Para informar la gestión de Covid-19, es vital comprender el efecto socioeconómico de las políticas utilizadas para gestionar la pandemia, que inevitablemente tendrá graves efectos sobre la salud mental al aumentar el desempleo, la inseguridad económica y la pobreza.
A fin de proteger el bienestar de los trabajadores durante este periodo de crisis y cambios, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) publicó una nueva guía dirigida a los empleados, empleadores y gerentes denominada Gestionar los riegos psicosociales relacionados con el trabajo durante la pandemia de COVID-19.
La guía abarca diez ámbitos de acción, durante el confinamiento y al regreso al lugar de trabajo. Contiene orientación sobre la manera de organizar el espacio físico en el lugar de trabajo, incluyendo la disposición y los puntos de exposición a los agentes peligrosos; la forma de evaluar el volumen y la distribución del trabajo en el contexto específico de la COVID-19.
Indica cómo abordar la violencia y el acoso; y de qué manera un liderazgo firme y eficaz puede tener un impacto positivo sobre los empleados. Además, explica a los trabajadores cómo protegerse a sí mismos del despido injusto en situaciones en las que se rehúsan a trabajar por miedo a que su salud o su vida puedan estar en peligro.
Manal Azzi, especialista principal sobre Seguridad y Salud en el Trabajo, señalaba que “Con un número tan alto de trabajadores que sufren las consecuencias psicológicas de la pandemia, la salud mental no puede seguir siendo un tabú. (…) “Enfrentados a este impresionante nivel de incertidumbre, los trabajadores pueden experimentar cambios de humor, baja motivación, fatiga, ansiedad, agotamiento y hasta ideas suicidas.
«También pueden producirse una serie de reacciones físicas, como problemas de digestión, alteración del apetito y del peso, reacciones dermatológicas, cansancio, enfermedades cardiovasculares, trastornos musculo-esqueléticos, dolores de cabeza y otras molestias y dolores. Además, puede llevar a aumentar el uso de tabaco, alcohol o drogas como una manera enfrentar el estrés», añadía.
Pasar por esta pandemia es difícil. Muchos de nosotros no han vivido nunca esta situación. No contamos con normas, experiencia o modelos a seguir. Es por esto por lo que disponer de unas directrices y hablar de salud mental en el lugar de trabajo es vital para romper el tabú.
Patologías de una vieja/nueva “normalidad”
El teletrabajo se ha convertido en parte de la nueva normalidad. Ha sometido a los trabajadores a nuevas tensiones, ya que se encuentran aislados o tratando de conciliar las responsabilidades profesionales y familiares, o perciben que las fronteras entre la vida profesional y personal no son nítidas cuando trabajan a distancia. El fenómeno ha sido tan repentino y masivo que ninguna norma de teletrabajo ofrece una protección adecuada para este nuevo espacio de trabajo.
Los trabajadores que están en la primera línea, como los de la salud y los de servicios de urgencias, pero también aquellos involucrados en la producción de bienes esenciales, la entrega a domicilio y el transporte, o los que se ocupan de garantizar la seguridad de la población, también enfrentan muchas situaciones estresantes a causa de la pandemia.
En estos últimos meses, han tenido que soportar un aumento de la carga de trabajo, jornadas laborales más largas, poco tiempo descanso y el temor constante de infectarse en el trabajo y transmitir el virus a los familiares o amigos.
Además, muchos temen perder su empleo. Despidos masivos están afectando todos los sectores de la economía. El desempleo está en los niveles más altos desde la Gran Depresión, no es de extrañar que todos sintamos inseguridad respecto al futuro. Si no son evaluados y gestionados de manera apropiada, estos riesgos psicológicos pueden desencadenar o agudizar la ansiedad y transformarse en problemas de salud mental reales.
A medida que la pandemia sigue presente en nuestras vidas, los expertos hablan, y hacen hincapié cada vez con más frecuencia, en la pandemia de la Salud Mental que generará el confinamiento y esta crisis de salud pública. Los efectos psicológicos, sociales y neurocientíficos del Covid-19 están siendo explorados en las diferentes partes del mundo.
Aún antes que el término Covid 19 entrará en nuestro vocabulario, el agotamiento, el estrés y la ansiedad eran problemas críticos en el lugar de trabajo. Obviamente, con la pandemia las cosas han empeorado mucho. Durante los últimos meses, numerosos trabajadores se han sentido impotentes ante los cambios profundos que han experimentado.
La salud mental, pandemia del capitalismo
Dado que la situación de aislamiento social obligatorio por el Covid-19 pone sobre la mesa la salud mental, sus patologías y cómo abordarlas, seria necesario aportar al debate desde una perspectiva clasista que contemple integralmente estas problemáticas.
¿Cómo se percibe a la salud mental? Es cierto que la mayoría de los trastornos y/o desórdenes mentales no son fácilmente notables, visibles. No poseen los síntomas físicos claros y universales de las enfermedades conocidas como tales, como la tos o la fiebre de una gripe, o marcadores bioquímicos certeros, como los virus.
Si las personas con estos padecimientos no hablan, o su entorno social no toma nota de la situación – que sí presenta indicadores y síntomas propios- , el problema es ignorado y, por lo tanto no es tratado en conjunto con un profesional, a tiempo.
Esto se ve acompañado por la construcción de prejuicios alrededor de las patologías mentales, que van desde el miedo hasta el negacionismo. Prejuicios que se construyen y refuerzan cuando desde ninguna institución, se brinda información científica y clara sobre la problemática, y que se profundizan junto con el problema mismo cuando no se accede a atención psicológica gratuita.
Muchas veces, esta situación se condensa en un círculo vicioso cuando la patología produce exclusión social, y es acompañada por la desesperanza, el miedo, y puede llevar a la autoagresión, y hasta al suicidio. Según la Organización Mundial de la Salud, cada 40 segundos, una persona se quita la vida.
Los aparatos ideológicos del sistema construyen un ideal de deseo exigente e insaciable, mientras que, a través de los años, sobre todo con la avanzada del neoliberalismo, se redujo el nivel de vida de les trabajadores y se condenó a la juventud a la precarización laboral. El consumo de psicofármacos, la inestabilidad mental, la ansiedad, la depresión, la intolerancia al duelo, la frustración y el estrés laboral son consecuencia de todo esto.
Esto no es casualidad ni culpa de un virus: en todo caso, el virus es el capitalismo voraz, deshumanizante, que durante todas sus crisis intentó salir de ellas pasando por encima de las clases mas desprotegidas, reduciendo la calidad de vida de los de abajo, la estabilidad socioeconómica, y por ende, la estabilidad mental de las personas.
Existe un mandato de felicidad construido en el seno del capitalismo neoliberal, potenciado por el posmodernismo adaptado, en el que la felicidad se consigue sólo desde la individualidad. Un mandato de felicidad irrealizable, fantasioso, y meritócrata, que puede responder a los ideales burgueses (tener casa, hijos, auto y perro), o a una fantasía posmoderna de felicidad por fuera de la sociedad (vivir solo en la montaña y cultivar su comida).
La obligación de productividad, los horarios laborales que se distorsionan, y por supuesto, el desempleo, particularmente en este contexto. La salud mental de les trabajadores no tiene absolutamente ninguna importancia para los patrones.
Esta sociedad capitalista deshumanizó, enajenó e hizo desaparecer la diferencia entre tiempo de trabajo y espacio de ocio, relaciones sociales y vida privada, creatividad y productividad, las necesidades humanas y la seguridad propia, al servicio de la valorización del capital, en perjuicio del bienestar de las personas.
Los movimientos sociales chilenos, acuñaron en sus paredes, una de esas frases que ilustra bien la situación: “No es depresión, es capitalismo”. Esto no significa que las patologías como tales no existan, y que el sufrimiento que generan no sea real. Romper con los mitos negacionistas implica aceptar que el problema existe, y ver cómo se debe analizar desde una perspectiva clasista.
Por lo tanto, las problemáticas de salud mental no son ajenas al sistema, por el contrario, son propias de él, son sistémicas. Vivimos en un sistema excluyente, por consiguiente las medidas de atención y contención de estas patologías son también excluyentes: El acceso a atención psicológica, tratamientos adecuados, incluso las internaciones, se estratifican como en todo el sistema de salud en general.
Estos problemas aquejan especialmente a los sectores populares, a la juventud, a los trabajadores. Por tanto, deben ser abordados como tal, sin negacionismos ni infantilismos. Tiene que ser una preocupación de toda la sociedad y no sólo de quienes la padecen y de les trabajadores de la salud.
El sistema capitalista es un sistema deshumanizador, que reprime y expulsa a los individuos que no le son útiles; que carga sus mecanismos desde el poder, que intenta perpetuarse a través de una maquinaria social que se alimenta de contradicciones.
Desgraciadamente miles de personas se suicidan cada año, y otras tantas sufren de enfermedades mentales que están relacionadas no sólo con la estructura económica del capitalismo sino también con su propia esencia represiva.
Queda mucho camino por recorrer. Se necesita un abordaje clasista de la salud mental, que permita una mirada integral sobre la problemática. El capitalismo genera padecimiento y niega las posibilidades de tratarlos adecuadamente. Será necesario lograr una sociedad más justa, donde la salud y el bienestar sean verdaderamente derechos universales.
Fuente e imagen: http://estrategia.la/2020/08/03/salud-mental-la-eterna-locura-del-capitalismo/
Cada año el final de las clases da paso a un verano sin preocupaciones. Sin embargo, la vuelta a las clases en septiembre se plantea con incertidumbre a causa de la pandemia. La Organización Mundial de la Salud (OMS) y la UNESCO han creado unas guías de recomendaciones en relación a la reapertura de las escuelas.
La pandemia del coronavirus dejó las aulas vacías y las calles desiertas. La educación tuvo que reinventarse y adaptarse a esta nueva situación a través del formato online. El teletrabajo y la educación online han estado a la orden del día en muchos hogares. Con la vuelta a la nueva normalidad se plantean muchas dudas sobre cómo será la vuelta al cole en septiembre. Ante una situación de incertidumbre, organizaciones como la OMS y UNESCO llevan trabajando meses para tratar de aportar soluciones y recomendaciones que permitan volver a la escuela con seguridad.
Medidas recomendadas para la reapertura de las escuelas
La reapertura de las escuelas fue actualidad el pasado mes de mayo, en el que varios países y comunidades autónomas en España se plantearon volver a las clases. En ese momento, la OMS publicó una serie de consideraciones donde indicaban algunas recomendaciones de cara a esa reapertura. Una guía que miles de colegios deberán rescatar de cara al nuevo curso escolar. Estas son las recomendaciones de la OMS para la reapertura de las escuelas:
Higiene y limpieza: la OMS señala la necesidad de sensibilizar a todo el mundo sobre la prevención del coronavirus. Todo ello implica facilitar información sobre el uso de la mascarilla, los síntomas, la higiene de manos, etc. Recomiendan crear un horario para el lavado de manos, especialmente en niños pequeños, y programar limpieza frecuente del entorno escolar. Facilitar en la entrada de la escuela y en todas las instalaciones gel hidroalcohólico o jabón y agua limpia. Así como mantener el distanciamiento social en el transporte escolar.
Detección de la enfermedad: se recomienda hacer un control diario de la temperatura corporal, así como enviar a casa o aislar a aquellas personas que presenten síntomas de COVID-19 o no se encuentren bien. La OMS afirma que la dirección de la escuela debe notificar a las autoridades los casos positivos y asegurarse de que los estudiantes que hayan estado en contacto con un caso de coronavirus se queden en casa durante 14 días.
Comunicación constante: la comunicación es la base de todo, más en una situación de pandemia. La OMS establece la necesidad de informar a familias y alumnado de las medidas que se tomen en la entidad y de los casos sospechosos que pueda haber.
Otras medidas: como medidas adicionales, se debe garantizar los controles de inmunización para ingresar en la escuela. En relación a instituciones especializadas e internados, la OMS señala que deberán ampliar estas consideraciones en las instalaciones de residencias, salas de conferencias, laboratorios y otras instalaciones para la seguridad de los internos y del personal.
Distanciamiento físico: mantener la distancia social de al menos un metro va a seguir presente en el aula. También señalan la necesidad de aumentar la distancia entre pupitres y escalonar las pausas y descansos. Se recomienda la ampliación de horarios en las escuelas secundarias a través de diferentes horarios, así como aumentar el número del profesorado, de ser posible, para que haya menos estudiantes por clase.
Teleeducación: la OMS recomienda iniciar o continuar la educación online a través de métodos combinados cuando sea posible. Si no es posible, la OMS afirma que se debe “invitar a los estudiantes a llevarse libros a casa u organizarse para entregarles deberes”. También señalan la necesidad de garantizar un seguimiento y apoyo a niños/as que no asistan a la escuela para evitar penalizaciones o estigmatizaciones.
Por un regreso seguro a las aulas
Las principales organizaciones e instituciones del mundo -OMS, UNESCO, UNICEF, Banco Mundial, Programa Mundial de Alimentos, Global Education Cluster, entre otras- ya trabajan en la reapertura de las escuelas. Para ello han publicado diversas guías de recomendaciones para que el regreso a las aulas se hagan de la forma más segura y responsable posible.
Una de las principales coincidencias que se encuentran en estas guías es la lista de verificación. El listado debería incluir enfermedades o síntomas recientes, vulnerabilidades subyacentes, circunstancias o consideraciones especiales. De esta forma, se podría hacer una monitorización activa del alumnado para tratar de prevenir y garantizar la seguridad del centro.
El nuevo curso escolar empezará en septiembre, pero todavía es una incógnita en qué condiciones se hará. ¿Menos alumnos/as por aula? ¿Mascarilla obligatoria? ¿Educación semipresencial? Antes de la vuelta al cole se deberán adoptar una serie de medidas que garanticen la total seguridad del personal y del alumnado para evitar futuros rebrotes.
Las débiles señales de una reactivación de la pandemia se están multiplicando.
Reconfinamiento, máscaras obligatorias en los lugares públicos, vuelta el teletrabajo, control estricto de los pasajeros y avisos de no viajar a ciertas regiones.
Desde París
El coronavirus vuelve a rodear a más de la mitad de Europa con picos altísimos en España, Bélgica, Suecia, Rumania, Bulgaria y Francia. Aunque en el territorio francés no se constató un despegue masivo de la contaminación, el virus se propaga con una regularidad que, al igual que en otros países del mundo y del Viejo Continente, ha acarreado medidas suplementarias: reconfinamiento de ciertas zonas, máscaras obligatorias en los lugares públicos, vuelta el teletrabajo, control estricto de los pasajeros oriundos de 16 países (Francia), recomendaciones efusivas de no viajar a determinadas regiones de Europa como es el caso de Cataluña y nuevas cuarentenas impuestas a ciudadanos que lleguen de España (Gran Bretaña y Bélgica). La salud pública francesa advirtió que la cantidad de personas infectadas ha aumentado por tercera semana consecutiva. Los días del gran alivio que siguió al fin de la cuarentena empiezan a quedar atrás con el paso de las semanas. La Dirección General de la salud pública de Francia precisó en un comunicado que “hemos borrado una buena parte de los progresos realizados durante las primeras semanas del desconfinamiento”. La Organización mundial de la salud puso ahora el foco en Europa. La región fue objeto de un casi control de la pandemia para volver a ser una zona de alto riesgo. Más de 15,8 millones de personas fueron infectadas en el mundo desde finales de 2019 y otras 639.981 perdieron la vida. En Europa, la pandemia provocó la muerte de 207.599 personas e infectó a más de tres millones.
Lentamente, los países europeos empiezan a levantar nuevas murallas ante la evolución del virus y nadie descarta ya un confinamiento casi similar al de los meses de marzo, abril y mayo a partir mediados de septiembre. La indisciplina y el relajamiento son los principales motores que volvieron a reactivar la circulación del virus. El sueño con un verano normal ya no es más posible, lo mismo que la apuesta por una reactivación progresiva de la actividad y, por consiguiente, de la economía. De hecho, los desplazamientos de cientos de miles de seres humanos provocados por las vacaciones son un factor de alarma permanente. Se vuelve a tener la sensación de una imprecisión en las medidas preventivas y un cálculo demasiado optimista ante la persistencia del virus. Decenas de clúster reaparecen en todos los territorios de Europa. En el hospital de la Pitié-Salpêtrière de la capital francesa las carpas instaladas durante la peor fase de la pandemia ya fueron desmontadas.
Los médicos aseguran que, si bien las señales débiles de una reactivación de la pandemia se están multiplicando, la aceleración brutal no se ha constatado todavía. El ministerio francés de salud contabiliza “un número de casos superior a los mil, es decir, un nivel compatible con el que se dio a finales del confinamiento”. En el curso de las últimas tres semanas el porcentaje de casos detectados aumentó en un 66 porciento para un total de 215 clusters epidémicos censados en el país. Entre el jueves 23 de julio y el sábado 25 10 personas murieron en Francia, donde la tasa de reproducción del virus llega a 1,3, lo que equivale a que cada persona contaminada transmite la enfermad a 1,3 personas.
Francia impuso test para pasajeros oriundos de 16 países. En la lista no figura la Argentina, pero sí Estados Unidos, Brasil, Panamá y Perú. El resurgimiento de la pandemia se está globalizando. Entre el jueves y el viernes pasado se registraron 280 mil casos diarios en el planeta al mismo tiempo que los gobiernos, forzados a implementar medidas duras, pierden el respaldo de las poblaciones (Gran Bretaña y Estados Unidos, en primer lugar). Entre principios de julio y casi finales de mes 5 millones de personas fueron infectadas en todo el planeta con una marcada curva ascendente en Europa. Según el portavoz de la rama europea de la OMS “el resurgimiento del Covid-19 en ciertos países luego de levantamiento de varias medidas barreras es ciertamente una causa de preocupación”. Las autoridades sanitarias insisten en decir que “resulta más necesario que nunca volver a una disciplina colectiva”.
Esta, sin embargo, no se constata en la calle. La gente se olvidó rápidamente de respetar de forma masiva las consignas básicas aún en vigor. Europa se va de vacaciones, pero el virus regresa a su demoledor trabajo. En Bélgica, por ejemplo, se registró un aumento del 89% de las infecciones. Si se toma en cuenta la variable muertos por cada millón de habitantes, Bélgica, con 859,5 muertos, figura primero en la lista seguida de Gran Bretaña (688,3), España (608,5), Italia (58,8), Suecia (559,5), Perú (557,8), Chile (475,9), Francia (450,8), Estados Unidos 444,9) y Brasil (406,9). En esta lista que incluye a 50 países la Argentina recién aparece en el puesto número 46 (63,1).
Fuente e imagen: https://www.pagina12.com.ar/280854-un-rebrote-de-coronavirus-opaca-el-verano-europeo
Fatiga visual y emocional, menor vínculo con el grupo y una relación diferente entre estudiante y docente han sido algunas de las cuestiones que tres expertas de la Universitat Oberta de Catalunya, Alba Pérez, Eulàlia Hernández y Cristina Mumbardó, han analizado sobre el uso de las pantallas y la conexión online en el ámbito educativo durante la crisis sanitaria.
La crisis sanitaria y las limitaciones derivadas del estado de alarma aceleraron el uso de las nuevas tecnologías haciendo que nos abracemos a la pantalla como solución para poder continuar con nuestras funciones laborales, educativas e incluso sociales. Sin embargo, este cambio en nuestra forma de funcionar requiere, como todo, una adaptación por nuestra parte haciendo frente a nuevas exigencias para evitar la fatiga visual y emocional.
No hay que olvidar que las condiciones en las que se ha dado este incremento en el uso de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) no ha sido en condiciones normales ni en las más deseadas, sino que se ha dado en un momento de mayor estrés e incertidumbre en todos nosotros (cuarentena, distancia física, todos los miembros de la familia en casa trabajando a la vez, nuevas rutinas y necesidades).
‘Pegados a una pantalla’
A todo esto hay que añadir que no hemos podido planificar con antelación cómo gestionar este aumento en la exposición a las pantallas, haciendo imposible la prevención y anticipación de las posibles consecuencias.
Estos factores han conllevado la sensación de una mayor sobrecarga tanto cuantitativa (percepción de mayor trabajo o necesidad de dedicar más horas) como cualitativa (dificultades sobre cómo hacerlo, percepción de falta de competencias y falta de apoyo por parte del entorno, tanto laboral como social). De hecho, opciones como el teletrabajo, diversos trámites digitales o la educación online que en algunos contextos se planteaban todavía como lejanas, no del todo viables, e incluso se enfrentaban a una actitud negativa hacia ellas, se han adoptado muy rápidamente, a contrarreloj y de forma poco planificada.
A las pocas semanas de teletrabajo, algunos profesionales empezaron a manifestar que en su desempeño laboral se encontraban más cansados, especialmente después de cada videollamada o videoconferencia. A este efecto se le ha empezado a llamar ‘fatiga zoom’ o ‘fatiga visual’, causada por la falta de habituación y mayor carga atencional que nos exige, puesto que a menudo, durante estas videollamadas dividimos la atención hacia otros estímulos que en los contextos habituales de trabajo (incluso en una situación normal de teletrabajo) no se darían: una hija pasando por delante o llamando la atención, el cartero llamando al interfono…
Fatiga visual y emocional
Muchos nos sorprendemos de la habilidad que hemos desarrollado en el conocimiento y uso de diferentes plataformas de comunicación (Hangout, Zoom, Facetime, Whatsapp, Jitsi, Teams, Skype…), algunas de ellas nuevas para nosotros hasta este momento. Hemos sido capaces de participar en reuniones con un gran volumen de participantes, desarrollando estrategias para no interrumpirnos en nuestros turnos de palabra y poder entendernos, y aunque las plataformas de comunicación nos han facilitado la tarea, no están libres de limitaciones.
Por ejemplo, la expresión no verbal no se identifica igual de bien a través de la pantalla como de forma presencial y ello requiere mayor atención por nuestra parte, la posibilidad de ver los gestos de las manos u otro tipo de lenguaje corporal se suprime directamente y en nosotros mismos identificamos una mayor externalización de nuestras emociones para hacerlas perceptibles para los demás. Tampoco ayuda que frecuentemente, el vídeo o el audio ‘se congelen’ y se pierda el hilo de la explicación que nuestro interlocutor estaba desarrollando, derivando en una sucesión de repeticiones y preguntas para volver a seguir de forma eficiente el hilo de la argumentación. En definitiva, más allá de la fatiga visual evidente que provoca la pantalla vs ‘el cara a cara’, estamos más fatigados porque realmente las exigencias a nivel atencional son mayores.
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Por el contrario, el cambio a la interacción a través de videollamada ha sido una ayuda para las personas con dificultades en las relaciones sociales, que por cuestiones de timidez, ansiedad o sobreestimulación tienen dificultades en mantener un encuentro social presencial. Para estas personas, las videollamadas son interacciones menos exigentes, en las que hablan menos personas, hay menos conversaciones paralelas y se pueden ver menos expuestos a los demás. Sin embargo, es evidente que han sido los estudiantes y docentes con un rasgo de personalidad extrovertida y que previamente tenían una red social más densa los que mejor se han adaptado al uso intensivo de la tecnología para las distintas actividades de la vida.
Relación del docente con el grupo más allá de la pantalla
Uno de los aspectos que más preocupa tanto a profesorado como a alumnado es poder orientar la acción educativa a la clase como grupo. La mayoría de las iniciativas online que se han puesto en marcha, más allá de la convocatoria mínima de intercambio de todo el aula, han sido estrategias para trabajar a nivel individual de profesor a alumno, en la detección de necesidades individuales y en la acomodación a las cuestiones que se plantean.
Sin embargo, se detectan limitaciones en la gestión del grupo como tal, se hace menos seguimiento de los estudiantes menos participativos, o que trabajan mejor ‘off-line’, o que tienen menos oportunidades de acceso a estos entornos digitales. De este modo, se pierde la percepción grupal y los indicadores que proporcionaban ‘feedback’ al docente ya que no están presentes. Todo ello conlleva, en algunos casos, insatisfacción y poca percepción de autoeficacia en el profesorado y, asimismo, puede afectar al nivel de inclusión y participación de los estudiantes y su sentido de pertenencia al grupo.
¿Y con la familia?
A nivel familiar, el aumento del uso de la tecnología también ha conllevado múltiples cambios. Si bien tanto niños y niñas como adolescentes pueden estar más acostumbrados a hacer uso de según qué plataformas de comunicación, el uso intensivo de las pantallas que se ha estado dando a lo largo de estos dos últimos meses ha difuminado cualquier límite que se hubiera establecido en un contexto familiar en relación con el uso de las mismas.
En muchos casos, su uso se limitaba a un espacio de ocio con una frecuencia y duración muy concreta, que ha perdido todo su sentido tras decretarse la alerta sanitaria. La utilización de la tableta, el smartphone o el ordenador ya no se limita mayoritariamente a espacios de ocio o a actividades educativas concretas, sino que ha pasado a constituir el único vínculo con el entorno escolar y social de niños, niñas y adolescentes. Cabe también tener en cuenta que, una vez acabada la conexión con el profesorado o con los compañeros y compañeras, las pantallas han seguido constituyendo un espacio de ocio (juegos, aplicaciones…), difuminando, como decíamos anteriormente, los límites de uso, tanto cuantitativo como cualitativo, pactados con la familia antes del confinamiento.
La negociación en relación con el uso de las pantallas entre familias y niños, niñas y adolescentes debe así volver a definirse teniendo en cuenta las peculiaridades del momento que hemos vivido y estamos viviendo, aunque todo hace pensar que no será tan fácil establecer y justificar nuevos límites, al menos de cara a los adolescentes.
Incremento de la ansiedad entre los adolescentes
Si bien se habla mucho del aumento de la cantidad de horas de uso de una pantalla en niños y adolescentes, no se ha hecho hincapié en la calidad de este uso. En algunos casos no se disponía de estrategias, pero en contrapartida ha habido una gran conciencia parental al respecto en relación con los más pequeños. En lo relativo a los adolescentes, y especialmente relacionado con la búsqueda de información sobre aspectos de salud y sus efectos a nivel físico y mental, se observa un aumento de casos de ansiedad en los jóvenes.
Y esto se ha visto acrecentado porque ni las familias ni los docentes (que en la mayoría de los casos no tuvieron contacto con los adolescentes hasta pasadas unas semanas después del confinamiento) tampoco disponían de la información y certezas necesarias para acompañarlos en búsquedas seguras y efectivas de información. En este contexto, la incertidumbre ha sido un aspecto clave que ha abocado, en muchos casos, al mal uso de la tecnología.
Otro aspecto que preocupa en el caso de niños, niñas y adolescentes es la poca exposición a otros estímulos a lo largo de estos meses, así como la falta de práctica en todas las habilidades de adaptación al entorno. Son los más pequeños los que deberán hacer un sobreesfuerzo para retomar todas las habilidades que estaban en proceso de desarrollo, para afrontar de nuevo las exigencias que formaban parte de su día a día y para establecer rutinas completamente nuevas.
¿Dependencia de las pantallas?
Finalmente, podemos preguntarnos si durante los últimos meses no habremos establecido una dependencia de las pantallas. Es cierto que la tecnología ha permitido mantener la comunicación y el intercambio necesarios para desarrollar la actividad educativa. Y ha permitido también mantener ciertas rutinas escolares, suponiendo un elemento estabilizador.
Sin embargo, también es cierto que algunos lo han vivido de forma estresante, e incluso algunos adolescentes lo han considerado como una nueva forma de control por parte de los docentes, una invasión de su espacio privado (porque hasta ahora su actividad online así lo era). Respecto a la relación educativa, el aumento del uso de pantallas se ha considerado una medida provisional (al menos de momento), con lo que es posible que incluso se produzca cierto rechazo a los procesos educativos a distancia e incluso se aumente la presencialidad si ello es posible.
Cuando se generalizó el uso del smartphone en los adolescentes (y en general en la población) se habló mucho de la ‘nomofobia’ (el miedo irracional a estar sin conexión), sin embargo en un contexto post confinamiento y de vuelta a la normalidad no está claro que vaya a aparecer esta dependencia. En cualquier caso, se plantea también la posibilidad de vivir un escenario diferente a largo plazo, en el que se planteen los modelos educativos que compatibilicen la presencialidad con el online como una modalidad educativa que ha llegado (de forma quizá forzada en algunos casos) para quedarse.
No tenemos ninguna duda de que uno de los parámetros más importantes de cambio derivado de la actual crisis sanitaria habrá sido el entorno educativo. Es por ello por lo que debemos hacernos las siguientes preguntas: ¿qué hemos aprendido sobre el uso intensivo de la tecnología en la relación alumnado-profesorado durante la emergencia sanitaria? y ¿cómo debe ser el futuro educativo a partir de ahora?
Fuente e imagen: https://www.educaciontrespuntocero.com/opinion/conexion-online-fatiga-visual/
Es un hecho conocido que la pandemia de Covid-19 ha dado un auge sin precedente al teletrabajo, trabajo en casa o home office, un hecho lógico e incluso inevitable en circunstancias en que millones de personas en todo el mundo deben permanecer confinadas, sea porque pertenecen a algún grupo de riesgo ante los efectos del coronavirus, o bien porque deben acatar disposiciones gubernamentales de permanecer en casa.
Tal práctica no sólo da un respiro a la economía y a innumerables empresas, que pueden seguir operando en forma total o parcial, sin tener a sus empleados en un local físico; es benéfica, por añadidura, para el ambiente y para reducir el estrés en los centros urbanos, los cuales ven atenuados, así sea de manera provisional, sus problemas de movilidad.
Incluso antes de que se declarara la actual emergencia sanitaria, el teletrabajo había cobrado auge desde los años 80 del siglo pasado por diversas razones: la primera, es obvio, fue la revolución en las telecomunicaciones digitales que lo hizo posible, así como la paulatina masificación de dispositivos capaces de interconectarse.
La solución resultaba interesante para los empleadores, en una lógica de reducción de costos de operación, pues al tener a menos personal en sus empresas pagaban montos menores por los servicios y ocupaban menos espacio físico; para muchos trabajadores, el realizar sus funciones desde casa representaba la posibilidad de ahorrar tiempo y dinero en transporte.
Así, hace más de 30 años, en Francia se llevaron a cabo los primeros programas piloto de teletrabajo impulsados por el gobierno, aprovechando la infraestructura del entonces novedoso sistema Minitel. Pese a las perspectivas positivas, tales programas piloto evidenciaron muy pronto algunos efectos indeseables del trabajo en casa: el traslado de la carga laboral a los hogares tendía a incrementar las tensiones familiares y de pareja.
En el tiempo transcurrido desde entonces el vertiginoso desarrollo de Internet, de aplicaciones colaborativas y de actividades económicas nativas de la red multiplicaron el número de personas que trabajan en casa mediante una conexión remota. Con ese antecedente, ante la angustiosa situación económica creada por la pandemia en curso para países, regiones y hogares, el teletrabajo parecía, si no una panacea, cuando menos una herramienta de indiscutible utilidad. Y lo es, en efecto.
Pero, más allá de las consecuencias negativas intrínsecas a la fusión del lugar de trabajo con la vivienda –que, en palabras de Jesús Uribe Prado, profesor-investigador de la Facultad de Sicología de la UNAM, implica romper la línea entre lo público y lo privado–, al calor de la crisis epidémica se ha constatado un patrón de abusos por parte de los patrones, algunos de los cuales se aprovechan de la circunstancia para abusar de sus trabajadores, como si por estar laborando en sus hogares diera pie a disponer de ellos más allá de la jornada laboral regular e incluso a deshoras o en días de descanso.
Otras inquietudes surgen de la indefinición de la seguridad, los riesgos y los accidentes laborales en situaciones de trabajo en casa y de los peligros que se ciernen sobre la seguridad de la información corporativa cuando ésta transita por enlaces remotos.
Con estas consideraciones en mente resulta claro que, con o sin pandemia, el home office seguirá al alza en las sociedades modernas y es urgente extender y complementar las legislaciones laborales con el fin de garantizar que esta modalidad de trabajo no se traduzca en situaciones de explotación, en riesgos injustificables para los asalariados ni en procesos de alteración y desintegración familiar.
Millones de personas del mundo han estado trabajando a distancia debido a la pandemia de la Covid-19. ¿Podría ser este “nada que ver con lo habitual” el futuro del trabajo? Al menos así se lo plantea Susan Hayter, Consejera Técnica Superior de la Organización Internacional del Trabajo sobre el futuro del trabajo.
Desde que surgió el teletrabajo en los años 70 en Estados Unidos hasta la actualidad, la atención sobre esta fórmula de organización del trabajo ha mostrado elementos positivos para promoverlo, por las ventajas que conlleva para el trabajador –entre otras, la conciliación de su vida laboral, familiar y personal–, para la empresa –el aumento de la productividad– y para la sociedad –favorece la descentralización de actividades, junto a otras ventajas–.
Al mismo tiempo se hacen evidentes elementos negativos que causan recelos, respecto de las consecuencias sociales y laborales del teletrabajo, en relación, por un lado, con el aislamiento del teletrabajador, su mínimo desarrollo profesional, o la desprotección de sus derechos laborales. Por otro lado, en relación con los obstáculos para el control y supervisión de los teletrabajadores por parte de la empresa, y los costes de formación que la empresa debe asumir
Recordaremos que antes de la pandemia, ya había un debate en curso sobre las consecuencias de las tecnologías en el futuro del trabajo. El mensaje de la Declaración del Centenario adoptada en junio 2019 ha sido claro en este sentido; el futuro del trabajo no está predeterminado; perfilarlo depende de nosotros.
Ese futuro se adelantó a lo previsto, pues muchos países, empresas y trabajadores tuvieron que pasarse al teletrabajo a fin de contener la propagación de la Covid-19, cambiando drásticamente la forma habitual de trabajar. Las reuniones virtuales remotas son ahora frecuentes, y la actividad económica en una serie de plataformas digitales ha aumentado.
A medida que van levantándose las restricciones, una pregunta que todo el mundo se plantea es si el “nada que ver con lo habitual” se convertirá en la “nueva normalidad”.
Mientras muchas empresas comienzan a proyectar ahora la alternativa del teletrabajo, las precursoras del teletrabajo se plantean si deben continuar o expandir estas formas de trabajo alternativo. La oficina virtual aporta ventajas a empresas y trabajadores, pero también inconvenientes que sólo pueden ser resueltos con nuevas orientaciones en la gestión.
Unas pocas grandes empresas de las economías desarrolladas ya han señalado que lo que fuera un proyecto piloto imprevisto y prolongado – el trabajo a distancia, desde el domicilio y el teletrabajo – pasará a ser la forma estándar de organizar el trabajo. Los empleados no necesitan desplazarse hasta el trabajo, a menos que opten por hacerlo.
Puede que esto sea motivo de celebración para la gente y para el planeta. Sin embargo, la idea de un punto final para “la oficina” es decididamente – como mínimo – pretenciosa. La OIT estima que en los países de ingreso alto el 27 por ciento de los trabajadores podría trabajar de modo remoto desde el domicilio.
Trabajan en el tipo de trabajo que lo permite y tienen acceso a la tecnología y a la infraestructura de las telecomunicaciones que lo hacen posible. Pero esto no significa que efectivamente lo harán.
Ventajas e inconvenientes.
El giro hacia el trabajo remoto provocado por la pandemia permitió a muchas empresas seguir funcionando sin poner en peligro inmediato la salud y seguridad de sus empleados. Confirmó lo que algunos estudios ya habían adelantado, que en un marco de circunstancias adecuado –un despacho doméstico habilitado, acceso a herramientas de colaboración, y una rutina de trabajo predecible– el trabajo a distancia puede ser igual de productivo.
Quienes pudieron asumir la transición al teletrabajo durante la crisis sanitaria tuvieron la posibilidad de sentarse a la mesa cada día con la familia. Así, el trabajo pasó inmediatamente a estar centrado en las personas; pero a la vez, hubo que combinarlo con la enseñanza escolar desde casa y al cuidado infantil y de los ancianos.
Sí, estas personas han visto desdibujarse los límites entre el tiempo laboral y el tiempo para los propios asuntos, y ello ha aumentado el estrés y ha planteado un sin numero de riesgos para la salud mental. Para muchas personas, el giro hacia el trabajo remoto intensificó la sensación de aislamiento, de pérdida de identidad y de determinación.
Independientemente de la ropa que nos pongamos para entrar en ellas, las salas virtuales no pueden sustituir el valor social del trabajo y la dignidad y el sentido de pertenencia que nos proporciona.
Ante la inminencia de una crisis económica y del aumento de las tasas de desempleo, sin precedentes, surge la ocasión de celebrar consultas sobre la mejor forma de aprovechar las adaptaciones necesarias para ahorrar en los costos, mejorar la productividad y preservar puestos de trabajo. Ello podría suponer semanas laborales más reducidas o fórmulas de repartición del trabajo, para evitar suspensiones en tiempos difíciles.
Al mismo tiempo, la experiencia reciente de teletrabajo ha revelado profundas fisuras. Quienes están en la franja de ingresos altos tal vez elijan entre seguir trabajando a distancia en el futuro, pero los del otro extremo no tendrán elección, tendrán que desplazarse y es más probable que les falte tiempo.
Históricamente, las crisis económicas, las pandemias y las guerras han agudizado la desigualdad. La cuestión es si esta vez se tratará de un movimiento tectónico que provoque un aumento de la inestabilidad política y social, o una crisis que nos motive para consolidar los cimientos de sociedades justas y los principios de solidaridad y toma de decisiones democrática que impulse a las sociedades, a los mercados de trabajo y a los lugares de trabajo en la dirección de la igualdad.
Entre el “nada que ver con la realidad” … “a la nueva normalidad”
Al analizar el alcance de algunas prácticas sociales que, en múltiples aspectos de la vida, parecen haber cambiado sin retorno posible, nos lleva a preguntarnos, si se trata de una herramienta provisoria o de un cambio definitivo. El uso de la tecnología, que en algunos casos puede maximizar rendimientos, en otros puede ir en detrimento de los vínculos sociales en el ámbito laboral y, sobre todo, de los derechos de los trabajadores en general.
Sin dudas, que el trabajo a distancia es visto como una forma eficaz de hacer frente al aislamiento social que estamos viviendo. Muchos, son los que se preguntan sinceramente, por qué no continuar con esta modalidad cuando pase la pandemia.
Después de todo, con las nuevas tecnologías no siempre es necesaria la presencia física en el lugar de trabajo. Además, los trabajadores pueden realizar su trabajo desde la comodidad de su casa, ahorrando tiempo y dinero para movilizarse, descongestionando el transporte público y ayudando al medio ambiente. Parece ideal ¿o no?
La realización de trabajo a domicilio, o a distancia, no es una modalidad tan nueva como parece. En efecto, hay un interesante antecedente histórico del trabajo a distancia, que data de la Inglaterra preindustrial. Entonces se lo llamó “industria a domicilio” y consistía básicamente en la elaboración artesanal de prendas de vestir.
Más allá de las grandes diferencias entre épocas y de las relaciones sociales involucradas, el caso analizado en la Europa prerrevolución industrial nos muestra que, su resultado fue mayor explotación para los trabajadores, precisamente por las condiciones que le fueron impuestas para desarrollarlo. La forma en la que se presentaba era relativamente similar a la actual: trabajar desde la comodidad del hogar.
Pero queremos hacer hincapié en algunas cuestiones del teletrabajo que podemos considerar disruptivos del marco en que habitualmente nos reconocemos como trabajadores.
¿Qué hacer entonces ante el teletrabajo?
Las condiciones materiales del teletrabajo tal como lo conocemos hoy, representan una amenaza potencial a la autopercepción de cada trabajador como integrante de un colectivo mayor en el cual se construye la conciencia colectiva y se constituyen las organizaciones de los trabajadores.
Se trata de aquel espacio en que los trabajadores luchan por derechos que exceden el plano individual de su situación particular (aunque la engloba) para alcanzar un estatus genérico que garantiza sus condiciones laborales en tanto integrante de la clase obrera estableciendo límites mínimos e irrenunciables de protección.
Uno de los cambios más tempranamente advertidos es la modificación de la duración de la jornada laboral. El trabajador está disponible todo el tiempo. Las demandas de su empleador no se circunscriben con límites claros al tiempo en que el trabajador se encuentra produciendo, y el límite entre la vida laboral y personal se desdibuja.
La limitación de la jornada laboral es un logro por el cual el movimiento obrero ha pagado un costo muy alto luego de años de lucha, y, sobre todo, con la sangre de muchísimos trabajadores, que dieron su vida para conquistar la jornada de ocho horas y el descanso dominical. La amnesia de algunos no nos puede hacer obviar algo tan importante.
La dimensión colectiva a la que hacemos referencia nos alerta sobre otro aspecto disruptivo: el teletrabajo facilita el individualismo en detrimento de los aspectos colectivos del quehacer de los trabajadores.
Y en esta noción se desliza sutilmente el discurso tradicional del neoliberalismo en el cual pretende mostrarse como los defensores del individuo en contra de las políticas masificadoras de la izquierda, pero en realidad no se basa en la exaltación de las virtudes personales y de la libertad, sino en la destrucción de la organización de las redes sociales.
Por eso, y para contextualizar temporalmente el tema del teletrabajo, el problema no se plantea claramente en el presente de aislamiento obligatorio, sino a futuro. En el presente, el teletrabajo es una herramienta muy valiosa que permite que, en medio de una pandemia sin precedentes, muchos trabajadores ya sean en los ámbitos públicos o privados puedan seguir desarrollando sus actividades con relativa normalidad.
Pero es necesario advertir la amenaza potencial que esta modalidad laboral puede implicar en términos de flexibilización laboral, encubierta por el halo del avance tecnológico, estrategia de simulación no ajena al neoliberalismo. Las nuevas condiciones que puede implicar la generalización del teletrabajo llevan a enfatizar los aspectos colectivos del trabajo y a insistir en la necesidad de una reflexión crítica sobre las relaciones sociales que le dan marco.
No se trata de ser “luditas” de tiempos modernos, pero hay que debatir ampliamente entre todos los actores sociales involucrados, las repercusiones que pueden tener en el conjunto de la sociedad los cambios tecnológicos que están ocurriendo.
Es importante contrapesar el poder de los grandes grupos económicos que hace tiempo buscan implementar una reforma laboral en contra de los intereses de los trabajadores, y hay que ser conscientes que estos cambios imprevistos pueden ser plenamente funcionales a sus intereses.
Este no es un debate puramente teórico e intelectual, sino que hay grandes intereses económicos en juego. El capital -con o sin pandemia- intentará una vez mas maximizar sus ganancias, en detrimento de los mas débiles.
Fuente e imagen: http://estrategia.la/2020/07/03/el-futuro-del-trabajo-entre-el-nada-que-ver-con-lo-habitual-a-la-nueva-normalidad/
«Así pues, tanto las sociedades como los grupos humanos más pequeños pueden tomar decisiones catastróficas por toda una serie secuenciada de razones: la imposibilidad de prever un problema, la imposibilidad de percibirlo una vez que se ha producido, la incapacidad para disponerse a resolverlo una vez que se ha percibido y el fracaso en las tentativas de resolverlos«
Jared Diamond
“La muerte solo tiene importancia en la medida que nos hace reflexionar sobre el valor de la vida.”
André Malraux
“Con lo que sabemos hoy, el mundo no hubiera actuado de la misma manera”
Pedro Sánchez
«Esto no es solo una crisis de la salud pública, sino de todos los sectores«
Tedros Adhanom Ghebreyesus, director General de la OMS
Doscientos cuarenta y ocho mil casos confirmados, ciento cincuenta mil curados y veintiocho mil trescientos treinta y ocho fallecidos, esas son las cifras que hasta el momento deja el coronavirus en el estado español. Desde que el 25 de enero se registraron los primeros casos sospechosos en nuestro país, muchas cosas han cambiado para siempre. El virus, inicialmente detectado en Wuhan, China, ha logrado lo impensable, paralizar al mundo capitalista y por primera vez en mucho tiempo hacernos dudar de la seguridad y la viabilidad de nuestro modelo social y productivo, el capitalismo.
Cierto es que las buenas intenciones, la responsabilidad y por qué no decirlo, el miedo, rápidamente han abandonado nuestras calles y nuestras instituciones fruto de la necesidad económica y consumista, esa que en plena pandemia y con los primeros rebrotes asomando en diversos puntos de nuestra geografía, nos hace abandonar las más básicas medidas de protección y supervivencia, para arrojarnos inmediatamente y sin sentido del riesgo y de la conservación social a diversas tareas tan innecesarias como propias del Homo Consumens como las rebajas, las terrazas, la búsqueda de un buen moreno o la celebración de algún título deportivo o fiesta tradicional en honor a un santo o una santa, que difícilmente va a poder hacer milagros por nosotros si es que la ciencia cede la partida a la irresponsabilidad social, los intereses empresariales y el electoralismo político. Lejos quedan los primeros casos sospechosos procedentes de Wuhan, los casos importados, los primeros positivos locales y la falsa sensación de seguridad que nos dejaba caminar despreocupadamente por la calle, reunirnos sin miedo en aglomeraciones en nuestras ciudades y hacer uso del transporte público sin atender a preocupaciones o riesgos invisibles. Lejos queda el 11 de marzo y el inicio del aumento repentino de los contagios y los fallecimientos, una cascada precipitada de temor y desinformación que hace que el gobierno español decida decretar el estado de alarma y comenzar a buscar desesperadamente material médico en el mercado internacional a una escala nunca antes vista. Los sanitarios, las fuerzas de seguridad, las instituciones locales, autonómicas y todo el equipo de gobierno, cada uno de los resortes de nuestro esquema de organización social se mostraba sacudido por el inesperado golpe que supone el impacto de la pandemia, pero poco a poco, pese a los numerosos errores y la evidente improvisación inicial, el enramado público de salud comenzaba a reaccionar frente al virus y a salvar vidas.
El COVID-19 supone una enmienda directa a las disfunciones de nuestra sociedad, por ello podemos ver como al tiempo que señala las claras debilidades en la estructuración de la niñez y la vejez, etapas de nuestro ciclo vital no productivas para el capitalismo, también lo hace de forma clara y evidente con los sectores sociales más desfavorecidos por el sistema
Fueron numerosa las debilidades de nuestro sistema social y económico que se pusieron en clara evidencia durante los días más duros de la crisis del coronavirus, que aunque parezca ya olvidada, estamos todavía viviendo. La incapacidad para dotarnos en nuestro propio sistema productivo de elementos tan básicos como los respiradores, los diversos tipos de mascarillas o los equipos de protección, evidenciaron claramente como el occidente capitalista, capaz de adaptar su consumo a las más diversas modas y muy acostumbrado a los ritmos de una sociedad consumista y caprichosa, se mostraba ciertamente incapaz de garantizar a su pueblo las más básicas medidas de seguridad que países hasta ese momento demonizados por sus diversos sistemas sociales alternativos al capitalismo como China, Cuba o Venezuela, sí parecían poder desarrollar sin apenas complicaciones más allá de las evidentemente organizativas. La economía liberal se mostraba una vez más incapaz de atender a otros factores ajenos al mero consumo y determinantes para los pueblos como la salud física y mental, la estabilidad social o la solidaridad. Las escenas de acaparamiento de bienes, el mercadeo salvaje, las estafas e incluso los casos de piratería y uso de la fuerza entre países para adquirir material de primera necesidad, destinado a salvar vidas, dejaban claro que en el occidente capitalista, la moneda y el peso militar, iban a decidir individualmente el curso a seguir en la estrategia de lucha contra el coronavirus. Desde el pasotismo inicial de Reino Unido, solo rectificado tras el contagio e ingreso hospitalario de Boris Johnson, hasta la reacción del ejecutivo español con numerosas sombras y también luces solapadas por la magnitud de la tragedia, pasando por la inicial eficiencia portuguesa, el ejemplo vietnamita o la locura vivida en Francia, hasta la negligente actitud del Brasil de Bolsonaro y la locura y decadencia del Imperio estadounidense en manos del Donald Trump, si algo ha terminado quedando patente durante esta crisis sanitaria, es la inexistencia de verdaderos organismos de gestión global y el excesivo peso del campo económico frente a otros factores de la existencia humana, aun cuando lo que está en juego es la vida de numerosos congéneres e incluso nuestra propia existencia como especie.
Y si una realidad ha evidenciado el solapamiento de la vida por la economía en nuestro estado durante toda esta crisis sanitaria, es la de las residencias de ancianos. Sometidos a curas extremas de adelgazamiento presupuestario durante los años previos en busca de lograr rentabilizar sus servicios, las diferentes residencias del estado español encararon el desafío sanitario del coronavirus tras años de reducción de personal, precarización salarial y de las condiciones de trabajo, bajando la calidad de la comida, ahorrando en material, limpieza y mantenimiento e incluso llegando a degradar las condiciones en la atención a los ancianos, con el único objetivo de lograr aumentar los beneficios empresariales de directivos y en muchos casos, accionistas. Con la llegada del coronavirus, la situación estalló dejando un saldo de 19.500 muertos con Covid-19 o síntomas compatibles en las 5.457 residencias de ancianos públicas, privadas y concertadas españolas, una situación grave en uno de los principales focos de la pandemia de este coronavirus por la cifra de fallecidos, pero que se convierten en dantesca cuando uno atiende a situaciones de auténtica pesadilla en la que los fallecidos llegaron a encontrarse entre siete y diez días abandonados a su suerte en sus habitaciones, por el colapso de los servicios de atención y las funerarias. Una situación que tal y como desvela un mensaje de WhatsApp recientemente filtrado del jefe de gabinete del consejero de la Asamblea de Madrid, Alberto Reyero, apenas comienza a revertirse hasta el 26 de marzo. Tiempo en el cual los beneficios económicos de un sector tan vital como las residencias de ancianos, en Madrid se contaron por vidas humanas.
El liberalismo económico y su vertiente especulativa, especialmente presente en nuestro país, han situado en el centro del debate a la muerte, especialmente la dignidad de la misma. La generación de la guerra, el hambre, el trabajo esclavo para sacar adelante a sus familias y a todo un país, se ha encontrado en esta situación abandonada a su suerte y utilizada por unos organismos que lejos de garantizarles unos servicios dignos y de calidad, han decidido mercantilizar el final de la vida de toda una generación de españoles, por meros criterios economicistas. La explosión de casos de coronavirus en el interior de las residencias ha puesto de manifiesto el poco respeto que realmente poseen por el tramo final de la vida, todos aquellos dirigentes y meapilas procesionariosque continuamente habíamos visto en manifestaciones antiabortistas jurando defender el derecho a la misma por encima de cualquier otra cosa o posicionándose parlamentariamente contra el derecho a garantizar la llamada muerte digna, pero que sin embargo cuando el lucro económico ha entrado en escena, han decidido dejar a un lado sus supuestas prioridades, para suculentos contratos mediante, abandonar a la más absoluta indefensión a muchos de nuestros mayores.
En apenas tres meses de epidemia, hemos perdido 0,71 años de esperanza de vida, pasando de los actuales 83,6 años a 82,9, la esperanza de vida que nuestra población poseía en 2015
Son los mayores pertenecientes a las clases obreras, los que han sufrido en sus propias carnes y con especial incidencia los efectos de este cambio de paradigma acerca de la recta final de la vida. Ya poco queda de la vejez tradicional de gran parte de nuestros mayores, cuyo transcurso inserto en el núcleo familiar y en gran parte de las ocasiones bajo los cuidados de las mujeres de la familia, garantizaba una mayor atención basada en una doble, incluso triple, carga de trabajo para las mujeres. Debido al aumento de la esperanza de vida y las nuevas dinámicas económicas claramente precarizadas, en la actualidad son más de 2 millones de personas mayores de 65 años las que viven solas en nuestro estado, suponiendo esta situación un desafío para un estado que ha decidido gestionar la posible «carga» de una población más envejecida, mediante la privatización de los cuidados que hasta ese momento recaían, tal y como hemos señalado, en las mujeres, como garantes de los cuidados familiares de forma no remunerada. El gasto público en servicios de atención a la dependencia por parte del estado español, resulta casi irrelevante, algo que sin duda alguna, guarda relación directa con el elevado número de persona mayores fallecidos en nuestra residencia a causa del COVID-19. No podemos por tanto obviar la relación directa entre nuestras decisiones económicas y la implicación en la realidad material de nuestra estructura poblacional.
En este sentido, podemos observar como la crisis sanitaria producida por el coronavirus, pone de relieve no solo como la primacía de la actividad económica y la precariedad de la misma, provoca en muchas ocasiones que resulte prácticamente imposible el cuidado de nuestros mayores en el seno de la estructura familiar, sino que además saca también a relucir las evidentes contradicciones y desafíos a los que nos aboca el doble modelo de atención dividido entre acción pública y privada por el que parece haber optado en gran medida nuestra clase política. Las elevadas tasas de paro, la precariedad laboral y los acuciantes problemas de la estructura pensionista española, no parecen dibujar la mejor carta de presentación para adscribirnos fielmente a un sistema de residencias de ancianos en el que el componente económico parece primar claramente por encima de la propia salud de nuestras personas mayores, transformadas por obra y gracia de las dinámicas capitalistas, en meros clientes. Protocolos como el firmado por la Comunidad de Madrid y fechado el 18 de marzo por el entonces director general de Coordinación Sociosanitaria, Carlos Mur, en el que se limitaba el acceso a las UCIs, priorizando a los pacientes más jóvenes y sanos, frente a las personas de edad avanzada y discapacitados, suponen el primer paso cara a la gestión de la muerte bajo criterios de rentabilidad y mercado. Si bien estos parámetros no basados en el derecho a la vida y a la asistencia sanitaria han sido en esta ocasión utilizados de forma negligente durante un período de máxima tensión sanitaria, urge ahora depurar responsabilidades con la intención de intentar evitar que también la esperanza de vida se convierta en nuestro país en un mero reflejo de la capacidad económica de las personas.
Si algo ha terminado quedando patente durante esta crisis sanitaria, es la inexistencia de verdaderos organismos de gestión global y el excesivo peso del campo económico frente a otros factores de la existencia humana
Con una fertilidad media cercana a 1,3 hijos, muy por debajo del 2,1x / 2,3x que se requeriría para asegurar el reemplazo generacional y una esperanza de vida claramente en aumento, la pirámide de población española dibuja ya hoy el final del proceso de transición de nuestra sociedad cara a una economía neoliberal en la que las condiciones materiales de gran parte de los habitantes de nuestro país limitan claramente el desarrollo de sus proyectos familiares. La inestabilidad y el miedo al futuro, condicionan en la actualidad el devenir de nuestra sociedad. La realidad de la pobreza extrema y cada vez en mayores porcentajes de los trabajadores pobres, no hacen sino incidir en la ya de por sí precaria estructura de las cotizaciones sociales en nuestro país. Los parados y el precariato de hoy, supone la tercera edad desatendida y arrojada a los cuidados privatizados y rentabilistas del mañana. La actual pandemia pone de manifiesto la ineficiencia no solo del cuidado de nuestros mayores, sino también de la estructura de atención a nuestros infantes y el delicado equilibrio que sus cuidados requieren en muchos hogares españoles. Con jornadas laborales extenuantes y apenas retribuidas, los progenitores españoles tradicionalmente han derivado los cuidados de los más pequeños a los centros educativos y en gran parte de los casos a los abuelos y abuelas, una situación que debido a la especial incidencia del COVID-19 en los tramos de edad más avanzada, ha resultado en esta ocasión insostenible, sin poner directamente en riesgo sus vidas.
El teletrabajo, situado como solución inmedaita y transformación a largo plazo con el que solucionar problemas que se han hecho patentes en nuestra sociedad durante esta crisis, como la aglomeración en las ciudades, la debilidad de nuestros sistemas de transporte en las mismas o el despilfarro de tiempo y recursos en muchos casos de forma innecesarias, si bien supone una salida cómoda y adecuada para el interés empresarial de cara al futuro, vuelve a plantear para los trabajadores una difícil encrucijada entre su realidad familiar y laboral. Resulta indecente e impropio de un sistema social solidario, abandonar nuestra esfera familiar a una especie de aventura dependiente de la suerte individual, la vejez y la infancia, curiosamente las dos etapas no productivas y por tanto no rentables para el sistema capitalista, no pueden seguir suponiendo un mero nicho de mercado para empresas privadas o lo que es peor, en caso de insolvencia económica, una continua yincana solventada únicamente con la asistencia «benéfica» del estado o con la atención gratuita cargada sobre los hombros de las mujeres de la familia o las personas mayores. Una clara lección de esta pandemia se basa en la necesidad de una estructura colaborativa entre la esfera pública y la privada, para lograr de ese modo legislar de cara a compaginar la vida laboral con los cuidados familiares. Continuar en la senda de la precariedad vital y laboral, supone un suicidio para nuestro estado, pero también para nuestras familias y para nuestras propias empresas. Caminamos de forma ciega y obcecada cara a una realidad basada en una pirámide poblacional claramente envejecida, en la que día a día, los recursos de nuestras familias para criar y formar a sus hijos desaparecen. El lucro inmediato de una élite empresarial, no puede seguir suponiendo para el conjunto social un claro lastre perpetuado a expensas de los intereses del gran capital trasnacional, sus anónimos accionistas y el cortoplacismo rentista de la cúpula empresarial de nuestro país.
Fueron numerosa las debilidades de nuestro sistema social y económico que se pusieron en clara evidencia durante los días más duros de la crisis del coronavirus
El COVID-19 supone una enmienda directa a las disfunciones de nuestra sociedad, por ello podemos ver como al tiempo que señala las claras debilidades en la estructuración de la niñez y la vejez, etapas de nuestro ciclo vital no productivas para el capitalismo, también lo hace de forma clara y evidente con los sectores sociales más desfavorecidos por el sistema, entre ellos los migrantes. La situación de la emigración en nuestro país hace tiempo que viene arrastrando un cínico e indeseable juego en el que continuamente se entremezcla la dependencia de mano de obra barata por parte del empresariado, especialmente en el sector agrícola, y el total desprecio por los derechos de las personas migrantes. Debemos recordar que ya la situación previa al estallido de la crisis sanitaria era en este punto especialmente tensa no solo en España, sino en el conjunto de la Unión Europea. Pero hoy, tras el anuncio de varios rebrotes de contagio de coronavirus en torno a trabajadores temporeros, las deleznables condiciones laborales a las que se enfrenta este colectivo salen a la luz al tiempo que actitudes racistas parecen señalar al árbol, sin mostrar capacidad para ver el bosque. La extrema precariedad laboral y las nefastas condiciones de alojamiento a las que se ven abocados los trabajadores migrantes, fruto de sus propias condiciones laborales, han hecho que varios de los nuevos focos de contagio se den entre estos trabajadores precarios. El hacinamiento y la escasa inversión en medidas de seguridad, son sin lugar a dudas la verdadera causa tras esta situación, pese a los argumentos racistas de toda índole que hemos podido encontrar incluso en grandes tiradas de la prensa nacional.
Nuestra necesidad de mano de obra migrante ha quedado patente cuando en lo peor de la crisis del COVID-19 y en pleno confinamiento social para evitar nuevos contagios, las voces de gran parte de los empresarios del sector agrícola español clamaban por abrir la puerta a la mano de obra extranjera que cada año acude a nuestro estado para desarrollar tareas a las que difícilmente accederá el trabajador nativo. Lejos de estar directamente relacionadas con la solidaridad y las necesidades y capacidad propia de nuestra población, las políticas migratorias de nuestro estado, topan así con una imposición de mercado que si bien puede abrir la mano durante una pandemia para permitir la entrada de contingentes de mano de obra, totalmente necesarios, no duda ni por un segundo en criminalizarlos, denigrarlos e incluso expulsarlos cuando lo considere oportuno, bien sea debido a las nuevas condiciones sanitarias o a la mera apetencias del patrón de turno. El uso de la migración como un mero recurso de presión en forma de ejército industrial de reserva o como un mero engranaje más para nuestros circuitos productivos, con el que poder maximizar beneficios, ha quedado patente durante estos últimos meses. Los perdedores del mejor de los mundos, los migrantes, aquellos que explotados por el sistema global en sus lugares de origen, deciden seguir las redes comerciales para aterrizar en occidente en busca de un futuro mejor, son la muestra de todo lo que está mal en el proceso de globalización.
Desde que el 25 de enero se registraron los primeros casos sospechosos de COVID-19 en nuestro país, muchas cosas han cambiado para siempre
Resulta por tanto necesario replantearnos socialmente una nueva política migratoria, capaz de aunar la solidaridad propia de un estado democrático, las necesidades poblacionales de nuestro estado y un proyecto económico que se muestre capaz de absorber la fuerza productiva y cultural de la migración que tan necesaria resulta para nuestro país, sin por ello disminuir la capacidad material de sus habitantes. Todo ello pasa por una reestructuración de las responsabilidades en nuestro estado, en las que el sector privado se muestre capaz de aportar vía impuestos un mayor peso económico, con el objetivo de que este se encargue de la formación y estructuración de una población que supone a fin de cuentas la base material y humana de nuestro tejido empresarial y los beneficios futuros también del sector privado. No podemos seguir caminando a ciegas cara un país envejecido, con un menor porcentaje de población activa encargada de sostener los cuidados de nuestras personas mayores y de la infancia. La apuesta por un modelo público en colaboración con el sector privado, el cual debe asumir su peso en la contribución económica del mismo, es el único modelo viable a corto-medio plazo. El coronavirus ha llegado para cambiar las cosas y la estructura de población de nuestro estado, además de la gestión desde las instituciones de la misma, suponen hoy uno de los más acuciantes retos que debemos encarar como sociedad para lograr salir preparados de un golpe que ya ha cambiado nuestra realidad para siempre. A causa del COVID-19, el estado español se encuentra entre los países que más longevidad al nacer ha perdido durante estos meses.
En apenas tres meses de epidemia, hemos perdido 0,71 años de esperanza de vida, pasando de los actuales 83,6 años a 82,9, la esperanza de vida que nuestra población poseía en 2015. El replanteamiento de nuestro modelo de cuidados, pero también el replanteamiento de nuestro modelo social y principalmente el papel que el estado y las instituciones públicas deberían jugar en nuestra sociedad, se antojan como debates clave de cara a decidir si apostamos por una sociedad en la que la salud prime por encima de otros factores o si por el contrario, las vidas humanas pueden medirse con meros instrumentos economicistas, en los que los beneficios y los balances de cuentas sigan cobrándose un precio demasiado caro en vidas humanas. Cuando al fin decidamos, deberíamos tener muy presente en nuestro pensamiento la historia de todos aquellos que en estos tres meses se han enfrentado a la muerte solos, a la espera de una ayuda que nuestro sistema social y sanitario, debilitado por los profundos recortes de la crisis de 2008, no ha podido facilitarle. Nunca, debería la muerte ser una cuestión de precios.
Fuente e imagen: https://nuevarevolucion.es/coronavirus-un-relato-sobre-la-poblacion/
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