrarrevolucionaria. Los derechistas incitan al odio, propician incendios y auspician saqueos. Repiten el patrón de provocaciones que han practicado durante años en Venezuela. El violento tono que están adoptando los voceros de Miami dentro de Cuba, no es reportado sólo por el gobierno. También otras fuerzas de la oposición denuncian la irrupción de nuevas camadas de los viejos gusanos.
Si se observan las propuestas que propagan esos grupos, salta a la vista su promoción de un brutal modelo capitalista monitoreado desde la Florida. Ocultan que esa regresión conduciría a la misma devastación neoliberal que empobreció a Latinoamérica en las últimas tres décadas. A diferencia de los simples descontentos, la derecha tiene proyectos muy definidos para restaurar el status cuasi colonial del pasado.
La burguesía de origen cubano afincada en el Norte conforma un segmento de enorme influencia en el establishment estadounidense. Está totalmente integrada a la estructura imperial y ambiciona recuperar sus propiedades, luego de retomar el control de la isla. No disimula su odio e incentiva abiertamente la invasión de los marines. El alcalde de Miami explicitó sin ninguna diplomacia ese propósito, al reclamar una intervención con ataques aéreos semejantes a los perpetrados en Panamá y en la ex Yugoslavia.
Pero Washington también toma en cuenta el balance de los incontables fracasos en operativos de esa índole. Por eso opta por el curso más indirecto del bloqueo, con la expectativa de crear en la isla una crisis terminal. Con una cruel estrategia de inflexible estrangulamiento, espera precipitar un incendio que derrumbe al régimen y evite la riesgosa carta de la intervención extranjera.
En los últimos meses la agresión contra Cuba también escaló por las presiones que desplegaron los derechistas de América Latina. Los líderes de ese sector están muy afectados por las movilizaciones callejeras y las derrotas electorales. Sus principales figuras pierden espacios y han recibido significativos golpes en el principal país de la región (Brasil) y en los tres bastiones del cenit neoliberal (Perú, Chile y Colombia). Bolsonaro, Macri y Duque propician algún acontecimiento de gran impacto contra Cuba, para disipar el fantasma de un nuevo ciclo progresista. Ya comenzaron su incursión con una gran andanada de noticias falsas en las redes sociales.
La derecha tiene muy presente cómo los sucesos de la isla han inclinado en el pasado la balanza de la región. El triunfo de 1960 inspiró la gran oleada de proyectos socialistas y la permanencia de la revolución contribuyó a contener el neoliberalismo posterior. Cuba brindó soportes a las grandes rebeliones y a los ensayos progresistas de las últimas décadas y se mantiene como un gran obstáculo para los actuales ensayos neoconservadores. La retaguardia cubana opera como una reserva de proyectos populares de toda la región.
Si el dique geopolítico que sostiene la isla es demolido, no sólo Cuba compartiría las desgracias ya padecidas por todo el Caribe. Esa penuria implicaría la aterradora llegada de mafias y narcotraficantes para destruir una sociedad educada, con significativa equidad y aceptable nivel de convivencia. El efecto de esa demolición sobre el resto de América Latina sería igualmente brutal. Una derecha envalentonada multiplicaría de inmediato golpismo, la militarización y el despojo en toda la región.
La permanencia de Cuba aporta, por lo tanto, un soporte clave para la lucha de los pueblos latinoamericanos. Ese sostén presenta además un doble carril e incide sobre el futuro de la isla. Una gran derrota del imperialismo crearía el escenario requerido para rescatar a Cuba de su aislamiento. Ese contexto permitiría implementar una política continental de medidas contra el bloqueo.
La gravitación de Cuba para cualquier proyecto de emancipación latinoamericana volvió a notarse en las manifestaciones realizadas durante la semana pasada en las puertas de muchas embajadas, en nítida confrontación con los derechistas. La disputa que se libra en el interior de Cuba tiene eco en numerosas ciudades de América Latina. Los dos campos cuentan con significativos soportes fuera del país.
El grueso de la izquierda regional sostiene apasionadamente a la revolución y concentra esa defensa en la denuncia del bloqueo. Desenmascara las mentiras de los medios de comunicación, recordando que ese cerco es la principal causa de los padecimientos afrontados por los cubanos. Cualquier política económica para superar las adversidades actuales exige erradicar el acoso externo.
Pero no alcanza con las abrumadoras votaciones contra el bloqueo, que recientemente se corroboraron en la Asamblea General de la ONU. Se necesita una presión constante, generalizada y mundial para doblarle el brazo al imperialismo, como ocurrió con el apartheid de Sudáfrica.
Tampoco son suficientes los mensajes de condena verbal. Esos rechazos por parte de López Obrador y Alberto Fernández son importantes, pero deben ser complementados con donaciones y envíos de productos faltantes a la isla. Un ejemplo de esas acciones fue la reciente campaña para hacer llegar jeringas a La Habana. En el escenario de la nueva agresión, los defensores de Cuba comienzan a romper la rutina y ya conciben nuevas iniciativas contra el bloqueo.
Posturas en la izquierda
Aunque las protestas expresan una genuina insatisfacción, su expansión no contribuye a resolver los problemas de la isla. Como ocurre con todas las movilizaciones en cualquier lugar del mundo, el perfil final de esas marchas no depende sólo de las demandas enarboladas o de su masividad.
Las experiencias internacionales han demostrado cuán relevante es el papel de las fuerzas políticas actuantes. Hasta ahora la derecha interviene con poca autoridad en esas manifestaciones y ha quedado abierta la disputa con el gobierno, para dirimir quién hará valer su primacía.
Al afirmar que las “calles son de los revolucionarios”, Díaz Canel dejó planteado un posible terreno de procesamiento de esa partida. Pero también convocó al debate y a la búsqueda de caminos consensuados para superar la coyuntura actual. Ambos cursos de movilización y reflexión retoman la tradición que sembró Fidel. Ese legado supone transparentar lo que ocurre, informar la realidad y poner el cuerpo en las manifestaciones de defensa de la revolución.
Es importante subrayar en el ámbito de la izquierda, que las críticas a la gestión del gobierno deben desenvolverse en el propio campo y no en el bando opuesto de la oposición. Esos cuestionamientos al interior de un proceso revolucionario son tan lógicos como naturales y ya abarcan una amplia gama de temas.
Hay objeciones a la oportunidad, implementación y sentido de las decisiones económicas y también críticas a la sustitución de la batalla política por la simple descalificación de los descontentos. No son “delincuentes” o “marginales” y no corresponde encasillar sus acciones como un mero problema de “seguridad del estado”. Muchos manifestantes son sólo víctimas del bloqueo, que han perdido la voluntad de resistencia al imperialismo.
También ha sido desacertada la detención de militantes comunistas. La lucha por atraer y reconquistar a la juventud requiere recrear la imaginación para transitar por senderos inexplorados. La revolución necesita retomar la creatividad que mostró Fidel para transformar los reveses en victorias.
Pero cualquier iniciativa para mejorar las respuestas en el complejo escenario actual, sólo podrá prosperar en el campo de la revolución y nunca en el bando opuesto. El grueso de la izquierda dentro y fuera Cuba es consciente de ese posicionamiento y sostiene sin ningún titubeo la continuidad de una epopeya de seis décadas.
Pero también existe otro universo conectado con la izquierda que propone rumbos diferentes. Considera conveniente el tránsito por una avenida del medio y cuestiona con igual contundencia a los bandos protagónicos de la disputa. Ese espacio adscripto a una “tercera posición” incluye, a su vez, dos grandes variantes.
Una primera vertiente socialdemócrata propicia la equidistancia de Miami y La Habana, utilizando argumentos afines a la teoría de los dos demonios. Atribuye todos los problemas de la isla al clima de fanatismo que han suscitado los extremistas de ambos sectores. Pero en ese ejercicio de curioso equilibrio suele olvidar que las fuerzas en confrontación no son equiparables. Hay un poderoso agresor imperial estadounidense, que no tolera el desafío soberano de una isla próxima a sus fronteras.
La mirada socialdemócrata del conflicto pondera el diálogo como el principal canal para resolver las dificultades actuales. Pero no aclara la agenda de esas conversaciones. Mantiene indefinida su postura frente a la restauración plena del capitalismo, que los millonarios de Miami esperan concretar mediante el desmonte del sistema político cubano.
La socialdemocracia promueve con otro lenguaje la misma desarticulación de la actual estructura institucional del país. Disfraza ese propósito con su ritual exaltación de la “sociedad civil”. En los hechos, propugna la introducción de alguna modalidad del constitucionalismo burgués imperante en el resto de América Latina. Un cambio de ese tipo sepultaría el instrumento político que durante tanto tiempo ha permitido resistir los embates del imperialismo.
Los partidarios de la avenida del medio también desconsideran la peligrosidad de los planes derechistas. Cierran los ojos, por ejemplo, frente a la brutal desestabilización que sufre Venezuela y omiten la necesidad de preparar la defensa. Olvidan que la contrarrevolución nunca fue neutralizada con mensajes bonachones.
Este enfoque socialdemócrata es complementado por una segunda variante de posturas intermedias, que reúne a las distintas expresiones del dogmatismo de izquierda. Sus voceros se ubican explícitamente en el campo de las protestas y resaltan el carácter legítimo y progresivo de esas marchas. No observan ningún inconveniente en la presencia de fuerzas derechistas en ese mismo terreno y consideran oportuno batallar desde allí por otro rumbo socialista. Pero no logran develar el misterio de cómo podría emerger un rumbo anticapitalista desde un ámbito tan reacio a ese objetivo.
Algunos suponen que el universo de la oposición no es tan regresivo e incluso imaginan a la derecha como una fuerza externa que sólo busca “aprovechar la crisis”. No registran su gran incidencia en los acontecimientos en curso. Otros imaginan que el rechazo al capitalismo ya germina en los cuestionamientos de algunos manifestantes a los privilegios de las “Tiendas Especiales”. Suponen que ese eventual dato definiría el carácter general de las movilizaciones.
Con esos extraños razonamientos los dogmáticos describen los padecimientos económicos de Cuba, sin aportar propuestas sensatas para reencaminar al país hacia el socialismo. Mencionan el bloqueo al pasar y cuestionan los efectos nocivos del turismo. Omiten explicar de dónde saldrían las divisas para mantener los logros de la salud o la educación.
Los sucesos de Cuba no constituyen, en realidad, una incógnita tan compleja, ni carente de antecedentes. Ya existe una abrumadora experiencia para aprender de lo ocurrido en las últimas décadas. Ninguna protesta en Polonia, Hungría o Rusia desembocó en la renovación del socialismo. Al contrario, invariablemente anticiparon la restauración del capitalismo. Si se toman en cuenta esos precedentes, el desarme del sistema político conduciría al suicido de la izquierda. Lejos de abrir las compuertas para rejuvenecer el socialismo, garantizaría la demolición de ese proyecto por un tiempo muy prolongado.
La batalla en curso
La defensa de Cuba persiste como uno de los principales estandartes de la izquierda latinoamericana. Nadie sabe aún el alcance de esta confrontación, pero la comparación que varios analistas establecen con los exilios de Mariel (1994) ilustra la envergadura de la tensión actual. El escenario regional es muy distinto a ese período y los efectos de esas diferencias son inciertos.
En esa época signada por el derrumbe de la Unión Soviética, el ímpetu agresivo de Estados Unidos y el auge del neoliberalismo, Cuba sorprendió al mundo con su decisión de sostener el proyecto revolucionario. Contaba con el liderazgo de Fidel y la solvencia de una camada que había experimentado grandes triunfos políticos y mejoras sociales.
Ahora impera otro contexto dominado por el repliegue norteamericano, el avance de China, la crisis del neoliberalismo y la renovada disputa regional entre neoconservadores y progresistas. En la isla gobierna otra generación que aspira a continuar la admirable hazaña de seis décadas. No se puede presagiar el resultado de esa batalla, pero hay certezas en los alineamientos de los contrincantes. Cuba no está sola y los pueblos de América Latina se preparan para defenderla.
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