El feminismo ha adquirido una nueva relevancia sociopolítica y cultural, particularmente en España. Incluso se habla de otra ola feminista, la cuarta, por perfilar sus características específicas. La reactivación feminista, con su dinámica expresiva, sus objetivos y sus procesos identificadores, en sus distintos niveles, ha cobrado una nueva dimensión los últimos años. Tiene un gran impacto en los ámbitos político-institucionales y culturales, en la transformación y legitimidad de los distintos actores, así como en la conformación de una dinámica más amplia y multidimensional de cambio de progreso frente a las tendencias machistas (o patriarcales). La acción por la igualdad y la emancipación femenina se enfrenta a la discriminación, la desigualdad y la dominación de las mujeres, así como a los factores estructurales e institucionales que las mantienen, en particular a las tendencias conservadoras, reaccionarias o autoritarias.
El feminismo como sujeto social
Los fundamentos de la subordinación femenina están claros: gravedad de las desigualdades sociales, laborales y de estatus, con desventaja para las mujeres; persistencia de la violencia y las coacciones machistas, con mayor dependencia e inseguridad para ellas; insuficiente reconocimiento de las libertades para desarrollar las distintas opciones vitales, sexuales o de género. Constituyen los tres ejes fundamentales expresados en la actual ola feminista: por la igualdad social, económico-laboral y relacional o de estatus de las mujeres; contra la presión y las agresiones machistas, y por la emancipación y la capacidad de decisión sobre sus trayectorias y preferencias personales.
Los contextos sociopolítico-cultural y económico-laboral están bien definidos. Primero, amplio y duradero descontento feminista y popular, convertido en activación cívica masiva a partir de 2018 y, especialmente, entre las mujeres jóvenes que han profundizado su identificación feminista. Todo ello como respuesta cívica y solidaria ante la incapacidad de las élites gobernantes y las principales políticas institucionales para superar esas lacras, sobre todo durante el Gobierno anterior del Partido Popular de M. Rajoy. Pero también, por las insuficiencias de la normativa, la gestión y el entramado institucional impulsados en la época anterior por el Ejecutivo socialista de R. Zapatero. Así, la Ley de igualdad y La ley contra la violencia machista, desde hace quince años, tuvieron un efecto inicial positivo de sensibilización feminista, pero han sido incapaces de garantizar un cambio real en esas condiciones de subordinación y desventaja de las mujeres, quedando en el formalismo retórico, con ausencia de políticas preventivas y sustantivas, y el punitivismo contraproducente. Sus procesos legitimadores se han agotado y exigen un nuevo impulso transformador.
Al mismo tiempo, desde el reaccionarismo ultraconservador aparecen nuevos riesgos de involución sociocultural respecto de la relativa posición social igualitaria conseguida, así como nuevas desventajas derivadas del sobreesfuerzo exigido a las mujeres en el ámbito laboral y de los cuidados. Esas reacciones se producen, precisamente, ante los amplios avances democrático-igualitarios en las relaciones interpersonales y las mentalidades, así como ante las nuevas exigencias de un cambio real y sustantivo por la igualdad y la libertad de las mujeres, reforzado por un amplio campo progresista. El choque de expectativas, principalmente entre las jóvenes, desde una cultura democrática e igualitaria y con dinámicas reales desventajosas, es evidente. Es la base del malestar, la indignación y la activación feminista.
Este marco sociopolítico y de legitimidad de la acción cívica feminista está conectado con el empeoramiento del contexto socioeconómico y la precarización del empleo durante la última década, por las crisis socioeconómicas y las políticas de recortes sociales, laborales y servicios públicos que han debilitado la protección social pública y el empleo decente, ahora agravados por la crisis sanitaria. Ello genera un incremento del sobreesfuerzo femenino en la gestión de los cuidados y la reproducción vital, así como peores consecuencias en el ámbito laboral-profesional, sus condiciones de vida y su estatus público, lo que ha perjudicado especialmente a las mujeres de las capas populares y, particularmente, a las jóvenes con mayor incertidumbre para sus proyectos vitales.
Por último, esta activación y concienciación feministas tiene fundamentos sólidos, aunque con distintos niveles de compromiso y pertenencia. Según diversas investigaciones (véase mi libro Identidades feministas y teoría crítica), conviene distinguir tres niveles de identificación feminista: Uno, más de la mitad de las mujeres y de la gente joven así como un tercio de varones tienen conciencia feminista y avalan sus principales objetivos igualitarios; dos, varios millones (entre tres y cuatro) de personas, mayoría mujeres, participan de alguna forma (individual y/o colectiva) en esa activación feminista, más o menos descentralizada o de conjunto, y se consideran identificadas con el movimiento feminista en sentido amplio o bien se muestran solidarias con las grandes movilizaciones feministas y sus objetivos (8 de marzo, 25-N o grandes campañas); tres, varios centenares de miles de activistas en los ámbitos institucional, parainstitucional y de grupos y redes sociales, muy heterogéneos entre sí, con una participación más estable, comprometida e identificadora.
La situación de discriminación, así como la experiencia compartida de movilización cívica, has generado —están generando— una identificación individual y colectiva que conlleva el sentido de pertenencia. El movimiento feminista, como masivo y democrático movimiento social, ha conformado y fortalecido una positiva y solidaria identidad feminista, a diferenciar de la estricta identidad de género. La activación de la acción feminista estos últimos tres años ha expresado un proceso sociopolítico y cultural de identificación igualitario, emancipador, inclusivo, popular, interseccional e integrador.
La identidad feminista, como proceso relacional solidario, no se opone a una identidad o sentido de pertenencia más amplia, de ciudadanía o ser humano, es decir, con componentes universales. Depende de los lazos comunes existentes y su persistencia, así como de su diversidad de pertenencias, su combinación y la conformación de una identidad múltiple o compleja. Esta multidimensionalidad identitaria se forma en cada sujeto real con un nuevo, específico y cambiante equilibrio entre las distintas identidades parciales con variadas combinaciones según los contextos relacionales y junto con otras identidades o valores cívicos transversales. Además, los procesos identitarios pueden ser más o menos inclusivos, densos, mixtos e interactivos, junto con otras características más universales o cívicas. Es positivo un feminismo fuerte y crítico, con sus rasgos identitarios igualitarios, emancipadores y solidarios en conexión con otras dinámicas populares por una transformación progresista de la sociedad.
La pugna interna en el feminismo
El carácter masivo y unitario del feminismo, al mismo tiempo que diverso y plural, está atravesado, además de por unas tendencias sociohistóricas y del contexto económico e institucional, por un aspecto específico que conviene explicar: la formación de la representación de la dinámica transformadora feminista, con sus procesos colectivos de articulación y liderazgo, el sentido de su orientación, los intereses grupales y las características culturales o ideológicas. Su reto es la formación de representaciones democráticas, plurales y unitarias.
Hago el análisis desde la sociología sobre los movimientos sociales, la acción colectiva y el cambio social, junto con la sociología de género. Como movimiento social y cultural, el movimiento feminista, en sentido amplio, conlleva una dinámica autónoma de la esfera política, partidista e institucional. Pero, evidentemente, está penetrado y condicionado por múltiples intereses y demandas de ese ámbito, así como, más en general, por las influencias ideológicas y culturales, las dinámicas asociativas del conjunto de actores sociales y las trayectorias progresistas (o reaccionarias). El intenso debate de ideas, las polémicas entre las élites feministas más activas, a veces agrias y sectarias, así como los forcejeos para conseguir reconocimiento social (o visibilidad pública) obedecen a la pugna por el estatus organizativo sociopolítico e institucional y la influencia mediática, cultural y de poder, relacionadas con el sentido, la capacidad y la cohesión de las bases sociales y representaciones feministas.
Se enmarca en el declive de una élite hegemónica en el periodo anterior, particularmente en los ámbitos institucionales, académicos y mediáticos, vinculada al aparato socialista (aunque no solo ni toda ella), que defino como socioliberal y formalista por sus escasos resultados para el avance real igualitario y emancipador de las mujeres, particularmente en la última década por su adaptación a la dinámica neoliberal dominante. Así, algunas personas reaccionan con argumentos sectarios y doctrinarismo esencialista ante la disputa de sus privilegios y su preponderancia anterior, utilizando un discurso excluyente para legitimarse como monopolio representativo de las mujeres. Se atrincheran frente al desborde de las nuevas élites, algunas con una larga experiencia de trabajo feminista de base, reforzadas por la nueva ola de activación feminista.
Además, está la particularidad de la existencia de un amplio abanico descentralizado de experiencias, grupos y personalidades. Hay una ausencia de articulación asociativa estructurada, con credibilidad y autoridad colectiva, ya que los mecanismos coordinativos y representativos son muy puntuales e inestables. Ante la evidencia de esta pugna por el control y la gestión (sociopolítica, cultural e institucional) de este amplio e influyente proceso sociopolítico se desarrolla una dinámica nada serena y argumentada. Mientras hay un relativo consenso, más o menos ecléctico, entre las mayorías de las bases feministas, entre determinadas élites se tiende a la descalificación sumaria, o sea, a la pura lucha por el ventajismo relacional inmediatista, muchas veces impotente para consolidar unas posiciones democráticas y razonadas que justifique su representatividad y su credibilidad pública. El marco es la ausencia de jerarquías formales, al mismo tiempo que la presencia de pretensiones elitistas permanentes de preponderancia organizacional y cultural.
Nada que envidiar a los peores procesos tanto de las izquierdas y fuerzas progresistas como de las derechas, poco edificantes en talante democrático, respecto de la regulación pluralista de los conflictos y divergencias respetando un marco unitario frente al adversario común y la argumentación razonada. La amplia cultura democrática y participativa de la activación feminista de millones de personas se contrapone con las prácticas intransigentes de determinadas élites, sobre todo de las que se resisten a dejar de serlo, pero también de algunas que aspiran a serlo, como se refleja en el estilo insultante utilizado en distintos medios y redes sociales.
La paradoja es que este intenso y prolongado ejercicio sectario, visto en perspectiva, favorece las posiciones privilegiadas de la corriente socioliberal o institucional, con mayor acceso mediático e iniciadora de la ofensiva deslegitimadora. No es una buena experiencia de aprendizaje y formación de liderazgos y representaciones alternativos en la base social respectiva y para el impulso y la reafirmación del feminismo en su conjunto. Es una debilidad en la construcción unitaria y plural del conglomerado asociativo feminista que lo debilita en su función transformadora igualitaria y emancipadora frente al auténtico adversario común: el machismo como orden social institucionalizado e imbricado con los grupos de poder.
Por otro lado, hay que reconocer que esta debilidad en la articulación y representación de un amplio movimiento social como el feminismo, incluidas sus pugnas más sectarias, no es exclusivo de él. O sea, no es específico de las mujeres o, al contrario, tampoco es incompatible con ellas. Hay que desechar interpretaciones deterministas sobre sus causas: en el primer caso, por la supuesta inmadurez o irracionalidad de las mujeres; en el segundo caso, por una supuesta esencia femenina más tolerante. Es necesario un enfoque relacional, comparativo y sociohistórico. La pugna interna (y externa) tiene que ver con la distancia entre, por un lado, el carácter, la dimensión y el impacto de un gran proceso sociopolítico y transformador feminista y, por otro lado, la fragilidad derivada de la dispersión organizativa, la capacitación de liderazgos sociales, la relevancia de esa tarea sociopolítica transformadora y los intereses y posiciones de estatus que conlleva.
Por tanto, esa conflictividad interna es similar, en contextos parecidos, a la configuración de trayectorias populares, representaciones sociales y políticas y liderazgos organizativos o ideológicos en distintos movimientos sociales y dinámicas político-electorales, especialmente cuando hay procesos profundos de cambio, de reorientación cultural o político-ideológica y recomposición de élites representativas.
Esta tensión y sus reequilibrios de espacios y liderazgos también afectan a las derechas y los grupos de poder, a veces de forma mucho más cruenta, como en las guerras interimperialistas y luchas nacionales o sus actuales tensiones con las ultraderechas. Pero ellas tienen la ventaja relativa de que el poder establecido, normalmente desde posiciones no públicas, condiciona o disciplina a su representación social y política.
La diferencia con el campo popular, específicamente con las formaciones políticas y los movimientos sociales más relevantes, como es el caso del actual movimiento feminista, es que aquí es más fundamental la democracia participativa, la deliberación y decisión colectiva y unitaria. En ese sentido, para ser efectivos se necesita más la democracia y su unidad y, por tanto, resolver mejor la legitimidad representativa de cada sensibilidad o élite diferenciada.
Sin embargo, a veces, en sus pugnas elitistas se utilizan los limitados recursos de poder o capacidad burocrática y organizacional. Ello puede conllevar, si no hay una fuerte cultura democrática y ética de fondo, a mayor énfasis en lo discursivo y, al mismo tiempo, en una actitud prepotente. Es un plano relacional y comunicativo diferente al de las derechas, cuya manipulación sociocultural y crispación institucional antipluralistas las ejercen con todo su poderío fáctico cuando se cuestionan sus posiciones hegemónicas y de poder por los desafíos progresistas y de participación popular democrática. Pero esa práctica sectaria refleja los límites democráticos y éticos de variadas élites que pugnan por la representación y los liderazgos populares, incluido en este caso algunas del movimiento feminista.
Los tres feminismos
En distintos análisis esquemáticos sobre las sensibilidades internas en el feminismo se establecen dos corrientes en torno a la identidad ‘mujer’: una, llamada ilustrada (esencialista, elitista, homogénea y excluyente), y otra, llamada diversa (posmoderna, popular e inclusiva). No obstante, a mi modo de ver, más allá de las etiquetas, hay una simplificación. La realidad es más compleja pero, sobre todo, el enfoque es insatisfactorio: el eje central para definir el sujeto sociopolítico debe ser la identidad ‘feminista’ no la identidad mujer como identidad de género; en ese sentido cobra una mayor importancia un enfoque relacional y sociohistórico de los procesos participativos de identificación con la causa de la igualdad y la liberación de las mujeres. Por supuesto, debe ser interseccional y en colaboración con otros procesos igualitarios y emancipadores, en particular, por ser el aliado más próximo con los colectivos LGTBI. Además, se producen situaciones mixtas, eclécticas o intermedias entre distintos espacios feministas y en el interior de estos, a veces con una alta variabilidad en diferentes contextos, personas y grupos.
La corriente ilustrada, que a veces es llamada feminismo institucional no es solo ni principalmente la pequeña élite académica socialista que, en los últimos años, ha cogido una deriva esencialista y prepotente frente al feminismo crítico y popular y el feminismo posmoderno, sino una tendencia plural defensora de los derechos y la igualdad de las mujeres. Por tanto, no conviene desacreditar todas las experiencias y fundamentos liberadores e igualitarios de la trayectoria dominante en el feminismo en estos más de dos siglos. Esa crítica de elitismo esencialista y excluyente se podría achacar a un sector determinista que utiliza retóricas contradictorias por la igualdad (formal) y por la diferencia entre los sexos, desde un enfoque mecanicista, ya sea estructuralista o biológico.
No obstante, otro sector histórico y actual participa de una tradición por la igualdad real y es popular e inclusivo. Además, acepta la diversidad en forma de pluralidad real, sobre todo respecto de la clase social, la raza y la opción sexual; se trata del grueso del feminismo crítico e igualitario, dominante en el feminismo popular y de base en España desde la Transición, o el feminismo interseccional del 99% como lo denominan personalidades como la anticapitalista y crítica Nancy Fraser. El énfasis en lo nuevo no debe desconsiderar las mejores tradiciones democrático-emancipadoras del feminismo, aún con sus insuficiencias y límites, según sus contextos históricos, sociales y culturales.
Lo más problemático de ambos esquematismos valorativos, determinista y posestructuralista, es que desconsideran la tradición igualitaria y transformadora. Para la actual élite esencialista, que mejor defino como socioliberal por su limitado impacto transformador, no existe un feminismo crítico, popular, igualitario y emancipador, es decir, de cambio relacional y cultural por la igualdad y la libertad reales de las mujeres. Se quedan en algo de la retórica que han utilizado, apropiándose del discurso de la igualdad, quedándose en lo formalista.
Para las élites posmodernas, más heterogéneas entre sí, una vez tergiversada esa experiencia ilustrada, al tomar una parte por el todo, es más fácil contraponer su discurso de la diferencia y/o posestructuralista, con peso en la tercera ola de los años noventa. Así, bajo el paraguas de la descalificación del feminismo de la igualdad, al que asocia con la razón o el determinismo biologicista, anula las aportaciones igualitarias y transformadoras, con sus fundamentos sociales y su subjetividad, cuya representación queda invisibilizada.
Se produce una convergencia, coincidiendo ambos tipos de élites, socioliberales y posmodernas, en la infravaloración de la realidad desventajosa de las mujeres y la acción cívica transformadora de las relaciones sociales desiguales y dominadoras. Sin embargo, la amplia tendencia realista, social, transformadora y crítica supera a las demás corrientes: liberales o deterministas y posestructuralistas.
La tradición transformadora progresista del feminismo
La realidad histórica nos dice que existe un feminismo crítico e igualitario desde la primera ola (desde mitad del siglo XVIII, el siglo XIX y primeros del XX) y la segunda ola (años sesenta y setenta), más o menos conocido como tendencia igualitaria y emancipadora. Incluso en esas primeras olas los cambios de los derechos formales o legislativos (igual que el liberalismo político progresista) tenían un componente transformador de las relaciones desiguales (patriarcales) civiles, familiares, de acceso educativo y por la participación y representación sociales y políticas, como la paridad representativa de ahora. No era solo un feminismo liberal o ilustrado en el sentido actual de retórico, formalista y elitista, sino que ese igualitarismo era fundamental y sustantivo, combinado con corrientes de izquierda transformadora (socialistas, anarquistas y marxistas), con un compromiso activista solidario y en confrontación unitaria frente al machismo y conservadurismo imperante y hegemónico.
Dicho de otra forma, el feminismo liberal de las dos primeras olas, con su igualitarismo normativo, era bastante radical y transformador, dado el gran peso conservador y patriarcal y la gran opresión y discriminación femenina y su impacto en normas y costumbres. Es importante considerar a todo ese feminismo histórico de la igualdad (liberal y de izquierdas), sin confundirlo con el pretexto de los límites del feminismo socioliberal actual de algunas élites feministas socialistas de estas décadas pasadas o del feminismo neoliberal pseudoprogresista (aunque contenga componentes posmodernos).
Incluso las aportaciones del feminismo institucional socialista, con su posibilismo reformista, también contribuyeron al cambio de mentalidades y a algunas reformas (limitadas) antedichas, aunque con sus elementos contraproducentes, particularmente dos. Por un lado, su ventajismo o prepotencia institucional frente al conglomerado del movimiento feminista de base de la tercera y, sobre todo, de cuarta ola actual. Por otro lado, su posibilismo político-cultural que tiende a consensos con las derechas, por ejemplo con su tendencia hacia el punitivismo y la inacción transformadora real.
Además, el feminismo popular o de base tiene dos tendencias: la posmoderna o de la diferencia, y la transformadora o igualitaria; esta última, que denomino feminismo crítico es la que mayoritariamente se ha expresado en los últimos procesos identificadores feministas y, seguramente, en el activismo organizado que ha promovido las grandes movilizaciones de estos últimos tres años.
Discrepancias entre feminismos
Las tres principales tendencias feministas actuales se constituyen respecto de los tres ejes de la acción feminista de esta cuarta ola: por la igualdad social y relacional, frente a la violencia machista y por la libertad sexual y de género. La pugna interpretativa, argumentativa y representativa de sus élites respectivas expresa una fragmentación organizativa y una debilidad de liderazgo y teórica. Se enfrentan a la tarea democrática de adquirir autoridad y posiciones de prestigio y estatus, con actitudes diferenciadas en esos tres ejes, aunque con ideas básicas comunes que facilitan la expresión masiva de las grandes movilizaciones feministas. Lo analizo desde la sociología crítica.
El problema de fondo que subyace es el descontento popular feminista por la falta de igualdad sustantiva en las relaciones sociales, laborales e institucionales, interpelada, interpretada, representada y orientada desde esa trayectoria igualitaria y transformadora, hoy oscurecida en el ámbito mediático. Las tres sensibilidades, socioliberal, posmoderna y crítica o transformadora, conforman un impacto heterogéneo por abajo, en el conjunto de las bases feministas, entre las que no hay una articulación organizativa estable, ni una referencia cultural unificada ni una cohesión ideológica. En el amplio conglomerado llamado movimiento feminista, predomina el eclecticismo o posiciones mixtas e intermedias respecto de esos diferentes posicionamientos de las élites o personas más activistas.
El activismo discursivo, mediático y en redes sociales, busca la legitimidad en los procesos de formación de liderazgos de las personas y grupos de referencia. Pero, a veces, el exceso de confrontación con estilo descalificador debilita el interés común. Sus efectos son la desactivación de la acción colectiva (e individual) por la igualdad real de la mayoría de las mujeres (y capas subalternas), así como la polarización extrema sobre los otros dos ejes sin avanzar en su transformación preventiva y real: medidas necesarias para acabar con la violencia machista, dando respuesta a la situación de las mujeres víctimas, y favorecer la libertad de opciones sexuales y de género.
Los tres ejes temáticos constituyen la experiencia sustantiva de las actuales movilizaciones feministas ante la persistencia y gravedad de sus desventajas. Es el fundamento que sostiene su carácter transformador y unitario. Pero hay algunas élites, con distintas justificaciones, que priorizan su interés corporativo por ocupar posiciones de privilegio o situar su marco interpretativo particular como el dominante.
Insuficiencias de los feminismos socioliberal y posmoderno
El feminismo elitista, socioliberal y determinista, con su guerra cultural, elige el campo que les parece más fácil y adecuado (prostitución, trans…) para desacreditar a sus oponentes, tachadas incluso de antifeministas. Trata de imponer un marco discursivo y jurídico (punitivista y excluyente) con el que, como objetivo implícito fundamental, aísla y margina también al feminismo transformador, o sea, las demandas de la mayoría feminista de cambio real en esos tres ejes. Por tanto, es un pretexto para defender sus privilegios y desacreditar la alternativa real del movimiento feminista reciente, precisamente por el desborde de los límites transformadores de su estrategia formalista y retórica, su puritanismo y punitivismo y su gestión institucional corporativa.
Aparece con acritud esa pugna por la credibilidad o autoridad del feminismo sin abordar lo sustancial, es decir, apartándose de la dinámica principal del movimiento real y sus amplios apoyos sociales e identificadores y haciéndose eco de las tendencias conservadoras. Es una dinámica destructiva de la capacidad relacional y transformadora progresista del conjunto del feminismo.
De todo ello apenas se habla desde sectores del feminismo posmoderno, en el que me voy a centrar por su mayor complejidad y ambivalencia. Dentro de la diversidad que proclama formalmente no existe el suficiente reconocimiento e inclusión de lo principal de la nueva realidad: la problemática de la mayoría de las mujeres, su situación de discriminación y desventajas y sus demandas y movilizaciones igualitarias y emancipadoras.
En particular, algunas de sus élites infravaloran el gran objetivo de la igualdad relacional y socioeconómica y sus derechos, fundamento básico del feminismo transformador en todas sus olas. Supone abandonar el campo de la ‘distribución’ material o social, y abordar el campo del ‘reconocimiento’ solo desde el ámbito cultural o simbólico para esas élites y no desde la mejora de su estatus relacional y socioeconómico. Así, desconsideran las transformaciones estructurales y sociopolíticas que afiancen la posición social del conjunto de las mujeres y su reconocimiento público y en las relaciones interpersonales. En ese sentido, para ciertas nuevas élites postestructuralistas su feminismo cultural, aunque sea positivo y transgresor en diferentes campos de la normatividad sexual y de género, no es suficientemente radical (no va a todas las raíces) sino que en diferentes ámbitos es superficial y poco transformador.
El feminismo cultural, posmoderno o diverso, ha crecido y se ha polarizado frente al feminismo esencialista, pero difumina al amplio feminismo social, igualitario y crítico, auténticamente plural e inclusivo de lo sustancial de la realidad femenina y las demandas feministas, así como de su subjetividad integradora y complementaria de lo racional y lo emocional.
Para salir del atasco habría que, por un lado, profundizar las críticas a las insuficiencias del feminismo institucional y la impotencia transformadora del feminismo posmoderno-cultural y, por otro lado, reforzar el feminismo crítico e igualitario. Pero eso es lo que se ventila en la pugna por el liderazgo, por su apropiación e instrumentalización de la amplia y sugerente capacidad relacional y movilizadora de la actual ola feminista. La reactivación feminista de estos años es una dinámica alternativa y diferenciada, conectada con lo mejor de las tres olas anteriores, dentro de una orientación unitaria y transformadora progresista global, que esas élites posmodernas y socioliberales no están en condiciones de abordar claramente.
En definitiva, en algunos discursos posestructuralistas, la calificación de feminismo ‘inclusivo’ (de las trans o LGTBI) esconde otra función hegemonista con dos variantes complementarias. Una, absorber y representar esa dinámica transformadora generalizada; otra, excluir o subordinar a sus representantes, especialmente las nuevas élites asociativas emergentes. En ese sentido, convergen con representantes del feminismo socioliberal en infravalorar un feminismo popular transformador.
Un feminismo crítico por la igualdad y la emancipación
Se ha producido el desplazamiento del marco discursivo de las otras dos corrientes para marginar los procesos reales y discursivos del feminismo crítico y transformador sustentado en la mayoría de la amplia identificación feminista. En ese sentido, la corriente posmoderna (o queer) se asimila a lo diferente (diverso, anómalo, raro o retorcido —literalmente—) sin destacar su carácter constructivista radical que reafirma J. Butler y otras, o sea, idealista por su sobrevaloración de la construcción discursiva de la identidad y el sujeto social.
Frente al determinismo (económico, biológico, étnico, institucional de poder…), es mejor un constructivismo ‘moderado’, relacional y sociohistórico, basado en la experiencia prolongada de prácticas, funciones, estatus y subjetividades. Es distinto al constructivismo idealista radical o posestructuralista, que infravalora la existencia de la realidad social o estructural, la llamada (clásica) ‘sustancia’ que niegan bajo la acusación de esencialismo. Según esa posición posmoderna, la realidad está construida por la (convencional) ‘forma’: apariencias, emociones o discursos.
Así, es importante la subjetividad y lo simbólico. No hay que infravalorarlos. Pero, en un efecto pendular frente a los excesos del estructuralismo más mecanicista, esa posición posmoderna desconsidera los fundamentos de la realidad social, de la situación de desigualdad y dominación existentes. Salen perdiendo las capas populares y subalternas, incluidas la mayoría de las mujeres y LGTBI, con una realidad desventajosa, material, cultural y de subordinación.
Pero esa interpretación de la preponderancia de lo diverso sobre lo unitario, a veces, no es sinónimo de pluralismo democrático e integrador, sino de imposición de una cosmovisión, junto con su representación social o política, frente a otra; es decir, puede conllevar hegemonismo prepotente según nos enseña la experiencia histórica y reciente.
Dicho de otra forma. La modernidad ha creado monstruos (capitalismo, imperialismo colonialista… el universalismo totalizador antipluralista y eurocéntrico), aunque también (la ilustración, la razón, la ética y el Estado de derecho) ha permitido o generado procesos liberadores: la democracia, la igualdad, la libertad, el laicismo… el socialismo. Pero la posmodernidad, que hunde sus raíces en el irracionalismo (F. Nietzsche) y el idealismo (Carl Schmitt), ha generado o compartido el fascismo totalitario y el nacionalismo excluyente; el relativismo cultural no es más flexible o pluralista que cierto universalismo moderado, pluralista e integrador, por ejemplo con los valores de los derechos humanos o la ciudadanía social.
Por tanto, es positivo decir que los grupos oprimidos pueden ser la base para conformar un sujeto emancipador, con los correspondientes procesos, experiencias y mediaciones tras una finalidad ‘universalista igualitaria-emancipadora’. En ese sentido, tiene conexión con las minorías marginadas. Pero la palabra diversa (o diferente o queer) no conlleva necesariamente el rechazo de una relación jerarquizada de desigualdad u opresión. No se deduce, por tanto, un ideal emancipatorio-igualitario, sino simplemente una diferenciación individual o colectiva. Puede entroncar con la pulsión identitaria individualista, no necesariamente liberal, de la realización del yo, del ‘reconocimiento’ personal, haciendo abstracción de la ‘distribución’ de las condiciones sociales de desigualdad. Así, es compatible con la emotividad y la autorrealización, más o menos consumista, simbólica y estética, que estimula el neoliberalismo ‘progresista’, con sus sistemas publicitarios diferenciadores o individualizadores.
En consecuencia, hay un desdoblamiento. Por un lado, mucha diversidad e individualización; por otro lado, imposición homogeneizadora del beneficio privado y el poder establecido (capitalismo o desigualdad de clase, étnico-nacional y género), con procesos adaptativos y de subordinación. Son cuestiones que se expresan mal desde posiciones deterministas o esencialistas. Por ejemplo, su crítica a la trampa de la diversidad o a las identidades ‘asesinas’ frente a la realidad o el sujeto supuestamente universal está mal planteada. No obstante, esa posición posmoderna de la diversidad responde a la defensiva y no da armas suficientes para luchar contra las desigualdades reales, particularmente las de clase social, y frente a esa retórica esencialista.
En definitiva, ese feminismo posmoderno, bajo esa aparente transversalidad y ambigüedad sustantiva que relativiza la desigualdad social y de estatus, no integra todo lo diverso ni incluye a todo el mundo. Confunde identidad de género e identidad feminista, al infravalorar los procesos complejos y duraderos de identificación y prácticas relacionales. Relativiza la realidad material y relacional desigual de las propias mujeres, más allá de algunos rasgos culturales y sexuales. No incluye sus experiencias mayoritarias y los sujetos ‘externos’ a su acotada diversidad, solo las admite de forma subordinada bajo la elaboración elitista y controlada de un discurso articulador de las jerarquías y representaciones sociopolíticas. No es una buena referencia analítica ni ideológico-política para un feminismo crítico, transformador, igualitario y emancipador conectado con los amplios procesos identificadores feministas. En todo caso, es necesario un debate sereno, argumentado y constructivo.
Fuente: : http://www.mientrastanto.org/boletin-197/ensayo/un-feminismo-fuerte-igualitario-y-critico
** Sobre el autor: es profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid y autor de Identidades feministas y teoría crítica]