Por María Acaso
Cuando llegamos, Miguel Braceli −el artista y educador que tenía por cometido generar el ecosistema de la experiencia− sacaba de unas cajas unos misteriosos cilindros de plástico negro. Le pregunté por el origen y funcionalidad de dicho plástico, y me comentó que era «plástico de paletizar», que también se utiliza en los ámbitos rurales para embalar el heno, un material que parecía muy alejado tanto del mundo del arte contemporáneo como del de la educación.
Yo llevaba siguiendo la trayectoria de Braceli desde hacía tiempo, entre otras cosas, porque la encontraba increíblemente similar a la mía: Miguel, que ahora se define como artista visual, trabaja a la vez como profesor de arquitectura en la Universidad Central de Venezuela desde el 2008, donde imparte la asignatura Taller de Proyectos. Aunque la propia definición de este espacio académico lo alejaba de lo tradicional, pues impedía la existencia de exámenes o lecciones magistrales, Miguel, de alguna manera, cumplía el mandato de la reproducción, al no combatir las maneras en las que él mismo había sido enseñado y pedir a sus estudiantes un proceso de aprendizaje de la arquitectura basado en el dibujo.
En el año 2012, el contraste entre las rutinas académicas del máster en el que participaba como estudiante, el diseño e implementación del seminario Espacios Sensoriales (impartido junto con Juan Manuel Mendoza) y el descubrimiento de las prácticas artísticas contemporáneas, genera una crisis personal que le conduce a replantearse su docencia. Poco a poco, la reflexión no sobre la arquitectura como contenido, sino, más bien, sobre la arquitectura como metodología le fue desviando del canon académico para abrazar un proceso pedagógico que al mismo tiempo devenía artístico.
Dejó de trabajar el dibujo como único procedimiento y empezó a construir arquitecturas efímeras; dejó de desarrollar sus proyectos dentro del aula y los emplazó en lugares misteriosos; y empezó a poetizar todo aquello que tenía que ver con su rol de profesor, hasta el punto de que su último proyecto tiene por nombre Casas para volar…
Miguel se dio cuenta de que todo aquello que le interesaba del mundo de las artes −como la retórica, las ficciones, las subjetividades, la intuición y lo poético− era justamente aquello que se quedaba fuera de su aula y se dispuso a recuperarlo.
Sacar el aula es la acción, que no podemos definir ni como artística ni como pedagógica, que Miguel Braceli diseñó e implementó el pasado 13 de enero en la plaza de Matadero Madrid en el contexto de la tercera sesión de la Escuela de Art Thinking, una acción destinada a la formación de formadores que provocó un proceso de reflexión sobre el espacio de aprendizaje en todos sus sentidos y que nos invitó a sacar a este espacio «de sus casillas» a través de la introducción de lo poético como eje fundamental del proceso pedagógico.
Sacar el aula hizo posible que los cincuenta educadores que participamos trabajásemos el concepto de voz visual: no hablamos, no usamos libros, no proyectamos PowerPoint, sino que la totalidad de nuestros cuerpos, el plástico de paletizar y el viento se validaron como dispositivos de generación de conocimiento, más allá del lenguaje oral y textual.
El significado se generó a través del uso de figuras retóricas, un proceso que los educadores desarrollamos continuamente, aunque consideremos que solo lo utilizan los artistas: la acción de sacar el aula como gigantesca metáfora; la repetición del principio, que contrastó con la organicidad del final; la exageración e hipérbole que puso énfasis en el problema que estábamos abordando; la epanadiplosis generada al empezar y terminar igual.
Definitivamente, se invirtieron los roles, y asistimos a un acto mágico en el que el artista participó como espectador de la obra que estaba produciendo el público. Sacar el aula nos permitió realizar esta inversión sin violencias, utilizando la ficción como metodología, lo especulativo como certeza y lo posible como realidad.
El discurso individual se transformó en un discurso colectivo, en una suerte de subjetividades que impedían la identificación de una sola voz sobre las demás, de una sola manera de mirar las cosas sobre las demás, de una sola manera de hacer la realidad posible. Y es que también el discurso pedagógico, al entenderse como discurso artístico, trastoca las normas, los procedimientos y las metas, resucitando la pasión por el conocimiento que hemos perdido por completo.
Poetizar el aula no consiste en llenarla de versos, consiste en convertirla en un verso; consiste en utilizar el arte no como contenido, sino como metodología que nos permite volver a considerarnos intelectuales y artistas. La necesidad de poetizar el aula nunca ha sido más urgente. Necesitamos preguntarnos: ¿por qué un conocimiento es más legítimo que otro?, ¿por qué la escuela y la universidad priorizan el pensamiento lógico convergente y desprecian aquellos saberes que, como las artes, incluyen lo divergente, el rizoma y el error?, ¿puede escapar el método científico de lo subjetivo?
A pesar de las previsiones meteorológicas, aquel día no nevó.
El cielo estaba de un tono gris cargado, ese tono que vislumbramos muy pocas veces al año. Ese tono que, aunque indefinido, se queda grabado en nuestra retina solo si nos atrevemos a salir de casa.
Porque poetizar la educación es tan necesario como salir al exterior y no tener miedo a que nieve.
Fuente: http://www.mariaacaso.es/sacar-aula-poetizar-la-educacion/#more-1868