Por: Juan Manuel Parrado.
La vida en la sociedad está compuesta de capas, de envoltorios que determinan nuestra convivencia, como si de una cebolla se tratara. Y al igual que las cebollas, esas capas pueden ser profundas y cercanas a la esencia interna, o exteriores y prescindibles pero visualmente llamativas.
Una vez establecida la analogía, vayamos de compras. Hoy tengo intención de comprar una cebolla española. Me da igual que sea una cebolla de la Mancha que una de Fuentes de Ebro, que ni pica ni repite (tampoco pretendo crear un conflicto autonómico). Lo importante es que sea una cebolla de mi tierra, española. Todos compramos la cebolla por el aspecto exterior, aunque nunca estamos seguros de si al quitar las primeras capas nos la vamos a encontrar pocha o podrida, es un riesgo que tendré que asumir.
Antes incluso de salir de casa, me voy encontrando las primeras capas. Los mismos titulares de los informativos matinales me las muestran: “La corrupción escala siete puntos en la lista de preocupación de los españoles», “La justicia investiga si ocho pacientes murieron por los recortes en Cataluña», “Investigado un entrenador de fútbol de Granada por supuesta extorsión sexual a menores”, “Insultos tabernarios en el Congreso”. “Se pide en el Congreso suprimir el delito de enaltecimiento del terrorismo”, “Una mujer mata a su hija de 18 meses y se suicida” o “Brutal pelea de padres en un partido de infantiles”
Un momento, por favor, detengan el mundo. ¿A qué supermercado he ido? ¿De dónde han salido estas cebollas? Ya, ya entiendo lo que pasa. Estos periódicos tienen tendencia a la exageración y el sensacionalismo, prefiero obviar esa capa exterior de la cebolla y pasar a otra capa un poquito más profunda. Mejor salgo a la calle y lo veo por mí mismo.
Nada más arrancar el automóvil y ponerme en marcha, del vehículo que va delante me cae en el parabrisas el papel de una chocolatina que han tirado por la ventanilla. No pasa nada, yo a lo mío. Mientras circulo me cruzo con un conductor con la vista a medio camino entre su móvil y la carretera, otra conductora que habla alegremente con el auricular pegado a la oreja, una camioneta de reparto que invade el carril contrario para evitar una banda sonora para no “dañar” la suspensión, y cinco motocicletas que me sobrepasan en un intento por ver quién corre más de las cinco con el casco menos abrochado.
Tranquilo, yo sigo tranquilo, igual de tranquilo que un peatón que cruza estando el semáforo en rojo y que las dos señoras que no han respetado el ceda el paso de la rotonda. Voy a aparcar y, oh sorpresa, en el aparcamiento público un vehículo ha aparcado justo en medio de dos plazas, totalmente centrado sobre la línea de separación de ambas plazas. Normal, me digo, seguramente no quiere que le rayen el coche, y seguramente no lo ha aparcado en línea porque el coche de delante tenía una bola de remolque (aunque apostaría a que no ha usado nunca un remolque).
Se me están quitando las ganas de comprar nuestras cebollas patrias, pero para no ser injusto con la caprichosa distribución de las capas, decido seguir recabando experiencias para mi compra. Nada más tomar esa vital decisión, el caballero (o tal vez señor) que va delante de mí toma impulso y suelta un desagradable escupitajo en la acera. Bueno, la mucosidad primaveral es impredecible. Seguramente la mujer que está con un cigarro en la mano fumando discreta e impunemente en la puerta del colegio esperando a que salga su retoño, no tiene esos problemas de mucosidad, ni tampoco problemas de respeto a las normas. Menos mal que he quitado la vista a tiempo de su cigarrillo para no pisar un fresco excremento canino (¿se dice así?) que había en medio de la acera.
Justo cuando empiezo a pensar que las cebollas están sobrevaloradas y que tal vez debiera pensar en comprar champiñones, otra señora a lo lejos va con sus dos perritos adorables, defecan en la vía pública, saca una bolsita y recoge los regalos que habían dejado. No puedo dejar pasar esa ocasión, me acerco corriendo hasta ella, y con una emoción y solemnidad totalmente fuera de lugar le tiendo la mano y le expreso mi más sincera enhorabuena por hacer lo que ha hecho. Ella, evidentemente, me mira como si estuviera loco en el pleno convencimiento de que no ha hecho nada extraordinario. Pero no puedo remediarlo, al césar lo que es del césar.
Probablemente debiera seguir escudriñando más capas hasta agotar toda la cebolla, pero creo que he obtenido una evidencia suficiente para mi reflexión y mi decisión de compra.
Al pensar sobre los grandes temas que a todos nos preocupan, como la violencia en todas sus formas, la corrupción, o incluso los delitos más despreciables a menudo desembocamos en un análisis mucho más cercano. En ese análisis llegamos hasta los valores y la educación de la personas, como individuos y como parte de una comunidad. No podemos entender los grandes problemas si antes no entendemos qué es lo que falla en el sistema de valores de las personas, y aquí es donde reside el verdadero problema.
En esta búsqueda por las cebollas, ¿qué ha fallado? ¿Por qué he acabado recelando de lo que veo, por qué incluso he llegado a pensar que nos merecemos lo que nos pasa, que nos buscamos nosotros mismos nuestros propios problemas? Ha fallado el proceso de elaboración, preparar la tierra, elegir la semilla regar suficientemente, elegir el abono adecuado y recoger y conservar el producto. La cebolla defectuosa es como es no porque no pueda ser de otra forma, sino porque el sistema que debía garantizar su correcto desarrollo no ha funcionado. Y los valores que hoy vemos por doquier son los que son porque nuestro agricultor no ha hecho su trabajo. Efectivamente, hablo del sistema educativo.
La afirmación de que la educación es esencial en la sociedad no es una afirmación gratuita, ni fruto de una corrección política. Es un hecho. Tenemos los problemas que tenemos porque el sistema educativo falla a todos los niveles. Falla desde el momento en que no existen criterios uniformes que garanticen un desarrollo y una formación homogénea en todo el país, sino que cada región o autonomía tiene su propio sistema. Falla desde el momento en que no se garantiza la independencia ideológica de ese sistema educativo, sino que está a merced del signo político que lo desarrolla. Falla desde el momento en que intenta formar personas con conocimientos, y no personas con capacidades y criterios para desarrollar sus propias competencias. Falla desde el momento que intenta proporcionar peces en vez de enseñar a pescar. Falla desde el momento en que se gestionan mal los recursos del sistema educativo. Falla desde el momento en que no se seleccionan y forman adecuadamente todos los profesionales de la educación. Falla desde el momento en que no se destinan los recursos que son necesarios. Y sobre todo, falla desde el momento en que no existe un acuerdo de todos para hacer las cosas bien.
Y ahora la pregunta más inquietante. Si no conocemos a nadie que piense que la educación no es el elemento más importante para el desarrollo y la supervivencia de nuestra sociedad, si todos pensamos que la educación es la respuesta a la mayoría de nuestros males, ¿POR QUÉ NO EXISTE UN GRAN PACTO PARA LA EDUCACIÓN EN NUESTRO PAÍS?
No hay una respuesta lógica, y las pocas explicaciones que se me ocurren suenan indecentes. El estamento político actual tiene una preocupación mayor que la educación, que no es otra que su propia supervivencia, su propio posicionamiento político e ideológico. Necesitan diferenciarse de su adversario, necesitan mostrar que defienden sus propios ideales y nada, absolutamente nada justifica que sus votantes pudieran pensar que tienen algo en común con sus adversarios. Eso es lo que impide un gran pacto por la educación, sólo eso.
Ante este sinsentido, ¿qué podemos hacer? Debemos exigir, debemos protestar, debemos hacer ver la importancia de lo que estamos manejando. Es frecuente encontrar huelgas convocadas por asociaciones, por sindicatos, por partidos de la oposición… pero suelen incidir en aspectos ideológicos, anecdóticos o incluso demagógicos. Que si abajo los deberes, que si deroguemos una ley educativa porque la hizo un partido que no nos gusta, que si abajo los recortes,… Todas esas protestas son instrumentales, no inciden en el verdadero problema o lo atacan parcialmente. No decimos lo único que de verdad tiene sentido: “señores, es hora de que se sienten, de que consulten a los verdaderos expertos en educación y en que entre todos consensúe por mayoría, o incluso mejor, por unanimidad, un sistema educativo nacional estable y fiable, que no cambie cada legislatura y que garantice la educación de todos los ciudadanos, no sólo del que pueda pagarla”. Como es habitual, nos perdemos en los detalles y olvidamos el objetivo. Me da miedo pensar que eso ocurre como consecuencia lógica de mi análisis, es decir, que nuestra educación recibida no nos ha preparado para mucho más.
O nuestros agricultores (nuestros políticos, por favor, que no se me soliviante nadie) se asocian y crean un gran acuerdo para tener un certificado de calidad para la producción futura de verduras y hortalizas o ya sabemos lo que toca: cultivar nuestro propio huerto en casa o pasarnos a la carne, que tampoco es mala opción. En cualquier caso, ¿quién nos iba a decir que el futuro de nuestros hijos iba a estar en las cebollas?
Fuente:
http://www.ceutaactualidad.com/opinion/juan-manuel-parrado/cebollas-y-educacion/20170407180237040136.html
Imagen:
http://3.bp.blogspot.com/-dly-uouZZXc/Upj5QP3NoKI/AAAAAAABJak/MnqGWvJnQ_w/s1600/Cebolla+%25284%2529.jpg