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El mediocre patriotismo guatemalteco

Por Ilka Oliva Corado

Los guatemaltecos carecemos de identidad y de sentido de pertenencia, y nos importa un comino, pero eso sí, después del Real Madrid y del Barcelona le vamos con todo a la selección nacional de fútbol y que no se metan con nuestra bandera autografiada por Arjona y Jimmy Morales, porque una arrastrada de cinco cuadras no será suficiente.

 Para cuando se acerca la bulla del mes de la patria, en las vísperas del 15 de septiembre,  lloramos de emoción, de alegría y orgullo viendo desfilar a las bandas estudiantiles; rezago de imposiciones militares en el país. En una clara apología a la invasión al continente por atracadores españoles. Porque pues, ¿qué es la Independencia en Guatemala? –Hay que leer La Patria del Criollo, Severo Martínez Peláez lo explica con  la exquisitez del lenguaje sencillo, totalmente accesible a nuestra inteligencia natural-, país de interminables injusticias y exclusión social.

Tan mediocres somos que permitimos que el sistema de educación imponga concursos de belleza entre las niñas en las escuelas, y las sexualizamos y  ponemos a desfilar en traje de baño y en traje de noche, las “disfrazamos de inditas” para que modelen un traje típico; y  elegimos a la más bonita para que represente a la escuela en las actividades inter escolares del mes patrio. Damos con esto, seguimiento a un sistema que nos impone estereotipos y  patrones patriarcales que solo ven a la mujer como objeto de explotación por su cuerpo y apariencia física. Y lo más cruel: desde la infancia.

 Aplaudimos a las batonistas entre más corta tengan la minifalda y más pierna enseñen,  y a los gastadores entre más gallardos y fornidos con todo el prototipo del macho alfa. Y nos desvivimos con las bandas escolares interpretando melodías militares, y entre más firme marchen los estudiantes más orgullo sentimos. Y para nosotros eso es la patria: una bandera autografiada, un desfile escolar y cientos de niños y adolescentes marchando bajo el sol, emulando desfiles militares. ¿Y los otros, y los analfabetas que no tienen oportunidad de ir a la escuela? ¿Qué son esos niños para nosotros, son parte también de la patria? ¿Bajo qué parámetro?

Y estamos a punto del desmayo viendo a las niñas “disfrazadas de inditas”  y se nos eriza la piel cuando pasa el cipotal con la antorcha ¿sabrán el origen de la misma, es decir; de la Llama Olímpica? Yo toqué redoblante y bombín en la banda del colegio Galilea, en donde estudié parte de la primaria, y nunca supe por qué lo hacía, nos decían que era celebrar la patria. Y también corrí kilómetros y kilómetros con la antorcha de independencia, nunca supe por qué lo hacía, me dijeron como a todos que era para celebrar la patria. Nunca me dijeron qué era la patria y por qué la celebrábamos de esa manera. Las preguntas me las hago hoy como deberíamos hacérnoslas los adultos que permitimos que nuestros niños sigan creciendo con los mismos patrones con los que nos borraron la Memoria Histórica, la identidad y el sentido de pertenencia.

¿Qué es la patria? ¿Es tan poca cosa para reducirla a un desfile escolar con tintes militares? ¿Es tan poca cosa para que pensamos que una bandera  y un himno nacional la engrandecen? ¿Tan poca cosa para que nos tenga a nosotros como sus hijos? ¿Qué es la patria? La patria es la inmensidad que no nos merecemos como sociedad.

La patria es la conciencia de clase, es la sensibilidad ante el dolor ajeno, es la integridad individual y colectiva. La patria son nuestras manos juntas trabajando para reconstruir el tejido social. Es buscar juntos la justicia y equidad. La patria es la libertad de los niños jugando en lugar de trabajar. Las niñas jugando en lugar de ser violadas y embarazadas ante nuestra doble moral. La patria son nuestros abuelos viviendo su vejez en la tranquilidad de un sistema incluyente y justo.  La patria es el derecho al aborto.

La patria es el derecho de todos  a amar a quién queremos sin que se nos juzgue, castigue, discrimine y asesine por ello.  Es, el derecho al Matrimonio Igualitario. La patria la hacemos todos en la construcción social de un país donde se pueda vivir en libertad, con la seguridad de tener un sistema y gobierno que en lugar de robar y oprimir invierta en el desarrollo integral de los ciudadanos.

La patria es la familia en todas sus formas. Es la oportunidad a una vida integral. Es la defensa de la tierra. Es la limpieza del agua de los ríos. Son los niños viviendo bajo un techo y no en las calles o basureros. La patria son los anhelos, es la belleza de las flores del campo reverdeciendo en la libertad de la herencia campesina, y no muriendo en la explotación minera.  La patria es un país sin explotación laboral y sin explotación sexual.

Es el acceso a la salud y a la educación. Son las clases de Formación Musical y Educación física cinco días a la semana en las escuelas públicas, urbanas y rurales. La patria es la felicidad de una sociedad sana, consecuente y humana.

La patria es la entereza de ver al otro de frente y de tenderle la mano si necesita ayuda, sin pedir nada a cambio como pago, hacerlo porque es el deber humano. La patria no es territorial, la patria es lo que hacemos como seres humanos en la construcción de un mundo equitativo e igualitario. La patria es una universalidad. La patria tiene una sola bandera: la de la paz y la libertad.

Y tiene inmensidad de formas, está en nuestros ojos, en nuestras manos, en los pies del niño descalzo, en la espalda de los cargadores de bultos. La patria está en nuestra voz que denuncia y reclama los Derechos Universales de todo ser humano. Que reclama un alto a la injerencia extranjera que llega para asaltar y oprimir.

La patria es una flor de cordillera al atardecer. El llanto  de un niño que llora de hambruna. Una madre en desnutrición. La patria es todos los días, a todas horas, en cualquier lugar: la integridad de una humanidad que crea y transforma en pro del amor,  la unidad y el libre albedrío.

Hoy, aquí, en nuestras circunstancias como sociedad: excluyente, clasista, racista, homofóbica, corupta y de doble moral, no tenemos derecho alguno a mencionar la patria y llevarla como nuestro estandarte. No estamos a su altura, lo que sí podemos hacer es comenzar a trabajar en cambiar los patrones y el sistema, para que un día podamos sentirnos dignos de Guatemala y nos merezcamos ser sus hijos.

Blog de la autora: https://cronicasdeunainquilina.com/2016/09/12/el-mediocre-patriotismo-guatemalteco/

Ilka Oliva Corado. @ilkaolivacorado contacto@cronicasdeunainquilina.com

12 de septiembre de 2016.

 

Ilka Oliva Corado. 

Blog: Crónicas de una Inquilina

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Columna Radial: Crónicas de una inquilina.

Poemario: Luz de Faro.

Libro: Historia de una indocumentada, travesía en el desierto de Sonora-Arizona.

Libro: Post Frontera. 

Poemario: En la melodía de un fonema 

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Chomsky: Malestar social amenaza la democracia

America del Norte/EEUU/Cambridge.

Noam Chomsky, uno de los intelectuales estadounidenses más prestigiosos de la actualidad, cree que la baja valoración de los políticos a nivel mundial no es exclusiva de la cúpula dirigente, sino que se extiende a empresas y a otras instituciones, como parte de un malestar social general.

La escasa popularidad de los actuales candidatos a la Presidencia de Estados Unidos no es algo excepcional, sino que forma parte «de un gran malestar social que amenaza a la democracia», explicó el lingüista y filósofo, de 87 años, en entrevista con dpa en Cambridge.

«Estados Unidos se desarrolló desde una democracia hacia una plutocracia con apéndices democráticos», opinó Chomsky. «Tres cuartas partes de la sociedad se encuentran simplemente subrepresentadas», analizó.

Respecto del actual auge del candidato republicano Donald Trump, pese a su discurso polémico y agresivo, el autor de Los guardianes de la libertad cree que se fundamenta en gran medida en el desprecio durante décadas a la clase trabajadora.

«Los que respaldan a Trump no son los pobres. La mayoría son de la clase trabajadora blanca que en el periodo del neoliberalismo fueron marginados. Ahora, estas personas están amargadas y tienen rencor».

El profesor emérito del Massachusetts Institute of Technology (MIT) apuntó como segunda razón un fortalecimiento del populismo y el ultranacionalismo, algo que también se ve en Europa: «Hay una correlación directa entre el apoyo a populistas autoritarios y los entusiasmados con Trump».

A diferencia de lo sucedido anteriormente, esta vez a los líderes republicanos no les fue posible impedir el protagonismo de un candidato peligroso. «Trump es singular. Nunca hubo algo como él en naciones industrializadas occidentales», señaló Chomsky.

Sin embargo, el proceso se enmarca en su opinión en una transformación más amplia del sistema político estadunidense, que él ve históricamente como de partido único con dos facciones, republicanos y demócratas. «Eso ya no es así. Seguimos siendo un país de partido único, el Partido de los Negocios. Pero ya sólo hay una facción».

De hecho, cree que quienes apoyaron a Bernie Sanders en la precampaña demócrata podrían formar un nuevo partido independiente del demócrata si avanza la transformación del sistema. Sanders se enfrentó desde la izquierda en las primarias a la actual candidata, Hillary Clinton, pero perdió.

«Si tuviéramos un movimiento trabajador activo y luchador del estilo del que hubo en Estados Unidos en los años 30, probablemente uniría a los seguidores de Trump con los de Sanders», señaló este lingüista, que a nivel político se ha definido a sí mismo como anarquista o socialista libertario.

«Son muy diferentes en muchas cosas, pero comparten centralmente la misma furia por el ataque a la clase trabajadora blanca y a los pobres. Eso podría ser el comienzo de algo totalmente nuevo».

Fuente: http://www.jornada.unam.mx/ultimas/2016/09/16/malestar-social-amenaza-la-democracia-chomsky

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Donald Trump and the Plague of Atomization in a Neoliberal Age

Henry A. Giroux

This week, Donald Trump lowered the bar even further by attacking the Muslim parents of US Army Captain Humayan Khan, who was killed in 2004 by a suicide bomber while he was trying to save the lives of the men in his unit.

This stunt was just the latest example of his chillingly successful media strategy, which is based not on changing consciousness but on freezing it within a flood of shocks, sensations and simplistic views. It was of a piece with Trump’s past provocations, such as his assertion that Mexicans who illegally entered the country are rapists and drug dealers, his effort to defame Fox News host Megyn Kelly by referring to her menstrual cycle, and his questioning of the heroism and bravery of former prisoner-of-war Senator John McCain. This media strategy only succeeds due to the deep cultural and political effects of neoliberalism in our society — effects that include widespread atomization and depoliticization.

For more original Truthout election coverage, check out our election section, «Beyond the Sound Bites: Election 2016.»

I have recently returned to reading Leo Lowenthal, particularly his insightful essay, «Terror’s Atomization of Man,» first published in the January 1, 1946 issue of Commentary and reprinted in his book, False Prophets: Studies in Authoritarianism. He writes about the atomization of human beings under a state of fear that approximates a kind of updated fascist terror. What he understood with great insight, even in 1946, is that democracy cannot exist without the educational, political and formative cultures and institutions that make it possible. He observed that atomized individuals are not only prone to the forces of depoliticization but also to the false swindle and spirit of demagogues, to discourses of hate, and to appeals that demonize and objectify the Other.

Lowenthal is helpful in illuminating the relationship between the underlying isolation individuals feel in an age of precarity, uncertainty and disposability and the dark shadows of authoritarianism threatening to overcome the United States. Within this new historical conjuncture, finance capital rules, producing extremes of wealth for the 1 percent, promoting cuts to government services, and defunding investments in public goods, such as public and higher education, in order to offset tax reductions for the ultra-rich and big corporations. Meanwhile millions are plunged into either the end-station of poverty or become part of the mass incarceration state. Mass fear is normalized as violence increasingly becomes the default logic for handling social problems. In an age where everything is for sale, ethical accountability is rendered a liability and the vocabulary of empathy is viewed as a weakness, reinforced by the view that individual happiness and its endless search for instant gratification is more important than supporting the public good and embracing an obligation to care for others. Americans are now pitted against each other as neoliberalism puts a premium on competitive cage-like relations that degrade collaboration and the public spheres that support it.

To read more articles by Henry A. Giroux and other authors in the Public Intellectual Project, click here.

Within neoliberal ideology, an emphasis on competition in every sphere of life promotes a winner-take-all ethos that finds its ultimate expression in the assertion that fairness has no place in a society dominated by winners and losers. As William Davies points out, competition in a market-driven social order allows a small group of winners to emerge while at the same time sorting out and condemning the vast majority of institutions, organizations and individuals «to the status of losers.»

As has been made clear in the much publicized language of Donald Trump, both as a reality TV host of «The Apprentice» and as a presidential candidate, calling someone a «loser» has little to do with them losing in the more general sense of the term. On the contrary, in a culture that trades in cruelty and divorces politics from matters of ethics and social responsibility, «loser» is now elevated to a pejorative insult that humiliates and justifies not only symbolic violence, but also (as Trump has made clear in many of his rallies) real acts of violence waged against his critics, such as members of the Movement for Black Lives. AsGreg Elmer and Paula Todd observe, «to lose is possible, but to be a ‘loser’ is the ultimate humiliation that justifies taking extreme, even immoral measures.» They write:

We argue that the Trumpesque «loser» serves as a potent new political symbol, a caricature that Trump has previously deployed in his television and business careers to sidestep complex social issues and justify winning at all costs. As the commercial for his 1980s board game «Trump» enthused, «It’s not whether you win or lose, but whether you win!» Indeed, in Trump’s world, for some to win many more must lose, which helps explain the breath-taking embrace by some of his racist, xenophobic, and misogynist communication strategy. The more losers — delineated by Trump based on every form of «otherism» — the better the odds of victory.

Atomization fueled by a fervor for unbridled individualism produces a pathological disdain for community, public values and the public good. As democratic pressures are weakened, authoritarian societies resort to fear, so as to ward off any room for ideals, visions and hope. Efforts to keep this room open are made all the more difficult by the ethically tranquilizing presence of a celebrity and commodity culture that works to depoliticize people. The realms of the political and the social imagination wither as shared responsibilities and obligations give way to an individualized society that elevates selfishness, avarice and militaristic modes of competition as its highest organizing principles.

Under such circumstances, the foundations for stability are being destroyed, with jobs being shipped overseas, social provisions destroyed, the social state hollowed out, public servants and workers under a relentless attack, students burdened with the rise of a neoliberal debt machine, and many groups considered disposable. At the same time, these acts of permanent repression are coupled with new configurations of power and militarization normalized by a neoliberal regime in which an ideology of mercilessness has become normalized; under such conditions, one dispenses with any notion of compassion and holds others responsible for problems they face, problems over which they have no control. In this case, shared responsibilities and hopes have been replaced by the isolating logic of individual responsibility, a false notion of resiliency, and a growing resentment toward those viewed as strangers.

We live in an age of death-dealing loneliness, isolation and militarized atomization. If you believe the popular press, loneliness is reaching epidemic proportions in advanced industrial societies. A few indices include the climbing suicide rate of adolescent girls; the rising deaths of working-class, less-educated white men; and the growing drug overdose crises raging across small towns and cities throughout America. Meanwhile, many people often interact more with their cell phones, tablets and computers than they do with embodied subjects. Disembodiment in this view is at the heart of a deeply alienating neoliberal society in which people shun in-person relationships for virtual ones. In this view, the warm glow of the computer screen can produce and reinforce a new type of alienation, isolation and sense of loneliness. At the same time, it is important to note that in some cases digital technologies have also enabled young people who are hyper-connected to their peers online to increase their face-to-face time by coordinating spontaneous meetups, in addition to staying connected with each other near-constantly virtually. How this dialectic plays out will in part be determined by the degree to which young people can be educated to embrace modes of agency in which a connection to other human beings, however diverse, becomes central to their understanding of the value of creating bonds of sociality.

Needless to say, however, blaming the internet itself — which has also helped forge connections, and has facilitated movement-building and much wider accessibility of information — is too easy. We live in a society in which notions of dependence, compassion, mutuality, care for the other and sociality are undermined by a neoliberal ethic in which self-interest and greed become the organizing principles of one’s life and a survival-of-the fittest ethic breeds a culture that at best promotes an indifference to the plight of others and at worst, a disdain for the less fortunate and support for a widespread culture of cruelty. Isolated individuals do not make up a healthy democratic society.

New Forms of Alienation and Isolation

A more theoretical language produced by Marx talked about alienation as a separation from the fruits of one’s labor. While that is certainly truer than ever, the separation and isolation now is more extensive and governs the entirety of social life in a consumer-based society run by the demands of commerce and the financialization of everything. Isolation, privatization and the cold logic of instrumental rationality have created a new kind of social formation and social order in which it becomes difficult to form communal bonds, deep connections, a sense of intimacy, and long term commitments.

Neoliberalism fosters the viewing of pain and suffering as entertainment, warfare a permanent state of existence, and militarism as the most powerful force shaping masculinity. Politics has taken an exit from ethics and thus the issue of social costs is divorced from any form of intervention in the world. For example, under neoliberalism, economic activity is removed from its ethical and social consequences and takes a flight from any type of moral consideration. This is the ideological metrics of political zombies. The key word here is atomization, and it is the defining feature of neoliberal societies and the scourge of democracy.

At the heart of any type of politics wishing to challenge this flight into authoritarianism is not merely the recognition of economic structures of domination, but something more profound — a politics which points to the construction of particular identities, values, social relations, or more broadly, agency itself. Central to such a recognition is the fact that politics cannot exist without people investing something of themselves in the discourses, images and representations that come at them daily. Rather than suffering alone, lured into the frenzy of hateful emotion, individuals need to be able to identify — see themselves and their daily lives — within progressive critiques of existing forms of domination and how they might address such issues not individually but collectively. This is a particularly difficult challenge today because the menace of atomization is reinforced daily not only by a coordinated neoliberal assault against any viable notion of the social but also by an authoritarian and finance-based culture that couples a rigid notion of privatization with a flight from any sense of social and moral responsibility.

The culture apparatuses controlled by the 1 percent, including the mainstream media and entertainment industries, are the most powerful educational forces in society and they have become disimagination machines — apparatuses of misrecognition and brutality. Collective agency is now atomized, devoid of any viable embrace of the social. Under such circumstances, domination does not merely repress through its apparatuses of terror and violence, but also — as Pierre Bourdieu argues — through the intellectual and pedagogical, which «lie on the side of belief and persuasion.» Too many people on the left have defaulted on this enormous responsibility for recognizing the educative nature of politics and the need for appropriating the tools, if not weapons, provided by the symbolic and pedagogical for challenging this form of domination, working to change consciousness, and making education central to politics itself.

Donald Trump’s Media Strategy

Donald Trump plays the media because he gets all of this. His media strategy is aimed at erasing memory, thoughtfulness and critical dialogue. For Trump, miseducation is the key to getting elected. The issue here is not about the existing reign of civic illiteracy, it is about the crisis of agency, the forces that produce it, and the failure of progressives and the left to take such a crisis seriously by working hard to address the ideological and pedagogical dimensions of struggle. All of which is necessary in order, at the very least, to get people to be able to translate private troubles into wider social issues. The latter may be the biggest political and educational challenge facing those who believe that the current political crisis is not simply about either the election of Trump, the ruling-class carnival barker, or Clinton, the warmonger, both of whom are in the end different types of cheerleaders for the financial elite and big corporations.

At the same time, it is important to recognize that Trump represents the more immediate threat, especially for people of color. As the apotheosis of a brutal, racist, fascist expression of neoliberalism, Trump would eliminate 21 million from the ranks of those insured under Obamacare, would deport 11 million undocumented immigrants and would stack the Supreme Court with right-wing ideologues who would implement reactionary polices for the next few decades.

At stake here is a different type of conflict between those who believe in democracy and those who don’t. The upcoming election will not address the ensuing crisis, which is really a fight for the soul of democracy. One consequence will be that millions one way or another will once again bear the burden of a society that hates democracy and punishes all but the financial elite. Both candidates and the economic and political forces they represent are part of the problem and offer up different forms of domination. What is crucial for progressives to recognize is that it is imperative to make clear that neoliberal economic structures register only one part of the logic of repression. The other side is the colonization of consciousness, the production of modes of agency complicit with their own oppression.

This dual register of politics, which has been highlighted by theorists extending from Hannah Arendt and Antonio Gramsci to Raymond Williams and C. Wright Mills, has a long history but has been pushed to the margins under neoliberal regimes of oppression. Once again, any viable notion of collective resistance must take matters of consciousness, identity, desire and persuasion seriously, so as to speak to the underlying conditions of atomization that depoliticize and paralyze people within orbits of self-interest, greed, resentment, misdirected anger and spiraling violence.

Addressing the affective and ideological dimensions not only of neoliberalism but also of the radical imagination is crucial to waking us all up to our ability to work together, recognize the larger social and systemic structures that dominate our lives, and provide each other with the tools to translate private troubles into broader systemic issues. The power of the social does not only come together in social movements; it is also central to the educative force of a politics that embraces democratic social relations as the foundation for collective action.

Overcoming the atomization inherent in neoliberal regimes means making clear how they destroy every vestige of solidarity in the interest of amassing huge amounts of wealth and power while successfully paralyzing vast numbers of people in the depoliticizing orbits of privatization and self-interest. Of course, we see examples of movements that embrace solidarity as an act of collective resistance — most visibly, the Movement for Black Lives. This is model that needs to take on a more general political significance in which the violence of apparatuses of oppression can be connected to a politics of atomization that must be addressed as both an educational and political issue. Neoliberal precarity, austerity and the militarization of society inflict violence not just on the body but on the psyche as well. This means that the crisis of economic structures must be understood as part of the crisis of memory, thinking, hope and agency itself.


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“La presencia de la industria cultural en nuestras vidas es mucho más persistente en la actualidad que hace 50 años cuando no existían internet, smartphones, Twitter o Facebook”

Entrevista a Jon E. Illescas sobre «La dictadura del videoclip. Industria musical y sueños prefabricados» (II)

-Estábamos en Marx. Abres el libro con una cita (muy dialéctica, en el mejor sentido de la expresión, de Marx, del padre de la gran Tussy: “La producción no solamente produce un objeto para el sujeto, sino también un sujeto para el objeto. La producción produce, pues, el consumo”. ¿Y cómo consigue eso la producción? ¿Cómo nos producen para el consumo del objeto? ¿Tan estúpidos y alienados estamos?

-“Bañándonos” dictatorialmente con un flujo ininterrumpido de contenidos aparentemente variados pero en lo fundamental iguales que, al final, por la presión social, la ley del mínimo esfuerzo y las pocas horas de ocio disponibles para la mayoría de asalariados, crea consumidores adiestrados para digerir esos productos que la oligarquía financia. No es cuestión de si somos estúpidos o alienados, es cuestión de que las mayorías viven bajo una dictadura cultural. Del mismo modo que es más sencillo comprar y leer 50 sombras de Grey en cualquier librería en lugar de, por ejemplo, El Capital de Marx o uno más sencillo, El Estado y la revolución de Lenin; lo es ver un videoclip de Rihanna en lugar de otro de Kenny Arkana, artista anticapitalista francesa. Y alguien diría ingenuamente: pero las dos artistas están en YouTube. Eso da igual, porque en YouTube y fuera de él, Rihanna es promocionada insistentemente por grandes capitales creando la necesidad de seguir sabiendo de ella y la producción de Arkana, autoproducida o auspiciada bajo pequeños sellos, sólo la visualizará gente que ya la conoce o que es consumidora de música similar. Por eso Rihanna obtiene con sus videoclips entre 200 y 300 veces más visualizaciones que la artista francesa, una de las cantantes de izquierda más populares.

-El videoclip influye en la juventud, en toda la juventud del mundo si quieres. De acuerdo, no discuto ese punto. Pero mucha gente no somos jóvenes y la juventud, como sabes, es una enfermedad (perdona mi tontería) que pasa rápidamente. Luego por tanto, se podría decir, todo esto es limitado. Dura unos años y se pasa. Sería algo así como los tebeos de hazañas bélicas de hace 50 años o las canciones de los Sirex, los Brincos o incluso las de Concha Velasco o Mari Trini por ejemplo. ¿No influía Camilo Sesto en la juventud de los setenta?

-Supongo que en parte sí, pero como científico no puedo pronunciarme ya que desconozco el impacto real de esos populares artistas en su época. Conozco el de Katy Perry y Justin Bieber en la actual. En principio no creo que sean comparables cuantitativamente ya que la presencia de la industria cultural en nuestras vidas es mucho más persistente en la actualidad que hace 50 años cuando no existía Internet, smartphones ni Twitter o Facebook. Antes estaba la televisión, pero ahora la duración total del consumo de “pantallas” en superior con la suma de soportes.

El punto central es que la juventud, no sólo es una enfermedad pasajera sino también un regalo temporal. Y desde un punto de vista político tiene un potencial impresionante.

Primero, porque por la revolución biológica que sufren los jóvenes y su incremento en las descargas hormonales que sufren relacionadas con el despertar sexual, tienen un potencial brutal a desarrollar respecto a la música y también las causas sociales. Los jóvenes se pueden indignar vehementemente contra las injusticias y contestar políticamente. Vienen de una época, la infancia, donde todo parecía “estar en orden” y luego descubren toda la inmundicia del sistema. Y como la música la viven con más intensidad (por esos picos hormonales) que en ninguna etapa vital anterior ni posterior, el potencial de manipulación a través de la misma alcanza su grado más alto.

Segundo, porque los jóvenes disfrutan de una especial protección política de la sociedad (en el caso de los menores) y parental (económica de los padres y/o tutores) lo que permite que no sean tan vulnerables por el Estado ni tan dependientes del jefe de la empresa, etc. Su “colchón” económico familiar les permite, por ejemplo, experimentar más con su forma de vestir que, pongamos el caso, un padre de familia con 50 años y una hipoteca que pagar que no debe desagradar a su jefe. ¿Quién de los dos es potencialmente más peligroso para el sistema? Entonces, si desactivas ese potencial juvenil con esta seductora cultura de la alienación en masa mediante la música del capital obtienes un triunfo político importante para la clase dominante y el sistema que la nutre. Si como oligarquía canalizas esa rebeldía inmanente en que los jóvenes cambien el color de pelo, se pongan piercings o modifiquen la amplitud del escote en lugar de que se afilien a una organización contestataria, estarás desactivando un peligro objetivo para tus intereses de clase.

Aunque la juventud se marcha como el resto de etapas vitales, no creo que pueda haber ninguna revolución social favorable a los desposeídos sin la participación de los jóvenes. Ni cultural, ni política ni económica. Si la juventud está neutralizada, la izquierda sólo puede ser marginal o convenientemente domesticada. Es normal, el corazón le late más lento.

-Insisto un poco más, si un joven no mirase, no estuviera al día en ese mundo de los videoclips, ¿no quedaría un poco marginado, no sería un bicho raro a ojos de sus amigos y compañeros? Si no ves, si no consumes, no puedes hablar, no puedes relacionarte.

-Por supuesto, todo aquel que se aparte del punto medio de hegemonía cultural o político quedará como un bicho raro para las mayorías más adoctrinadas por el poder. Cuanto más lejos se encuentre de ese punto, mayor será la marginación que obtenga cuando se exprese. Del mismo modo que siendo adulto es más sencillo manifestar en una reunión con amigos que “todos los políticos son unos ladrones” o que “la educación pública debe ser de calidad” que abogar por “la sociabilización de bancos y principales empresas”, para los jóvenes es más sencillo y se sentirán más adaptados socialmente (lo que es una necesidad todavía mayor que para los adultos) cuando digan que quieren ir a un concierto de Justin Bieber o Shakira que cuando digan que les gusta el metal progresivo de Dream Theater o el rap combativo de Los Chikos del Maíz.

-¿Son tan dioses los dioses de la música a los que haces referencia? ¿No exageramos un poco? Yo suelo leer los diarios y de los que citas en el apartado “oro” sólo conozco a cuatro; de los de plata, apenas tres. ¿Soy demasiado viejo para entender todo esto?

-Lamento decirte que sí Salvador. Pero tranquilo, pese a mis 33 años, yo también soy demasiado viejo. Lo que opinemos nosotros no importa en absoluto. Date cuenta que en Twitter, la red social con el público más joven, el principal tema de conversación es la música y las tres cuentas más seguidas, por encima de la de Barak Obama, el presidente más popular, son de estrellas de la canción. En una relación nueve veces superior a las cuentas de estrellas del deporte o del cine. Hablamos de poder en mayúsculas. De hecho, que a tu edad conozcas al 35% de los 20 artistas más importantes que cito en el libro es muestra de su popularidad, ya que no eres parte del público al que van dirigidos…¡y pese a ello sabes quiénes son! ¿Ocurriría al revés con los autores de los libros que lees o la música que escuchas y su conocimiento por la mayoría de los jóvenes? Lamento decirte que Shakira es parte de la iconosfera-mundo y Manuel Sacristán o incluso Rossini, no.

-¿Cuáles son las principales empresas que están detrás de todo esto? ¿Son usa-corporaciones en su mayor parte? ¿Lo suyo es una cuestión de pasta, de mal gusto, de penetración cultural? ¿Están al servicio de los centros de poder del sistema?

-Son tres grandes discográficas, de mayor a menor: Universal (francesa, propiedad del conglomerado Vivendi), Sony (japonesa, de Sony Corporation) y Warner (la única estadounidense, propiedad de Access Industries). Sin embargo, la mayor parte de su producción se realiza en los Estados Unidos porque es el territorio donde hay más (y mejores) profesionales de la industria cultural y donde la superestructura jurídica garantiza un mayor retorno a sus inversiones. Por otra parte, la mayor difusora, YouTube, donde se consumen el 70% de los vídeos, es de propiedad mayoritariamente estadounidense pese a que también cuenta con capitales franceses y emiratíes. Guardan muy buena relación con los centros de poder, ya que la salud de sus negocios depende de lo bien que se lleven con ellos, como cualquier gran empresa.

-La ideología, la horrible ideología que subyace en muchos de los videoclips a los que haces referencia detallada, ¿influye realmente en el vivir, en el hacer de los jóvenes? Por ejemplo, muchos jóvenes españoles ven vídeos de Lady Gaga o de Eminem pero no entienden nada o casi nada de lo que dicen y cantan. Ni tan siquiera a veces conocen la temática de la canción. Les llaman la atención las imágenes, nada inocentes desde luego, y el ritmo y acaso la voz. Y ya está.

-Desde luego si conocen la letra y aun así les gusta, la penetración ideológica es mayor. En la actualidad, aunque nuestro país va a la cola de los más desarrollados, vivimos con la generación de jóvenes más angloparlantes de la historia. Por otra parte los chicos ya no tienen que comprarse un libro de letras para saber qué dicen las canciones de sus ídolos, simplemente han de consultar los vídeos subtitulados por los mismos fans colgados en YouTube. El esfuerzo es mínimo: mover y clicar el ratón. Pero es que además de eso, las imágenes muchas vecen hablan por sí mismas. Cuando aparece en un videoclip mainstream un rapero en una mansión rodeado de un harén de bellas mujeres bebiendo y celebrando orgiásticas fiestas con sus amigos, nadie le tiene que decir a los jóvenes qué significa todo aquello. Son lo suficientemente inteligentes.

-Un capítulo lleva por título: “Se llama capitalismo”. ¿Qué es para ti el capitalismo?

-Lo mismo que para Marx, un modo de producción basado en el enfrentamiento estructural entre dos clases principales: los capitalistas o empresarios y los trabajadores asalariados. Los primeros poseen los medios de producción y los segundos, como no los poseen, sólo pueden vender su fuerza de trabajo para ganarse la vida (esto es, sus habilidades profesionales). La fuerza de trabajo es la única mercancía que pueden y deben vender en el mercado diariamente para obtener un sustento. El capitalismo se rige por una ley absoluta: la producción de plusvalor, es decir, de excedente social generado por los trabajadores que va a parar a la clase capitalista trasnacional. Y no vuelve ni puede volver como sueñan los keynesianos de izquierda y en general los partidarios de la redistribución en la esfera de la circulación. Por eso, pese a los golpes de pecho y los programas de la ONU o los impuestos a las grandes fortunas, el año pasado se alcanzó la máxima desigualdad mundial: el 1% más rico tenían lo mismo que la mitad de la población global. Dentro del marco capitalista no hay otra solución, porque ninguna política redistributiva puede comprometer el margen de beneficio que garantiza la inversión privada.

Por otra parte, aunque el capitalismo no es el único modo de producción que convive entre nosotros, es de lejos el hegemónico y por eso es el que más incide en la formación de la sociedad-mundo actual. Y como todos los modos de producción anteriores, tiene fecha de caducidad: tuvo su origen, tiene su desarrollo y tendrá su fin. Igual que cualquier organismo. La gracia del asunto es que nosotros, dentro de ciertos límites, podemos acelerar su final para no demorar el sufrimiento de las mayorías y de paso evitar que su lógica abstracta y compulsa acabe con gran parte de la humanidad, el ecosistema y lo mejor de la civilización.

-¿En qué autores marxistas te has inspirado en tu reflexión? ¿Cuáles son tus marxistas preferidos?

-Para el libro han sido fundamentales Karl Marx, Friedrich Engels y Antonio Gramsci. También el gran psicólogo soviético Lev Vigotsky y uno de mis marxistas contemporáneos favoritos: el inimitable Terry Eagleton. Para desarrollar el armazón teórico económico a partir de la teoría del valor-trabajo fue clave descubrir la transformación de la atención del público en mercancía y su posterior venta a los anunciantes de manos de un filomarxista como el comunicólogo Dallas W. Smythe y su perfeccionamiento por el joven profesor de la Universidad de Ontario Tanner Mirrlees. Para conectarlo con la base económica del sistema han sido muy importantes los análisis de Diego Guerrero y Rolando Astarita, pero también de Xabier Arrizabalo o Anwar Shaik.

Otros marxistas a los que tengo gran aprecio son David Harvey, Neil Davidson, Ernst Mandel, John Berger, Robert W. McChesney Chris Harman, Minqi Li, Michel Löwy, Fredric Jameson, Ferrucio-Rossi Landi, Georg Lukács, Adolfo Sánchez Vázquez, Guy Debord o Vicente Romano. Desde un punto de vista más político, Lenin, Trostsky, Rosa Luxemburg o Antoni Domènech son personalidades que me han marcado pese a mis discrepancias con ellos. Por otra parte, he aprendido mucho leyendo a autores críticos influidos por el marxismo como Theodor Adorno, Charles Wright Mills, Raymond Williams, Marvin Harris, Armand Mattelart, Immanuel Wallerstein, Rafael Díaz-Salazar, Gordon Childe, Erich Fromm o Vincent Mosco. Por supuesto, me han influenciado muchos otros que me sabe mal no nombrar porque no quiero ser injusto, pero me temo que si lo hiciera parecería la lista de agradecimientos de los créditos de un filme.

-Te pregunto ahora por grandes nombres del sistema

-Me voy preparando.

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Una radiografía marxista de la globalización

Por: Olmedo Beluche

En este siglo XXI, siete mil millones de seres humanos vivimos bajo el signo de lo que se ha llamado «globalización». Este concepto procura captar una realidad compleja pero concreta, que determina, cual si de Dios se tratase, nuestras vidas: empleo, pobreza, migraciones, democracia, identidad, gustos, formas de pensar, etc. ¿Dónde está la esencia de este fenómeno multidimensional? ¿Qué es lo determinante: el proceso económico, el político – institucional, sus resultados sociales o sus consecuencias culturales?

«Marxismo y globalización capitalista», de Roberto Ayala Saavedra, profesor de sociología de la Universidad de Costa Rica, aborda de manera brillante este complejo problema y lo hace, como indica desde su título, con el método del materialismo histórico, «una teoría de la totalidad social… que busca fundar racionalmente la acción y que se construye en esa acción… una praxis transformadora que quiere ser consciente y racional».

De la generación de cientistas sociales centroamericanos de este inicio del siglo XXI, Roberto Ayala es uno de los más capacitados para acometer la titánica tarea de arriesgar una radiografía de la globalización bajo la lupa del método marxista. Ayala es una persona que ha combinado la lucidez de un pensamiento crítico, basado en una sólida formación teórica, con una vida de compromiso militante desde hace 40 años.

«Praxis transformadora» que Roberto ha sostenido inquebrantable desde que lo conocimos como brillante estudiante de secundaria y dirigente estudiantil, a mitad de los años 70; pasando por sus años de formación académica y política en Brasil; que lo llevó a ser uno de los fundadores del Partido Socialista de los Trabajadores de Panamá; y que ha sostenido por 20 años en Costa Rica, donde emigró y ha continuado combinando su labor académica con el compromiso militante hasta el día de hoy.

Globalización, un proceso abierto y en disputa

«Marxismo y globalización capitalista» es una obra extraordinaria, que disecciona al «capitalismo del siglo XXI» o «capitalismo tardío» (concepto tomado de Ernest Mandel), en una reflexión crítica que polemiza con enfoques teórico metodológicos de diversas corrientes de la Ciencia Social. Cada momento del análisis concreto va acompañado de una explicación metodológica, uno de sus mejores aportes, en que Ayala demuestra un dominio sobre el método hegeliano-marxista. El libro está compuesto por cinco capítulos y su conclusión: capitalismo global; América Latina: reconsideración del problema de la dependencia; globalización y cambio cultural; cuestión social y capitalismo; neoliberalismo y ética.

Desde la Introducción, Ayala se aleja de interpretaciones mecanicistas y metafísicas, para señalar que la globalización: «…es un proceso abierto y en disputa, cuya ulterior conformación depende de la relación de fuerzas entre diversas clases…» (Pág. 5). Siendo que una característica del capitalismo es su expansión sin fronteras y que desde el siglo XVI existe lo que I. Wallerstein llama «sistema mundo», Ayala se focaliza en las características específicas del capitalismo bajo la globalización actual.

De manera que define a la globalización como una realidad «compleja, multidimensional y móvil», estructurada y jerarquizada, no una «amalgama», que tiene «su base y condición general de posibilidad… su anatomía, en la economía política…» (Págs. 26 y 27). La globalización tiene cuatro dimensiones: económica, política, tecnológica y cultural, según Ayala.

Las cuatro dimensiones de la globalización

Respecto de la dimensión económica, llama a repudiar lo métodos que se focalizan sobre aspectos incidentales, abusando de la fenomenología y el método individualista, deshistorizando lo real. Por ende, a partir de la cita de Marx («el problema de la historia es la historia del problema»), invita a comprender la globalización a partir de la historia del capitalismo como un sistema de explotación de clases.

Al abordar la dimensión tecnológica, propone repudiar la «fetichización tecnológica» que se niega a ver que todos los desarrollos en esta dimensión tienen como objetivo el aumento de la productividad del trabajo, es decir, la explotación de clase.

Sobre la dimensión político-institucional, Roberto Ayala recuerda que el objetivo de la ideología liberal, y neoliberal por extensión, no es otro que la «naturalización» del mercado («reificación», diría Lukacs). La globalización ha implicado una «ofensiva capitalista en la lucha de clases» (J. Hirsh), bajo los criterios neoliberales. Pero esta ofensiva es velada a través de una institucionalidad internacional (ONU, OMC, UE, OEA, etc.) que opera como legitimadora de las decisiones, impulsando métodos políticos que han reducido la democracia a una práctica restringida y una ciudadanía con derechos humanos reducidos.

En el plano de la cultura, «las industrias culturales (audiovisuales), organizan la canalización del placer hacia formas y ámbitos compatibles con la reproducción económica y social del orden vigente» (Pág. 52). A la vez que promueven un hiperindividualismo, la indiferencia social, el consumismo cosificante con derrapes escapistas.

La globalización desplaza a las burguesías ‘nacionales’ de su propio mercado interno

El capítulo 2, donde se aborda el problema de la dependencia en América Latina, es uno de los más brillantes y donde se hacen aportes novedosos. Luego de polemizar con la teorías desarrollistas y de la dependencia, defendiendo la marxista teoría del imperialismo, Roberto Ayala sostiene que la fase de la globalización implica una nueva situación, un salto adelante de la internacionalización del sistema capitalista y dependencia de nuestros países.

La globalización implicaría un desplazamiento de los capitales nacionales en favor de los multinacionales imperialistas, una «tendencia general que desplaza a una posición subordinada, en su propio mercado ‘nacional’… su participación en el excedente internamente producido se reduce a una porción bastante menor… Desplazamiento en su propio mercado por el capital metropolitano…» que implica la derrota del proyecto capitalista autónomo en la periferia (Pág. 104 y 105).

Esta nueva realidad marca los límites y determina lo que pueden hacer los gobiernos «neodesarrollistas», que algunos llaman «populistas» o «progresistas».

Al respecto señala: «Cualesquiera que sean los avances puntuales, justamente apropiados y defendidos por los trabajadores y sectores populares como conquistas, en absoluto modifican la estructura socioeconómica interna ni las relaciones con la economía mundial, los mecanismos de la dominación permanecen inalterados… el neodesarrollismo no rompe con la lógica del sistema, se limita a buscar estrategias y políticas económicas heterodoxas que impulsen el crecimiento, mitiguen la desigualdad… No va más allá, aún en su versión de retórica más radical, de una variante de gestión del capitalismo periférico» (Pág. 119).

Las subjetividades moldeadas por la industria cultural

En lo que atañe a la globalización y el cambio cultural, Ayala empieza por señalar que tratar el tema de la cultura como una entidad separada de «las condiciones generales de existencia» es metodológicamente incorrecto porque rompe la unidad compleja de los social y lleva a caer en la metafísica idealista.

Las relaciones individuo / sociedad «se dan mediadas por objetos simbólicos, climas culturales… que refuerzan tendencias estructurales… las subjetividades adaptadas, integradas…» (Pág. 142). De ahí que proponga que una teoría de la acción social no puede despreciar los contextos históricos, que dan sentido a la acción, en esa perspectiva Ayala rescata el interaccionismo simbólico de G. H. Mead, y la fenomenología de Berger y Luckmann.

En una sociedad de clases como la globalizada capitalista, la industria cultural fabrica el clima cultural en que se forman las subjetividades individuales. «La modernidad burguesa se funda en el impetuoso desarrollo de las fuerzas productivas, pero se apoya en la colonización de la subjetividad. La interiorización naturalizada y mayormente inconsciente de las relaciones sociales imperantes» (Pág. 150).

Pero también se producen resistencias culturales, acciones subversivas y lucha de los oprimidos que no se reduce a la acción política o económica, sino que también es cultural. Estas respuestas son producidas por las evidentes contradicciones del sistema, en el que el gran desarrollo de fuerzas productivas no hace más feliz al ser humano, sino que la mayoría padecen sumidos en una vida frustrada por la miseria y el trabajo alienante (cuando lo consiguen).

Resistencias reaccionarias y resistencias revolucionarias

Ahora bien, el lado positivo del proceso en la visión de Ayala, es que «la globalización no es solo hamburguesas y coca cola, comporta todo un amplio espectro de normas y valores, ideologías y representaciones… (la) transculturización de los valores…» (Págs. 196 y 197). Esos valores no solo reproducen las relaciones sociales capitalistas, sino también conquistas democráticas que pertenecen a la humanidad y que confrontan valores y costumbres tradicionalistas, conservadoras y fundamentalistas arcaicas, pero que aún perviven.

De ahí que Ayala rescata el concepto de «sociedad abierta», pese a provenir de uno de los más grandes voceros del liberalismo, Karl Popper. Y lo hace en el sentido siguiente: «El capitalismo da lugar a una forma social incomparablemente abierta respecto de todas las formas que le antecedieron, impulsando de esta manera un proceso de individuación y secularización…» (Pág. 203).

Por eso no hay que confundirse, no todas las resistencias son progresivas. Nos propone Ayala que diferenciemos de las diversas resistencias que genera la globalización aquellas que son de tipo reaccionario («conservatismo atávico, exaltación teológico-trascendentalista, escapismo neorromántico, nihilismo epistemológico posmoderno o ingenuidad primitivista») de las resistencias que, basadas en el pensamiento crítico, defiendan las conquistas democráticas de la modernidad, «sin el oscuro costado del capitalismo».

De la caridad cristiana al enfoque neoliberal de las políticas sociales

En el capítulo IV se traza la historia de las doctrinas sociales, desde los siglo XIV al XVI, cuando se emitieron las primeras «leyes de pobres», época en que se interpretaba la pobreza como castigo divino, y asignaba a las parroquias el deber de auxiliarla, mientras que el objetivo de esa legislación consistía en obligar a la fuerza de trabajo desplazada del campo a disciplinarse de manera forzosa en las nacientes manufacturas y la vida urbana, so pena de cárcel y virtual esclavitud.

El análisis histórico pasa por la consolidación del capitalismo en el siglo XIX, en que el problema social adquiere dos perspectivas coetáneas: la liberal ascética, que percibe la riqueza como premio al trabajo (Mandeville), pero que promueve un individualismo insolidario que llega al paroxismo con el darwinismo social de Spencer; por otro lado, como subproducto de la Revolución Francesa se visualiza el problema desde la «dignidad humana» que no debe permitir la degradación social extrema, de la cual surgirá perspectiva de Bismarck, que busca atenuar el conflicto social con políticas de mitigamiento en las que la atención a la pobreza se desplaza de las parroquias a un deber del Estado.

La crisis posterior a la Primera Guerra Mundial, la Revolución Rusa (primer intento concreto de construir una sociedad sin explotación de clases), la quiebra de 1929 y los dramáticos acontecimientos políticos de ese período, parieron el Estado Benefactor (J. M. Keynnes) como una forma de salvar al capitalismo de sí mismo, regulando la economía y las relaciones sociales desde el estado, dando origen así a la verdadera «política social». Pero el Estado Benefactor seguía siendo un estado capitalista que no podía superar sus contradicciones, dando paso el «boom» de la post guerra al estancamiento económico.

De esa crisis abierta en los años 70, se impone en la lógica del capital la doctrina neoliberal y su particular manera de enfocar el problema social, la cual arrecia a partir de la desaparición de la URSS, una de las amenazas a las que el estado de beneficio intentaba responder.

En «…la nueva fase de despliegue del capitalismo… la cuestión social sufre un replanteamiento correlativo…: retirada del estado, limitación fiscal, focalización, centralidad de la gestión de la pobreza (…), protagonismo del llamado tercer sector (ONG’s), alejamiento de los sectores medios de los servicios públicos y reorientación hacia el mercado, desplazamiento semántico de ‘igualdad’ a ‘equidad'», con el consiguiente aumento de la pobreza y la desigualdad (Pág. 321).

En fin, que la política social no ha escapado al objetivo de reproducir las condiciones de existencia del capitalismo administrando la cuestión social.

Frente a la ética individualista del capitalismo la ética de la solidaridad, única garantía de la libertad individual

El capítulo dedicado al neoliberalismo y la ética inicia analizando la filosofía del grupo de Mont Pelerine, y su ideólogo, Fiedrich von Hayek, para quienes el «igualitarismo» del Estado Benefactor mataba la libertad individual porque la desigualdad era un valor positivo, ya que alentaba la competencia, de la que depende el progreso social, en la perspectiva neoliberal.

Bajo la lógica liberal el individuo lo es todo, la sociedad o colectividad o no existe, o es una coerción contra el primero. Cita a Mario Vargas Llosa: «La libre elección está en la base del pensamiento liberal. Y lo está como manifestación de su individualismo, de su cerrado rechazo del colectivismo, de la defensa que hace, frente a la pretensión ideológica de convertir lo social en una instancia moral o política superior a los hombres y mujeres particulares». En palabras de Margaret Tatcher: «‘la sociedad no existe’, sería un invento de los comunistas» (Pág. 354).

Ayala señala que en vez de libre elección, esta nefasta ideología liberal es egoísmo social, que pretende elevar a la ética las reglas convenientes al orden social capitalista. esa ética liberal pretende naturalizar la desigualdad social y pone como su norte la competencia, y la división del mundo entre ganadores y perdedores, como algo «normal».

Esa perspectiva egoísta del capitalismo es introducida por el clima cultural en la mente de los oprimidos «mediante una sutil operación de fragmentación (demolición) de la estructura de la personalidad del individuo… y el consecuente desarrollo de los rasgos de carácter típicos, timidez, vida interior pobre, reverencia ante el poder, subordinación servil, baja autoestima y pobre autoconfianza, formas estereotipadas de pensamiento, inclinación al pensamiento mágico y a la superstición, resentimiento, canalizado con violencia en la relaciones personales, o en la situaciones de anonimato del individuo-masa… desprecio hacia los de su propio entorno…» (Págs. 368 y 369).

De manera que la lucha por una sociedad superior al capitalismo sólo puede construirse desde una ética en que «la libertad personal está en función de sí misma, mediada por la aspiración y la lucha por la emancipación humana y el enriquecimiento de la vida. Lo cual quiere decir que solo se torna realizable, alcanzable, sobre la base de una sociedad emancipada (de la explotación y las desigualdades estructurales) y emancipadora» (Pág. 375).

«El liberalismo es una falsa defensa de la libertad y la defensa de una falsa libertad», dictamina Ayala. Para él, «el yo humano solo puede actualizarse y ser entendido en el contexto condicionante y posibilitador del nosotros (la solidaridad es indispensable para el desarrollo de la individualidad); la consciencia/autoconsciencia solo puede surgir en la interacción; fuera de la interacción no hay sujeto humano…» (Pág. 382).

Crisis de la civilización es el fracaso de encontrar una salida al capitalismo

En sus conclusiones finales Roberto Ayala reflexiona sobre los grandes desgarramientos sociales, miserias y desigualdades que son producidos por este capitalismo del siglo XXI, llamado globalización o «capitalismo tardío». Reiterando, con Rosa Luxemburgo, que la disyuntiva humana actual está entre conquistar el socialismo o retroceder a la barbarie. La incapacidad hasta ahora demostrada para conseguir el primer objetivo es lo que explica los síntomas de la llamada «crisis civilizatoria».

«… sólo la acción consciente y decidida de los trabajadores, de todos los explotados y oprimidos, junto a la intelectualidad crítica y comprometida, siempre crucial, de todos aquellos, en fin que aspiran a un futuro de libertad, igualdad y solidaridad, puede abrir el horizonte a posibles vías de superación progresiva de la crisis civilizatoria a la que ha conducido el orden capitalista», concluye.

Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=216675&titular=una-radiograf%EDa-marxista-de-la-globalizaci%F3n-

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The New, Old Authoritarianism of Donald Trump

Por: Henry A. Giroux

The following is an excerpt from the new book America at War with Itself by Henry A. Giroux (City Lights, 2016): 

In the current historical moment in the United States, the assault on social tolerance is nourished by the assault on the civic imagination. One of the most egregious examples of these attacks can be found in the political rise of Donald Trump. Trump’s popular appeal speaks not just to the boldness of what he says and the shock his inflamed rhetoric provokes, but the increasingly large numbers of Americans who respond to his aggressive bigotry with the eagerness of an angry lynch mob. Marie Luise Knott is right in noting, “We live our lives with the help of the concepts we form of the world. They enable an author to make the transition from shock to observation to finally creating space for action—for writing and speaking. Just as laws guarantee a public space for political action, conceptual thought ensures the existence of the four walls within which judgment operates.” The concepts that now guide our understanding of American society are produced by a corporate-influenced model that brings ruin to language, community, and democracy itself.

Missing from most of the commentaries by mainstream media regarding the current rise of Trumpism is any historical context that would offer a critical account of the ideological and political disorders plaguing U.S. society. A resurrection of historical memory in this moment could provide important lessons regarding the present crisis, particularly the long tradition of white racial hegemony, exceptionalism, and the extended wars on youth, women, immigrants, people of color, and the economically disadvantaged. As Chip Berlet points out, what is missing from most media accounts are traces of history that would make clear that Trump’s presence on the American political landscape is the latest expression of a long tradition of “populist radical right ideology—nativism, authoritarianism, and populism . . . not unrelated to mainstream ideologies and mass attitudes. In fact, they are best seen as a radicalization of mainstream values.” Berlet goes even further, arguing that “Trump is not an example of creeping totalitarianism; he is the injured and grieving white man growing hoarse with bigoted canards while riding at the forefront of a new nativist movement.” For Adele M. Stan, like Berlet, the real question that needs to be asked is: “What is wrong with America that this racist, misogynist, money-cheating clown should be the frontrunner for the presidential nomination of one of its two major parties?” Berlet is on target when he suggests that understanding Trump in terms of fascism is not enough. But Berlet is wrong in suggesting that all that the Trump “clown wagon” represents is a more recent expression of the merger of right-wing populism and racist intolerance. History does not stand still, and as important as these demagogic elements are, they have taken on a new meaning within a different historical conjuncture and have been intensified through the registers of a creeping totalitarianism wedded to a new and virulent form of savage capitalism. Racism, bigotry, and xenophobia are certainly on Trump’s side, but what is new in this mix of toxic populism is the emergence of a predatory neoliberalism that has decimated the welfare state, expanded the punishing state, generated massive inequities in wealth and power, and put into place an ethos in which everybody has to provide for themselves. America has become a society of permanent uncertainty, intense anxiety, human misery, and immense racial and economic injustice. Trump offers more than what might be called a mix of The Jerry Springer Show and white supremacist ideology; he also offers up domestic and foreign policies that point to a unique style of neo-fascism, one that has deep roots in American history and society. What is necessary in the current political moment is an analysis in which the emergence of a new form of totalitarianism is made visible in Trump’s rallies, behavior, speeches, and proposals.

One example can be found in Steve Weissman’s commentary in which he draws a relationship between Trump’s casual racism and the rapidly emerging neo-fascist movements across Europe that “are growing strong by hating others for their skin color, religious origin, or immigrant status.” Weissman’s willingness to situate Trump in the company of European radical right movements such as Jean-Marie Le Pen’s populist National Front, Greece’s Golden Dawn political party, or Vladimir Zhirinovsky’s Liberal Democratic Party of Russia provides a glimpse of what Trump has in common with the new authoritarianism and its deeply racist, anti-immigration, and neo-Nazi tendencies.

Unfortunately, it was not until late in Trump’s presidential primary campaign that journalists began to acknowledge the presence of white militias and white hate groups at Trump’s rallies, and almost none have acknowledged the chanting of “white power” at some of his political gatherings, which would surely signal Trump’s connections not only to historical forms of white intolerance and racial hegemony but also to the formative Nazi culture that gave rise to genocide. When Trump was told that he had the support of the Ku Klux Klan—a terrorist organization—Trump hesitated in disavowing such support. Trump appears to have no issues with attracting members of white hate groups to his ranks. Nor does Trump seem to have issues with channeling the legitimate anger and outrage of his followers into expressions of hate and bigotry that have all the earmarks of a neo-fascist movement. Trump has also refused to condemn the increasing racism at many of his rallies, such as the chants of angry white men yelling, “If you’re an African first, go back to Africa.” Another example of Trump’s embrace of totalitarian politics can be found in Glenn Greenwald’s analysis of the mainstream media’s treatment of Trump’s attack on Jorge Ramos, an influential anchor of Univision. When Ramos stood up to question Trump’s views on immigration, Trump not only refused to call on him, but insulted him by telling him to go back to Univision. Instead of focusing on this particular lack of civility, Greenwald takes up the way many journalists scolded Ramos because he had a point of view and was committed to a political narrative. Greenwald saw this not just as a disingenuous act on the part of establishment journalists, but as a failure on the part of the press to speak out against a counterfeit notion of objectivity that represents a flight from responsibility, if not political and civic courage. Greenwald goes further, arguing that the mainstream media and institutions at the start of Trump’s campaign were too willing, in the name of objectivity and balance, to ignore Trump’s toxic rhetoric and the endorsements and expressions of violence. He writes:

«Actually, many people are alarmed, but it is difficult to know that by observing media coverage, where little journalistic alarm over Trump is expressed. That’s because the rules of large media outlets—venerating faux objectivity over truth along with every other civic value—prohibit the sounding of any alarms. Under this framework of corporate journalism, to denounce Trump, or even to sound alarms about the dark forces he’s exploiting and unleashing, would not constitute journalism. To the contrary, such behavior is regarded as a violation of journalism. Such denunciations are scorned as opinion, activism, and bias: all the values that large media-owning corporations have posited as the antithesis of journalism in order to defang and neuter it as an adversarial force.»

Timothy Egan argues that it would be wrong to claim that Trump’s followers are simply ignorant, or to suggest that they are only driven by economic issues. Though he underplays the diversity of Trump’s supporters and the legitimacy of some of their complaints, I think he is right in suggesting that many of them know exactly what Trump represents, and in doing so embody the darkest side of Republican Party politics, which have a long history of nurturing hate, racism, and bigotry. Egan writes:

«Donald Trump’s supporters know exactly what he stands for: hatred of immigrants, racial superiority, a sneering disregard of the basic civility that binds a society. Educated and poorly educated alike, men and women—they know what they’re getting from him. . . . But ignorance is not the problem with Trump’s people. They’re sick and tired of tolerance. In Super Tuesday exit polls, Trump dominated among those who want someone to ‘tell it like it is.’ And that translates to an explicit ‘play to our worst fears,’ as Meg Whitman, the prominent Republican business leader, said. ‘He’s saying how the people really feel,’ one Trump supporter from Massachusetts, Janet Aguilar, told The Times. ‘We’re all afraid to say it.'»

Robert Reich draws a number of parallels between early twentieth-century fascism and Trump’s ideology, practices, and policies. He argues that the fascist script is repeated in Trump’s use of fear to scare and intimidate people, his “repeated attacks on Mexican immigrants and Muslims,” his appeal as the patriotic strongman who can personally remedy economic ills, his vaunting of “national power and greatness,” his willingness to condone or appear to legitimate violence against protesters at his rallies, and his preying on the economic distress, misery, and collective anxiety of millions of people “to scapegoat others and create a cult of personality.”

Mike Lofgren echoes a number of Reich’s criticisms but goes further and argues that Trump represents the decision on the part of the American public to choose fascism over what he calls a “managed democracy.” According to Lofgren, a managed democracy has been produced in the United States by a culture of war and fear, especially since the massacre of thousands of Americans on 9/11. The effects of such a war psychosis were evident in the lies made by the Bush administration regarding nonexistent weapons of mass destruction, lies that were repeated ad nauseam to dupe Americans into an unjustified war against Iraq. It is also evident in the rise of the national insecurity surveillance state and its declared notion that everyone is a potential suspect, a notion that helps to further the internalization of the Terror Wars. Another boost to America’s culture of fear, insecurity, and war was the economic crash of 2008, which furthered anxiety to levels not seen since the Great Depression. Amidst this decade-long culture of fear and war, Lofgren argues that the United States may very well become a fascist political system by 2017.

Predictions about America’s descent into fascism are not new and should surprise no one who is historically literate. Rick Perlstein is correct in arguing that Trump provides a service in making clear how conservative ideology works at its deepest levels, and that he exposes the hypocrisy of dressing reactionary politics in a discourse of liberation. Journalists such as Wall Street Journal columnist Peggy Noonan predictably downplay the racist and fascist undertones of Trump’s candidacy, arguing that Trump is simply a symptom of massive disillusionment among Americans who are exhibiting a profound disdain, if not hatred, for the political and economic mainstream elites. Disappointingly, however, this argument is often bolstered by progressives who claim that criticism of Trump’s bigotry and racism cannot fully account for his political appeal. For instance, Thomas Frank observes that Trump actually embraces a number of left-leaning positions that make him popular with less educated working-class whites. He cites Trump’s criticism of free trade agreements, his call for competitive bidding with the drug industry, his critique of the military-industrial-complex and its wasteful spending, and his condemnation of companies that displace U.S. workers by closing factories in the United States and opening them in much less developed countries such as Mexico in order to save on labor costs.

In this view, the working class becomes a noble representative of a legitimate populist backlash against neoliberalism, and whether or not it embraces an American form of proto-fascism seems irrelevant. Frank, however, has a long history of ignoring cultural issues, ideologies, and values that do not simply mimic the economic system. As Ellen Willis pointed out in a brilliant critique of Frank’s work, he makes the mistake of imagining popular and media culture as simply “a pure reflection of the corporate class that produces it.” Hence, racism, ultra-nationalism, bigotry, religious fundamentalism, and other anti-democratic factors get downplayed in Frank’s analysis of Trump’s rise to power. This view is reductionist and ignores research indicating that a large body of Trump supporters, who back explicit authoritarian polices, rarely complain about the predatory economic policies pushed by the Republican and Democratic parties. If anything, such economic pressures intensify these deep-seated authoritarian attitudes. What Trump’s followers have in common is support for a number of authoritarian policies mobilized around “an outsize fear of threats, physical and social, and, more than that, a desire to meet those threats with severe government action—with policies that are authoritarian not just in style but in actuality.” Such policies include:

Using military force over diplomacy against countries that threaten the United States; changing the Constitution to bar citizenship for children of illegal immigrants; imposing extra airport checks on passengers who appear to be of Middle Eastern descent in order to curb terrorism; requiring all citizens to carry a national ID card at all times to show to a police officer on request, to curb terrorism; allowing the federal government to scan all phone calls for calls to any number linked to terrorism.

John Judis extends this progressive line of argument by comparing Trump with Bernie Sanders, claiming that they are both populists and outsiders while suggesting that Trump occupies a legitimate outsider status and raises a number criticisms regarding domestic policies for which he should be taken seriously by the American people and not simply dismissed as a racist, clown, or pompous showman. Judis writes:

«Sanders and Trump differ dramatically on many issues—from immigration to climate change—but both are critical of how wealthy donors and lobbyists dominate the political process, and both favor some form of campaign finance reform. Both decry corporations moving overseas for cheap wages and to avoid American taxes. Both reject trade treaties that favor multinational corporations over workers. And both want government more, rather than less, involved in the economy. Sanders is a left-wing populist. He wants to defend the “collapsing middle class” against the “billionaire class” that controls the economy and politics. He is not a liberal who wants to reconcile Wall Street and Main Street, or a socialist who wants the working class to abolish capitalism. Trump is a right-wing populist who wants to defend the American people from rapacious CEOs and from Hispanic illegal immigrants. He is not a conventional business conservative who thinks government is the problem and who blames America’s ills on unions and Social Security. Both men are foes of what they describe as their party’s establishment. And both campaigns are also fundamentally about rejecting the way economic policy has been talked about in American presidential politics for decades.»

Some liberals, such as Arthur Goldhammer, go so far as to suggest that Trump’s appeal is largely an extension of the “cult of celebrity,” his management of “a very rational and reasonable set of business practices,” and his attention to the anger of a disregarded element of the working class. He asserts without irony that Trump “is not an authoritarian but a celebrity,” as if one cancels out the other. While celebrity culture confers authority in a society utterly devoted to consumerism, it also represents less a mode of false identification than a manufactured spectacle that cheapens serious and thoughtful discourse and puts into play a focus on the commercial world of fashion, style, and appearances. This has given rise to mainstream media that devalue politics, treat politicians as celebrities, refuse to give them a serious hearing, and are unwilling to raise tough questions. Precisely because it is assumed that celebrities are too dumb to answer such questions and that the public is more concerned about their personal lives than anything else, they are too often exempt from being held accountable for what they say, especially if it doesn’t square comfortably with the spectacle of banality. Celebrity culture is not simply a mode of entertainment, it is a form of public pedagogy central to creating a formative culture that views thinking as a nuisance at best, or at worst, as dangerous. Treated seriously, celebrity culture provides the architectural framing for an authoritarian culture by celebrating a deadening form of self-interest, narcissism, and civic illiteracy. As Fritz Stern, the renowned historian of Germany, has argued, the dark side of celebrity culture can be understood by the fact that it gave rise to Trump and represents the merger of financial power and a culture of thoughtlessness.

Roger Berkowitz, the director of the Hannah Arendt Center, takes Goldhammer’s argument further and claims that Trump is a celebrity who knows how to work the “art of the deal” (a reference to the title of Trump’s well-known neoliberal manifesto). That is, Trump is a celebrity with real business acumen and substance. In particular, he argues, Trump’s appeal is due in part to his image as a smart and successful businessman who gets things done. Berkowitz goes into overdrive in his claim that Trump is not a Hitler, as if that means he is not a demagogue unique to the American context. Without irony, Berkowitz goes so far as to write, “It is important to recognize that Trump’s focus on illegal immigrants, protectionism, the wall on the Mexican border, and the terrorist danger posed by Muslims transcends race.” I am assuming he means that Trump’s racist ideology, policies, and rhetoric can be removed from the poisonous climate of hate that he promotes, the policies for which he argues (such as torture, which is a war crime), and the violence he breeds at his rallies. Indeed, Berkowitz implies that these policies and practices derive not from a fundamental orientation of white intolerance but from a sound understanding of free-market economics and business.

The sound business practice that Berkowitz finds admirable has a name; it is called neoliberal capitalism and it has spread an untold degree of human misery, political corruption, and inequality throughout the world. It has given us a social and political formation that promotes militarization, attacks the welfare state, aligns itself slavishly with corporate power, corrupts politics, and aggressively demeans women, Blacks, Latinos, Muslims, protesters, and immigrants.

Trump and his followers may not yet be a fascist party in the strict sense of the word, but they certainly display elements of a new style of American authoritarianism that comes close to constituting a proto-fascist movement. Trump’s call to raise the nation to greatness, the blaming of Mexican immigrants and Muslims for America’s troubles, the vitriolic disdain for protesters, the groups of thugs that seem to delight in cheering at Trump’s references to violence and gladly administer it to protesters, especially members of the Black Lives Matter movement, all echo historical elements that have shaped totalitarian regimes that have plagued the West from the Nazis of Europe to the dictators of Latin America.

As American society moves from a culture of questioning to a culture of shouting, it restages politics and power in ways that are truly unproductive, frightening, and anti-democratic. Writing about Arendt’s notion of totalitarianism, Jerome Kohn provides a commentary that contains a message for the present age, one that points to the possibility of hope triumphing over despair—a lesson that needs to be embraced at the present moment. He writes that for Arendt, “what matters is not to give oneself over to the despair of the past or the utopian hope of the future, but ‘to remain wholly in the present.’ Totalitarianism is the crisis of our times insofar as its demise becomes a turning point for the present world, providing us with an entirely new opportunity to realize a common world, a world that Arendt called a ‘human artifice,’ a place fit for habitation by all human beings.” If Trump is the manifestation of an emerging self-destructive totalitarianism, the movement for solidarity and change developing among a diverse range of national networks including the Black Lives Matter movement, fast food workers, environmentalists, and a range of other social justice groups, points to an alternative, diversified, and sustainable future.

Trump signifies the marshaling of self-destructive white anxiety, bigotry, and intolerance to the service of an exclusionary grid of economic, military, surveillance, police, and corporate self-interest. Rather than view Trump as an eccentric clown, perhaps it is time to portray him in a historical context connected with the West’s totalitarian past, a story that needs to be publicly retold and remembered. By making such connections and telling such stories, we strengthen ourselves and spread the insurgent call to prevent contemporary manifestations from gaining further ground.

The great writer James Baldwin once said we are living in dangerous times, that the society in which we are living is “menaced from within,” and that young people have to “go for broke.” And while he acknowledged that “going for broke” would mean meeting the “most determined resistance,” he argued that it was necessary for young people to rise up and use their energy to reclaim their right to live with dignity, justice, equity, and a sense of possibility. Baldwin got it right, and so do the young people who are now taking up this challenge and, in doing so, are imagining a future free of the menace of totalitarianism that now hangs like a punishing sandstorm over our current political moment.

Henry A. Giroux’s most recent books include The Violence of Organized Forgetting and America’s Addiction to Terrorism. A prolific writer and political commentator, he has appeared in a wide range of media, including The New York Times and Bill Moyers.

Fuente: http://www.alternet.org/books/new-old-authoritarianism-donald-trump

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La restauración conservadora llegó también a Brasil

Por: Emir Sader

El proceso de restauración conservadora, una contraofensiva de la derecha latinoamericana, llegó a Brasil de la forma menos esperada.

Con dificultades, Dilma Rousseff había logrado reelegirse, tras enfrentar una fuerte ofensiva de la derecha, pero no tuvo ninguna luna de miel. Desde el día siguiente fue blanco de intentos de reconteo de los votos, búsqueda de acusaciones de corrupción en contra de ella, ambos intentos fallidos. Hasta que la derecha cuajó esa vía del golpe parlamentario, como si Brasil fuera un país con régimen parlamentario, contando con el silencio cómplice del Judiciario. Y lo que tantos juzgaban imposible, por absurdo, se dio, haciendo que Brasil se sume a Argentina como eje de la restauración conservadora en Latinoamérica, aunque Brasil aparezca con un gobierno no elegido por el voto popular, sin el apoyo de la población y asediado por elecciones en 2 años más y por el fantasma del liderazgo de Lula.

El sueño de la derecha brasileña, desde 2002, se ha realizado. No bajo las formas anteriores que ensayó. No cuando intentó tumbar a Lula en 2005, con un impeachment, que no prosperó. No con los intentos electorales, en 2006, 2010, 2014, cuando fue derrotada. Ahora encuentra el atajo para interrumpir los gobiernos del PT, más ahora que seguiría perdiendo elecciones con Lula como próximo candidato.

Fue mediante un golpe blanco, para el cual los golpes de Honduras y Paraguay han servido como laboratorios. Derrotada en 4 elecciones sucesivas, y con el riesgo enorme de seguir siéndolo, la derecha buscó el atajo de un proceso de destitución sin ningún fundamento, contando con la traición del vicepresidente, elegido 2 veces con un programa, pero dispuesto a aplicar el programa derrotado 4 veces en las urnas.

Valiéndose de la mayoría parlamentaria elegida, en gran medida, con los recursos financieros recaudados por Eduardo Cunha, el unánimemente reconocido como el más corrupto entre todos los corruptos de la política brasileña, la derecha tumbó a una presidenta reelegida por 54 millones de brasileños, sin que se configurara ninguna razón para el impeachment.

Es la nueva forma que el golpe de la derecha asume en América Latina.

Es cierto que la democracia no tiene una larga tradición en Brasil. En las ultimas 9 décadas hubo solamente 3 presidentes civiles elegidos por el voto popular que han concluido sus mandatos. A lo largo de casi 3 décadas no hubo presidentes escogidos en elecciones democráticas. Cuatro presidentes civiles elegidos por voto popular no concluyeron sus mandatos.

No queda claro si la democracia o la dictadura son paréntesis en Brasil. Desde 1930, lo que es considerado el Brasil contemporáneo, con la revolución de Vargas, hubo prácticamente la mitad del tiempo con presidentes escogidos por el voto popular y la otra mitad, no. Mas, recientemente, Brasil había tenido 21 años de dictadura militar, más 5 años de gobierno de José Sarney, no elegido por el voto directo, sino por un Colegio Electoral nombrado por la dictadura —esto es, 26 años seguidos sin presidente elegido democráticamente—, seguidos por 26 años de elecciones presidenciales. Pero en este siglo, Brasil estaba viviendo una democracia con contenido social, aprobada por la mayoría de la población en 4 elecciones sucesivas. Justamente cuando la democracia empezó a ganar consistencia social, la derecha demostró que no la puede soportar.

Fue lo que pasó con el golpe blanco o institucional o parlamentario, pero golpe al fin y al cabo. En primer lugar porque no se ha configurado ninguna razón para terminar con el mandato de Dilma. En segundo, porque el vicepresidente, todavía como interino, empezó a poner en práctica no el programa con el cual había sido electo como vicepresidente, sino el programa derrotado 4 veces, 2 de ellas teniéndole a él como candidato a vicepresidente.

Es un verdadero asalto al poder por el bando de políticos corruptos más descalificados que Brasil haya conocido. Políticos derrotados sucesivamente se vuelven ministros, presidente de la Cámara de Diputados, lo cual no sería posible por el voto popular, solo por un golpe.

¿Qué es lo que le espera a Brasil ahora? En primer lugar, una inmensa crisis social. La economía, que ya venía en recesión hace por lo menos 3 años, sufrirá los efectos durísimos del peor ajuste fiscal que el país haya conocido. El fantasma de la estanflación se vuelve realidad. Un gobierno sin legitimidad popular, aplicando un duro ajuste en una economía en recesión va a producir la más grande crisis económica, social y política que el país haya conocido. El golpe no es el final de la crisis, sino su profundización.

Es una derrota, la conclusión del período político abierto con la primera victoria de Lula, en 2002. Pero, aun recuperando el Estado y la iniciativa que ello le propicia, la derecha brasileña tiene muy poca fuerza para consolidar su gobierno. Se enfrenta no solo a la crisis económica y social, sino también a un movimiento popular revigorizado y el liderazgo de Lula. Brasil se vuelve un escenario de grandes disputas de masa y políticas. El gobierno golpista intentará llegar al 2018 con el país deshecho, buscando prohibir a Lula como candidato y con mucha represión en contra de las movilizaciones populares. El movimiento popular tiene que reformular su estrategia y su plataforma, desarrollar formas a la vez amplias y combativas de movilización, para que el gobierno golpista sea un paréntesis más en la historia del país.

Fuente: https://www.rebelion.org/noticia.php?id=216350

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