Por Antonio Pérez Esclarín
Una de las funciones esenciales de la escuela es la formación de ciudadanos capaces de asumir sus responsabilidades políticas, es decir, con el bien común. Esto significa aprender a respetar a los que son diferentes ; aprender a razonar, argumentar y defender las propias ideas, pero también a escuchar sin ira ni mala sospecha las ideas distintas a las propias; considerar la diversidad como riqueza, y también desarrollar una profunda sensibilidad social. Al verdadero ciudadano le duelen la pobreza, la miseria, la injusticia, la intolerancia y todo lo que atenta contra los derechos humanos . Y ese dolor se transforma en compromiso para trabajar por una sociedad donde todos podamos vivir con dignidad. Hoy, si somos dignos, debemos indignarnos y convertir la indignación en fuerza que lucha por la dignificación de todos.
Educar es, en definitiva, formar hombres y mujeres plenos, capaces de asumir responsablemente su condición de ciudadanos . El acto de educar es un acto vital de entrega para ayudar a construir o rescatar vidas. Esto va a requerir, entre otras cosas, métodos pedagógicos y didácticos participativos que favorezcan el pensamiento crítico y promuevan la solidaridad y el servicio. Y va a requerir sobre todo, directivos y maestros capacitados y comprometidos con la humanización de nuestra sociedad, que se esfuerzan cada día por ser mejores y hacer mejor su tarea para dar ejemplo con su palabra y con su vida de los valores que quieren sembrar y cosechar en sus alumnos. No olvidemos que los valores se aprenden en el ejercicio diario, y no discurseando sobre ellos. Por ello, la comunidad escolar debe tratar de configurarse como un modelo de la sociedad que pretendemos. En ella el estudiante ha de observar y vivir la tolerancia, el respeto, la solidaridad.
Desgraciadamente, la educación que hoy prevalece no prepara a los educandos para la cooperación, sino para la competencia, fomenta mucho más el individualismo y la sumisión que la solidaridad y la libertad. De ahí que los centros educativos sólo podrán enseñar a amar y construir genuinas democracias si se van estructurando como verdaderas comunidades democráticas , que en lugar de reproducir las desigualdades, las combaten y superan, que promueven el pensamiento crítico y autocrítico más que el adoctrinamiento y la obediencia. Comunidades educativas en las que se aprende porque se vive, se participa, se construyen cooperativamente alternativas a los problemas individuales y colectivos, se fomenta la iniciativa y el respeto, se toleran las discrepancias, se integran las diferentes visiones y propuestas, se respira un ambiente de amistad, colaboración, solidaridad.
Para gestar estas escuelas genuinamente democráticas, hay que comenzar por transformar el papel de los directores y supervisores, que no deben concebirse como funcionarios que atosigan a los educadores con formatos y papeles, y mucho menos como militantes de un partido y defensores de una determinada ideología, sino como expertos en humanidad, que se esfuerzan con su ejemplo en generar un clima de motivación, unión, entusiasmo, ayuda y formación permanente de todo el personal. Para ello, es urgente que asuman el poder no como control o dominación, sino como servicio y entrega.
Publicado originalmente en: http://www.entornointeligente.com/articulo/8445637/VENEZUELA-Educar-para-la-ciudadania-por-Antonio-Perez-Esclarin
Fuente de la imagen: http://hagamosciudadania.blogspot.com/2013/08/educar-para-la-convivencia-democratica.html
Analizar a profundidad los cómos de un modelo educativo fuerte excede los límites de este texto. Baste aquí señalar que la definición de los cómos debiera nutrirse de la investigación científica más robusta disponible en materia pedagógica. Al respecto y desde lo que sabemos hoy con mayor certeza que antes, habría que destacar dos temas.
Leer no es un ejercicio – los niños no deberían leer “para ejercitarse” o como si fuera una dieta. Los adultos leemos sólo por una de dos razones: para obtener información o para obtener disfrute. Sin embargo, cuando enseñamos a leer esperamos que los alumnos completen un sinnúmero de planas de bolitas y palitos, y que lean todos los días en voz alta para “ir desarrollando su habilidad lectora” (y de paso demostrar sus avances a padres y maestros). Les pedimos que lean, y luego les hacemos “preguntas de comprensión” sobre lo que leyeron, para que nos comprueben que lo hicieron. Aún para quienes somos lectores, la idea de leer un libro sabiendo que al final alguien nos hará un examen disminuirá en mucho el disfrute que esa lectura podría habernos redituado. En vez de adentrarnos en el abrazo íntimo del libro, sin más premura que sentir su calidez, continuamente nos estaríamos preguntando: ¿Será que esto viene en el examen? ¿Debería subrayarlo? ¿Volverlo a leer? ¿Tomar notas? Una lectura constantemente interrumpida por este tipo de ansiedades no se disfruta – se sufre.
Si la lectura no es una materia escolar, deberíamos cuestionarnos por qué enseñamos a leer a los niños a los seis años –al inicio de la escolarización formal- y cómo lo hacemos: desmoronando la comprensión al fragmentar el lenguaje en pequeños pedacitos sin significado, para después enseñarlos reorganizándolos en unidades de aprendizaje (el primer mes abordamos las vocales, luego algunas consonantes, más tarde construimos sílabas, etcétera) ¿No es esto antinatural? Jamás lo haríamos con el lenguaje oral. Y la lectura es lenguaje.






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