Por Adriana Puiggrós
El filósofo y pedagogo estadounidense John Dewey tuvo una influencia notable en el progreso de la pedagogía en la Argentina durante el siglo XX. Los buenos educadores aprendieron en sus textos que educación y democracia tienen un vínculo esencial, e incorporaron las expresiones pedagógicas de la democracia.Una de las ideas principales de Dewey es que el niño “aprende a trabajar por amor a la cosa misma, no por una recompensa o por temor al castigo”. Valora la energía, la iniciativa y la originalidad como “cualidades que tienen más valor para el mundo que la más perfecta fidelidad al obedecer órdenes”.
En las escuelas primarias argentinas, hasta hace unas décadas, se calificaban las tareas de los alumnos con “suficiente” o “insuficiente” y lo más frecuente era que el/la maestra llamara a la mamá o el papá cuando el niño presentaba dificultades. Entonces intervenía la “maestra particular” y aquellos cuya escolaridad no era interrumpida por factores socio-económicos, salían adelante. También ahora los docentes acuden a las familias y en algunas escuelas públicas del país hay tutores, psicólogos y psicopedagogos que acompañan a los alumnos y a los maestros en los avatares del proceso de enseñanza-aprendizaje.
El carácter complejo, arrítmico y cambiante de este último no solamente ha sido objeto de innumerables estudios teóricos sino reflejado de manera instrumental en opciones didácticas y tecnológicas, y forma parte del discurso corriente de los docentes. Asimismo, la mayoría comprende la inminencia de combinar la atención al carácter “común” de la educación (que instaló Sarmiento inspirado en el reformista norteamericano Horace Mann) con las diferencias en los caminos del aprendizaje, nacidas en la historia personal, cultural o social de los alumnos. El valor “igualdad” como meta a alcanzar es un presupuesto de la educación democrática, cuyos orígenes se remontan al siglo XVII, cuando Juan Amós Comenio fundaba la institución educativa moderna, donde proponía enseñar todo a todos, defendiendo el acceso irrestricto a la lectura, la escritura y el cálculo, animándolos, sin “dar ocasión a nadie para estimar a unos y menospreciar a otros”.
Comenio rubricó la decrepitud de la máxima “la letra con sangre entra”, pero hay razones para que los métodos que de ella se derivan regresen una y otra vez de la mano de quienes prefieren la desigualdad (que no es lo mismo que la diferencia). Marcar y establecer jerarquías o méritos entre los alumnos basándose en los logros de aprendizaje, en lugar de atender los obstáculos que se interponen para algunos, está al servicio de intereses que llamaré de la manera más directa: clasistas. El ejemplo al cual me refiero son las medidas tomadas por el gobierno de la Provincia de Buenos Aires, que impuso la calificación numérica y suprimió el pasaje automático entre los primeros grados, acusando de populistas y demagógicos los alcances pedagógicos de las última década.
El propio Comenio y ni hablar John Dewey quedaron de esa manera en la misma bolsa. ¡Cómo penarían ante este atraso pedagógico los inspectores del antiguo Consejo Nacional de Educación (radicales, socialistas, liberales democráticos y anticonservadores) que recorrían el país difundiendo las ideas de la “Escuela Nueva”, corriente nacida a fines del Siglo XIX que resalta a la educación democrática! Ni hablar de la reacción de Jean Piaget ante el atropello al ritmo propio del aprendizaje o de Paulo Freire al advertir que se le planta a un niño un aplazo para castigar su falta de “esfuerzo”.
Antediluviana es la pedagogía de la voluntad. Pero calza como anillo al dedo con el protocolo pedagógico destinado a formar al meritócrata.
Definamos al meritócrata del Siglo XXI: es el que logra alcanzar metas que se imponen desde la sociedad del conocimiento corporativo, potenciadas por los prejuicios clasistas de los dueños del poder. Para ser meritócrata hay que ganarles a todos, meritócrata sólo hay uno, el que gana la carrera y se compra el Chevrolet. Pero no se trata de una rifa sino de una carrera cruel que deja en el camino a miles y miles de niños y jóvenes cuyo mérito destruye consignándolos como desertores en diversos escalones del sistema escolar, convertido en maquinaria de clasificación social. Sobre la correlación entre nivel de escolaridad y clase social hay una abundante literatura europea, norteamericana y latinoamericana.
La relación entre ambos factores no es automática, pero la intención de usar las diferencias en el proceso educativo como instrumento que afirme a los alumnos en el sector de clase del cual provienen ha cobrado fuerza en la era neoliberal. Hay cierto placer, cuando no saña, en ilusionarse con ser meritócrata. Hay que tener voluntad y esforzarse para no equivocar un renglón en los comportamientos y contenidos impuestos. Nada de imaginación. Es especialmente importante otorgar consenso a la evaluación. Esta sustituye la enseñanza pues en la pedagogía meritocrática lo que vale es medir bien, no saber. Sustituye el enseñar por la tasación de los conocimientos.
Esa es la línea que rige la política educativa del gobierno. Sin embargo, el viejo Comenio decía que “el viento sopla por donde quiere y que los hijos de los ricos, los nobles o los que dirigen el Gobierno no son los únicos que han nacido para esas dignidades (…) dejando a los demás como inútiles y sin esperanza.” Así es. La sabiduría popular ha logrado muchas veces restaurar la enseñanza democrática en la Argentina. No será fácil empaquetar el sistema educativo para venderlo en el mercado.
Tomado de: http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/subnotas/299501-77720-2016-05-17.html
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